Miércoles 20 de septiembre
Martín Kohan es un híbrido: mitad hincha y mitad genio. La imagen más nítida de la Feria es él entre la gente, con la bufanda de Boca Juniors al cuello. El día de la presentación de la colección de libros argentinos, en el consulado, Kohan se sienta en las primeras filas. Parece distraído. Supongo que observándonos con su tercer ojo. Un tipo de chompa negra lo entrevista con un celular en una esquina de la galería mientras yo me termino mi tercera empanada. Pienso en Kohan mientras salgo bien de noche a la calle 56. Todavía me queda el efecto de las 4 ó 5 copas de Malbec. Tengo el labial de Claudia pintado en la camisa. Lo hemos intentado borrar pero no hemos podido. Ya saliendo, una empleada del consulado me cuelga del brazo una bolsa de tela impresa con la palabra Argentina en color azul bandera. Adentro hay dos paquetes de galletas (dulces y saladas) y un bolsón de yerba mate. Llego a la casa pasada la medianoche y antes de acostarme pego la nariz a la bolsa. Inhalo. Me imagino: el mate, una bombilla y yo, la tarde caliente de un verano en Buenos Aires.
Jueves 21 de septiembre
«Dina asesina. Dina asesina» dice Gabriela Wiener. Dos veces: después de la convicción política viene lo demás. La sala está llena. Martín Kohan busca un lugar entre las sillas de las filas de atrás pero no hay ninguno. Me siento pésimo por reservarle una silla a Sara. Kohan ocupa por fin, resignado, una silla frente al escenario. Ahí en la mesa, Wiener se va por la tangente mientras Claudia Salazar intenta encauzarla. Gabriela Cabezón Cámara ha entrado a la sala Pulitzer. Verla a ella me devuelve a una mañana helada en Southampton, leyendo Las aventuras de la china Iron en estado de felicidad total. El polo negro de Wiener dice «A tu teoría le falta calle». Cabezón Cámera se ha arrodillado frente a la silla de Wiener y se han dado el abrazo de la Gran Hermana. Bajo al primer piso a estirar las piernas y me encuentro con Daniel Alarcón. «Acá vivo», me dice, señalando el edificio de Columbia. Parados frente a las escaleras nos contamos las alegrías de ser padres. Cuando arguyo que nuestros viejos hicieron lo mismo que nosotros, aparece su reclamo. Como si hubiera tocado una herida abierta: «Noooo. Mi papá nunca hizo eso» dice, Daniel. «Él me vio cambiando los pañales y dijo ¿tú tienes que hacer eso?» Yo recapacito: «Mi papá tampoco.» Y me viene a la memoria el grito de mis hijos desde el baño (post cague) para que los limpiara: «I’m doooone!». Una hora más tarde me toca subir al estrado. Yo soy el que abraza feliz a Sara y a los demás editores del premio Las Yubartas. Soy ese tipo descamisado, emocionadísimo por la voz de Jazmina Barrera, la sonrisa de Astrid de Antílope, el abrazo con Felipe de Laguna libros y con Magda de Las afueras.
Viernes 22 de septiembre
Entrevisto a Margarita García Robayo y le digo que Pedro Mairal fue el primero que me habló de su trabajo. Menciono a Leila Guerriero y Margarita dice que es una de sus mejores amigas en Buenos Aires. Mientras hablo con ella recuerdo la voz de Teresita Goyeneche, contándome, como si fuera un secreto, que Margarita ha escrito en Primera Persona: «Odio el mar». El día entero es un reencuentro con gente que veo sólo en eventos como éste. Emoción total al ver a Isabel Díaz Alanís, hoy escritora publicada y mamá. Mientras rondo la mesa del café, un muchacho colombiano me habla de su amigo: un peruano que es mesero en Manhattan, que gasta todo su dinero en leer. Que tiene sus libros en un storage. Ya de noche me encuentro a su amigo y lo reconozco: el limeño Fernando, viejo dibujante de Monos y Monadas, cercano a Yerovi. Formamos un círculo cerca de la ventana de la Hispanic Society. Fernando me habla de sus tres sesiones de ayahuasca. Se nos acerca un psiquiatra peruano que fue amigo de Lucho Hernández. Dice que iba con él a Chorrillos, en las noches de su juventud, y navegaban en los botes de pescadores. Nos habla de haber compartido bares con Lucho y con Blanca Varela. Es de noche y muy tarde cuando salgo con Fernando, camino a Broadway. En el tren hacia la 42, él me cuenta sus experiencias con la regresión: uno de sus amigos jura, que en una vida anterior, le sirvió pan con mantequilla a Juana de Arco. Escribo eso en mis notas, ya metido en el tren de la medianoche que parte desde Grand Central Terminal.
