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Diario de guerra de Antoñito (Abril y mayo de 1938 en Teruel)

Cuando regresé a Canarias en 2016 huyendo de Venezuela encontré a mi hermana Carmen Rosa entusiasmada con el Diario de guerra de papá que ella había digitalizado, traduciéndolo del manuscrito abandonado en carpetas durante décadas. La letra de papá es inconfundible, lleva su personalidad, pero a veces resulta engorrosa. Tenía mi hermana toda la intención de buscarle un editor. Papá nunca quiso ni hablar de esos apuntes señalados con fechas, tampoco abundaba verbalmente sobre su participación en la Guerra Civil Española, más bien se mostraba parco al respecto, y eso que, en casi cualquier otro aspecto de su pasado, solía ser espectacularmente dicharachero.

 

El Diario no es muy largo, pero a veces usa palabras que uno debe traducir del tuareg. Antonio de la Nuez Caballero (19152004) siempre fue, toda la vida, un amante de la cultura bereber. Su otra pasión fue el devenir valiente y adusto de los templarios y sus signos criptográficos para dejar constancia de su paso. Esos signos los emparentaban con China, solía decir papá… y escribió un libro para demostrarlo.

 

He aquí un segmento de su Diario de guerra, pero no espere el lector un día a día. En otras partes lo hay, el reporte cotidiano, pero el periodo recogido aquí apenas contiene tres fechas que abarcan unos dos meses. Él lo comienza mucho antes, al ser reclutado en Canarias y enviado al frente que acosaba a Madrid, entre 1936 y 1937. Aquí solo están abril y mayo del 38 en Teruel.

 

He agregado una introducción y dos anexos, estableciendo nexos con otros escritos suyos y hechos que le agregan valor al propio personaje y al Diario. En todo caso, la transcripción del Diario propiamente dicho goza de una fidelidad absoluta: apenas se ha arreglado alguna coma aquí o allá y quitado mayúsculas de los tratamientos militares (nada de General o Capitán, por ejemplo). Cuando es necesario aclarar algo se coloca la explicación entre corchetes o bien se hace un llamado a pie de página.

 

Es la redacción de un joven con 23 años que ya llevaba por dentro el gusanillo literario y en quien la Guerra Civil ha debido dejar ciertos fantasmas. Como escribió su amigo Luis León Barreto en un prólogo para una edición que nunca se hizo, son fragmentos de batalla que tienen el valor de los testimonios calientes, tomados en vivo. “Porque Antonio escribía en lo que encontraba a mano, cualquier material le servía para trazar esa radiografía urgente del gran drama de la Guerra Civil”.

 

 

El chico de Jerez que ceceaba, Claverí, Bauluz, Rodas y una larga fila en la sombra

 

Teruel, al sur de Aragón, en el sector central del Sistema Ibérico, fue escenario de una de las más cruentas batallas de la Guerra Civil Española entre diciembre de 1937 y febrero de 1938. Allí estuvo, desde mediados de abril del 38, Antonio de la Nuez Caballero, quien dejó en un diario inédito hasta hoy sus impresiones: todavía los republicanos ocupaban posiciones en los alrededores, aun después de que los sublevados tomasen la ciudad. Relató las escaramuzas en las cuales intervino, describió los paisajes de muerte y destrucción. Lo relató todo desde la primera fila que le permitía su rol de oficial del ejército franquista.

 

La condición de escritor de Antonio nunca fue a medias tintas ni tuvo signos de interrogación. Ya era narrador a los 23 en el frente cuando anotaba cada vez que podía seguramente por las noches bajo una pálida bujía lo sucedido durante la jornada o durante varios días. A veces describía lo vivido con distanciada frialdad, otras mediante figuras y símiles propios de un cronista estremecido ante el horror.

 

Teruel se alza en un marco topográfico elevado siempre sobre los mil metros, pese a quedar a menos de cien kilómetros de las llanuras litorales levantinas. Ese sector central del Sistema Ibérico se caracteriza por depresiones longitudinales o fosas tectónicas que separan los distintos macizos montañosos. Por ahí circulan los ríos Guadalaviar y Alfambra, entre otros: la región es generosa en agua dulce.

