12 de abril
Mis domingos son siempre rutinarios, con virus o sin él. Me despierto a las ocho, incluso un poco antes, y abro -todavía en la cama- el New York Times, en la aplicación que tengo en el iPad o en el iPhone, según me dé. Hoy viene cargado. El reportaje de cabecera da cuenta detallada de la negligencia casi criminal de Trump con respecto al virus. Las pruebas en su contra parecen abrumadoras. Ni oyó ni quiso oír a nadie con malas noticias. Algunas de las voces más alarmistas procedían de su propia gente. Peter Navarro, uno de sus más fieles asesores, le había avisado en un memorándum que la crisis del coronavirus le podía costar a los Estados Unidos billones de dólares. El informe estaba fechado el 29 de enero y concluía con esta ominosa advertencia: «(la) falta de protección inmunitaria entre la población puede hacer de este coronavirus una pandemia en toda regla y poner en peligro la vida de millones de estadounidenses». No fue el único aviso. Trump desoyó a médicos, al Secretario de Sanidad, a otros muchos expertos. Al parecer, lo único que le interesaba era que Wall Street siguiera engordando. Cierto que a ello se le juntó el impeachment y las negociaciones comerciales con China, en donde era prioritario no incomodar a Xin y a los otros mandatarios chinos con recriminaciones inoportunas. El enrarecido ambiente que se vivía en Washington a principios de año no era, debe reconocerse, el más propicio para luchar con una pandemia, pero la conclusión que se desprende del reportaje es inequívoca: a lo largo de enero y febrero, mientras Trump minimizaba la gravedad del virus y se enfocaba en otros temas, una serie de figuras dentro de su gobierno, desde los principales asesores de la Casa Blanca hasta expertos en los departamentos del gobierno y agencias de inteligencia, no solo habían identificado la amenaza, sino que dejaban claro la necesidad de una enérgica respuesta.
Leo otras cosas más y luego camino por el apartamento hasta completar 4.000 pasos. Lo he calculado. Mil pasos me llevan unos 10 minutos. Por la tarde haré otros dos mil. Podría salir de casa y estirar las piernas, pero quiero cumplir el confinamiento a rajatabla, tal como se hace en España. Tras el desayuno y las llamadas a la familia se me ocurre releer el ensayo sobre la teoría de la conspiración de Popper. La premisa de toda conspiración es que hay un ente superior y/o maligno que maneja los hilos. La teoría es muy vieja. Nadie acepta que las cosas ocurran porque sí, sin una razón o una primera causa específica. Una guerra o una epidemia no pueden sobrevenir por casualidad. La guerra de Troya ocurrió por el pique de tres diosas a cuento de un concurso de belleza. La derrota alemana en la Primera Guerra Mundial fue una conjura de los sabios de Sion en connivencia con el gran capital. Ahora la ultraderecha americana empieza a extender la especie de que el virus salió de un laboratorio de Wuhan. Algunos van más lejos y creen que es un plan siniestro por parte de los chinos para dominar el mundo. Popper desmontaba la falacia de una manera muy simple. Nadie quiere una guerra devastadora, como nadie quiere tampoco una pandemia, y si sucede algo así es por una multitud de causas y decisiones humanas de consecuencias imprevisibles, pero quien interpreta todo suceso histórico como el resultado de una conspiración piensa que, en efecto, sí hay alguien que quiere tal o cual desastre, sea una guerra o esta pandemia que ahora padecemos. Fu Manchú está en el imaginario colectivo desde hace más de un siglo, pero parece un poco infantil pensar que sus biznietos han urdido esta catástrofe. A las diez pongo el programa de Chris Wallace en la Fox, que gira todo él en torno al reportaje del NYT. Ha hecho mucha pupa entre los republicanos. Wallace, quizá la voz más ponderada dentro de esta cadena de noticias, es bastante crítico y parece suscribir las tesis del reportaje. Otros echan balones fuera. Es muy fácil criticar a toro pasado, dicen. Ahora todos tenemos una gran clarividencia, ironizan. Una joven muy mona, como casi todas las chicas de la Fox, señala con gesto sombrío que el gran culpable del virus es el gobierno comunista chino. La estrategia entre los seguidores de Trump empieza a estar definida. Todo el mal viene de China. Si no se actuó antes es porque el gobierno chino no fue transparente en sus informes. Hicieron trampas con el número de muertos y no controlaron los movimientos de su población. Mientras prohibían el tráfico dentro del país, dejaron viajar a más de 40,000 de sus ciudadanos a Europa. ¡Menos mal que Trump cerró las fronteras a los chinos en la segunda mitad de enero! Desgraciadamente no fue suficiente, dicen. Ya muchos europeos estaban infectados. Naturalmente son razones fuera de lugar, si no infundadas. Desde enero había ya varios casos en el estado de Washington y para finales de ese mes apenas había un experto que no previera la pandemia, como deja claro el reportaje del NYT. La triste realidad es que esta catástrofe se podía haber evitado. Poco después alguien me manda un video del presidente Obama. Es un discurso del 2 de diciembre de 2014 en donde pedía dinero al congreso de mayoría republicana para prepararse ante una posible pandemia. El discurso sobrecoge. En términos inequívocos advierte del peligro de una futura pandemia como la que tenemos ahora. “Puede y seguramente tendremos una epidemia… Necesitamos prepararnos para ello y crear una infraestructura no solo aquí en los EEUU, sino en el resto del mundo, globalmente… De modo que si una nueva cepa de gripe, como la gripe española, apareciera dentro de cinco años o en una década, la inversión hecha ahora nos permitiría contar con los medios para combatirla. Es una inversión inteligente. No es solo un seguro: es saber que en el futuro nos encontraremos con problemas así, particularmente en un mundo globalizado donde cualquiera se mueve de un lado para otro en un solo día.” El contraste con Trump es sangrante, doloroso. Las elecciones cuentan (Elections matter). No es lo mismo que te gobierne un político profesional, inteligente y preparado, a que lo haga un charlatán de feria, egocéntrico, sin principios y sin una mínima preparación para el cargo.
