21 de enero de 2000 – 19 de febrero de 2000
Un cuento tradicional de Mauritania nos habla de alguien que tenía fobia a los gallos y se volvía loco cada vez que se encontraba con uno.
—¿Por qué le dan tanto miedo los gallos? –le preguntó el psiquiatra.
—El gallo piensa que soy maíz.
—No eres maíz. Eres un hombre muy grande. Nadie podría confundirte con un pequeño grano de maíz –dijo el psiquiatra.
—Eso lo sé, doctor. Pero el gallo no. Su trabajo consiste en ir y convencerle de que no soy maíz.
El hombre nunca se curó, puesto que hablar con un gallo es imposible. Fin de la historia.
He estado tratando de convencer al Gobierno de Estados Unidos de que no soy maíz.
Todo empezó en enero de 2000, cuando iba de regreso a Mauritania después de haber vivido doce años en el extranjero. A las 8 de la tarde del día ///////////////////, mis amigos ///////////////////////////////////// me dejaron en el Aeropuerto Dorval, en Montreal. Tomé el vuelo nocturno de Sabena Airlines hacia Bruselas y mi viaje continuaría hacia Dakar al mediodía siguiente.(1)
Llegué a Bruselas por la mañana, adormilado y agotado. Después de recoger mi equipaje, me derrumbé en uno de los bancos de la zona internacional, con mi bolsa como almohada. Una cosa era segura: estaba tan cansado que cualquiera podría haber robado mi maleta. Dormí una o dos horas y, cuando me desperté, busqué un baño donde poder lavarme las manos y un lugar para rezar.
El aeropuerto era pequeño, pulcro y limpio, con restaurantes, tiendas duty-free, cabinas telefónicas, ordenadores con acceso a internet, una mezquita, una iglesia, una sinagoga y una oficina de apoyo psicológico para los ateos. Le di un repaso a todas las casas de Dios y fue impresionante. Pensé: este país podría ser un lugar donde me gustaría vivir. ¿Por qué no voy y pido asilo? No tendría problema; hablo el idioma y tengo formación suficiente para conseguir un trabajo en el centro de Europa. De hecho, he estado en Bruselas y me gustó la vida multicultural y lo polifacética que es la ciudad.
Dejé Canadá fundamentalmente porque los Estados Unidos me habían echado encima a sus servicios de seguridad; pero no me arrestaron, tan solo empezaron a vigilarme. Es mejor que te vigilen a que te metan entre rejas, ahora me doy cuenta. Finalmente, se hubieran dado cuenta de que no soy un criminal. “Nunca aprendo”, como siempre decía mi madre. Nunca imaginé que Estados Unidos estuviera tratando maliciosamente de meterme en un lugar donde la ley no cuenta.
La frontera estaba a unos palmos de distancia. Si hubiera cruzado esa frontera, nunca habría escrito este libro.
En lugar de eso, en la pequeña mezquita llevé a cabo el ritual de lavarme y rezar. Estaba muy tranquila, envuelta en paz. Estaba tan cansado que me tumbé allí dentro y leí el Corán un tiempo hasta que me quedé dormido.
Me despertaron los movimientos de otro chico que entró a rezar. Daba la impresión de que conocía el lugar y había transitado por el aeropuerto muchas veces.
Nos saludamos después de que terminara de rezar.
—¿Qué haces aquí? –me preguntó.
—Estoy en tránsito. Vengo de Canadá y me dirijo a Dakar.
—¿De dónde eres?
—De Mauritania. ¿Y tú?
—Soy de Senegal. Comercio entre mi país y los Emiratos. Estoy esperando el mismo vuelo que tú.
—¡Bien! –dije.
—Vamos a descansar. Soy miembro del Club… –propuso, no me acuerdo del nombre. Fuimos al club y fue increíble: TV, café, té, galletas, un confortable sofá, periódicos. Me sentía abrumado, estuve la mayor parte del tiempo durmiendo en el sofá. En cierto momento, mi nuevo /////////////// amigo quería comer y me despertó para acompañarle. Estaba preocupado por si no podía volver a entrar al no tener carné del club. Me habían dejado entrar solo porque mi amigo ////////////// mostró su carné de socio. Sin embargo, mi estómago rugía y decidí salir y comer algo. Me dirigí al mostrador de Sabena Airlines, pedí un ticket de comida y encontré un restaurante. La mayoría de la comida contenía carne de cerdo, así que me decidí por un plato vegetariano.
Regresé al club y esperé hasta que nos llamaron a mi amigo y a mí para el vuelo Sabena n.º 502 a Dakar. Me decidí por Dakar porque era bastante más barato que volar directamente a Nuakchot, en Mauritania. Dakar está solo a unos 482 kilómetros desde Nuakchot y me había organizado con mi familia para que me recogieran allí. Hasta ahí todo bien; la gente hace esto habitualmente.
En el vuelo me sentí lleno de energía porque había tenido un descanso reparador en el aeropuerto de Bruselas. A mi lado iba una joven francesa que vivía en Dakar, pero que estaba estudiando Medicina en Bruselas. Iba pensando que a mis hermanos no les daría tiempo a llegar al aeropuerto a la hora, de modo que tendría que pasar un tiempo en un hotel. La chica francesa amablemente me ilustró sobre los precios en Dakar y cómo la gente de Senegal intenta cobrar de más a los extranjeros, especialmente los taxistas.
El vuelo tardó unas cinco horas. Llegamos sobre las 11 de la noche y todo el formalismo duró una media hora. Cuando retiré mi maleta de la recogida de equipaje, me di de bruces con mi amigo //////////////// y nos despedimos.(2)
En cuanto me giré mientras arrastraba mi maleta, vi a mi hermano //////////////////// sonriendo; era evidente que me había visto antes que yo a él. /////////////////// iba acompañado por mi otro hermano /////////////////// y dos amigos suyos que no conocía.
Agarró mi bolsa y nos fuimos hacia el aparcamiento. Me agradó la cálida temperatura nocturna que me invadió tan pronto como traspasé la puerta. Íbamos hablando, preguntándonos unos a otros con excitación cómo iban las cosas. Cuando cruzamos la calle, honestamente no puedo describir lo que me sucedió. Lo único que sé es que en menos de un segundo tenía las manos esposadas detrás de mi espalda y me acorralaban un puñado de fantasmas que me apartaron del resto de mis acompañantes. En un primer momento pensé que era un robo, pero como se demostró más adelante, se trataba de un robo de otra clase.
“Te arrestamos en nombre de la ley”, dijo el agente especial mientras bloqueaba las cadenas alrededor de mis manos.
“¡Me arrestan!”, grité a mis hermanos, a los que no pude ver más. Me imagino que tuvo que ser doloroso para ellos perderme de vista así, de repente. No sabía si me oían o no, pero, efectivamente, parece que me habían oído porque mi hermano ////////////////// todavía se burla de mí diciéndome que fui un cobarde porque pedí ayuda. Puede que no sea valiente, pero eso es lo que ocurrió. Y lo que no sabía es que mis dos hermanos y sus dos amigos fueron arrestados al mismo tiempo. Sí, sus dos amigos; uno que vino con mis hermanos desde Nuakchot y el otro, su hermano, que vive en Dakar y había venido conduciendo con ellos al aeropuerto, justo a tiempo para ser arrestado por pertenecer a una “banda”: ¡Qué suerte la suya!
La verdad es que no estaba preparado para esta injusticia. Si hubiera sabido que los investigadores norteamericanos actuaban así, no habría dejado Canadá, o incluso Bélgica cuando estaba en tránsito. ¿Por qué Estados Unidos no me arrestó en Alemania? Alemania es uno de los más estrechos aliados de Estados Unidos. ¿Por qué no me arrestaron en Canadá? Canadá y Estados Unidos son países muy próximos. Los interrogadores e investigadores americanos afirmaban que hui de Canadá por miedo a ser arrestado, pero eso no tiene ningún sentido. En primer lugar, me marché usando mi pasaporte, con mi nombre real, después de pasar todos los trámites, incluyendo todo tipo de registros. En segundo lugar, ¿es mejor ser arrestado en Canadá o en Mauritania? ¡Por supuesto, en Canadá! ¿O por qué Estados Unidos no me arrestó en Bélgica, donde estuve casi doce horas?
Entiendo la rabia y la frustración de Estados Unidos por los ataques terroristas. Sin embargo, asaltar a individuos inocentes y hacerlos sufrir, en busca de confesiones falsas, no ayuda a nadie. Al contrario, lo hace más difícil. En todo caso, les diría a los agentes norteamericanos: “¡Tranquilos, hombre! ¡Pensad antes de actuar! ¡Valorad al menos la posibilidad, por pequeña que sea, de que estéis equivocados antes de herir irreversiblemente a alguien!”. Pero cuando sucede algo trágico, las personas se vuelven locas y pierden el control. Me han interrogado cerca de cien interrogadores a lo largo de los últimos seis años y todos ellos tienen algo en común: confusión. Tal vez sea lo que quiere el Gobierno, ¿quién sabe?
