Hace unos días se publicaba la primera parte de este artículo titulado Diálogos interactivos: la evolución del ágora digital, uno de los capítulos del libro Narrativas transmedia, entre teorías y prácticas. Se ha optado por fragmentar este capítulo en varias partes con el fin de dosificar las entregas a los lectores. Hoy seguimos, por tanto, con algunas de las reflexiones provocadas por el auge del digitalismo en las sociedades occidentales. Con motivo del tercer aniversario en Internet de la revista de Frontera D y como blogger de este proyecto del que formo parte, considero interesante compartir algunas ideas, planteadas desde la aparición de Internet en nuestras vidas y que se mantienen vigentes con el paso del tiempo.
1. La conexión a Internet: adicción vs libertad
Durante los primeros años del despegue de Internet, en el año 1995, fueron muchos los periodistas que observaron el nuevo auge digital como una amenaza. The New York Times se refería a la “atracción y a la adicción de la vida en línea” (18 de marzo de 1995). The Globe and Mail informaba que “un creciente número de usuarios on-line se han convertido en junkies” (15 de octubre de 1995). La metáfora de la droga continuaría al año siguiente, el USA Today afirmando que “el uso obsesivo de los usuarios implica una verdadera adicción” (1 de julio de 1996), más allá del Atlántico The Sunday Times hablaba de “la trampas de los internautas en la web de la adicción” (9 de junio de 1996), un último ejemplo, es el del Daily Mail que equipara este problema al de la adicción a la cocaína para usuarios atrapados en un mundo de fantasía (4 de enero de 1996) (Jones y Salter, 2012: 2).
El poder de los ordenadores como fenómeno referido a la adicción de la droga ha sido, además, rescatado por Turkle (1995: 30), aunque esta autora prefiere la metáfora de seducción porque enfatiza la relación entre persona y máquina. “Lo que me atrae del ordenador son las posibilidades de “conversación” entre las múltiples ventanas de mi pantalla y la manera de responder instantáneamente a mis ansiedades”, escribe Turkle (1995: 30), vinculándolo a dos conceptos fundamentales del mundo virtual: el de la interactividad y el de la reactividad. Más revolucionaria aún es la idea de la ciber-antropóloga Amber Case, que en el encuentro de South By South West en Austin, donde se reúnen expertos del mundo digital en Estados Unidos, explica cómo la evolución de las tecnologías nos convierte a todos en cyborgs. Por tanto, según Case, “la mejor tecnología es aquella que es la tecnología invisible que nos permite vivir nuestra vida”. Esta antropóloga agrega que a medida que más dispositivos electrónicos portemos, más APIs seamos capaz de descargar en nuestras plataformas, mayor será nuestra necesidad de trabajar con interfaces sin problemas. De esta manera, el híbrido hombre-máquina, hombre conectado a una máquina, se vislumbra como una teoría que va más allá de los géneros de sci-fi de cine.
Reflexiones que no son nada desdeñables si se analiza la cantidad de tiempo estimado frente al uso del ordenador y los datos que oscilan en torno a las nuevas tecnologías. Según una noticia del New York Times, anualmente, a la gente les gusta un trillón de cosas en Facebook, 91 billones de fotos son publicadas en esta red social y medio billón de gente utiliza Facebook desde sus smartphones. En concreto, para los jóvenes, en la línea del sociólogo Bauman, el principal atractivo del mundo virtual proviene de la ausencia de contradicciones y los malentendidos que caracterizan la vida offline. A diferencia de la alternativa offline, el mundo online hace concebible – es decir, posible y viable – la multiplicación infinita de contactos. En el entorno de Internet, la cantidad de conexiones, más que la calidad, determina las oportunidades de éxito o fracaso. En conjunto, agrega Bauman (2011: 25), Internet facilita, impulsa y requiere una incesante labor de reinvención hasta un extremo inalcanzable en la vida offline. En esta misma línea, escribe el filósofo francés Wolton, refieriéndose a un “superhumanismo”. Las relaciones humanas y sociales son mucho más complicadas que Facebook o que surfear por Internet. Ya tiranizados por los innumerables correos electrónicos intercambiados, los individuos, al borde del abismo de la comunicación, se conectarán con chips interactivos de objetos inanimados (Wolton, 2010: 56).
En contraposición con todo lo anterior, uno de los autores con mayor divulgación científica en España, Eduard Punset, asegura que no hay duda de que hay que tejer redes sociales. Quien intercambia conocimientos, sentimientos, chismorreos, genes, o información con otras personas va a salir ganando por fuerza y encima, la revolución tecnológica nos brinda una oportunidad de oro. Estamos más conectados que nunca – o tenemos la capacidad de estarlo -, somos más sociales que nunca – o al menos podemos serlo – y eso es algo que no se puede desaprovechar (Punset, 2012). Castells (2001) ya se refirió a la engendrada idea de la sociedad del conocimiento, como una sociedad en la que procesar información y generar conocimiento son mecanismos alterados en su esencia por una revolución tecnológica: la digitalización. Aún podemos refrendar la idea de Katz (1959) y de Cohen cuando se referían a que más importante que conocer qué es lo que hacen los medios con las personas, es conocer qué hacen las personas con los medios de comunicación. Hemos llegado a tal punto de conectividad que parece que la “aldea global”, tan pregonada por McLuhan, actualmente está en mayor auge que nunca con el uso de los ordenadores y con la constante conexión a Internet fácil, rápida y gratuita (Flores y Martínez, 2011).
Bibliografía
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