Mi madre dice que los sueños son preguntas que uno se hace dormido.
Guillermo Fadanelli. Al final del periférico
¿Para qué nos atrevemos con las inmensidades?
Y el sol se oculta entre las gibas del camello.
José Watanabe
Anotación de diario: «He soñado algo precioso. Una historia con situaciones creíbles y un arco narrativo ordenado. Pero no he anotado nada y ahora, casi a las 7 de la noche, ya lo he olvidado.»
Esa es la historia de mi vida. Para eso me sirve este diario de sueños:
6 de marzo
Estabas alojada en mi casa, J. Tenías una especie de pequeña casa en el patio. Yo estaba muy tranquilo hasta que miré, sin querer, a través de la ventana. Vi que no tenías polo. Tus lindas y enormes tetas estaban sueltas. Eran gordas, apuntaban hacia ambos lados, con pezones marrones claros, grandes y hermosos. Vi que era porque estabas dando de lactar. Yo estaba medio lagañoso y no podía ver bien. Me froté los ojos para ver mejor.
Y vi bastante bien.
8 de marzo
Es un examen de graduación final.
No he estudiado tanto y creo que puedo pasarlo. Pero no. Voy a ver los resultados ese día y mi prueba no está entre las que han pasado. Estoy en una zona urbana de Lima. Hay algún muro, construcciones, desmonte.
Me encuentro con un profesor (de la Católica) que sin mencionar el examen, me dice: «Yo fui profesor de tu papá» «¿Ah sí?” digo (pensando si será verdad, si no lo estará confundiendo). El profesor no parece muy viejo (50 y tantos). Él, vestido con camisa y pantalón, se echa en el piso con los brazos cruzados detrás de la cabeza. Le sigo la conversación pensando si eso me ayudará. Pienso que tal vez hubo un error. Que mi examen está por ahí, esperando una pequeña corrección que me haga aprobar. Pero eso no sucede.
Veo a Jessica Alarcón y a Renato Toso, que parecen estar conversando. Han llegado también a recibir su examen. Escucho que dicen que yo «he dejado de ser tan estudioso como antes».
En el examen había una pregunta sobre ríos peruanos que contesté mal, lo mejor que pude.
Pienso en el bajón de tener que volver a darlo. En que tendría que preguntarle a alguien que lo haya pasado para saber qué me falta estudiar.
9 de marzo
Sueño que vivo en un bosque regido por Disney. Entre los árboles, un cazador dispara hacia mí unas flechas y soy capaz de desbaratarlas. Pero entonces me confirmo que en esta realidad no puedo ser libre. Que si bien creo vivir a mis anchas, los encargados no saben que existo.
Pienso en que si me vuelven a ver, les recordaré que tienen que deshacerse de mí.
Me despierto y aún no es la medianoche.
13 de marzo
Sé que hay mucha gente que se ha mudado a vivir debajo del puente (tal vez Barranco). Entre ellos están Iván, el Mudo y Patty Ch. (que cuando la veo de perfil y la reconozco, salto una valla para acercarme y darle un besito). Y ella feliz. No nos vemos hace siglos.
El Mudo está cerca de un callejón por donde se puede salir del barrio. De reojo, caleta, me dice que que «mejor me espere un rato». Parece que ahí roban. Hay otras señales: dos tipos parados unos metros más adelante. Al parecer todos los que me acompañan saben que esos tipos están tramando choreos.
Claudita B. está ahí, Va y viene y me da mi ticket color medio rosadón—esos tipo rollo que te dan por cantidades y valen dinero en las kermeses, en los pueblos en Westchester—para este festival del barrio. A mí me da un solo ticket pequeño. Leo unas palabras en el ticket.
Veo en un rincón a una negrita con enanismo. Ella empieza a bailar y yo grito «Akundún» mientras sospecho que eso es, de muchos modos, ofensivo.
Esto es una especie de pre-fiesta y estamos esperando que comience.
Al parecer yo solo pasaba a visitar apurado, pero como me sugieren que hay ladrones por los alrededores, me he quedado más tiempo. El barrio abajo del puente (¿de los suspiros?), cerca de la playa, de pronto se ha llenado de conocidos.
Segundo sueño:
Varios amigos de la facultad se juntan para discutir el guión del programa—proyecto de serie—televisivo que ya viene pronto.
15 de marzo
Roquita se ha muerto y no sé cómo hacer para llamar a sus papás. Me imagino que, como homenaje, le mostraré su película Viaje a Tombuctú a los estudiantes. Alguien me dice que alguno de los libros de su biblioteca están ahí para que me los lleve. Al parecer ha sido una enfermedad fulminante. Me preocupa qué será de su gato: Fellini.