Sea como sea, la policía local del aeropuerto intervino al ver el jaleo –las Fuerzas Especiales iban vestidas de paisano, así que no había forma de diferenciarlas de un grupo de bandidos que intentara robar a alguien–, pero el tipo detrás de mí mostró una insignia mágica, que hizo a los policías retirarse inmediatamente. Los cinco fuimos metidos en un vagón de ganado y enseguida se nos unió otro amigo, el chico que había conocido en Bruselas, simplemente porque nos despedimos en la cinta de recogida de equipaje.
Los guardias se subieron con nosotros. El líder del grupo se sentó delante, en el asiento del copiloto, pero podía vernos y escucharnos porque había desaparecido el cristal que normalmente separa al conductor del ganado. El camión despegó como en una persecución de Hollywood. “Nos vas a matar”, debió de decir uno de los guardias, porque el conductor redujo un poco la velocidad. El chico de Dakar que fue al aeropuerto con mis hermanos estaba fuera de sí. Cada cierto tiempo espetaba algunas palabras indescriptibles que expresaban su preocupación y desasosiego. Al parecer, el chico pensó que yo era un traficante de droga y ¡se sintió aliviado cuando la sospecha se dirigió hacia el terrorismo! Dado que yo era el protagonista de la escena, me sentí mal por causarle tantos problemas a tanta gente. Mi único consuelo era que no había sido mi intención, aunque, en realidad, en aquel momento, el miedo saturaba el resto de mis emociones.
Cuando me senté en el rústico suelo, me sentí mejor entre la cálida compañía, incluso entre los agentes de las Fuerzas Especiales. Empecé a recitar el Corán.
“¡Cállate!”, dijo el jefe en la parte delantera. No me callé; bajé la voz, pero no lo suficiente para él. “¡Cállate!” –dijo, esta vez amenazándome con su porra–. “¡Estás tratando de hechizarnos!”. Supe que hablaba en serio, así que recé en silencio. No había intentado hechizar a nadie, ni sabía cómo hacerlo, pero los africanos son la gente más ingenua que he conocido.
El trayecto duró entre quince y veinte minutos, así que era poco después de pasada la medianoche cuando llegamos a la comisaría de Policía. Los cerebros de la operación se quedaron detrás del camión y establecieron una conversación con el amigo de Bruselas. No entendía ni una palabra; estaban hablando en una lengua local.(3) Tras una corta discusión, el chico cogió su pesada maleta, se bajó y se fue. Cuando, más tarde, les pregunté a mis hermanos qué le había dicho a la policía, me contestaron que dijo que me había visto en Bruselas y nunca antes, y que no sabía que yo era un terrorista.
Ahora estábamos cinco personas enjauladas en el camión. Estaba muy oscuro fuera aunque se apreciaba a gente yendo y viniendo. Esperamos entre cuarenta minutos y una hora en el camión. Me puse más nervioso y me asusté, especialmente cuando el tipo en el asiento del copiloto dijo: “Odio trabajar con los blancos”. O puede que usara la palabra “moros”, lo que me hizo pensar que esperaban a un equipo mauritano. Empecé a tener náuseas. Tenía el corazón en un puño y me sentía desamparado. Pensé en todas las clases de tortura que había oído y la que podría tocarme aquella noche. Me quedé ciego, como con una espesa nube sobre mis ojos; no podía ver nada. Me quedé sordo; después de aquella frase todo lo que podía oír eran susurros indiferenciados. Perdí la noción de la presencia de mis hermanos conmigo en el mismo camión. Acepté que solo Dios podía ayudarme en mi situación. Dios no falla nunca.
“Baja”, chilló el chico con impaciencia. Me moví como pude y uno de los guardias me ayudó a bajar de un salto el escalón. Nos introdujeron en una pequeña sala llena de mosquitos, justo a tiempo para que diera comienzo su festín. Ni siquiera esperaron a que estuviésemos dormidos; fueron directamente a lo suyo, lanzándose a por nosotros. Lo gracioso sobre los mosquitos es que son tímidos en pequeños grupos y muy voraces en los grandes. En grupos pequeños esperan a que te duermas. No así en grupos grandes, cuando comienzan a molestarte inmediatamente, como diciendo: “¿Qué pasa?”. Y, en efecto, no hay nada que puedas hacer. El retrete estaba indecente, lo que creaba un ambiente ideal para la cría del mosquito.
Yo era la única persona esposada. “¿Te he golpeado?”, preguntó el tipo mientras me quitaba las esposas.
“No, no lo has hecho”. Al mirar me di cuenta de que ya tenía marcas alrededor de las muñecas. Los interrogadores empezaron a sacarnos uno a uno para interrogarnos, comenzando por los forasteros. Fue una noche muy larga, espantosa, oscura y sombría.
Me llegó el turno poco antes de los primeros rayos del día.
Había dos hombres en la habitación de interrogatorio /////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////////// , un interrogador masculino y su secretario.(4) La ////////////// jefe de Policía dirigía la comisaría, pero //////// no tomaba parte en el interrogatorio; //////////// parecía tan cansada que ////////// se quedó dormida de aburrimiento varias veces. La //////////////// norteamericana tomaba notas y algunas veces ///////////// le pasaba notas al interrogador. Era un ///////////////// tranquilo, escuálido, inteligente, religioso y reflexivo.
—Tenemos acusaciones muy graves contra usted –dijo, sacando una gruesa pila de papel de un sobre amarillo brillante. Antes de que los hubiera sacado, se diría que los había estado leyendo muchas veces. Y yo ya sabía de lo que estaba hablando porque los canadienses ya me habían interrogado.
—Yo no he hecho nada. Los norteamericanos quieren manchar el islam culpando a los musulmanes de cosas horribles.
—¿Conoces a /////////////////////////////////////?(5).
—No, no lo conozco. Incluso pienso que toda esta historia es una farsa, para dar salida al presupuesto destinado al terrorismo y hacer daño a los musulmanes. –Fui muy honesto con lo que dije. Entonces no sabía ni la mitad de las cosas que ahora sé. Creía demasiado en teorías conspiracionistas, aunque quizá no tanto como el Gobierno de los Estados Unidos.
El interrogador también me preguntó por otras cuantas personas, a la mayoría de las cuales no conocía. La gente que yo conocía no estaba metida en crímenes de ningún tipo, que yo supiera. Finalmente, el senegalés me preguntó por mi postura ante los Estados Unidos y por qué había pasado por su país. No lograba entender por qué mi posición hacia el Gobierno de los Estados Unidos podía importarle a alguien. Yo no soy ciudadano norteamericano, ni he pretendido entrar en los Estados Unidos, ni trabajo con la ONU. Además, siempre podría mentir. Digamos que me encanta Estados Unidos, o que los detesto, realmente no importa mientras no haya cometido crímenes contra él. Le expliqué todo esto al interrogador senegalés con una claridad que no dejó lugar a dudas sobre mis circunstancias.
“¡Se te ve muy cansado! Te propongo que te vayas a dormir un poco. Ya sé que es duro”, dijo. Por supuesto, estaba muy cansado, hambriento y sediento. Los guardias me condujeron de vuelta a la sala en la que mis hermanos y los otros dos chicos estaban tumbados en el suelo, luchando contra las muy eficaces Fuerzas Aéreas senegalesas de mosquitos ///////////////. No tuve más suerte que los demás. ¿Dormimos? En realidad no.
Temprano en la mañana se presentaron el interrogador y su asistente. Liberaron a los dos chicos y nos llevaron a mis hermanos y a mí a la sede del Ministerio del Interior. El interrogador, que resultó ser un alto cargo en el Gobierno senegalés, me llevó a su oficina y realizó una llamada al Ministerio de Asuntos Exteriores.
“El hombre que tengo enfrente no es el líder de una organización terrorista”, dijo. No pude oír lo que dijo el ministro. “En lo que a mí respecta, no tengo ningún interés en mantener a este hombre en la cárcel, ni tengo una razón”, continuó el interrogador. La llamada de teléfono fue corta y directa. Mientras tanto, mis hermanos se iban acomodando, compraron algunas cosas y empezaron a preparar el té. El té es lo que mantiene viva a la gente de Mauritania, con la ayuda de Dios. Mucho tiempo había pasado desde la última vez que habíamos comido o bebido algo, pero la primera cosa en la que pensamos fue en el té.
Me alegré porque no parecía que el tocho de papel que el Gobierno de Estados Unidos le había proporcionado al senegalés sobre mí les hubiera impresionado. A mi interrogador no le llevó mucho tiempo entender la situación. Mis dos hermanos iniciaron con él una conversación en wolof. Les pregunté a mis hermanos sobre qué trataba la conversación y me dijeron que el Gobierno senegalés no estaba interesado en retenerme, pero los Estados Unidos estaban al mando. A nadie le gustó esa noticia porque sospechábamos lo qué pasaría.