 

Cuando llega mi padre a mediados de abril del 38, pues, la batalla por Teruel ha finalizado a un costo de unas 37 mil víctimas fatales en ambos bandos. Los nacionalistas no pueden descuidar esa zona una vez reconquistada; la topografía se presta a cualquier emboscada. Incluso, sitios como Corbalán aún permanecen en poder de los republicanos. Antonio, teniente provisional, ha sido enviado en tren desde Zaragoza como refuerzo. Al verlo, el general Francisco García Escámez preguntará, dirigiéndose a los jefes de brigada, pero refiriéndose a él:

 

—¿Por qué tienen a ese niño al mando de un tabor?

 

Eso está en su Diario. Lo anotó no sin cierto orgullo. Agrega que ya tenía mando sobre dos alféreces provisionales (un exseminarista de apellido Yárritu y un ingeniero naval, Enrique Monreal Motta). Ha llegado con dos compañeros para incorporarse a la División de García Escámez.

 

 

 

Diario de guerra

 


[Sin fecha. Llegada a Teruel. Probablemente mediados de abril de 1938]

 

En el viaje desde Zaragoza, en uno de esos lentísimos trenes del frente, sobre los duros asientos de tercera vino la noche. En la helada madrugada de abril nos refugiamos, al bajarnos en la estación de término, en la caseta del Jefe. Lenta espera a lomos de nuestras maletas. Luego, las estrellas comenzaron a palidecer y entonamos un poco el diapasón de las conversaciones hasta que, en un desperezo de miembros entumecidos, decidimos recorrer con nuestra carga el kilómetro que nos separaba del pueblo. Árboles altos y una acequia que sacia mi sed son el saludo que el terroso pueblo nos da.

 

Mis compañeros son: un navarro de cara enjuta –Ruiz de Alda– y un ceceante andaluz de Jerez, que murió en la primera operación. Al evocarlo, los altos álamos del pueblo se me transforman en cipreses trágicos.

 

Y la División se nos escabulle. Otro pueblo vemos, perdido en la tierra parda de la provincia de Teruel. Este está lleno del ardor militar y del estruendo que al otro le faltaba. Antiaéreos. Carros de asalto. Boinas rojas en la escolta del general.

 

Largo esperar y deambular por el arroyo polvoriento. Nos encontramos con un teniente de antitanques y por lo menos tenemos entonces quien nos convide a comer. Nos servimos del comedor de una casa campesina donde una buena mujer nos acoge, amable.

 

El campo de aviación de los cazas estaba cerca. El de los aparatos de bombardeo debía estar algo lejos pues nos daba la impresión de que venían de Zaragoza. Aunque nuestra División aún no había intervenido en las cercanas operaciones.

 

Pasaban los solemnes trimotores retumbando sobre el aire, lentos se iban perdiendo en el horizonte hasta que de pronto llegaba a nosotros la explosión horrísona del bombardeo. En las montañas que azuleaban se veían columnas de humo elevarse al cielo, como construyendo la catedral donde se celebraría el “Te Deum Laudamus” de la victoria.

 

Hemos llegado a la División García Escámez y los tres hemos pedido esta noche ser destinados a Regulares. Dormimos en alojamientos buscados al acaso. Yo pasé la noche en una pobre casa en la cual, sin embargo, había una rica cama llena de mantas que me dieron agradable calor. Oímos misa temprana en la iglesuela de torre mudéjar. Aquel día nos teníamos que presentar en la unidad, pero llegamos ya cuando la columna estaba en marcha. Logramos pasar delante de muchas unidades. Cada uno encontró la suya y yo aún no encontré la mía: el tabor de Tetuán.

 

Allá, a media mañana, vi las baterías en un profundo llano. Me presenté al teniente coronel y me ofreció café y leche. Pero el dolor de garganta no me dejaba tragar nada. En aquellos instantes entré en contacto por primera vez con un moro de mi tabor que servía de enlace con el mando. La columna reposaba pero pronto se puso en movimiento.

 

Acompaño ahora al teniente coronel carretera adelante. Por fin pasa la camioneta de mi tabor que está aún más avanzado. Desde muy temprano han comenzado las baterías enemigas a batir la carretera por donde vamos serpeando. Hemos llegado a una curva donde dos camiones, incendiados por las granadas del doce cuarenta, señalan el lugar donde momentos antes murió el teniente de antitanques que me convidó a almorzar.