24 de marzo
En el sueño viajamos en auto por alguna ciudad, somos todos familia, yo estoy supuesto a declararme a alguien pero no me atrevo. (Alguien: qué mala memoria).
Mi tía Edith ha bajado de peso y se ha hecho un peinado de pelo corto que le queda muy bien. En el sueño comentamos que parece otra persona.
25 de marzo
Sueño sicodélico:
Recuerdo con claridad cómo se forman unas imágenes azules en el sueño. Son figuritas geométricas, luego como fantasmas o reverberaciones de las figuras, un azul claro al fondo. Un iris se cierra.
En el sueño vamos a presentar el libro Uno nunca sabe por qué grita la gente en una casona antigua. Es una mansión donde al parecer se aloja mucha gente y hay eventos en distintas salitas de la casa (como esas casas viejas de Long Island, salas especiales, separadas, acondicionadas para distintos eventos).
Salgo a dar una vuelta y veo gente. De una manera extraña, los veo. Ellos me miran. Nos interpelamos con los ojos.
Regreso a casa, ya es tarde. Abren la puerta y entro sin esforzarme en decir nada. Avanzo y es entonces que me doy cuenta—en algún momento había creído que yo era el autor–que el autor es Mario. Pienso que es posible que él y sus hijos estén ahí y yo no he traído los libros. Solo tengo uno en la maleta. Entro en modo crisis.
Acaba el sueño.
27 de marzo
Me acerco a Ricardo Belmont y le digo que se le ve muy joven (Está igual que cuando postulaba para alcalde de Lima en 1989, por su partido Obras). Le menciono a Belmont que hace poco anoté en una libreta el nombre de uno de sus programas, un nombre maravilloso, que no recuerdo.
Él me espera y yo pierdo el tiempo forzando la memoria. Me da unos ejemplos. Yo digo: «No, no. Si lo tenía en la punta de la lengua». Hasta que me doy por vencido. (¿Cachivaches y algo más?). Belmont deja de sostener mi hombro con su mano, deja de mirar mi rostro agachado forzando la memoria. «Ya me acordaré», me disculpo. Belmont asiente. Muy comprensivo. Se va.
Y se acabó el sueño.
13 de abril
«Ya no puedo firmar» dice la japonesa que atiende las mesas en este gran banquete en los jardines de una mansión.
Yo le digo «que firme nomás». Bromeo. Sin embargo sé que se refiere a que hay que pagar en efectivo. Ya se pasó el límite de firmar para no pagar.
Digo que Nicolás tiene los tickets rosados. Los vales para cerveza que nos han dado. Montones de ellos. Porque hemos conseguido vender un cargamento gigante de diamantes. Los hemos llevado en una minivan y en el medio de un bosque los hemos cambiado por dinero. Ha sido muy riesgoso pero lo hemos hecho.
Ahora estamos en esta fiesta y Nicolás tiene los vales en el bolsillo. En el sueño yo imagino que debe de haber montones de cajas de licor amontonadas y los dueños no saben que se van a empezar a desaparecer: porque nosotros nos tomaremos todo.
Pero Nico se ha ido detrás de C. —delgada, con un largo vestido blanco, muy formal—después de saludarla con besito. Parece que se va detrás de ella para entrar a la casa y saludar.
Yo di besito y me senté ¿Para qué ir al otro lado donde no conocemos a nadie? La tía Chela está a mi costado y piensa lo mismo. Le parece ridículo que sigan a C. para saludar. Sin embargo Nicolás, enternado, con los vales en el bolsillo, se ha ido a saludar y nos ha dejado en la mesa, sin dinero, luego de que hemos conseguido vender un cargamento gigante de diamantes.
Somos ricos pero la mesera japonesita y flaca con pantalones blancos se ha ido diciendo «ya no puedo firmar».
26 de abril
Estoy en Bogotá y camino hacia el hotel por la Avenida Tequendama.
Ha habido una pelea y hemos querido darle un escarmiento a una chica (parecida a S.) y mi polo se ha quedado ahí.
(Me lo saqué. Alguien, otra chica, iba a patearla. Creo que la idea era matarla pero nadie se atrevió.)
Camino por la calle con un vividí blanco. Me pierdo. Entro a un hotel a pedir direcciones y alguien me pregunta si soy «Dourojeanni» porque al parecer ese es el nombre escrito en el borde del vividí. Paso por un cine y entonces reconozco el camino.