“Estamos esperando que se presenten algunas personas de la embajada norteamericana”, dijo el interrogador. Sobre las once en punto apareció una //////// americana de color.(6) //////////// hizo fotos, tomó huellas y el registro de lo que el secretario había escrito aquella mañana. Mis hermanos se sintieron más a gusto con la //////////// negra que con la ///////////// blanca de la noche anterior. La gente se siente más a gusto con lo que está acostumbrada a ver y, puesto que el 50 por ciento de los mauritanos son personas de raza negra, mis hermanos podían relacionarse con ellos mejor. Sin embargo, se trataba de una visión muy inocente: en cualquier caso, negro o blanco, ///////////////// era tan solo un mensajero.
Después de terminar su trabajo, ////////////////////// hizo un par de llamadas, se llevó al interrogador aparte y habló con él brevemente. A continuación, /////////////// se fue. El inspector nos informó de que mis hermanos podían irse y a mí se me retenía por desacato un tiempo.
—¿Cree que podemos esperar hasta que lo liberen? –preguntó mi hermano.
—Sugiero que os marchéis a casa. Si lo liberan, sabrá llegar.
—Mis hermanos se fueron y se sintieron abandonados y solos, aunque creo que hicieron lo correcto.
Los siguientes dos días, el senegalés siguió preguntándome por las mismas cosas; los investigadores norteamericanos le enviaban las preguntas. Eso fue todo. El senegalés no me hizo ningún daño, ni me amenazó. Como la comida en prisión era horrible, mis hermanos se organizaron con una familia que conocían en Dakar para que me llevara una comida diaria, cosa que hicieron regularmente.
Mi preocupación, como he dicho, era y aún es convencer al Gobierno de Estados Unidos de que no soy maíz. El único compañero detenido en la cárcel senegalesa tenía otra preocupación diferente: introducirse ilegalmente en Europa o América. Definitivamente teníamos objetivos diferentes. El joven de Costa de Marfil estaba decidido a abandonar África.
—No me gusta África –me dijo–. Muchos de mis amigos han muerto. Todos son muy pobres. Quiero ir a Europa o América. Lo he intentado dos veces. La primera intenté colarme en Brasil cuando burlé a los oficiales portuarios, pero un tipo africano nos delató a las autoridades brasileñas y nos metieron entre rejas hasta que fuimos deportados de vuelta a África. Brasil es un país muy bonito, con mujeres hermosas –añadió.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Estuviste en la cárcel todo el tiempo! –le interrumpí.
—Sí, pero de vez en cuando los guardias nos acompañaban por los alrededores, y después nos llevaban de regreso a la prisión –sonrió–. ¿Sabes, hermano?, la segunda vez casi llego a Irlanda. –Continuó su relato–. Pero el /////////////// implacable me retuvo en el barco y consiguió que me cogieran en la aduana.
“Parece Colón”, pensé.
—Para empezar, ¿cómo te subiste a bordo? –le pregunté.
—Es muy fácil, hermano. Soborné a algunos trabajadores del puerto. Aquella gente me metió a escondidas en el barco que iba a Europa o América. No importaba, en realidad. Me escondí en la sección de los contenedores alrededor de una semana hasta que se me acabaron las provisiones. En ese momento, salí y me mezclé con la tripulación. Al principio se volvieron locos. El capitán del barco que iba a Irlanda se enfadó tanto que quería arrojarme al agua.
—¡Qué animal! –lo interrumpí, pero mi amigo seguía hablando.
—Pero después de un tiempo la tripulación me aceptó, me dieron de comer y me pusieron a trabajar.
—¿Cómo te cogieron esta vez?
—Me traicionaron los contrabandistas. Me dijeron que el barco se dirigía a Europa sin escalas. Pero hicimos una parada en Dakar y los de aduanas me sacaron del barco, y ¡aquí estoy!
—¿Cuál es tu próximo plan?
—Voy a trabajar, a ahorrar algún dinero e intentarlo otra vez.
—Mi compañero de prisión estaba decidido a salir de África a cualquier coste. Es más, estaba seguro de que un día iba a poner un pie en la tierra prometida.
—Mira, lo que ves en la televisión no es la vida real en Europa –le dije.
—¡No! –respondió–. A mis amigos los han metido en Europa y llevan una buena vida. Mujeres bonitas y mucho dinero. África está mal.
—Es igual de fácil acabar en la cárcel en Europa.
—No me importa. La cárcel en Europa está bien. África está mal.
Di por hecho que el muchacho estaba completamente cegado por el primer mundo, que, deliberadamente, se muestra a los pobres africanos como el “paraíso” en el que no podemos entrar, aunque en algo tenía razón. En Mauritania, la mayoría de la gente joven quiere emigrar a Europa o a Estados Unidos. Si las políticas en los países africanos no cambian radicalmente a mejor, vamos a vivir una catástrofe que afectará al mundo entero.
Su celda era un desastre. La mía estaba un poco mejor. Yo tenía un finísimo colchón desgastado, mientras que él no tenía más que un trozo de cartón sobre el que dormir. Solía darle mi comida porque cuando estoy nervioso no puedo comer. Además, me traían buena comida de fuera y a él la mala comida de la prisión. Los guardias nos dejaban estar juntos durante el día y le encerraban por la noche. Mi celda estaba siempre abierta. El día antes de mi extradición a Mauritania, el embajador de Costa de Marfil vino a confirmar la identidad de mi compañero de prisión. Por supuesto, no tenía papeles de ningún tipo.
* * *
—¡Te liberamos! –dijo alegremente el secretario que había estado interrogándome los últimos días.
—¡Gracias! –Le interrumpí mientras miraba en dirección a La Meca y me postraba para agradecer a Dios mi libertad.
—Sin embargo, tenemos que devolverte a tu país.
—No, conozco el camino, lo haré yo mismo –dije inocentemente, pensando que realmente no quería regresar a Mauritania, sino quizá a Canadá o a algún otro lugar. Ya se me había hecho suficiente daño.
—Lo siento, ¡tenemos que devolverte nosotros! –Toda mi alegría se tornó en agonía, miedo, nerviosismo, desamparo, confusión y otros sentimientos que no puedo describir–.
—¡Recoge tus cosas! –dijo el hombre–. Nos vamos.
Empecé a recoger mis pertenencias con el corazón roto. El inspector agarró la bolsa más grande y yo cogí mi pequeño maletín. Durante mi arresto, los norteamericanos habían copiado todos los papeles que tenía y los habían enviado a analizar a Washington.
Eran sobre las cinco de la tarde cuando cruzamos la puerta de la commissariat de Police. Enfrente se encontraba un Mitsubishi SUV. El inspector puso mis maletas en el camión y nos sentamos detrás. A mi izquierda se sentaba un guardia al que no había visto antes, mayor y corpulento. Estaba tranquilo y más bien despreocupado. Miraba hacia delante la mayor parte del tiempo, solo rara vez me dirigía la mirada de soslayo. Odio cuando los guardias me miran fijamente como si no hubieran visto un mamífero en su vida. A mi derecha estaba el inspector que había sido el que tomó nota. En el asiento del copiloto se sentaba el interrogador jefe.
El conductor era un ////////////////////////////////////////////////// 0 (7) A juzgar por su bronceado diría que había pasado un tiempo en algún lugar cálido, pero no en Senegal, porque el interrogador lo guiaba continuamente hasta el aeropuerto. O quizá buscaban la mejor ruta, no podría decirlo. Hablaba francés con un fuerte acento, aunque era parco en la conversación. Se limitaba a lo estrictamente necesario. Nunca me miraba o se dirigía a mí. Los otros dos interrogadores intentaron hablarme, pero no les respondí, yo seguía leyendo mi Corán silenciosamente. Por respeto, los senegaleses no me confiscaron el Corán, no así los mauritanos, jordanos y americanos.
Tardamos unos 25 minutos en llegar al aeropuerto. El tráfico estaba tranquilo en los alrededores y dentro de la terminal. El conductor blanco encontró rápidamente una plaza de aparcamiento. Nos bajamos del camión, los guardias con mi equipaje, y todos pasamos por los trámites diplomáticos necesarios de camino hacia la sala de espera. Era la primera vez que tomaba el atajo, saltándome las formalidades civiles al dejar un país para dirigirme a otro.
Era un lujo, pero no lo disfruté. En el aeropuerto todos parecían estar preparados. A la cabeza del grupo iban el chico blanco y el interrogador mostrando sus placas mágicas, llamando la atención de todo el mundo. Se podía ver cómo el país no tenía soberanía: era la colonización en su más oscura estampa. En el supuesto mundo libre en que vivimos, los políticos predican cosas como la defensa de la democracia, la libertad, la paz y los derechos humanos; ¡qué hipocresía! Y todavía hay mucha gente que se cree esta basura de propaganda.
La sala de espera estaba vacía. Todos nos sentamos y uno de los senegaleses cogió mi pasaporte, salió y lo selló. Imaginé que tomaría el vuelo regular de Air Afrique que estaba programado ese mediodía en dirección a Nuakchot. Pero no me llevó mucho tiempo darme cuenta de que tenía un avión para mí solo. En cuanto regresó el chico con mi pasaporte sellado, los cinco nos dirigimos hacia la pista, donde un pequeño avión blanco tenía los motores encendidos. El hombre norteamericano nos hizo un gesto para que nos quedásemos detrás y cruzó unas palabras con el piloto. Tal vez estuviera con él también el interrogador, no lo recuerdo. Estaba demasiado asustado para memorizarlo todo.