 

La noche, semejante a la muerte, cubrió la tierra. Cené con los oficiales de un batallón de otra División. Al cabo de un rato aparecieron dos enlaces para conducirme al lugar donde dormía el tabor. La oscuridad era completa. Solo de cuando en cuando algún que otro fogonazo lejano interrumpía la calma. Cruzamos las alambradas rotas por el avance del día anterior y luego pasamos sobre un laberinto de gente tendida. Una luz dentro de una tienda de campaña y dos capitanes de tarbus[1] fueron el final de mi viaje.

 


17 de abril de 1938

 

En el sector de Corbalán se han rebasado el Collado del Aire, alturas de Cavizgordo, El Sebo y El Chaparral. Cavizgordo es nuestro el día 17. Nosotros aún combatimos sin llegar a las alturas. En el bancal más alto de esta región donde ahora hemos entrado colocamos las máquinas. Al lado tenemos magníficos atrincheramientos enemigos, acompañados de galerías subterráneas, que también abandonaron. En ellos [en los atrincheramientos], un poco más alto, instalamos ametralladoras. Se ve correr al enemigo un tanto desconcertado por las lomas de enfrente. El maestro armero del tabor, sentado en el sillín de una ametralladora, se entusiasma con la eficacia del arma. Nos han descubierto las baterías enemigas del doce cuarenta y cada explosión de los proyectiles en la loma donde estamos es el característico rugido de la leona que desgarra los aires, la tierra y nuestros tímpanos. Aún en los bancales, cubiertos a la vista del enemigo, donde las mulas van llegando con municiones, vienen los terribles doce cuarenta a explotar.

 

Desde arriba he visto bajar al comandante para ver a Claverí, a quien han herido en el combate de hoy: es un joven alférez provisional que llegó hace dos días. Luego murió en el hospital. El comandante ha bajado y he visto cómo lo ocultaba la explosión, en la arcilla, de otro doce cuarenta. “Lo mató”, pensé sin querer. A punto estuvo, pero ni siquiera tuvo una rozadura.

 

A medida que la noche va entrando el frío crece y nos apretamos moros y nazaranis [referido a una dinastía musulmana] junto a las hogueras. Monreal se quedó con su sección arriba. Supongo que algo dormiría en el refugio subterráneo de una ametralladora que el enemigo había hecho. Yo logré abrir mi tienda pero a las dos y media de la mañana ya estaba de nuevo en pie.

 


13 de mayo de 1938

 

A las tres de la mañana, guiados por Segismundo Díaz, emprendimos la marcha por el fondo del barranco. Cuando llegamos clareaba ya el día. Se dibujaba el perfil de unas lomas bajas y sobre ellas un tanque ruso abandonado por el enemigo.

 

Abrimos nuestras tiendas y tomamos té (sin cesar) durante todo el día. Silban de vez en cuando algunas balas que vienen, de caída, a clavarse en las piedras o hacen agujeros en las lonas. Por los caminos que conducen a nosotros, desde la retaguardia, se levantan los penachos negros de la metralla enemiga. Iguales unos a otros, como una gota de agua a otra gota de agua, pasaban los días. Mucho se repitieron estas escenas. Las vaguadas casi idénticas unas a otras, los matojos ásperos, las pizarras esquistosas, el té moruno, las pequeñas hogueras donde la tetera comienza a hervir y las caladas tiendas de campaña.

 

En otra vaguada y en otros días ha llegado la luna llena con todo su romanticismo y, después de diez días de lluvias continuas, “un aire suave de pausados giros” y nieblas ligeras que forman halos lunares, sudarios que el viento se lleva, mortajas que los aires van preparando para los muertos futuros.

 

Los valles yacen llenos de tiendecillas y en los majos de lo alto colocamos piedras para que el centinela haga guardia. La tierra es toda oídos y cáliz para el sacrificio que se prepara.  Hasta que un día…

 

Se han ocupado posiciones muy importantes cerca de Corbalán

Parte Oficial 12-5-1938 II A. T.

 

Aquella mañana de mayo buscamos al Páter para que nos dijera misa y nos confesara y diera la comunión. Poco a poco nos reunimos en la ladera de un monte, alrededor del improvisado altar, los alféreces Buenestado, Falcó y el Zagal y los tenientes Guillermo Ramírez, Bauluz y yo. Allí fuimos armados caballeros, teniendo a nuestra espalda la vaguada donde ramoneaban las mulas del regimiento y donde se extendían las cocinas y las pilas de cajas de municiones.

