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Diario de Londres (Enero, 1980)

 

De igual manera que hice el verano pasado por estas mismas fechas, durante las próximas semanas colgaré en el blog algunos textos escritos cuando estaba en la veintena. Esta vez se trata de un diario que escribí en mi primera estancia en Londres, allá en 1980. Con el paso del tiempo el diario ha ido adquiriendo un algo de fantasmagórico o de irreal, como mis propios recuerdos de aquella época. He pensado más de una vez escribir algún relato corto inspirado en alguna de las entradas que allí aparecen, pero siempre, al ir a ponerme en faena, me ha entrado una especie de remordimiento culpable, como si fuera con ello a profanar el testimonio de entonces. Todo testimonio escrito, bien lo sé, no deja de ser más que un simulacro, pero supongo que la inmediatez de lo contado allí, en el diario, tiene ese encanto -si no el valor- de una efeméride trivial contada en primera persona. En todo caso, me parece que al colgarlo tal cual, sin correcciones ni añadidos, soy enteramente respetuoso con el joven que fui. No diré mucho más, sino que todas las entradas, salvo la primera, están escritas en un cuartucho que alquilé cercano a Caledonian Road, en el distrito de King’s Cross, entre enero y julio de 1980. Yo tenía 22 años.

 

 

18 de diciembre de 1979 (Norbury, Londres)


Yuichiro me dice en la cafetería de la Davies’s School que el casero es un maltés y que me conviene mejor verlo en persona, pues mi inglés es todavía very bad y puede que por teléfono el maltés no se entere de nada. Le hago caso. Apunto la calle (Offord Road) y las meticulosas indicaciones que Yuichiro me da. Al terminar las clases, me voy para allá en metro. Me bajo en la estación de St. Pancras y subo por Caledonian Road. El barrio tiene un aspecto anodino, tristón, de indiferente abandono. El trayecto desde la academia hasta la casa me ha llevado más de una hora. Miro y remiro el número en el dintel de la puerta. No hay duda: es aquí. La puerta está descolorida y desconchada. Llamo al timbre varias veces. Abre por fin una chica. Pregunto por el casero. La chica, que parece francesa por su acento, me dice que Marty anda arreglando uno de los cuartos. Según me lo dice, se abre una ventana encima nuestra y sale, como impulsada por un resorte, la cabeza de un cuarentón de pelo entrecano, que me grita que lo espere, que ya baja. Oímos los dos, la chica y yo, un creciente tamborileo de pasos por el interior de la casa. Enseguida lo tengo delante de mí, al casero. Es un tipo bajito, achaparrado, de pelo gris, fuertote. Le digo que busco cuarto para el mes de enero, no antes, pues en navidades me voy a España. Se queda un momento como pensando y luego me pide que lo acompañe. Cruzamos el umbral. Se me aparece de sopetón una escalera alfombrada llena de churretes y olor a gato. A meado de gato, por mejor decir. A la derecha, pegada a la escalera, hay una puerta en penumbra. El maltés la abre. El cuarto tiene una cama sin hacer, una vieja estufa eléctrica en una esquina, con sus dos barrotes al rojo vivo, y en el otro rincón, junto a la puerta de un armario, un lavabo lleno de mugre. Huele a cerrado, a tabaco, a vino desparramado. El casero retira una silla que está en medio del cuarto y mientras lo hace, suelta un “bloody bastard ”. Luego, más sonriente, me dice que el cuarto estará listo para cuando regrese. Yo le digo que lo pensaré. “OK. It is up to you”, me contesta. El maltés no parece muy contento con mi respuesta.

 

9 de enero de 1980 (miércoles)

 