En seguida nos dijeron que subiésemos. El avión era bastante pequeño. Éramos cuatro y apenas podíamos acomodarnos dentro de la cabina bajando la cabeza y doblando la espalda. El piloto tenía el sitio más confortable. Era una mujer francesa, a juzgar por su acento. Era muy locuaz y, al contrario que los demás, rubia y muy delgada. No me dirigió la palabra, pero intercambió algunas frases con el inspector a lo largo del viaje. Más tarde me enteré de que les habló a sus amigos en Nuakchot del paquete secreto que entregó desde Dakar. El guardia más corpulento y yo nos escurrimos apretadamente en el asiento de atrás, enfrente del inspector, quien tenía un sitio un poco mejor que nosotros. Era obvio que el avión iba sobrecargado.
El interrogador y el hombre norteamericano esperaron hasta asegurarse de que el avión despegaba. No presté atención a la conversación que mantenían el piloto y el inspector, pero en algún momento la escuché a ella decir que el viaje era de 482 kilómetros y duraría entre 45 minutos y una hora, dependiendo de la dirección del viento. Sonaba tan medieval. El inspector intentó hablarme pero no había nada de que hablar. Para mí ya estaba todo dicho y hecho. Supuse que no podía decirme nada que me fuese de ayuda, de modo que ¿para qué hablar con él?
No me gusta nada viajar en aviones pequeños porque son inestables y siempre pienso que los va a tirar el viento. Pero esta vez era diferente, no estaba asustado. De hecho, quería que el avión se chocara y ser yo el único superviviente. Sabría cómo encontrar mi camino; era mi país, nací aquí y cualquiera me daría comida y cobijo. Me sumergí en mis sueños pero el avión no colisionó; sino que se acercaba más y más a su destino. El viento soplaba a favor. Pensé en todos los hermanos inocentes que aún hoy son llevados a lugares y países extraños y me sentí consolado y no tan solo. Sentí que me acompañaban los espíritus de todos los que sufren un trato injusto. Había oído muchas historias de hermanos que eran traídos y llevados como un balón de fútbol, simplemente porque habían estado una vez en Afganistán, o en Bosnia, o en Chechenia. ¡Un desastre humano! A miles de kilómetros de distancia, sentí el cálido aliento de aquellos seres humanos que me reconfortaban. Me aferré todo el tiempo a mi Corán, ignorando lo que me rodeaba.
Mis acompañantes parecían divertirse hablando del clima y disfrutando de las vistas de la playa que habíamos estado sobrevolando todo el tiempo. No creo que el avión tuviera ningún tipo de tecnología de navegación porque el piloto mantenía la altitud irrisoriamente baja y se orientaba con la línea de costa. A través de la ventana comencé a ver los pequeños pueblos que rodean Nuakchot cubiertos de arena, tan tristes como sus posibilidades. Estaba claro que había habido una tormenta de arena el día anterior; la gente iba asomándose al exterior gradualmente. Las afueras de Nuakchot aparecían más miserables que nunca, atestadas, pobres, sucias y sin rastro de infraestructura urbana. Era el gueto de Kebba, que conocía bien. El avión voló tan bajo que podía reconocer a cada una de las personas que se movían por todas partes, aparentemente desorientadas.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que vi mi país, en realidad desde agosto de 1993. Regresaba, pero esta vez como un sospechoso de terrorismo al que iban a esconder en algún secreto agujero. Quería chillar muy fuerte a mi gente: “¡Estoy aquí! ¡No soy un criminal! ¡Soy inocente! ¡Soy el hombre que conocisteis, no he cambiado!”. Pero me oprimía la voz, como en una pesadilla. No podía reconocer nada, el mapa de la ciudad había cambiado radicalmente.
Finalmente, me di cuenta de que el avión no iba a estrellarse y yo tendría la oportunidad de hablar con mi gente. Es sorprendente qué duro puede resultar aceptar lo miserable de tu situación. La clave de la supervivencia ante cualquier situación es darse cuenta de que se está en ella. Quisiera o no, se me iba a entregar a las personas que precisamente no quería ver.
—¿Puede hacerme un favor? –le pregunté al inspector.
—¡Por supuesto!
—Me gustaría que le informase a mi familia de que estoy en el país.
—De acuerdo. ¿Tienes el número de teléfono?
—Sí, lo tengo –No me lo esperaba, pero el inspector llamó a mi familia y les habló de mi situación. Es más, el senegalés hizo una declaración oficial a la prensa en la que informaba de que me devolvían a mi país. Tanto a los mauritanos como a los americanos les tocó mucho las narices aquello.
—¿Qué le dijiste al inspector? –me preguntó más tarde el DSE mauritano, el Directeur de la Sûreté de l’État. (8)
—Nada.
—Estás mintiendo. Le dijiste que llamara a tu familia. –No hacía falta que David Copperfield dijera que la llamada telefónica había sido interceptada.
La entrega fue rápida. Tomamos tierra cerca de la entrada trasera del aeropuerto, donde nos esperaban dos hombres, el inspector mauritano y otro tipo grande y negro que daba miedo, probablemente contratado para hacerse cargo de ciertos asuntos… ¡por si acaso!
—¿Dónde está el jefe de Policía del aeropuerto? –Se preguntó el inspector, mirando a su colega de color. Conozco al jefe de Policía del aeropuerto: una vez estuvo en Alemania, lo alojé y lo ayudé a comprarse un Mercedes-Benz. Tenía la esperanza de que apareciera para que me viera y pudiera dar buenas referencias sobre mí. Pero no apareció. Ni tampoco hubiera dado buenas referencias sobre mí: la inteligencia mauritana es la mayor autoridad en el cumplimiento de la ley. Pero me estaba ahogando y me hubiera agarrado a un clavo ardiendo.
—Seréis escoltados hasta el hotel para pasar la noche –dijo el inspector a sus huéspedes.
—¿Cómo estás? –me preguntó con falsedad, mirándome.
—Estoy bien.
—¿Esto es todo lo que tiene? –preguntó.
—Así es –Vi pasar todas mis pertenencias por delante de mí, como si hubiera muerto.
—¡Vámonos! –me dijo el inspector. El hombre de raza negra, que no me perdía de vista, transportaba mi equipaje y me empujaba detrás de él hacia una pequeña y sucia habitación en la entrada secreta del aeropuerto. En la sala, el tipo desenrolló un sucio y negro turbante de 1.000 años de antigüedad.
—Cúbrete la cara completamente con este turbante –dijo el inspector. Típicamente mauritano: aún domina el espíritu beduino. El inspector debería haber previsto que iba a necesitar un turbante para envolver mi cabeza, pero en Mauritania la organización es inexistente; todo se deja al azar. Es complicado, pero aún no me había olvidado de cómo ponerme el turbante en la cabeza. Es algo que las personas del desierto deben aprender. El turbante olía a sudor acumulado. Era bastante desagradable tenerlo alrededor de la nariz y la boca. Pero diligentemente obedecí las órdenes y contuve la respiración.
—No mires a tu alrededor –dijo el inspector cuando los tres salimos de la habitación hacia el coche de la Policía Secreta, un ///////////////////////. Me senté en el asiento del copiloto. El inspector conducía y el chico de color se sentó en el asiento de atrás, sin decir una palabra. Estaba anocheciendo, aunque no era fácil de decir exactamente porque una nube de arena cubría el horizonte. Las calles estaban vacías. Cada vez que podía infringía las normas y miraba alrededor, pero apenas pude reconocer nada.
El viaje fue corto, unos diez minutos hasta el edificio de las Fuerzas de Seguridad. Nos bajamos del coche y entramos en el edificio, donde otro guardia nos estaba esperando, //////////////////. Era el ambiente ideal para los mosquitos, los seres humanos son extraños en ese lugar: baños mugrientos, suelos y paredes sucias, agujeros que conectaban todas las habitaciones, hormigas, arañas, moscas.
—Cachéale a conciencia –le dijo el inspector a //////////////////.
—Dame todo lo que tengas –Me pidió //////////////////// respetuosamente, evitando tener que registrarme. Le di a //////////////// todo lo que tenía, a excepción de mi Corán de bolsillo. El inspector debió de darse cuenta de que tenía uno porque ////////////////// regresó y dijo–: ¿Tienes un Corán?
—Sí, lo tengo.
—¡Dámelo! Te dije que me dieras todo –En aquel momento el guardia empezó a asustarse por haber tenido que volver, así que me registró cuidadosamente, aunque no encontró nada más que mi Corán de bolsillo. Estaba tan triste, cansado y aterrorizado que no pude sentarme derecho. Coloqué mi chaqueta sobre el rostro y caí sobre un fino, raído y viejo colchón; el único objeto que había en la habitación. Deseaba dormirme, olvidarme de mí mismo y no despertar hasta que toda desgracia hubiera pasado. “¿Cuánto dolor puedo soportar?”, me pregunté. ¿Puede mi familia intermediar y salvarme? ¿Hay electricidad? Había escuchado historias sobre personas que fueron torturadas hasta la muerte. ¿Cómo podrían soportarlo? Había leído sobre héroes musulmanes que se habían enfrentado a la pena de muerte con la cabeza alta. ¿Cómo lo hicieron? No lo sabía. Todo lo que sabía es que me sentía pequeño ante aquellos nombres conocidos por mí y que estaba muerto de miedo.