14 de abril
Tras las clases termino siempre con dolor de espalda. Antes, en el aula, me levantaba de la silla cada dos por tres, caminaba de un lado para otro o daba la clase casi toda de pie. Ahora me paso sentado delante de la pantalla horas, sin apenas moverme, y cuando acabo, siento una ardiente clavazón por los riñones, como si hubiera estado portando sacos de patatas toda la mañana. Es una sensación extraña. No me he movido durante horas y estoy, sin embargo, molido. Son las tres de la tarde. Me tomo un segundo café y me tumbo en el sofá. Quiero relajarme recordando cosas agradables. Me viene a la memoria mi último viaje a Roma. Fueron cuatro días inolvidables, como quien dice, por más que casi todos esos días se me disuelvan ahora en un recuerdo de tarjeta postal. El primer día visitamos mi hija y yo el Vaticano; el segundo estuvimos en el Coliseum y en el Foro romano; el tercero recorrimos las plazas romanas más famosas. ¿El cuarto día? El principal recuerdo de ese día es un parque otoñal cerca de la Piazza del Quirinale, con una estatua ecuestre de un héroe de la patria, no sé cuál. De cualquier viaje queda al final un rimero de bonitas instantáneas: una vista panorámica desde la Basílica de San Pedro, la Piazza Navona y sus fuentes, las blancas escalinatas de la Plaza de España, la estatua auténtica de Marco Aurelio dentro del Museo Capitolini y su réplica de bronce afuera, un delicioso plato de pasta carbonara en un recoleto restaurante, a dos calles del Panteón.
Sospecho que turistas como mi hija y como yo somos en parte responsables por la expansión del virus. Un vistazo a cualquier mapamundi lo deja muy claro: Milán, Roma, Madrid, Barcelona, Londres, París o Nueva York son las ciudades más afectadas. Si no por otra cosa, debería servirnos de consuelo a quienes vivimos confinados en una de estas ciudades. En comparación, las otras ciudades europeas del norte, por mucho que presuman de renta per cápita y alto nivel de vida, no cuentan actualmente mucho para el turista, al menos en invierno. No atraen, no divierten. Ofrecen poca historia, poco arte, poca vida. Ni siquiera tienen buenos estadios de fútbol o buena cocina. Es entendible así el resquemor de la Europa del norte frente a la del sur. En el fondo se percibe un atisbo de celos o de envidia. Mi mente vuelve otra vez a Roma y revolotea por una bruma de calles y plazoletas, de iglesias y ruinas romanas.
