9 de noviembre
Es una casa enorme, como un condominio. Ahí se han mudado los amigos de la universidad: Uwe (que cada vez que habla de mí dice el chato), Rosa, Ken, Giselé, Érika, Claudia, El Mudo. Me pregunto en el sueño «¿qué hacen ahí?» y al mismo tiempo me siento un afortunado. Los tengo: mi grupo de amigos.
8 de noviembre
Siempre que voy a Guadalajara me pierdo. Pido un taxi y cuando éste se detiene no sé decirle mi dirección. Se me ocurre que tengo que cogerme, al paso, un sobre del correo, de esos que veo tirados por la casa. Uno con la dirección, para poder mostrarla cuando haga falta.
Estoy ahí esta vez porque me voy a casar con una chica que tiene mucho dinero (si bien hemos descubierto que otra persona se lo ha estado robando a la familia). Parece que a los dos, eso no nos importa.
El hermano es muy apuesto. Lleva puestos unos pantalones que apenas le cubren las piernas, como esas faldas de los vaqueros. Él camina entre los invitados. Es un lugar público y mucha gente de la ciudad sabe del casamiento y lo aprueba.
Al final de la fiesta, ella y yo estamos en la tienda de una costurera. Nos entrega una caja pequeña. Adentro hay una bolsa gruesa transparente con algunos fajos de billetes. La chica con la que me ha casado es muy bonita y tiene varias hermanas.
29 de octubre
Trump se ha muerto. Mientras lo están velando, veo que mueve la cabeza, abre un ojo–asombrado– y regresa de la muerte. «Está vivo», exclamo.
Yo soy una especie de asistente, un consejero de su entorno. Me ha gustado que se muera, he sentido felicidad al verlo morir, pero en ese momento, por algún extraño motivo, me da pena que el viejo haya estirado la pata.
Me acerco a Trump y le digo: This is a great comeback, like the one by The Giants. I mean, you are a football man, sir: nobody comes back from there, and you did sir. And I’m glad you did. No estoy mintiendo, pienso en el sueño. Es legítimo lo que digo. Sin embargo se me hace extraño, porque cuando se murió, a mí me parecía que era un final justo y necesario. Él había hecho tanto mal. Su esposa en el sueño no es Melina, sino una señora muy mayor. La vieja estaba destrozada en el velorio y ahora está feliz. A Trump se le ve en estado de shock, muy agotado.
Yo salgo a la vereda a ver gente, a respirar. Hay un desfile que pasa por las calles del pueblo.
Mientras tanto el chico que hizo que muera Trump –de algún modo sé en el sueño que ese chico fue el responsable de su muerte– está montando en bicicleta sobre una vereda del pueblo, va hacia una esquina. Él es un jovencito como de unos 14 años, de pelo negro, rizado, piel trigueña.
(Yo estoy viendo la escena en un contrapicado, como el ojo de un ave, un plano general).
Está lloviendo mucho, el chico maneja la bicicleta en la lluvia, y al doblar la esquina, escucho un ruido. Asumo lo peor: lo han atropellado. Lo busco. No lo encuentro. Por fin lo veo un poco más allá, groggy, desnudo, sentado en una banca. Parece que lo han metido al mar para revivirlo, le han dado doce vueltas para que se reanime. Sigue noqueado, pero entre todos (gente underground supongo, en el sueño: «gente del bajo mundo», pienso) le ponen una camiseta encima y lo mandan a caminar hacia su casa. El chico apenas si se sostiene. Da la impresión que su mente ya se perdió para siempre por culpa del porrazo. Yo siento (yo, el narrador que lo ve todo) que su suerte ha sido como un castigo: Trump está vivo y el chico está casi muerto.
En el sueño se me ocurre que he sido tan bueno y sincero que lo primero que va a hacer Trump es escribir su testamento, y que a mí, este joven que le ha caído tan bien, le va a dejar de herencia, por los menos, unos veinte mil dólares.
27 de octubre
Pienso en Swann.
En la nueva oficina se han quedado empleados de una empresa anterior. Intento ser amable con la antigua secretaria, le pido que me ayude a escribir una esquela. Ella, molesta, me da una densa lista de instrucciones: cómo tengo que escribirla, lo que quiero que ella escriba, y me pasa un papel donde tengo que apuntar a quién esta dirigida, la dirección, etc. Sus instrucciones me parecen una inutilidad, una gran pérdida de tiempo. Le digo que yo podría escribir la nota. Es tan simple.
Llega a la oficina un muchacho que también era empleado de la antigua empresa. Se nota que es engreído. Se sienta en una mesa y la ensucia. No quiere limpiarla, como esperando que la secretaria lo haga por él. Yo lo increpo. Él se molesta. Hace una escena. Me doy cuenta que el tipo no puede controlarse y no me atrevo a empezar una rivalidad. Pienso que si nos hacemos enemigos, lo voy a lamentar más que él. Así que de pronto le digo: «Yo invito dos chelas».