A pesar de que los mosquitos me estaban destrozando, me dormí. Cada cierto tiempo me despertaba y me preguntaba: “¿Por qué no me interrogan ahora mismo y hacen conmigo lo que quieran para que todo se acabe de una vez?”. Detesto esperar la tortura. Hay un proverbio árabe que dice: “Esperar la tortura es peor que la tortura”. Tan solo puedo confirmar el proverbio. Intenté rezar. ¿Cómo?, no lo sé.
Alrededor de la medianoche me desperté con el ruido de gente moviéndose, abriendo y cerrando puertas de una forma descomunal. El guardia abrió la puerta de mi habitación y pude ver la cara de un amigo mauritano que había estado conmigo hacía mucho tiempo, cuando visité Afganistán en 1992 durante la batalla contra el comunismo. Se lo veía triste y envejecido. Pensé que habría sufrido una dolorosa tortura. Estuve a punto de volverme loco al pensar que, con seguridad, yo iba a sufrir tanto como él, dada su estrecha relación con el presidente de Mauritania y el poder de su familia, ventajas que yo no tengo. Pensé: “Seguramente el hombre debe de haber hablado sobre mí y esa es la razón por la que lo traen aquí”.
“¡Levántate!” –dijeron los guardias–. “Ponte el turbante”. Me puse el sucio turbante, reuní mis últimas fuerzas y seguí a los guardias a la sala de interrogatorio como un cordero al que llevan al matadero.
Al pasar junto al tipo al que había visto anteriormente me di cuenta de que se trataba de un guardia fastidiado que no sabía ponerse el uniforme como debía. Estaba adormilado y somnoliento: debían de haberlo llamado en mitad del sueño y ni se había lavado aún la cara. No era el amigo que había pensado que era; la ansiedad, el terror y el miedo estaban dominando mi mente. ¡Señor, ten piedad de mí! De alguna manera me sentí aliviado. ¿Cometí un crimen? No. ¿Mi amigo cometió un crimen? No. ¿Conspiramos para cometer un crimen? No. La única cosa que hicimos juntos fue un viaje a Afganistán, en febrero de 1992, para ayudar a los que luchaban contra el comunismo. Y, por lo que sabía, eso no era un crimen, al menos en Mauritania.
Entonces, ¿por qué estaba tan temeroso? Porque un crimen es algo relativo; es algo definido y redefinido por el Gobierno de la manera que le place. La mayoría de la gente no conoce, verdaderamente, dónde está la línea que separa un acto delictivo de uno que no lo es. Si te arrestan, la situación empeora, porque la mayoría de la gente confía en que el Gobierno tenga una buena razón para hacerlo. Y ya que yo tengo que sufrir, no quiero que nadie más sufra conmigo. Creo que arrestaron a mi amigo en relación con la Trama Milenio por el simple hecho de haber estado en Afganistán una vez.
Entré en la sala de interrogatorio, que era la oficina del DSE. La habitación era grande y bien amueblada: sofás de piel, dos biplazas, mesa de café, armario, una gran mesa de despacho, una silla de cuero, otro par de sillas para visitas menos importantes y, como siempre, la foto del presidente, que transmitía el mensaje de la debilidad de la ley y la fortaleza del Gobierno. Deseé que me hubieran entregado a los Estados Unidos: al menos, allí habría algo a lo que podría agarrarme, como la ley. Por supuesto, en Estados Unidos el Gobierno y los políticos están últimamente ganando terreno a la ley. El Gobierno es muy inteligente; evoca el terror en los corazones de la gente para convencerla de que le cedan su libertad y su privacidad. Aún pasará algún tiempo antes de que el Gobierno norteamericano derogue la ley totalmente, como en el tercer mundo y en los regímenes comunistas. Pero, en realidad, esto no es de mi incumbencia y, gracias a Dios, mi Gobierno no posee la tecnología necesaria para rastrear a los beduinos en el vasto desierto.
Había tres hombres en la sala de interrogatorio: el DSE, su asistente y su secretario. El DSE les pidió que metiesen mis cosas dentro. Meticulosamente, registraron todo lo que tenía; no dejaron títere con cabeza. No me hablaban, solo hablaban entre ellos, sobre todo susurraban, para mi fastidio. Al final del registro, clasificaron mis papeles y pusieron aparte los que encontraron interesantes. Más tarde, me preguntaron por cada palabra que aparecía en ellos.
—Voy a interrogarte. Solo te hago una advertencia: es mejor que me digas toda la verdad –dijo el DSE con firmeza, haciendo un gran esfuerzo para dejar de fumar su pipa, que nunca despegaba de los labios.
—Seguro que lo haré –respondí.
—Traedlo otra vez –ordenó con sequedad a los guardias.
—Escucha, quiero que me hables de toda tu vida y de cómo te uniste al movimiento islamista –dijo el DSE cuando los guardias arrastraron mi cuerpo lejos de los mosquitos y de vuelta a la sala de interrogatorio.
Cuando te arrestan por primera vez, lo más probable es que no estés muy comunicativo, y es normal; aunque sepas que no has cometido ningún delito, parece sensato. Te sientes confuso y quisieras aparecer tan inocente como fuera posible. Das por hecho que te arrestan más o menos bajo una sospecha razonable y no quieres consolidar esa sospecha. Además, los interrogatorios implican un montón de cosas de las que nadie quiere hablar, como tus amigos y tu vida privada. Sobre todo, cuando las sospechas son sobre terrorismo, el Gobierno es muy duro. En los interrogatorios siempre se evita hablar sobre amigos y vida privada e íntima. Finalmente, te sientes muy frustrado por tu arresto, pero, en realidad, no les debes nada a tus interrogadores. Al contrario, ellos te deben a ti la demostración de las verdaderas causas de tu detención y debería quedar a tu elección si las comentas o las toleras. Si hay suficiente fundamento en la causa para retenerte, puedes buscar ayuda profesional, si no, bien; no deberían haberte arrestado. Así funciona el mundo civilizado; cualquier otra cosa es una dictadura. Y la dictadura está gobernada por el caos.
Si soy sincero, creo que actué como lo hubiera hecho cualquier persona en mi lugar: intenté aparentar que era tan inocente como un niño. Procuré proteger la identidad de todas las personas que conocía, salvo los que eran conocidos por la Policía. Así continuaron los interrogatorios, pero cuando abrieron el archivo canadiense, decididamente, las cosas se echaron a perder.
El Gobierno de Estados Unidos vio en mi arresto y entrega una oportunidad entre un millón para desvelar el plan de Ahmed Ressam, quien por aquel entonces no quería cooperar con las autoridades norteamericanas. Es más, Estados Unidos quería saber todos los detalles sobre mis amigos, tanto en Canadá como en Alemania, e incluso fuera de aquellos países. Después de todo, por mi primo y amigo //////////////////////////////////////// ofrecían una recompensa de 5 millones de dólares.(9) Además, Estados Unidos quería averiguar más sobre todo el asunto yihadista en Afganistán, Bosnia y Chechenia. Dos pájaros de un tiro. Por lo dicho hasta ahora y por otras razones que desconozco, los Estados Unidos estaban llevando mi caso todo lo lejos que podían. Me etiquetaron como el “cerebro de la Trama Milenio”. Pidieron a todos los países que les proporcionaran hasta la más mínima información que pudieran tener sobre mí, especialmente a Canadá y Alemania. Y puesto que soy un “tipo malo”, hay que aplicar la fuerza para aplastarme.
Para consternación del Gobierno de Estados Unidos, las cosas no eran realmente lo que parecían, ni consiguió lo que quería. Por muy inteligentes que sean los planes de alguien, los planes de Dios siempre funcionan. Me sentía como el álbum Me Against de World, del rapero 2Pac. Y esta es la razón.
Toda Canadá podía decir cosas como: “Lo hemos visto con tal o con cual y son mala gente”. “Lo hemos visto en esta mezquita y en la otra”. “Hemos interceptado esta conversación telefónica, ¡pero no hay nada en realidad!”. Los norteamericanos pidieron a los canadienses que les proporcionaran las transcripciones de mis conversaciones, pero después de haberlas editado. Desde luego, no tiene ningún sentido tomar selectivamente diferentes pasajes de una conversación completa y tratar de darles una forma. Pienso que los canadienses deberían haber hecho una de estas dos cosas: bien denegarles a los norteamericanos el acceso a toda conversación privada que tuviera lugar en su país, bien proporcionarles la conversación completa en su forma original, ni tan siquiera traducida.
En lugar de eso, más allá de las palabras que los canadienses escogieron para compartir con sus colegas norteamericanos, los interrogadores de Estados Unidos, misteriosamente, se quedaron con dos palabras durante más de cuatro años: té y azúcar.
—¿Qué quieres decir con té y azúcar?
—Quiero decir té y azúcar.