Hubo una pelea la noche anterior, al parecer a los empleados del hotel les tendieron una emboscada al otro lado de un parque. Temo que los hayan matado. Entre ellos está uno de los peruanos que trabajaba conmigo en Knollwood Country Club.
Otro sueño: Estoy jugando squash en una sala pequeñita, con Fabricio y una chica. Hay dos sillas con ropa encima. Yo trato de moverlas hacia un lado de la sala, Fabricio me ayuda.
Me despierto.
21 de mayo
Estoy en una especie de prostíbulo, dentro de un mall, en una ciudad de Brasil.
Estoy con Nico, él lleva la plata. Me presta 900 reales que es el costo, según la matrona: una vieja setentona, delgada, pequeña, con lentes, que me señala la dirección: «por allá, volteas, al fondo».
Le pregunto a la matrona que si me acompaña, que no quiero perderme. Ella me lleva entre la gente que es mucha. En el cuarto hay una chica delgada, de piel bronceada, canela. Su piel tiene un olor especial. Cuando estoy echándome encima de ella bajo la mano y toco una verga y digo «¿qué? ¿por qué?»
El travesti parece confundido. No alarmado pero sí resignado. Le digo que no me gustan transexuales. Me fijo bien en su cara, en los bordes de la cara y creo ver algún detalle de su género, mientras recuerdo que la vieja me dijo algo pero que, tal vez con el ruido del mall, no la he escuchado (Y he asentido). Pienso en si ella me devolverá el dinero.
Mientras regreso, me doy cuenta que mis hijos están por ahí. Pienso que no se dan cuenta de nada pero uno de ellos está oliéndome—debo oler a perfume barato— y haciendo cara de asco.
Nicolás me mira con cara de que sabe que me estoy metiendo en problemas.
En otros salones he visto gente enternada.He visto a un gordo encorbatado con terno de color, estilo 80s, que viene de otra sala, de haber apostado. Pienso que lo he visto en Lima. Le recuerdo a Nicolás que en esa ciudad de Brasil también están sus amigos: Patty, Yick, y otros.
Llego a la entrada del local porque quiero explicarle a la vieja lo de la travesti. Antes de hacerlo me detengo a tomar aire al lado de la puerta, cuando veo venir a una chata delgada y hermosa, también de piel acanelada. Le agarro la mano, entendiendo todo.
Esta muchacha saluda la vieja de la puerta. Le dice algo como dando el visto bueno. Vamos hacia el fondo, llegamos a una puerta. Ella necesita poner una clave además de la tarjeta, y no puede.
«¿Cómo se dice resetear?» me pregunta.
Y yo, recordando que estamos en Brasil le digo «Formatear». Escribo eso en la maquinita, que es como una lectora de tarjetas de crédito. Funciona y se abre.
Entra y me mira, como haciéndose la tonta, sin saber qué voy a hacer. Yo le digo que la plata se la doy después, que la tiene Nicolás.
Entra. Yo veo sus piernas canelas debajo de un vestido de una pieza, muy de verano. Entro a la pieza detrás de ella.
29 de mayo
Es una reunión de oficina, alrededor de una mesa. No ha venido mucha gente.
Yo hablo en voz alta, quejándome. «Todos ofrecen venir pero al final nadie aparece». A la primera reunión estuvieron todos, fue un éxito. Después los almuerzos han sido siempre con la mesa casi vacía y casi en silencio.
Llega mi amiga bella (creo que es V.), moviendo el vestido largo hasta los tobillos debajo del cual se adivina un cuerpo esbelto. Me da su cartera para que se la guarde un ratito y, creo que soy consciente de lo mucho que esto me convierte en la envidia del resto de la mesa.
Converso con un tipo blanco y gordo, con una gorra militar mal ajustada a la cabeza que lo hace parecer Napoleón. Está un poco transpirado. Me fijo: es igualito. «Lo trata de imitar», pienso. Y me parece tan ridículo.
Me burlo de dos tipos que escriben fórmulas irreconocibles en una pizarra «Claro, claro y obvio, esto nos enseña lo fácil que es hacer dinero en Wall Street». Uno de ellos me responde, como abochornado «Hace unos años así era, pero lamentablemente ya no. Ahora hay que aprenderse estas fórmulas complicadas».
11 de junio
Estoy en una especie de colegio y hay una chiquilla que me gusta. No sé por qué pienso que algo va a pasar entre nosotros. Soy mucho más joven, como un adolescente de la misma edad de ella: una morocha, flaca, no muy alta, vestida con un buzo de color verde oscuro y marrón.