 

El sol lucía como nunca. Mi compañía en vanguardia y a mi lado Guillermo Ramírez, Bauluz y Taboada. Ramírez y yo estrenábamos la candora[2] en aquel combate. La última arenga y las últimas instrucciones dadas por el capitán Iglesias con la voz ligeramente velada. Me despido de él y del ayudante con un estrechón de manos.

 

“Vamos, Guillermo, en intervalos de cuatro metros pasaremos por aquí ante la vista del enemigo”. Señalo el camino de la primera sección. Nos lanzamos monte abajo, a toda velocidad, distanciándonos algo unos de otros. Tras de mí vienen Bauluz y Taboada con sus moros. En el fondo del barranco me espera ya Guillermo Ramírez. Ahora subimos la montaña de enfrente, luego nos dejamos deslizar por un terraplén y volvemos a subir agarrándonos a las piedras de la loma más cercana a las trincheras enemigas. Vemos, casi tocamos con la mano, las defensas; acordamos nuestro plan de ataque.

 

Ha comenzado el combate. Guillermo Ramírez y Bauluz van por la izquierda. Comienzan las ametralladoras y la fusilería a responder a nuestro avance. Taboada, conmigo, baja frente a las avanzadillas enemigas. Cae mi enlace moro que me seguía muy de cerca. Subimos la “Loma Parda”, protegiéndonos en el repecho de esta ciudadela hecha en la tierra, y ocupamos la primera línea de trincheras. Detrás de nosotros, hacia la derecha, avanzó ya el tabor de Ceuta.

 

El ronronear de la aviación es constante. La cadena repasa las trincheras enemigas a pocos metros de nosotros y la artillería ligera bate también las fortificaciones. En las trincheras de la loma de la Ermita caen pesadamente los huevos de las “pavas”. La tierra es toda ella un solo temblor siniestro.

 

Toda la fuerza de nuestro tabor se descarga sobre el ala izquierda. La lucha se ha empeñado durísima, pues donde caen unos vuelven otros a avanzar. Bauluz está herido. Ramírez pasó la alambrada, reuniendo al resto de la gente, y tuvo que volver a salir sin ni siquiera cortarla. Pudo retirar al teniente Clemarés, herido gravemente en un hombro y que cayó en lugar completamente batido. Clemarés le decía que lo abandonase y cogiera el dinero que tenía en el bolsillo para llevárselo a sus hijos. Han herido también a Taboada y he de ponerle yo mismo, en su abierto cuello, la gasa. Mi cabo de banderín ha muerto sin un grito al querer encontrar una camilla donde llevarlo.

 

Hay un momento de calma. Ese momento de calma que hay en todas las tempestades tras el cual estalla la tormenta con más furia. De pronto el ruido resonante de las cadenas y de los motores que jadean: los tanques que avanzan por donde va el tabor de Ceuta, ¡ya se acercan! El asalto final está dado. Al retemblar de los estampidos en el aire responden las ametralladoras anarquistas que no callan. Luego el cuerpo a cuerpo y las Lafitte[3] que marean con su honda. Me doy cuenta de la realidad cuando mis pies tocan un cuerpo desmadejado y sangriento dentro de la trinchera enemiga.

 

El tabor desplegó por fin a la maravilla, con ímpetu, con empuje y con bombas de mano. Guillermo Rodas murió. Él, siempre de una postura espiritual tan elegante, murió también con la elegancia del héroe. Hemos llegado arriba solo Falcó y el Kaid moreno, y Ramírez y yo. Leopoldo Rodas fue herido en el momento del triunfo por un rezagado. Ramírez se hubo de defenderse pistola en mano y trae la candora rajada por la hojalata de una bomba y sangre en la pierna. Falcó se defendió con un palo.

 

No quise estar ni un segundo dentro de la trinchera. Fascinaba y repugnaba aquel espectáculo de muerte; las caras pálidas, los pies aplastados, los brazos descoyuntados, los costados abiertos. 

 

Los últimos milicianos anarquistas unidad llamada de Francisco Ascaso se retiraban en medio de la algarabía que formaban los moros, el ruido de los tanques y el redoblar de los cañoncitos. La principal línea fortificada de los rojos estaba tomada y el frente al norte de Teruel se había roto por Corbalán.