No podría deciros la de veces que Estados Unidos me preguntó e hizo que otros me preguntasen esta cuestión. Hay otro cuento tradicional de Mauritania que habla de un hombre que nació ciego y que tuvo una oportunidad de recibir un destello del mundo. Todo lo que vio fue una rata. Después de aquello, cuando alguien intentaba explicarle cualquier cosa, el hombre siempre preguntaba: “Comparado con una rata, ¿es más grande?, ¿más pequeño?”.
La inteligencia canadiense quería verme como un criminal, de modo que pudiera compensar su error cuando ///////////////// se coló desde su país a Estados Unidos llevando explosivos.(10) Estados Unidos culpó a Canadá de ser el campo de pruebas de los ataques terroristas contra ellos, y esa es la razón por la que la Inteligencia canadiense se puso como loca. En verdad, perdieron completamente la compostura, intentándolo todo para calmar la furia de su hermano mayor, Estados Unidos. Comenzaron a vigilar a la gente que creían sospechosa, como yo. Me acuerdo después de la trama //////////////, los canadienses intentaron poner dos cámaras: una en mi habitación, otra en la de mi compañero de piso. Yo solía dormir muy profundamente. Oía voces, pero no sabía muy bien lo que eran, o digamos que era demasiado perezoso para levantarme y comprobar qué eran. Mi compañero de piso ////////////////// era diferente; él se levantaba y seguía el ruido. Se agachó y buscó hasta que dio con el pequeño agujero. El tipo de la otra habitación sopló a través del agujero y cuando fue a mirar, hizo contacto visual con //////////////////. Me despertó y me contó la historia.
—//////////////// escuché las mismas voces en mi habitación –le dije–. ¡Vamos a comprobar! –Nuestra breve investigación tuvo éxito; encontramos un pequeño agujero doble en mi habitación.
—¿Qué deberíamos hacer? –preguntó ///////////////////.
—Llamaremos a la Policía –dije.
—Bien, ¡llamemos! –dijo /////////////////. Deliberadamente, no utilicé nuestro teléfono; en lugar de eso, salí y usé un teléfono público, y marqué el 911. Se presentaron dos policías y les expliqué que nuestro vecino, sin nuestro consentimiento, había hecho dos agujeros en nuestra casa y queríamos que se le detuviese por ese acto ilegal contra nosotros. Básicamente, les pedíamos una justa compensación.
—Tapad el agujero y listo –dijo uno de los policías.
—¿En serio? No sabía eso. ¿Eres carpintero? –dije–. ¡Miren! No les he llamado para que me aconsejen sobre cómo reparar mi casa. Obviamente, hay un delito detrás de esto: violación de nuestra intimidad. Si no nos protegen, nos ocuparemos nosotros mismos. Y de paso: necesito vuestras tarjetas de identificación –dije. Cada uno se puso a escribir una tarjeta con el nombre del otro y el contacto en su reverso. Era evidente que esos policías seguían instrucciones absurdas para engañarnos, pero para la inteligencia canadiense ya era demasiado tarde. En los días siguientes estuvimos riéndonos del plan.
La gracia estaba en que viví en Alemania doce años y nunca proporcionaron ninguna información incriminatoria sobre mí. Estuve menos de dos meses en Canadá y ya los norteamericanos afirmaban que los canadienses les habían pasado toneladas de información sobre mí. ¡Los canadienses ni siquiera me conocen! Sin embargo, puesto que todo el trabajo de inteligencia se basa en especulaciones, Mauritania y Estados Unidos empezaron a interpretar la información como les parecía para confirmar la teoría de que yo era el cerebro de la Trama Milenio.
El interrogatorio no parecía evolucionar a mi favor. Seguí repitiendo mi historia de la yihad en Afganistán de 1991 y principios de 1992, que no parecía impresionar al interrogador mauritano. A Mauritania le importa poco un viaje a Afganistán; ellos lo entienden muy bien. En cambio, si la has liado dentro del país, te van a arrestar, hayas estado o no en Afganistán. Por otra parte, para el Gobierno norteamericano una breve visita a Afganistán, Bosnia o Chechenia es suficiente para vigilarte el resto de tu vida e intentar meterte entre rejas. Todos los países árabes comparten la misma visión que Mauritania, excepto los comunistas. Incluso pienso que los países comunistas árabes son, como poco, más justos que el Gobierno de Estados Unidos a este respecto, porque prohíben a sus ciudadanos ir a la yihad desde el primer momento. Mientras, el Gobierno de Estados Unidos ejecuta a personas basándose en leyes no escritas.
Mi interrogador mauritano estaba interesado en mis actividades en Canadá, que son inexistentes desde el punto de vista judicial, pero nadie quería creerme. Mis respuestas a la pregunta: “¿Has hecho esto o aquello mientras estabas en Canadá?” eran: “No, no, no, no”. Y ahí nos quedábamos completamente atascados. Creo que parecía culpable porque no conté toda mi historia sobre Afganistán y supuse que tenía que completar toda la información para hacer mi declaración más fiable. El interrogador había traído un equipo de grabación aquel día. En cuanto lo vi, empecé a temblar: sabía que me iban a hacer confesar y que me iban a sacar en la televisión nacional, como en octubre de 1994, cuando el Gobierno mauritano arrestó a islamistas, les hizo confesar y emitió sus confesiones.(11) Tenía tanto miedo que no me tenía en pie. Estaba claro que mi Gobierno se encontraba muy presionado.
—He tenido mucha paciencia contigo, muchacho –dijo el interrogador–. Tienes que confesar o tendré que pasarte al equipo especial –Sabía que se refería al equipo de tortura–. Siguen llegando informes todos los días de todas partes –dijo. Días antes de esta charla no pude dormir. Se abrían y cerraban puertas sin parar. Cada movimiento a mi alrededor me impactaba. Mi habitación estaba junto al archivo y a través de un pequeño agujero podía ver algunos de los documentos y sus etiquetas. Empecé a alucinar y a ver papeles sobre mí que no existían. No podía soportarlo más. ¿Y la tortura? Imposible.
—¡Mire, director! No he sido completamente sincero con usted y quisiera contarle toda la historia –le dije–. Sin embargo, no quiero que le cuente a los Estados Unidos la historia de Afganistán, porque ellos no entienden todo esto de la yihad y no quiero echar más leña al fuego.
—Desde luego que no lo haré –dijo el DSE. Los interrogadores están acostumbrados a mentirle a la gente; todo el trabajo del interrogador consiste en mentir, burlar y engañar–. Incluso puedo prescindir de mi secretario y mi asistente, si quieres –Continuó.
—No, no me importa que ellos estén aquí –El DSE llamó a su chófer y le mandó a comprar comida. Compró ensalada de pollo, que me encantó. Era mi primera comida desde que dejé Senegal; fue el 12 de febrero de 2000.
—¿Eso es todo lo que vas a comer? –se preguntó el DSE.
—Sí, estoy lleno.
—No comes nada.
—Así soy yo –Empecé a contarle toda mi historia de la yihad, aburriéndole con detalles–. Y en lo que se refiere a Canadá o a un ataque contra los Estados Unidos, no tengo nada que ver con ello –Terminé. Durante los siguientes días me dieron mejor trato y mejor comida, y todas las preguntas que el DSE me hacía, así como mis respuestas, eran consistentes y con información que disponía de otras fuentes. Cuando supo que estaba diciéndole la verdad, dejó de creer que los informes de Estados Unidos eran una verdad divina y los puso en cuestión, cuando no en la basura directamente.
* * *
///////////////////////////////////// se presentó allí para interrogarme. Había tres de ellos, /////////////////////////////////////
. Evidentemente, las autoridades mauritanas habían compartido todas mis entrevistas con //////////////////////////, de modo que /////////////// y los mauritanos tuvieran la misma información.(12)
Cuando el equipo llegó, se hospedó en //////////////////////////////////////////////////////// me advirtieron del día que vendrían a interrogarme.(13)
—Mohamedou, no tenemos nada contra ti. En lo que a nosotros respecta, eres un hombre libre –me dijo–. En cambio, esa gente quiere interrogarte. Me gustaría que fueras fuerte y honesto con ellos.
—¿Cómo podéis permitir que me interroguen forasteros?
—No es decisión mía, sino un formalismo, simplemente –dijo. Yo estaba muy asustado, porque nunca había visto a interrogadores norteamericanos. Aunque me anticipé y supuse que no emplearían la tortura para obtener información a la fuerza. Sin embargo, todo el contexto me hacía ser muy escéptico sobre la honestidad y humanidad de los interrogadores norteamericanos. Transmitían algo así como: «”Nosotros no te vamos a golpear, pero ¡ya sabes dónde estás!”. Entonces supe que //////////////// quería interrogarme bajo la presión y la amenaza de un país no democrático.
Todo estaba preparado. Se me dijo qué vestir y qué decir. No tuve la opción en ningún momento de ducharme o lavar mi atuendo, de manera que llevaba mi ropa más bien sucia. Debía de apestar. Estaba tan escuálido, debido a mi encierro, que la ropa no me quedaba bien. Parecía como un adolescente con los pantalones caídos. Pero cuanto más jodido estaba, más trataba de parecer cómodo, amable y normal.