Sábado 23 de septiembre
Cargo a mis hijos hasta las actividades infantiles en el segundo piso del Centro Rey Juan Carlos: se olvidaron sus zapatos en casa. También los regresaré al auto sobre mis hombros, unas horas después, para que se los lleve de vuelta su madre. Si bien a ellos no les importaría correr descalzos. Tiene su encanto ver la lluvia frente a Washington Square. Dentro del KJCC las muchas mesas de libros invocan años anteriores. Recuerdo el primer FILNYC en el patio del Instituto Cervantes. Hoy Sara tiene la mesa organizada desde muy temprano. Nunca había visto a Pedro Medina en persona: qué emocionante encontrarlo afuera del Zoom. Ya en la tarde, en una entrevista a Socorro Venegas, ella me dice que vivió en Nueva York. Le viene un ataque de tos mientras me cuenta que le ha gustado ir a ver lo que se construyó sobre la Zona Cero. Le gusta la idea del agua que fluye. Veo a Martín Kohan sentado solo en una mesa, con el celular sobre la oreja, escuchando un partido. Empieza a llenarse el local: ya llega Samanta Schweblin. Parados debajo de la puerta (el auditorio está reventando) escuchamos su charla con Eugenia Zicavo. A mi lado hay un loco que murmura insultos hacia Schweblin en la oreja de Mario Michelena. Harto, Mario lo grita y medio auditorio voltea a mirarlos. Sospecho que pensaron que el loco era Mario. Después salimos a la calle con los paraguas, con ganas de cenar y brindar. La lluvia nunca cesa, escucho mucho ruido en el espacio abierto, la muchedumbre de gente que camina por MacDougal. Veo a García Robayo, Schweblin, Cabezón Cámara y Kohan debajo un toldo, frente a la puerta de un restaurante, esperando turno para entrar. Encontramos, de casualidad, un lugar de comida hindú casi vacío. Brindamos con cerveza de la India. Pagar la cuenta con varias tarjetas es –como siempre– una experiencia desastrosa. Sigue lloviendo cuando volvemos al King Juan Carlos. Los asistentes pasean una torta con velas encendidas y le cantan feliz cumpleaños a Federico García Lorca.
Domingo 24 de septiembre
Entro al KJCC muy temprano, en busca de un café. El único editor a la vista es Pedro Medina, que no ha salido por la noche porque su hija estaba en el hotel, muerta de frío. Es una mañana llena de calma. Por la tarde subimos al estrado a presentar una mesa con nuestros autores. Mariana Graciano cita a Alice Munro: «Mi tiempo para escribir es cuando mi hija se duerme». Sigo ansioso por los resultados de la operación de mi papá. Quisiera haber estado en Lima. Converso frente a la cámara con Héctor Celis, autor de Los Bárbaros, autor de una buena novela, ahora en la misma disyuntiva de los que terminan un Doctorado en Nueva York y no saben qué hacer con su vida. Sobre su mesa de Smol Books, Isa nos enseña trucos de magia. Asombra. Se hace de noche y, en la mesa final, Gabriela Wiener insiste en su derecho de prostituirse dentro del mercado editorial y conseguir la plata que nos debe el sistema. Un escritor cubano se defiende de Wiener citando a Jakobson y es inevitable pensar que a su teoría le falta calle. Wiener lo interrumpe. Algunos pifian a Wiener. Rita Indiana intenta la conciliación mientras que Claudia Piñeiro distribuye cordura y calma. Eugenia Zicavo lee un poema para terminar. Se cierra la FiLNYC con aplausos para Dejanira Álvarez. Salgo a la calle pasadas las 8 de la noche, coloco en el auto la maleta de los libros que no se vendieron y empiezo a manejar hacia la casa. Sigue lloviendo en Nueva York.