El narrador de Paludes, novela de André Gide, escribe un libro titulado precisamente Paludes. Su protagonista, el Titiro de las Bucólicas de Virgilio, vive en una suerte de retiro. Paludes es el reino del tiempo perdido, de la ociosidad, pero también de la decadencia, del paludismo, del miasma, de la enfermedad, del sinsentido, del aburrimiento. Una ciénaga infinita.
En la Maremma (“la marítima”, “la marisma”) las marismas, paulares, paludes o paúles son conocidos por la voz dialectal paduli. En la actual desembocadura del Bruna en Castiglione della Pescaia se sitúa la reserva natural Diaccia Botrona y la casa museo de Ximenes, un polímata siciliano de evidente origen español, que dedicó gran parte de su vida al empeño de la desecación de esta marisma. Recorriendo la zona y sin ayuda de los mapas históricos, es muy difícil hacerse a la idea de que un tercio de la actual tierra firme de la Maremma era una enorme marisma, donde el paludismo campaba por sus respetos. En una pequeña eminencia sobre el terreno ganado a la marisma se encuentran los restos de una antigua abadía de sugerente nombre: San Pancrazio al Fango, “el santo que todo lo puede en el atolladero del fango”. Esa pequeña mota fue una isla en mitad de la marisma: la Isola Clodia. Cuál no sería mi asombro ─lo cierto es que en este viaje voy de asombro en asombro─ cuando supe que esa isla tomó su nombre de la familia Clodia, de la que formaba parte la mujer que trajo por mal traer al poeta romano Catulo, Lesbia en sus poemas. En uno de sus discursos, Pro Milone, en el que Cicerón defiende al matarife que ultimó a Clodio, tribuno de la plebe, yerno de Sila y hermano de la Clodia de Catulo, nos cuenta algo sobre cómo los Clodios, enamorados de la belleza del lugar, rogaron a Paconio, su propietario que les vendiera una parcela. Ante la negativa de este, tiraron por la calle del medio y ocuparon la isla con unas naves y comenzaron la construcción de la villa. De estos testimonios se colige que el Lago Prile era un locus amoenus en cuyas villas se congregaba lo más granado de la alta sociedad romana. Naturalmente, al visitar la zona yo ya me imaginé al desdichado en amores Catulo acudiendo a la Isola Clodia a hacerle la corte a la Lesbia de sus poemas:
Vivamos, mi Lesbia, y amemos,
y los rumores de los viejos más severos
todos en un as estimemos.
Los soles morir y volver pueden:
a nosotros, cuando una vez se nos muere nuestra breve luz,
noche hay perpetua, una, para dormirla.
Una noche perpetua para dormir. The end. Así debió ser la vida de Catulo después de que se apagase el sol de Lesbia en su vida:
Pobre Catulo, déjate de tonterías,
y eso que ves perdido, considéralo perdido.
El Sol brilló intensamente para ti
cuando ibas a donde una niña te llevaba,
amada por nosotros como no será amada ninguna,
Allí muchos goces jugaban,
que tú proponías y ella no rechazaba;
Fulsere vērē candidī tibi soles, “verdaderamente brilló intenso para ti el Sol”. Yo no sé si Lesbia, aquella doctissima puella, a la que Catulo dio en sus poemas el nombre de Safo de Mitilene, vivió en aquella villa, donde ahora están los restos de San Pancrazio al Fango ni si Catulo fue alguna vez hasta allí para visitarla. Lo que sí sé es que aquel diálogo o mejor dicho monólogo acerca de la ciénaga de la gloria y el amor ha llegado hasta nuestros días con una fuerza imperecedera. Qué lejana queda aquella ciénaga del desamor del joven Catulo en mi vida.
De aquellos fangos, llega también hasta nosotros otro diálogo en la marisma, el Dialogue au marécage, la breve obra teatral que Marguerite Yourcenar le dedicó a la mujer que tantas veces ha aparecido en estos sepulcros etruscos, la Pia dantesca del canto V del Purgatorio. Su marido, en vez de defenestrarla desde un castillo, como afirman algunas tradiciones locales, la encerró en una casona y allí la dejó durante años, y, lo peor de todo, además ordenó arrancar los rosales: “À quoi bon des roses dans un marécage?”. Cuando regresa años después a saber qué fue de su mujer, Sire Laurent no logra determinar si la desdichada Pia es una loca o una sombra, atrapada en la ciénaga infinita del olvido.