Llegaron sobre las 8 de la tarde, con la sala de interrogatorio arreglada para ellos. Entré en la habitación sonriendo. Después de los saludos diplomáticos y de las presentaciones, me senté en una silla dura, intentando descubrir mi nuevo mundo.
El ////////////////////////////////////////////////////// empezó a hablar. “Hemos venido de Estados Unidos para hacerte algunas preguntas. Tienes derecho a permanecer en silencio. También puedes responder algunas preguntas y no otras. Si estuviéramos en Estados Unidos, te hubiéramos ofrecido un abogado de oficio”.
Casi interrumpo todo ese absurdo para decir: “¡Corta el rollo y hazme las preguntas!”. Me dije: “¡Vaya un mundo civilizado!”. En la sala estaban solamente los interrogadores //////////////// con un intérprete árabe. Los interrogadores mauritanos se quedaron fuera.
—Oh, muchas gracias. No necesito un abogado –dije.
—A pesar de ello, nos gustaría que respondieras a algunas preguntas.
—Por supuesto, lo haré –dije. Se pusieron a preguntarme sobre mi viaje a Afganistán durante la guerra contra el comunismo, me mostraron un manojo de fotos, me hicieron preguntas sobre Canadá y apenas ninguna pregunta sobre Alemania. En cuanto a las fotos y a Canadá, fui totalmente sincero, pero, deliberadamente, me guardé algunas partes de mis dos viajes a Afganistán en enero de 1991 y febrero de 1992. ¿Sabéis por qué? Porque al Gobierno de Estados Unidos no le importa lo que yo hubiera hecho para ayudar a mis hermanos afganos contra el comunismo. Por el amor de Dios, ¡se supone que los Estados Unidos estaban de nuestro lado! Cuando acabamos con aquella guerra, me dediqué a retomar mi vida cotidiana; no había violado ninguna ley en Mauritania o en Alemania. Entré legalmente en Afganistán y regresé. Respecto a Estados Unidos, no soy ciudadano norteamericano ni he estado nunca en el país, de modo que ¿qué ley he podido violar? Entiendo que si entro en Estados Unidos y me arrestan bajo una sospecha razonable, entonces tendré que explicar mi posición sin ambages. ¿Y Canadá? Bien, hicieron un buen negocio conmigo en Canadá, porque algún árabe había intentado atacarles desde Canadá. Les expliqué con pruebas definitivas que yo no tomé parte en aquello. Ahora j*d**s ya y dejadme en paz.
Los interrogadores ////// me dijeron que no estaba diciendo la verdad.
“No es verdad”, mentí. Lo bueno es que me importaba poco lo que pensaran. /////////////////////////////////////// siguió escribiendo mis respuestas y mirándome al mismo tiempo. Me pregunté cómo podría hacer ambas cosas. Pero más tarde me enteré de que los interrogadores ////// estudian el lenguaje corporal mientras escriben, lo que es una mierda.(14) En un interrogatorio influyen muchos factores, y difieren de una cultura a otra. Puesto que ////////////////////// conoce todo mi caso, le sugiero que vuelva a mirar aquello que marcó como mentira por mi parte, para comprobar su competencia. Los interrogadores norteamericanos se salieron de su tarea e hicieron lo que cualquier interrogador: husmearon y me preguntaron por Sudán, Nairobi y Dar es-Salam. ¿Cómo se supone que voy a saber algo sobre esos países, a no ser que tenga varios agentes dobles?
Me ofreció trabajar con ellos. Pienso que la oferta era inútil, a menos que estuvieran del todo seguros de que yo era un criminal. No soy un poli, pero entiendo que los criminales pueden arrepentirse, aunque yo, personalmente, no he hecho nada de lo que arrepentirme. Al día siguiente, sobre la misma hora, ///////////////////////////// apareció una vez más, intentando obtener, al menos, la misma cantidad de información que les había dado a los mauritanos, pero no había forma de persuadirme. Después de todo, las autoridades mauritanas compartieron todo debidamente con ellos. ////////////////// no me presionaron de un modo incivilizado; más bien, actuaron con amabilidad. El jefe del equipo dijo: “Hemos terminado. Nos vamos a casa”, igual que Umm’Amr y su burro.(15) /////////////////////////////////// abandonaron Nuakchot y yo fui liberado.(16)
“Esta gente no tiene pruebas de ningún tipo”, dijo con tristeza el DSE. Se sintió utilizado completamente. En un primer momento, los mauritanos no querían que se me entregara a ellos porque era una situación embarazosa. Si me encontraban culpable y me entregaban a Estados Unidos, iban a sentir la ira del pueblo; si no, la ira del Gobierno de los Estados Unidos. En cualquiera de los dos casos, el presidente iba a perder su puesto.
Así que, al final, algo como lo que narro a continuación debió de suceder:
—No encontramos nada que lo inculpe y vosotros no nos habéis dado ninguna prueba –debió de haber dicho el senegalés–. En estas circunstancias, no podemos retenerlo. Pero si lo queréis, lleváoslo.
—No, no podemos llevárnoslo porque necesitamos alguna prueba contra él primero –respondió el Gobierno de Estados Unidos.
—Bien, no queremos tener nada que ver con él –dijo el senegalés.
—Entregádselo a los mauritanos –propuso el Gobierno de los Estados Unidos.
—No, no lo queremos, ¡sacadlo de aquí! –gritó el Gobierno mauritano.
—Tenéis que hacerlo –dijo el Gobierno de Estados Unidos, sin dejar opción a los mauritanos. Pero el Gobierno de Mauritania prefiere siempre mantener la paz entre las personas y el Gobierno. No quieren problemas.
—Puedes marcharte –dijo el DSE.
—¿Puedo entregarle todas sus cosas?
—Sí, todo –respondió el DSE. Incluso me pidió que volviera a revisar mis pertenencias, pero estaba tan entusiasmado que no revisé nada. Sentí como si el espíritu del miedo hubiese salido volando de mi pecho.
—Muchas gracias –dije. El DSE le ordenó a su ayudante y secretario que me llevaran a casa en coche. Eran sobre las dos del mediodía cuando salimos hacia mi casa.
—Mejor no hables con los periodistas –dijo el inspector.
—No, no lo haré –Y, de hecho, nunca revelé a los periodistas el escándalo de los interrogadores extranjeros que violaban la soberanía de mi país. Y me sentí muy mal por mentirles.
—Vamos, hemos visto ///////////////////////////////////////////////////////////////////////(17) Dios, esos periodistas son videntes.
—Tal vez estuvieran escuchando mi interrogatorio –dije sin convicción. Intenté identificar el camino a casa, pero, creedme, no reconocí nada hasta que el coche de policía aparcó enfrente de nuestra casa y me dejó allí. Habían pasado siete años desde que vi a mi familia por última vez.(18) Todo había cambiado. Los niños ya eran hombres y mujeres, los jóvenes se habían vuelto viejos. Mi madre, tan fuerte, se había tornado débil. No obstante, todos eran felices. Mi hermana /////////////////////////// y mi antigua esposa dormían mal por la noche, y rezaban a Dios para que aliviase mis penas y sufrimientos. Que Dios recompense a todos los que estuvieron a mi lado.
Todos estaban allí: mi tía, los familiares políticos, amigos. Mi familia, de forma generosa, daba de comer a los visitantes. Algunos de ellos habían venido a darme la enhorabuena, otros a charlar conmigo o, simplemente, a conocer al hombre que había estado en las noticias el último mes. Después de unos días, mi familia y yo estuvimos haciendo planes para mi futuro. Mi familia quería que me quedase en el país, aunque solo fuera para verme cada día y disfrutar de mi compañía. Me dije: al diablo, sal fuera, encuentra un trabajo y disfruta de la contemplación del bello rostro de tu madre cada mañana. Pero la felicidad no dura siempre.
Notas:
1. Las transcripciones de MOS del informe del Tribunal de Determinación del Estatuto de los Combatientes (CSRT) y de la Junta Administrativa de Revisión de 2005 dejan claro que la fecha es 21 de enero de 2000. La transcripción del Tribunal de Determinación del Estatuto de los Combatientes está disponible en http://online.wsj.com/public/resources/documents/couch-slahihearing-03312007.pdf. [CSRT, 6; ARB, 16].
2. El contexto y los sucesos que siguen dejan claro que se trata del hombre de negocios de Senegal con quien estuvo en el aeropuerto de Bruselas.
3. Es probable que la lengua sea wolof; de nuevo se nombra sin censurar unas páginas más adelante. [Manuscrito, 436].
4. El personal parece estar compuesto por dos hombres y dos mujeres: el interrogador senegalés y su secretario, ambos hombres; y la jefe de Policía senegalesa y una norteamericana, ambas mujeres, a juzgar por los pronombres censurados.
