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Mientras tantoDía del Libro

Día del Libro


Todo es anormal, extraño e inédito en esta crisis pandémica. Para mí igual que, imagino, para el resto de mis semejantes. Es peculiar por tanto la celebración de la jornada de hoy, la fiesta del libro, sin el ruido de las casetas en busca de la firma de un autor favorito y envidiado por el éxito o de la compra de una obra escondida y casi olvidada a precio de saldo. En silencio doy un vistazo a mi biblioteca donde colecciono libros que han sido mi mejor compañía, mi mayor y más generoso amor, que me han transmitido emociones y conocimiento a lo largo de la vida. Hoy en día la gente se deshace de ellos, de los editados en papel, porque ocupan espacio y prefieren el soporte electrónico. Quizá sea una decisión inteligente, pero como yo no lo soy, o al menos mi inteligencia no es práctica, todavía conservo esa afición aunque me temo que no muy tarde tendré que ponerle fin e imitar a los demás.

En teoría cambiaré esa manía así como otros aspectos de mi vida por efecto del coronavirus. Eso oigo, eso afirman quienes saben de tantas cosas que yo ignoro como los políticos, los sociólogos, los economistas, los psicólogos, los médicos, los científicos, los religiosos y también los quirománticos. Habrá un antes y un después, anuncian. Hay expertos que presagian un cambio de modelo de sociedad, y seguramente no yerran, independientemente del empobrecimiento general al que nos veremos abocados a corto y medio plazo. Eso sí que es una certeza incontestable. Un cambio donde prime la conservación de la naturaleza, el equilibrio ecológico, el modelo de viajes, el desarrollo de la industria no contaminante, el trabajo telemático. Tuve una novia que defendía con gran pasión la ecología y confieso que a veces pensaba que exageraba y hasta deliraba sobre los males que se avecinaban. Cosas suyas, de su idiosincrasia, pensaba. Ya se le pasará. Las crisis suelen ser positivas porque descubrimos los errores y nos obligan a enmendarlos. Eso escucho estos días de reclusión.

Hay otros expertos más atrevidos a los que no les falta idealismo cuando me comunican que estamos asistiendo al fin del capitalismo, que ha llegado el momento de repartir mejor la riqueza porque de lo contrario desembocaremos en una revolución y en violencia social. ¿Y? No sería la primera vez que los humanos terminamos a bofetadas. De hecho siempre ha sido así como enseña la historia. Mi generación y sobre todo las que me siguen pensamos que la paz siempre ha existido cuando es justamente lo contrario.

Mi psicoanalista jamaicano, Jacques-Marie McFarlane, es bastante más escéptico. No sé si porque lo analiza desde su posición social privilegiada disfrutando de una mansión amplia y cómoda con bonitas vistas en un barrio tranquilo y protegido de Kingston. Cuando en alguna ocasión le he punzado al teléfono sobre su economía desahogada salta cual gato escaldado: «Me lo he ganado con mi trabajo, con las muchas horas que empleo en aguantarle a usted y a muchos como usted que acuden a mi consulta porque no tienen otra cosa mejor que hacer que quejarse de su vida supuestamente tan desgraciada». Estas tres últimas palabras las dice con ironía en un buen español. Qué tipo éste. ¡Cuánto le debió marcar esa aventura breve pero tórrida con una joven de Granada! Yo por prudencia opto por no comentar que heredó una buena fortuna de su padre escocés y una plantación de tabaco a 50 kilómetros de la capital del país caribeño. «Mire, señor Esteruelas, no sé si porque la edad o la profesión me hacen ser más analítico. Mi pronóstico es más frío. El mundo cambiará algo. Sí, se pondrá más atención a lo del cambio climático, a una mayor inversión en la sanidad…Sí, a todas esas cosas, lo cual estará muy bien, pero luego volveremos a olvidarnos, a cometer los mismos errores, los mismos atropellos, las mismas injusticias, las mismas codicias. Desengáñese, los humanos somos los seres más torpes del planeta. Capaces de lo peor y de lo mejor. Quizá se acerca el momento de nuestra extinción como lo hicieron los dinosaurios y la aparición de otra clase de especies más desarrolladas».

Pues vaya forma de animar al paciente justo el Día del Libro, me quejo en silencio, justo cuando se cumplen cuarenta días y cuarenta noches de mi reclusión obligatoria porque así procede, soy buen ciudadanos pese a ser rata asocial, clase privilegiada, y porque, además, va con ello mi salud, mi vida y la de los demás.

Esta guerra la vamos a ganar seguro, la estamos ya ganando con nuestra moral de victoria, proclama un día sí y otro también mi gobernante. Yo, en mi descreimiento de roedor solitario, pienso que la guerra la hemos perdido aquí y en las Quimbambas todos los habitantes de este planeta llamado Tierra al que tan mal tratamos. Cómo si no explicar que hay más de dos millones de terrícolas infectados por el virus y que el Covid-19 se ha llevado ya cerca de 200.000 personas, y subiendo, y que las previsiones económicas mundiales y de mi país son para meterse en la cama y no despertar más. Ánimo. Fuerza. Que no decaiga. En unos minutos saldrán los vecinos a las terrazas a aplaudir a los sanitarios que se han dejado la piel, tal vez esta noche también a los niños por su franciscano comportamiento y se han ganado una salida al día a partir del próximo domingo.

Pero entretanto me quedan y nos quedan los libros, hoy y mañana y muchos días más, uno de esos placeres que comprendo mal a los que no los disfrutan. Todo indica que esta reclusión ha generado un mayor interés por la lectura. Estupendo, pero los libreros anuncian perdidas milmillonarias que forzarán al cierre de muchos de sus negocios. He leído un interesante y acertado artículo de Juan Soto Ivars en El Confidencial Digital. No puedo estar más de acuerdo cuando afirma que una librería es una barrera natural entre la democracia y la barbarie. Y hoy en día la línea que las separa es cada vez más frágil.

 

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