Regresé de Madrid hace dos días y me he pasado de mudanza hasta ahora. Huele a pintura todavía. Las paredes están blancas como la bata blanca de un médico o las baldosas de un hospital. El maltés no se ha esmerado en exceso, pero al menos el cuarto está desinfectado y limpio. Ayer me compré una mesita, un flexo y una silla plegable. Yoichiro me trajo su televisión en blanco y negro y una hornilla. Con esto me basta y me sobra. Ayer fue el último día de Yuichiro en Londres. Esta mañana partió para Alemania. Creo que no lo volveré a ver. Lo echaré de menos. Anoche estuvo muy divertido. Me hizo gracia cuando me dijo eso de que las japonesas guapas no se dejan ver por ningún sitio porque los padres las esconden hasta el día de su matrimonio. Hablamos también de Kurosawa. No sabía que había pasado por años de depresión y que estuvo a punto de suicidarse. Yuichiro me dice que el viejo director prepara una nueva película después de muchos años, en la misma línea de los Siete Samurai. Me resulta curioso hablar de Kurosawa con un japonés. A veces Yuichiro parece regodearse en los clichés que uno tiene sobre los asiáticos, como cuando me insiste, muy serio, que para ellos la individualidad apenas cuenta. No lo sé. Él desde luego es un tipo de lo más singular.

 

10 de enero (jueves)

 

Primer día de clase. Dos horas. La profesora que me ha tocado en suerte es el prototipo de la profesora de idiomas: muy simpática, con su buena vis cómica, magnífica dibujante, lista, dinámica, atractiva, pecosa, pelirroja. Nos dijo su edad (34) y su nombre (Alison), una vez que todos los alumnos le habíamos dicho a ella quiénes éramos nosotros y de dónde veníamos. Es galesa y presume de hablar el gálico. En cuanto a mis compañeros, estoy rodeado de italianos, de franceses y de un colombiano gordo y algo mayor, que se sienta a mi lado. Hay también una austriaca de ojos muy azules y pelo castaño. Se parece a la Blanca Nieves de Walt Disney. En uno de los descansos, mientras me tomaba un café en el pasillo, hemos intercambiado miradas y hasta me ha sonreído de manera bastante enigmática. ¿Habrá alguna posibilidad? Pero antes debería llamar a la suiza. Según Yuichiro, es cosa hecha (a done deal).

 

13 de enero (domingo)

 

Quedé esta tarde con Myriam, la suiza. Fuimos a ver The Deer Hunter en un cine de barrio cerca de donde ella vive, en Camden Town. No me enteré de mucho, aunque la primera parte de la película es espectacular. Las escenas de la boda me hicieron recordar a las fiestas nocturnas en Los Linos o en La Granja el verano pasado. Los amigotes actúan en todos los sitios de manera similar. El resto de la película me resultó francamente desagradable. Sospecho que en las guerras la violencia (una explosión, una ráfaga de metralleta, el disparo de un francotirador) nunca se ve a cámara lenta. Suele ocurrir de golpe, sin previo aviso, como el tajo que uno se da por descuido cuando corta una cebolla. El cine de Hollywood, sin embargo, nos presenta la violencia a ritmo de vals y con música de violines. Claro que eso mismo podría decirse de la Iliada o de la Odisea. Homero también se recrea en la morosa descripción de la violencia cuando Ulises asaetea uno por uno a todos los pretendientes de Penélope. Al salir del cine le propuse que fuéramos a un pub, pero Myriam me dijo que no, que prefería pasear. Hacía bastante frío. Era noche cerrada. Hice varias tentativas para hacer la conversación más íntima, más amena, pero mi inglés es precario. Myriam, aun siendo de Zurich, habla perfectamente francés, pero se niega a hablarlo conmigo. Me dice que ella está en Londres para practicar inglés, y que yo igual. Así que practicamos. No sé en qué momento le dije que a mí de niño me encantaba jugar con cometas, pero no sabiendo la palabra en inglés (kite), hice una gesticulación y ella pensó que era “globo” (balloon); y así se quedó: que yo en mi infancia iba a los parques con un globo en la mano, como Cristobalito Gazmoño. Cuando nos despedimos creí notar una sonrisa condescendiente por su parte. No quedamos en nada y ni siquiera hubo un beso en la mejilla. Pudo ser, como decía Yuichiro, cosa hecha, pero yo, con mi inglés macarrónico, me parece que he dejado escapar la ocasión, el globo y hasta la cometa.