5. Dada la fecha anterior al 11-S de esta entrevista y la referencia a los canadienses, la pregunta debe de referirse a Ahmed Ressam. (Ver nota al pie 37 del capítulo 1: “En este párrafo y el siguiente, se podría estar tratando el tema de Ahmed Ressam. Ressam fue arrestado cuando intentaba entrar en los Estados Unidos de Canadá en un coche cargado de explosivos el 14 de diciembre de 2000. Estaba decidido a planear un atentado al año siguiente contra el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles en el día de Año Nuevo de 2001 como parte de lo que vino a llamarse la Trama Milenio. En mayo de 2001,después de declararse culpable y antes de la sentencia, Ressam empezó a cooperar con las autoridades de Estados Unidos a cambio de una reducción de la condena. Más adelante, un tribunal de apelaciones estadounidense escribió: ‘Ressam siguió cooperando hasta finales del año 2003. A lo largo de esos dos años de colaboración hubo 65 horas de juicio y de testimonio y 205 horas de proposiciones e interrogatorios. Ressam proporcionó información al Gobierno de siete países diferentes y testificó en dos juicios, que concluyeron con sendas condenas de los acusados. Dio nombres de 150 personas implicadas en terrorismo y describió a muchas otras. También facilitó información sobre los explosivos que potencialmente salvaron la vida de los agentes del orden público e información detallada sobre los mecanismos de las operaciones de terrorismo global’. Como MOS indica aquí, Ressam nunca lo nombró o le implicó de ninguna manera en todas aquella sesiones. Más adelante, Ressam se retractó en parte de su testimonio que implicaba a otros en la Trama Milenio. Inicialmente, se le condenó a 22 años, con 5 años de supervisión después de su liberación. En 2010, el Tribunal de Apelaciones del Noveno Circuito reguló que la sentencia era demasiado indulgente y violaba directrices obligatorias para la imposición de condenas. Devolvió la causa a un juez federal para la celebración de un nuevo juicio. ‘Tribunal de Apelaciones del Noveno Circuito’, disponible en http://cdn.ca9.uscourts.gov/datastoreopinions/2010/02/02/09-30000.pdf. [Al intentar acceder a la página un mensaje en inglés advierte de que no puede ser localizada]).
6. Los pronombres censurados indican que esta persona, también, podría ser una mujer.
7. Este personaje se describe en el párrafo siguiente, sin censura, como “el conductor
blanco”, “el chico blanco” y el “hombre norteamericano”.
8. El Directeur de la Sûreté de l’État, abreviado por MOS como DSE en el manuscrito, es el director del servicio de inteligencia de Mauritania.
9. Ressam aparece aquí sin censurar. El hombre en busca y captura, claramente según el contexto y por otras referencias sin censurar que pueden encontrarse en el manuscrito, es el primo y entonces cuñado de MOS, Abu Hafs. A Abu Hafs se le buscaba en conexión con los ataques de Al-Qaeda de los años noventa, a cambio de una recompensa de 5 millones de dólares dentro del Programa de Recompensas por la Justicia del FBI. La recompensa por el veterano personaje ascendió a 25 millones de dólares después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. [Ver, p. ej., el informe del Departamento de Estado de Estados Unidos, ‘Patrones del terrorismo global’, Apéndice D, 21 de mayo de 2002, disponible en http://www.
state.gov/documents/organization/20121.pdf].
10. Una vez más, la referencia es la de Ahmed Ressam.
11. A lo largo del manuscrito, MOS hace diversas referencias al clima político y los sucesos en Mauritania, y, en particular, a la estrecha colaboración del presidente Maaouya Ould Sid’Ahmed Taya con los Estados Unidos en la “Guerra Contra el Terrorismo”. Ould Taya llegó al poder en un golpe militar en 1984 y se convirtió en presidente en 1992. Durante su largo ejercicio como jefe de Estado, Ould Taya llevó a cabo varios arrestos de opositores políticos e islamistas, como el que se describe aquí, en el que más de 90 personas, incluyendo a un anterior ministro del Gobierno y 10 líderes religiosos, fueron arrestados y más tarde amnistiados tras la confesión pública de ser miembros de organizaciones ilegales. Las duras medidas contra los islamistas en el Ejército y el sistema educativo llevaron a un golpe de Estado fallido en 2003. El presidente Ould Taya fue finalmente depuesto en un golpe en 2005. Por aquel entonces, en parte debido a su apoyo a las políticas antiterroristas de Estados Unidos, que incluían el permiso para la entrega de MOS, y su agresiva campaña contra los islamistas en Mauritania, Ould Taya ha perdido mucho del apoyo de los ciudadanos. [Ver: http://www.nytimes.com/2005/08/08/international/africa/08mauritania.html?fta=y&_r=0; http://www.csmonitor.com/2005/0809/p07s02-woaf.html; http://www.ft.com/cms/s/0/23ab7cfc-0e0f-11da-aa67-00000e2511c8.html#axzz2vwtOwdNb].
12. A juzgar por el testimonio ante la ARB de 2005 de MOS, la fecha fue alrededor del 15 de febrero de 2000, y es probable que estos interrogadores fueran norteamericanos. MOS le dijo a la Junta Administrativa de Revisión que un equipo americano compuesto por dos agentes del FBI y un tercer hombre del Departamento de Justicia le interrogó en un periodo de dos días, en una fecha cercana al fin de su detención en Mauritania. Su detención e interrogatorio a instancias de Estados Unidos se divulgó ampliamente en la prensa local e internacional. En un informe de la BBC los oficiales mauritanos confirmaron que el FBI le estaba interrogando. [Ver: ARB 17; http://news.google.com/newspapers?nid=1876&dat=20000129&id=gzofAAAAIBAJ&sjid=5s8EAAAAIBAJ&pg=6848,4968256; http://news.bbc.co.uk/2/hi/africa/649672.stm]
13. Podría tratarse del Palacio Presidencial. En alguna parte del manuscrito, los interrogadores norteamericanos de MOS pregonan las estrechas relaciones de Estados Unidos con el entonces presidente Maaouya Ould Sid’Ahmed Taya, dando a entender que fueron hospedados por el presidente y se alojaron en el Palacio Presidencial cuando estaban llevando a cabo las investigaciones en el país. [Manuscrito, 130].
14. Dado que el testimonio ante la ARB de MOS indica que este interrogatorio fue dirigido por el FBI, debe de estar refiriéndose al FBI en general y a uno de los agentes en particular. [ARB, 17] El FBI registra en el material que cuelga en su web el lenguaje corporal como posible pista para detectar la mentira, y agentes veteranos del FBI han escrito y hablado públicamente sobre el asunto. (Ver, p. ej.: http://www.fbi.gov/stats-services/publications/law-enforcementbulletin/june_2011/school_violence y http://www.oprah.com/oprahradio/Reading-Body-Language).
15. Se refiere a un proverbio preislámico sobre una mujer maldita que es expulsada de su tribu. El sentido es el de una persona no deseada que se marcha y no se la vuelve a ver.
16. El New York Times informa de que MOS fue puesto en libertad por Mauritania el 19 de febrero de 2000. [http://www.nytimes.com/2000/02/21/world/terrorist-suspect-isreleased-by-mauritania.html].
17. Parece que MOS está citando una conversación con un periodista en particular después de su liberación.
18. MOS abandonó Mauritania en 1988 para estudiar en Alemania. Testificó en la audiencia de 2004 ante el CSRT que visitó a su familia en Mauritania durante dos o tres semanas en 1993. [CSRT, 5].
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Este texto es el segundo capítulo de Diario de Guantánamo, de Mohamedou Ould Slahi, editado por Larry Siems y traducido por Lorena Serrano López, que acaba de publicar en España la editorial Capitán Swing.
Mohamedou Ould Slahi (Rosso, Mauritania, 1970) fue detenido en noviembre de 2001 y recluido en Guantánamo (Cuba) en 2002, acusado de formar parte de Al-Qaeda. Había viajado a Afganistán en 1990 para apoyar a los muyahidines cuando trataban de derrocar al Gobierno comunista de Mohammad Najibullah, con el apoyo de Estados Unidos. Fue entrenado en un campamento de Al-Qaeda, pero afirma que rompió lazos con la organización tras abandonar el país. Cuando en 2001 se entregó a las autoridades mauritanas para ser interrogado sobre la Trama milenio, fue detenido durante siete días e interrogado por oficiales mauritanos y del FBI. A continuación, la CIA le trasladó a Jordania, Afganistán y, finalmente, al campo de detención de Guantánamo, donde fue aislado y sometido a temperaturas extremas, golpes, humillaciones sexuales e incluso simulacros de ejecución documentados. El teniente coronel Stuart Couch se negó a procesarle en una comisión militar en 2003, sosteniendo que todas las declaraciones incriminatorias fueron obtenidas a través de tortura, y el juez James Robertson concedió un recurso de habeas corpus en 2010. Pero el Departamento de Justicia apeló la decisión, y el Tribunal de Apelaciones de Washington D. C. anuló la sentencia. A pesar de haber sido exculpado por múltiples cortes y Gobiernos extranjeros, permanece en prisión, pese a que jamás se le ha acusado de ningún delito. Sus memorias, escritas en la cárcel en 2005, fueron desclasificadas (aunque ampliamente censuradas) por el Gobierno estadounidense en 2013.