 

Ya de noche desde varias horas antes, me hundí, agotado, rendido, en un surco y me tapé con una manta. Me desperté cuando el sol estaba alto y vinieron a llamarme mis dos nuevos alféreces: Yárritu y Monreal, aún un poco asombrados ante mi poco agradable aspecto. Abajo estaban los cadáveres de cuatro milicianos que se atrevieron a salir para hacer frente a nuestro avance y cerca de nosotros los trozos del que se atrevió a disparar con la ametralladora por encima del parapeto. Más allá estaba el otro a quien tuvieron que atar con alambres a la máquina. Muy cerca de él, un catecismo anarquista decía que la única preocupación de todo hombre debe ser vivir con entera felicidad en esta vida puesto que no hay otra. Y dentro del refugio estaban todavía tres milicianos que no se querían entregar. Luego murieron acribillados con un fusil ametrallador que se les introdujo por un boquete abierto a dinamita.

 

Aquella noche, mientras instalábamos los escuchas, me dijo el capitán que Bauluz había muerto. Bauluz, teniente provisional de Regulares, herido antes en el quinto tabor, resintiéndose aún de su herida fue herido de nuevo al frente de su sección, llenos sus ojos azules del azul del cielo de mayo.

 

Padre nuestro…

 

A aquellas unidades enemigas colocadas bajo la advocación del “santón” anarquista Francisco Ascaso les fue concedida por el gobierno rojo la “placa laureada” especialmente creada, en un principio, para Miajas.

 

El día 15 dicen las crónicas militares revistió extraordinaria importancia en el frente de Corbalán. Aquella resistencia enemiga tan tenaz y tan furiosa de los días pasados ha tenido las fatales consecuencias que eran de esperar. La línea atrincherada al este de Teruel, el famoso cinturón de tierra, cemento y hierro de Corbalán, ha sido hundido y perforado por varios sectores. Los soldados de la División del general García Escámez lo asaltaron, rebasándolo.

 

Roto el frente de este sector, donde la línea atrincherada roja había llegado a la perfección, y dominando nuestros soldados la carretera que va de Corbalán a Allepuz[4], queda regularizada toda la línea.

 

“Hay señales ciertas de descomposición entre las huestes rivales, como consecuencia de los desastres sufridos en los últimos días”.

 

 

15 de mayo de 1938

 

Dos días después de tomar la Loma Parda nos dimos cuenta de que el enemigo había abandonado la llamada Ermita de San Roque, que teníamos enfrente. Nuevos atrincheramientos poderosos, visión de la Ermita por el suelo. Corbalán allá en el llano, mientras nuestra infantería serpea a lo largo de las tapias de los cercados y cultivos y se aproxima a los alrededores del pueblo. En toda la región a la vista se van clavando las banderas nacionales como en un mapa militar que tuviésemos en relieve. La loma donde estamos destaca mucho y se ve claramente la importancia militar que ha tenido. La artillería nos barre y tenemos que meternos dentro de la trinchera. La artillería levanta también sus negros conos a la izquierda del pueblo. 

 

El paisaje toma entonces aspecto de dibujo de Matania, aquel acuarelista de la guerra europea.

 

En esta foto aparece Antoñito (primero por la izquierda), pero los demás no son identificados por su nombre. En el reverso, de su puño y letra escribió: “Año 1936 o 37, Madrid, Casa de Campo. El del casco soy yo. El de la parte opuesta, el descendiente más directo del general Morales, el capitán de Ingenieros. Puesto de Mando del Primer Batallón de Canarias”. Como decía Ernst Jünger, no hay guerra sin fotografía (no al menos desde la guerra de Secesión norteamericana).

 


Anexo 1: Soldados fugaces

 

El Diario de Antonio salpica nombres de combatientes canarios, del bando franquista, entre ellos Ignacio Díaz Lezcano, Fernando Rodríguez Artiles, Agustín Paetow y Emilio Veza. De este último dice que fue el mejor de los hombres, un querido compañero “del que una vez no me separó más que el plomo de una bala”. Se encontraban, según cuenta en un artículo para el diario La Provincia[5], en los límites del Primer Batallón de Canarias, en la Casa de Campo (Madrid) y cerca del lago cuando sucedió el episodio del balazo rasante.  