En un momento estoy saliendo de ese ¿colegio? y veo a mis hijos que están en un escritorio. Ya son jóvenes. Parece que trabajan ahí.
16 de junio
Estamos en algún tipo de ciudad y Paola Céspedes se molesta cuando hago un comentario gracioso que ella encuentra ofensivo. Luego, cuando empiezo a jugar fútbol y anoto goles, me disculpa. No antes.
24 de junio
Donald Trump tiene un programa de radio. Es un podcast, a cierta hora del día. El programa es malísimo.
26 de junio
Nos acostamos. En una casa ancha y vieja. Es bonito. Ella está muy frágil y necesitada de ternura.
Después me aparto a un lugar donde un grupo de gente está pasando un buen rato, como en unos saunas. Al poco rato me voy a buscarla al dormitorio, pero ella ya no está.
Al salir de donde están los otros, digo que me voy al dormitorio a donde ella y escucho —apenas salgo por la puerta—que una mujer dice «la chica ya no está». Como si fuera obvio. La he dejado ir. Me he demorado demasiado tiempo, ella ha escuchado nuestras risas y se ha ido. Levanto las sábanas de la cama pensando que ahí está ella, pero no. Se fue.
Busco en los saunas del sótano, se escucha como unas cataratas subterráneas. Ya no está ella. Qué tonto he sido. Después me la he encontrado en otro lado y he hablado de tener hijos pero ella dice «Yo no puedo tener hijos». Lo dice con una voz muy débil, angustiosa, como pidiendo comprensión. Me siento sobrepasado, incapaz de proveer lo que ella necesita.
1 de julio
Estoy muchas horas sentado en un sofá cubierto con una manta. En vez de estar ahí debería de estar en clases ( en el colegio).
De pronto siento algo en la baja espalda, un bulto. Lo jalo, lo pongo frente a mi y lo miro: es una garrapata enorme.
Se mueve y se me cae de las manos al suelo y quiere escapar. La piso y la veo en el suelo destrozada. El hecho de haber sido picado me desmoraliza.
«¿Estaré enfermo ahora?», pienso. Entonces me doy cuenta de todas las tareas que no he hecho, de todo lo que tengo pendiente. Casi no he ido a clases y me deprimo un poco.
Entonces me despierto.
15 de julio
Gano un concurso de escritura y dibujo. Alec Baldwin es la cabeza del jurado. Me paseo con él y con su esposa (una gordita de pelo rubio y corto, estilo paje medieval, un poco mayor, con lentes redondos). Ellos están peleándose todo el tiempo (con argumentos, no con patadas).
Baldwin se queja de que su hijo –un joven flaco y de pelo negro, como de 14 años, muy afortunado por su situación económica– se comporta como un idiota con mucho dinero.
Voy con Baldwin a participar en un evento. Consiste en que un grupo de artistas se para frente a murales de textos en blanco y negro─solo las lineas de las letras de los mensajes están en negro, la pared está pintada de blanco─los mensajes están relacionados con Puerto Rico (leo: «Puerto Rico»). Pintan con una manguera, tipo chisguete, que bota colores hechos con jugo de frutas, a mucha presión. Están coloreando el mural. Está quedando muy bien. Al parecer ya viene mi turno para colorear con el chisguete.
Baldwin me cae bien, me habla de su deseo de hacer lo correcto. Él está muy comprometido en estas actividades que nacen de la voluntad de utilizar su dinero para hacer el bien. En algún momento me pregunto si debo decirle que yo soy el idiota que le dije lo que dije en la playa, en Little Albert. También me pregunto si debo de tomarme una foto con él para enseñarle a mis amigos. Baldwin reparte papeles para que los pintemos en una mesa, él está en la mesa, sentado al lado de los concursantes.
Segundo sueño:
Gano un concurso en Bogotá. Estoy acompañado de dos patas. Uno de ellos es tranquilo (veo su sombra a mi lado: es flaco y alto, no veo su rostro). El otro es Ricardo Sumalavia.
Sumalavia parece un poco más joven, viste una casaca de cuero apretada, y tiene el pelo negro ondulado, muy crecido: su pelo parece una lechuga negra encima de su cabeza.
Parece estar muy bien, hasta que comienza a saltar como un desquiciado, hacia un autobús. Salta rebotando, como un payaso acelerado, una especie de Benny Hill de pelo negro.
Frente al autobús, se para y nos mira, con un rostro inexpresivo, con unos lentes negros de tamaño extra grande. Antes, yo les estuve contando que había estado muchas veces en Bogotá pero que no había conocido gran parte de la ciudad. Sumalavia empieza de pronto a saltar y el otro tipo me dice de él: «parece tranquilito pero es un loco e mierda».
