Ha sido en un almuerzo juvenil de pizza en compañía de Pilar, noventa y cuatro años y más lúcida que uno a pesar de que apenas ve ni oye, o precisamente por eso. Mientras doblaba las porciones con una soltura que ya quisiera Homer Simpson, como si estuviera en aquel concurso de comer pasteles de ‘El cuerpo’, de Stephen King (en el que “culo grasa” ejecuta su gran venganza), a pesar de la blusa de seda, la rebeca de cachemir y las perlas en las orejas, decía, lo mismo que si comentase el sabor del prosciutto, que quiere irse porque lo ha vivido casi todo y no quiere más, no así, cuando hasta anteayer conducía su propio coche y pasaba las tardes leyendo como loca a Somerset Maugham, su último amor. Hay naturalezas que descolocan, y más oyéndola contar que hace poco agarró una neumonía gorda como quien acierta los números de la lotería, de la que sin embargo se curó igual que de un resfriado, y de la que luego se lamentaba con alegre ironía por haber perdido la oportunidad, como si antes de arañar el siglo hubiese perdido el último tren a Gun Hill al que se aferraba Kirk Douglas junto al hijo violador y asesino de su mejor amigo. Uno piensa que amar la vida debe de ser eso. Naturalezas así son como una exhibición impúdica de belleza. Dice que va a escuchar el partido en su cuarto porque a Lisboa ha ido hasta Gento, y uno la imagina poniendo a punto el aparato auditivo, afinándolo hasta el final para la ocasión como afinan a la BBC. Uno oye estas cosas y luego la escucha decir, a Pilar, muy seria, que mañana va a salir a dar un paseo y de paso a votar a Valenciano antes de partirse de risa, y no le queda más remedio que reflexionar igual que si fuera un buen demócrata, que debe de ser algo así como antaño era ser un buen cristiano.