 

He estado buscando en Las Palmas de Gran Canaria el rastro de esos nombres y he conseguido, hasta ahora, al menos uno: el de Emilio Veza. Sus hijos, que es lo que queda de él (y no todos, pues hace unos meses murió uno de ellos), recuerdan que contaba sus episodios de la guerra en la mesa familiar y que siempre se refería a su amigo Antonio, en el frente, como Antoñito. Pero la anécdota de la bala rasante no la recuerdan en la familia. Emilio Veza nació en Las Palmas en 1913, estudió bachillerato en el colegio de los jesuitas de su ciudad natal y luego comenzó la carrera de aparejador. Estuvo, cuenta su hijo José Miguel, primero en Madrid, donde vivió la proclamación de la Segunda República en 1931. Regresó a Canarias para terminar la carrera en modalidad libre, examinándose en la Universidad de La Laguna (Tenerife). Lo curioso con respecto a Emilio Veza es que se presentó voluntario al estallar la guerra aun cuando era “mantenedor de viuda”, es decir, único hijo varón de una viuda, lo cual le eximía de enrolarse en el ejército. Sin embargo, por su formación previa, hace el curso de alférez provisional. De allí salió rumbo a la península, con el Primer Batallón de Expedicionarios de Canarias. Pasó casi toda la guerra en unidades de Tiradores de Ifni, formadas en su mayoría por nativos de esa provincia española hasta 1969 al suroeste de Marruecos (al mando de oficiales españoles, claro). Cada una de las unidades era un tabor, equivalente a batallón. En su uniforme llevaban el tarbush o tarbus, gorro circular rojo con una borla, y un capote blanco, que todavía llevan hoy día las tropas de Regulares. Fue ascendido a teniente y así estuvo casi toda la campaña. En 1938, en plena guerra, se casó en Las Palmas. José Miguel cuenta que a partir de entonces se formó una comitiva que seguía a Emilio por la península en la retaguardia del frente de guerra, compuesta por su mujer, su madre (mujer de mucho carácter y ánimo) y una tía soltera. Las historias que contaban ellas, después, eran casi de risa si no fuera por el drama que servía de marco. 

 

Los dos primeros compañeros canarios que nombra mi padre Ignacio Díaz Lezcano y Fernando Rodríguez Artiles murieron en el Pirineo aragonés, probablemente a fines de 1938. En Canarias no hay un solo hito en el cual se rinda homenaje, o se conserve la memoria en conjunto, de las víctimas de estas islas de un bando y de otro durante la Guerra Civil. Mi padre consigna nombres, a veces incompletos, de quienes vio caer al lado suyo o muy cerca. Apenas ha llegado a conocerlos pero va dejando en sus palabras, con desolación, un regusto triste. En algunos casos ni siquiera el nombre probablemente nunca lo llegó a saber, tan solo una alusión a un rasgo que definió para él al caído. El ceceante andaluz de Jerez muerto durante la primera escaramuza a la que ambos asistieron en el sitio de Teruel, por ejemplo.

 

He encontrado en un texto dentro de una serie a la cual llamó ni se sabe por qué pero podría intuirse ‘Recuerdos rojos’, jamás publicada, una referencia a esas personas apenas conocidas, caídas tempranamente por azar, por estar en el sitio incorrecto en el momento menos adecuado: el soldado fugaz, enterrado con prisas. Cadáveres ignorados por la Historia. ¿Le habrán venido a incordiar ya de viejo y nunca quiso compartir esa memoria? Dice aquel párrafo encontrado:

 

“Los cadáveres de gentes ignoradas me fascinan quizás negativamente, si ello puede ser: una fascinación de vacío, de ausencia, de vértigo de la nada en donde sé, positivamente, que había algo. Quizás sea el dolor de toda ausencia que en estos casos se hace universal, o total. ¿El dolor del miembro ausente?”.