Miércoles 17 de julio
El hotel está lleno de peruanos. Es una especie de convención, pareciera ser de una agencia de publicidad pero no estoy muy seguro.
Algunos me saludan y no los reconozco. Me tratan de explicar. Hay muchos grupos distintos, creo identificar gente de la universidad.
Lo que sí es seguro es que ellos saben divertirse y yo no.
Mariela Beleván pasa por mi costado. No me saluda. Me pregunto si le he hecho algo malo.
Un grupo de modelos, una rubia despampanante, me mira. Estoy con un grupo de chicos. Digo «voy a hablarle». De pronto ellas empiezan a apretujarse y acariciarse, una contra otra. «¿Son tortilleras?» nos preguntamos. Y nos quedamos viéndolas, babeando, como si fuera un show.
Me da la sensación de que extraño la personalidad del peruano. Ese sabor y su manera de entender la diversión, el gusto por la vida.
9 de agosto
Estoy en una especie de evento. Yo apuesto que voy a besar a alguien. Así que salgo decidido a buscar a la chica con la que estuve conversando un rato antes. La encuentro en otra sala, arreglándose. La convenzo.
Parece muy preocupada de que el beso le arruine el lápiz de labios. Me la llevo hasta la sala donde había hecho la apuesta, ahí empezamos a agarrar y siento como que los labios se pegan (¿pegote del labial?). Sin embargo, con lentitud y suavidad, todo mejora.
14 de agosto
Alguien cierra la puerta de vidrio cuando yo estoy llegando. Me ha visto, igual la ha cerrado. Le grito todo tipo de insultos: «maricón, etc».
Pienso, dentro del sueño, que no puedo ser grosero. Así que le grito «¡Disfuncional!».
Nicolás ha estado en una fiesta y me río de que al poco rato de dejarlo en esa casa, en el teléfono me anuncian que la dueña de casa se ha quedado dormida: «María Félix se ha quedado dormida», anuncian.
20 de agosto
Estoy en un departamento cerca de la universidad.
Me acuesto frente a la ventana y me doy cuenta que me pueden ver calato. Me acuesto al borde de la otra cama y pronto me doy cuenta que estoy echado al lado de la novia flaca de Yoveiri (el Flaco), el chico dominicano que estacionaba autos conmigo en Knollwood.
Parece que ella se va a despertar. Por encima de su hombro veo, afuera, a un grupo de jóvenes drogadictos, tatuados, que viven entre la basura.
Parece no haber distinción entre el dentro y afuera, como si no nos separaran paredes. Eso me asusta. Me hace temer que me descubran mirándolos y que se establezca una conexión más privada con ellos. Me da miedo que sepan quién soy. Tengo miedo que me roben.
Mientras Yoveiry se ha ido a trabajar, no le ha importado dejarme acostado al lado de la niña trigueña y larguirucha acostada en la cama, cuya piel rozo. A ella parece no importarle que nos toquemos tanto.
2 de septiembre
“Luces i luces hacen luces”. Pequeño poema en letra corrida y lapicero azul en un papel de cuaderno, tratando de convencer a C. de que tenemos que quedarnos juntos. Estamos en el auto, estacionados en algún lado de Bogotá, y trato de decirle que sigamos hacia otro sitio, en California y empecemos los dos de nuevo.
Estamos en un auto, abro la puerta de atrás del piloto y se caen varios zapatitos. Me tengo que bajar a recoger los zapatos de los niños. A ella se le nota muy confundida.
7 de septiembre
Estoy en el barrio de Los Ingenieros, en Lima. Voy a la casa de los Kalinowski y me sirven un vasito de un jugo con vegetales. Descubro que mi meñique se ha caído, podrido, pareciera que contaminado por el brebaje. Cuento 4 dedos y me parece ver parte de la mano infectada. Observo extático mi dedo putrefacto.
De algún modo llego a una fiesta, pareciera que en la casa de los Durojeanni. Entre la mucha gente que baila veo la parte superior de la cabeza de Diego, muy joven, su cabello muy rubio. También me parece ver entre la gente al tío Marc. Llamo la atención (grito). Se forma un pequeño tumulto, aparece la tía Chela y le enseño mis manos.
Ante mi sorpresa, no sólo está ahí otra vez mi dedo podrido, ahora sano y lozano, sino que mis manos tienen 7 y 9 dedos cada una.
Me observo, los veo observarme: esas manos de monstruo del espacio.