Luis Cieza está sentado en un rincón. Parece que escucha lo que está sucediendo, pero no dice nada. El muchacho y yo salimos a la calle. Yo camino arrastrando por el cuello a Erwin Chang, que no se está sientiendo bien. Caminamos abrazados. Hay una multitud. No sé si meterme a almorzar a un restaurante que está repleto. Es un sitio de comida muy buena, pero de aspecto humilde, rústico.
El muchacho de la empresa sigue caminando unos pasos más allá, por el centro de la calle, sin prestarme mucha atención. En el sueño pienso que él se está yendo directo hacia un restaurante lujoso. Que esa es su costumbre. Me embarga entonces la desazón.
Pienso en Swann. En lo extraño de su nombre y en cómo prosperaba, ganando comisiones por las ventas de publicidad. Tiene que ser un negocio difícil ese, pienso. Depende de cómo te presentas, cómo seduces. En el sueño se me ocurre un poema con estas líneas: Vender como un juego/ ludópatas/ Una sonrisa, por tu dinero/ Figuro que sí: que puedes tener mi boca, mis ojos/ Que de todos modos, el precio es caro.
11 de octubre
Nicanor Parra está despatarrado en la cama de una habitación y desde ahí nos habla. Es un ambiente muy íntimo, como de familia en un sábado por la tarde. Hay un olor a sábanas usadas y tibias.
Cuando pasamos caminando con Parra frente a la casa de Patricio Lerzundi, él dice que lo extraña. Yo confieso que también.
Le propongo a Parra crear un holograma. Dejarlo hecho para que cuando estemos muertos se pueda conversar (o hacer la finta que se conversa ) con ellos.
Parra me dice que en su antiguo testamento le dejaba su casa a Patricio. Yo pregunto quién es el heredero ahora y él dice: tu mamá. Mi tía Amelia está echada por ahí, escuchando nuestra conversación. Me arrepiento de haber preguntado.
9 de octubre
Entro en una casa muy grande. Dejo mis cosas en la cama. Escucho el ruido de la ducha en el tercer piso. Me asomo y veo a una mujer vestida, bañándose. Salgo de la casa y me doy cuenta que esa no es la mía. Sin embargo he dejado mi maletín adentro (con unos dibujos pornográficos que, si rebuscan la maleta, descubrirán).
Es difícil encontrar mi casa en el sueño. Al final lo hago. Mi maletín con los dibujos porno está afuera, al lado de la puerta. La chica que se bañaba lo ha dejado ahí. Ni lo ha abierto.
3 de octubre
Estoy preguntándole a Mauricio Novoa, más bien explicándole, mi idea de cómo se consigue llevar una pinta formal pero no tan formal. Le digo que hay que elegir sobre el pantalón una chompa, esas de colores, pero con buen gusto. «Buen gusto», repite Mauricio, mientras me mira, aprobatoriamente.
29 de septiembre
Hay una gran iglesia. Estoy a punto de entrar pero no estoy seguro de que sea la correcta. Entonces veo que Tom O’Hanlon está sentándose en una de las bancas. «Es aquí», pienso.
Esos días yo he estado visitando una casa muy pobre, sobre un cerro. He entrado a esa casa y he sentido el piso de tierra, los desniveles del terreno. Una niña me ayuda a llegar hasta la puerta de salida. Desde la puerta se ve mucha algarabía en las calles, mucha gente que pasa. Al parecer un candidato popular ha vencido en las elecciones. Me parece entender, en el sueño, que es un candidato de derechas, que ese lugar en el que estoy es Puerto Rico.
25 de septiembre
Entro en un cuarto de hostal con A. Es un cuarto compartido, hay gente en otras camas. Es la tarde. Cuando estamos cachando, pienso que deberíamos haber tenido un cuarto propio. Pienso en que lo que estamos haciendo es inapropiado.
Al metérsela me da la impresión que A. se ha transforma en una estatua de yeso blanco. Entrar en ella se siente muy apretado pero muy bien. Me propongo durar. Voy a durar, pienso. Entonces meto mis dedos en A. y ellos salen embarrados en un líquido de color verde claro, el liquido mezclado con trozos minúsculos como de materia, que no puedo identificar. Mientras sigo metiéndosela pongo los dedos cerca de su boca y A. los chupa. En el sueño me parece que eso está bien y a ella se le ve feliz. Yo, ciertamente, lo disfruto. De todos modos no dejo de preguntarme si el detalle del cuarto compartido, con tantas camas y gente, tiene que ver con que soy un tacaño miserable.
Al salir de la habitación, a una especie de patio, veo a un mapache. Está de pie, como si fuera un florero, sobre uno de los bordes de la pared del patio. Yo pienso: «que no se me tire porque le doy un mazazo». El mapache me mira, me salta encima. Parece amistoso. Igual le cae el mazazo.