 


Anexo 2: El caso Negrín

 

En el Diario, Antonio menciona varias veces a Juan Negrín, a quien estaba unido por los lazos que suelen establecer las familias acomodadas en lugares pequeño (Gran Canaria tiene apenas cincuenta kilómetros cuadrados). Las familias Negrín López y De la Nuez Caballero mantenían relaciones no muy cercanas pero, en todo caso, amistosas. En la actual Fundación Negrín (sita en una antigua y elegante casona del barrio de Vegueta en Las Palmas de Gran Canaria) reposa copia de un documento en el cual Juan Negrín López felicita el nacimiento de Antonio (1915) junto a otros representantes de la sociedad grancanaria. Simplemente, estos caballeros manifiestan cuán profundamente emocionados se hallan ante el advenimiento del vástago de tan ilustre familia, y así se lo hacen constar a Don Sebastián, padre de la criatura. El papel lleva un sello de la Farmacia Santa Ana de Nuez y Aguilar, sitio donde seguramente fue recibido.

 

La verdad es que solo fue al cabo de muchas décadas y tras diversos avatares, a comienzos del siglo XXI, cuando se reivindicó el nombre de Negrín en Canarias. El principal personaje de la Guerra Civil Española de origen canario permaneció como un espectro desde que terminó la guerra en el 39, en las entretelas de una leyenda más bien negra. El historiador norteamericano Gabriel Jackson escribió una excelente biografía[6] sobre este médico que llegó a ser presidente de la Segunda República durante los dos últimos años de la Guerra Civil, y luego en el exilio, hasta 1945. Dice el acucioso Jackson que estuvo varias semanas en Canarias tratando de indagar en los orígenes familiares de esta figura y sobre los 14 años vividos en su terruño hasta marchar a Alemania: obtuvo cero información. El historiador no esperaba, necesariamente, encontrar personas que lo hubiesen conocido de vista y trato, que no las encontró; le pareció curioso, eso sí, cierto desentendimiento de sus coterráneos, un desinterés general sobre su peripecia vital. Juan Negrín fue, ante todo o después de todo, un científico con intereses diversos prestado por azares del destino a la máxima responsabilidad dentro de una causa política perdida, a mitad de una lucha fratricida. En la primera página de su libro, Jackson resume a Negrín de este modo:

 

“Si no hubiera tenido lugar la revolución republicana de 1931 y la Guerra Civil cinco años más tarde, el doctor Juan Negrín López probablemente hubiese pasado su vida adulta como fisiólogo y médico de familia, gestor académico, apasionado de la música y de las artes, empedernido coleccionista de libros y estudiante de lenguas para las que tenía un talento destacado”.

 

Cierto: cada quien hubiese seguido su trayectoria vital en paz. Pero las guerras, ya se sabe, cambian los destinos y hacen que se entrecrucen inesperadamente trayectorias que podrían haberse mantenido dulcemente amodorradas, cada una en lo suyo. Cuando Antonio observa cómo mueren algunos de sus compañeros en el sitio de Teruel, ya ese señor que se había emocionado tras su nacimiento tenía el poder de haberle ahorrado padecimientos a él y a cientos de miles como él. Pero se abstuvo porque lo guiaba una razón de vida que puede ser interpretada bien como tozudez suicida o bien como fe ciega en una república igualitaria de plena justicia. Aquella razón encerrada en la frase “resistir es vencer”. La cual, por cierto, no resultó cierta: resistir fue extender más allá de lo soportable la agonía. Y mientras llegaba la hora final de la rendición postergada, Antoñito, en las filas del nacionalismo, también llevaba lo suyo.

 

Esta foto no tiene referencias. Lo único que puede decirse con certeza es que se tomó durante la Guerra Civil. Entre quienes están de pie, Antoñito es el tercero de derecha a izquierda.

 

 

Fragmentos del Diario:

 

 

 

 

Sebastián de la Nuez Aránega es periodista, catedrático en la Universidad Católica Andrés Bello de Venezuela y escritor nacido en Las Palmas de Gran Canaria. Es autor de la novela Rosalía (Editorial Alfaguara, Caracas, 2010) y del volumen de cuentos Calles de lluvia, cuartos de pensión (ganador de la sexta edición del Premio Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana, Caracas, 2007), entre otras publicaciones. Actualmente colabora con varios portales web desde Madrid.


[1] Prenda de cabeza utilizada por los soldados regulares.

[2] Especie de gabardina militar sin cuello y de manga ancha.

[3] Granadas de mano.

[4] Teruel

[5] Puede que algunas de las anécdotas narradas en ese y otros artículos (fue colaborador habitual de algunos periódicos canarios) las haya sacado, o sean versiones, de lo que escribió originalmente para su Diario de guerra.

[6] Editorial Crítica. Barcelona, 2008.

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