 

18 de enero (viernes)

 

Mi padre me confirma por teléfono el cáncer de pulmón del tío Carrere. Es inoperable. Puede morirse en seis meses. Me siento muy triste. Todavía recuerdo el cuello inflamado que tenía el día de Nochevieja., aunque a él se le veía tan contento con su bocio, mientras comía turrón y hablaba de política. Los días que no tengo clase me resultan aburridos. Hace una mañana ventosa. A través de las cortinas, al otro extremo de la calle, tengo un muro de ladrillo gris bastante deprimente. El californiano que tengo de vecino en el cuarto de enfrente es un tipo simpático. Estudia económicas, aunque se pasa todo el santo día dándole a la guitarra. Ayer coincidimos en la lavandería. Se le entiende muy bien cuando habla inglés. En general, me pasa que entiendo mucho mejor las series americanas de televisión que las británicas. Por cierto, el americano (Ray se llama) me pregunta si tengo televisión, aunque debe saberlo perfectamente, igual que yo sé que él toca la guitarra. Le digo que sí y me dice que a lo mejor se pasa a ver el talk show de Parkinson. Me resulta curiosa la forma que tiene de auto-invitarse. Why not, le digo; y cuando ya me despido de él, en el portal de casa, todavía me voy repitiendo ese why not en mi cabeza varias veces, todo orgulloso de lo natural y espontáneo que me ha salido.

 

19 de enero (sábado)

 

Llueve. Otro día de lluvia. Aguanieve a veces. Escribo pegado a la estufa. Tengo las manos frías y los pies más fríos aún. Esta mañana, en un momento en que había escampado, me di un paseo por el barrio. Las solitarias calles encharcadas me parecían como salidas de Saturday Night and Sunday Morning. Desde luego tienen el mismo tono grisáceo, melancólico y desabrido de la película. Me crucé a la ida y a la vuelta de mi paseo con un trío de punks, dos chicos esmirriados y una rubia . Los he visto ya varias veces. Van siempre juntos a todas partes. Tienen palidez de moribundos, por más que se tiñan el pelo de colorines y se lo corten como indios cheroquis. La chica me gusta. Tiene un morbo especial. ¿Estarán los dos liados con ella?

 

20 de enero (domingo)

 

He hecho amistad con otro vecino. Es francés, pero de origen español. Sus padres son gaditanos. Se llama Luis, tiene diecinueve años y trabaja en un hotel, aunque no me ha dicho exactamente en qué. Es muy hablador. Me habla indistintamente en español (con mucho acento, pero fluido, casi bilingüe) y en francés, lo cual me gusta, porque así practico. Se ha pasado toda la tarde en el cuarto, contándome historias de sus años de colegial en París, aunque me dice que se puso a trabajar muy joven, con catorce años, en el ramo de la hostelería. Tiene mucho acné y el pelo grasoso. No puede esconder su origen meridional. Me pregunta qué hago en Londres y cuando le he dicho que voy a una academia a aprender inglés se ha echado a reír. El inglés, me dice, se aprende en la calle, en el trabajo, con la gente. Las escuelas no sirven para nada. Después mira el maletón de libros que tengo y se pone a hurgar. Saca la Historia de la lengua española de Lapesa y, antes de que me pregunte, le digo que me lo he traído porque pensaba a lo mejor preparar unas oposiciones. ¿Unas qué? Le explico y se ríe otra vez. En Francia, me dice, los que quieren ser profesores tienen que hacer lo mismo. Ça m’emmerde, me dice, y tira el libro al maletón. Mira luego la novela que tengo en la mesita, el Lord Jim de Conrad, y lo coge muy interesado. Le digo que me cuesta leerlo, que todavía no tengo nivel, mientras él sigue con la mirada fija en la portada, donde aparece un fotograma de Peter O’Toole, de la película del mismo título basada en la novela. Le repito otra vez las dificultades que tengo en la lectura, pero Luis, sin hacer caso, dice Comme il est beau, n’est-ce pas? y vuelve a dejar el libro sobre la mesa. Yo me encojo de hombros, sin entender muy bien el chiste.

 

22 de enero (martes)

 

A la salida de clase Germán, el colombiano, me invita a una cerveza en un pub del Soho. Nos sirven dos pintas de cerveza negra de barril. Doy un primer sorbo a la espuma blanca que sobresale de la jarra. El sabor a la vez dulce y amargo no me disgusta, aunque no soy muy amigo de estos brebajes de la Europa del norte. Germán se pide también un sándwich de pollo y luego, con dificultad y con mucha suerte, nos acomodamos en una mesa, junto a la puerta de entrada, que acaba de dejar una pareja. El pub -incluso a esta hora, las cuatro de la tarde- está hasta los topes. Germán tiene 32 años y lleva en Londres más de diez trabajando siempre en restaurantes. Me dice que es cocinero en un restaurante argentino especializado en churrascos. Gana buena plata, me dice, y podría ganar más, si no fuera por el inglés. Lo entiende todo, pero está peleado con la gramática y su ortografía es desastrosa. Le gustaría convertirse en gerente de hoteles, me dice, y me asegura después que está bien conectado dentro de la comunidad colombiana, que tiene un amigo que le pondría al cargo de un hotelito en la costa, si su inglés, claro, fuera un poco mejor. Yo le dejo hablar. De pronto, me pregunta por las clases. La profesora, le digo, es muy buena, mejor incluso que los profesores que tenía yo en la Davies’s School. Alison es excelente, me confirma Germán. Y se confiesa: “estoy enamorado de ella. Amor platónico, claro. Este es mi cuarto semestre que repito en su clase. Tiene un hijo de cuatro años. No está casada, pero tiene novio. Vinieron hace unos meses a cenar al restaurante.” Germán, en dos bocados, se engulle el sándwich. Es gula, me dice, porque en el restaurante puede comer lo que quiera, aunque está ya muy harto de tanta carne y tanto churrasco. Nos levantamos. Antes de despedirnos, me dice que una noche quiere llevarme a un boliche que me va a gustar. Se ríe a carcajadas con su cara regordeta y negroide, pues Germán, visto más de cerca, resulta una mezcla extraña de gallego, de inca y de africano.

 

23 de enero (miércoles)

 

Veo a solas el show de Parkinson. El americano no apareció. La mayoría de los chistes entre el presentador y el protagonista de 10 se me escapan. Debe de ser todo muy gracioso, a tenor de las risas, pero a mí lo único que me hace gracia y me maravilla es que un gnomo como éste pudiera hacer pareja con Bo Derek. Por cierto, me paso toda la entrevista con la antena de un lado para otro porque, cada dos por tres, se me va la imagen. Al final la he puesto sobre un rimero de libros, encima de la mesa, y parece que así la recepción ha mejorado algo. Espero que el sábado no me haga la misma jugarreta con el fútbol. El partido entre el Liverpool y el Nottingham promete.

 

25 de enero (viernes)

 

Anoche llegué a casa con dolor de cabeza y hasta las tres de la madrugada no pude conciliar el sueño. Me resistí a tomar el analgésico al principio y ya luego, cuando me decidí a ingerirlo, no me hizo ningún efecto. El Optalidón no me sirve. Le pediré a mi padre que me envíe varios frascos de Nolotil, que es lo que mejor me va para mis dolores. Me he despertado tarde, pasadas las once. Me sentía como si tuviera resaca. He leído algo. El temario de oposiciones es ridículo. Luis, el franchute, tiene toda la razón. ¿Cómo puede haber un tema sobre la Biblia (Viejo y Antiguo Testamento) y otro nada menos que sobre las oraciones concesivas? Hay que ser muy gilipollas para preparar casi cien temas con títulos de este tenor. Así las cosas, volví a Lord Jim y leí algunas páginas, mal que bien. Me resulta muy pesada su lectura, aunque la idea de la historia es fascinante. Todos, de un modo o de otro, huimos de un pasado que nos avergüenza. Luis, por cierto, acaba de llamar a la puerta y me dice que me vaya esta noche con él a una fiesta que dan en un edificio de “squatters”, a unas manzanas de aquí. Le digo que no lo sé, porque pensaba llamar a Myriam para quedar. Pero Myriam ha estado muy fría y muy cortante conmigo por teléfono. Me dice que los padres de su familia se van a Bristol este fin de semana y que se tiene que quedar al cuidado de la niña. No sé. Suena a excusa.

 

27 de enero (domingo)

 

Todavía estoy recuperándome del impacto. Es bella, bellísima. Se llama Angela. Es de Dusseldorf. Lleva un jersey de algodón que le llega hasta las rodillas y unas botas negras de campaña como las que llevaba yo en la mili. No es alta, pero tampoco baja. Es callada, pero no muda, y cuando habla, ay, cuando habla tiene el acento más maravilloso que yo he escuchado nunca en inglés. No habla, sino susurra. Susurra como los ángeles. Pero un ángel es siempre terrible…

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