Una mujer se cruza de pronto en mi remembranza, una sombra más bien, un bello espectro. El último día, la última noche, hacíamos cola mi hija y yo en un restaurante cerca del hotel. Una joven, a la puerta, se encargaba de dar turno, y como la cosa se demoraba, ofrecía vasos de vino a los que esperábamos allí pacientemente. La joven andaría por la veintena. Me esfuerzo en rememorar su cara, pero me es imposible. Sólo sé que era una morena clara: una belleza mediterránea de rasgos delicados, que me sonreía cada vez que nos cruzábamos la mirada. ¡Ay, quién pudiera volver las manijas del tiempo! Yo no era ya joven en Roma. El cruce de miradas entre dos seres desconocidos que inopinadamente se desean es y será siempre el mayor misterio de la existencia. No hay nada comparable. Da igual la edad, da igual el lugar o las circunstancias. Tantas veces nada ocurre y casi no importa. O casi es mejor así. Tantas veces es más gratificante la mera posibilidad, la mirada cómplice, la titilación venérea, que decía el clásico. O si preferimos al romántico (alguno dirá al cursi), pensemos, como pienso yo ahora tumbado en el sofá, que por una mirada un mundo, por una sonrisa un cielo…
16 de abril
El cine es una buena manera de matar las horas del confinamiento. ¿Qué película se acercaría más a la situación actual? Pienso sin dudarlo en El ángel exterminador de Buñuel, una perfecta alegoría para entender el absurdo en que vivimos todos. De pronto, en una fiesta de la alta burguesía mejicana, los invitados no pueden abandonar la casa por una razón misteriosa, nunca explicada. Pasan los días y la convivencia degenera, a la vez que van aflorando las más bajas pasiones entre los refinados (y confinados) burgueses. Nuestra realidad es por ahora algo diferente. En nuestro caso sí existe una razón de peso para el confinamiento, que es el Covid19, pero hay algunas cosas que no están muy claras y otras que no tienen maldito sentido. El distanciamiento social se ha convertido en una obsesión y hasta en un disparate. Bien está que cierren colegios, cines, teatros, restaurantes, pero ¿no permitir a nadie salir a estirar las piernas o a darse un garbeo por el parque, tal como pasa en España? Afortunadamente tal extremosidad no se ha aplicado aquí. Se dice que es perentorio mantener una distancia de varios metros y llevar mascarilla, pero los expertos no se aclaran del todo. Hasta hace poco se aseguraba que el contagio ocurría si alguien tocaba con la mano una gotita de algún infectado o si el infectado le tosía a otro en la cara. Ya no basta con eso, al parecer. Ahora algunos expertos sospechan que el contagio puede ser también por vía aérea, es decir, a través del aire que respiramos. Otro asunto objeto de debate es el número de infectados. Desde luego hay muchísimos más casos de los que constan en el recuento oficial. En el condado de Santa Clara (California) se acaba de hacer un estudio con una muestra de miles de personas y se ha concluido que al menos el 70% de la población tiene anticuerpos. Si es así, el porcentaje de mortandad sería mucho más bajo, casi tan bajo como el de una gripe. La edad de los muertos por coronavirus es también un dato significativo: una gran mayoría, casi el 90%, supera los 70 años. Otro dato importante es que la casi totalidad de los muertos presenta casi siempre patologías. Es decir: por lo general es gente muy mayor y con achaques. No hay apenas un niño muerto por la enfermedad. De los 20 a los 50 años la mortandad es también muy baja, casi irrelevante. Existe ciertamente un peligro: la carga viral. A mayor exposición, mayores posibilidades no solo de que haya contagio, sino de que el virus se vuelva especialmente agresivo. De ahí el número elevado de defunciones entre personal sanitario o gente expuesta constantemente al virus, caso de bomberos, policía o empleados del transporte. Con todo, los números no avalan este histerismo. ¿O sí? Boris Johnson así lo pensaba y casi lo pagó con la vida. El Covid-19 presenta dos características que lo hacen extraordinariamente peligroso: 1) se contagia con solo mirarlo; y 2) es letal en personas con un deficiente sistema inmunitario. Los hospitales se han visto desbordados desde finales de marzo en varios países occidentales. Aquí en Nueva York parece que ha remitido el ingreso de enfermos y las UCIS empiezan a quedar vacías, pero eso solamente se ha logrado con unas medidas drásticas de confinamiento y distanciamiento social. El quid de la cuestión es saber exactamente cuándo acabar con el confinamiento y hasta dónde llegar. ¿Por cuánto tiempo puede aguantar un país sin trabajar? Los datos económicos en EEUU son espeluznantes. En poco menos de un mes han perdido su trabajo 22 millones de personas. Se barajan cifras nunca oídas antes: un 20% de paro en el verano. ¿Quién puede sostener una situación así? Como pasa casi siempre, la sociedad se ha dividido en dos bandos: la derecha republicana aboga por volver al trabajo cuanto antes, caiga quien caiga; la izquierda demócrata exige que antes debe vencerse al virus, pues un rebrote sería mucho peor. Entretanto, Trump sigue a lo suyo, en su circo permanente. El lunes, tras el reportaje del NYT, clamó, diciendo que él, como presidente de esta República, gozaba de «autoridad total» sobre todos los gobernadores de los cincuenta estados. Si ordenaba volver a trabajo y acabar con el confinamiento, no quedaba otra que obedecer. Esa tarde, la tarde del lunes, los pundits tuvieron su fiesta particular. ¡EEUU no era una monarquía, sino un estado federal! Trump se saltaba a la torera la Constitución. ¿En qué posición dejaba a los gobernadores? De inmediato, algunos gobernadores salieron al paso y declararon tajantemente que ningún presidente podía romper el equilibrio de poder existente entre el gobierno federal y el gobierno estatal, tal como habían dejado escrito los fundadores de la patria. Cuomo escribió en un tweet: “En este país no tenemos rey. No quisimos un rey, sino una Constitución”. Al día siguiente Trump se desdijo y al otro declaró, con la misma frescura, que, en efecto, cada gobernador era dueño de hacer lo que considerara más oportuno. ¿Era la última palabra del presidente? El espectáculo no puede nunca decaer. Así que esa misma noche mandaba varios tweets a sus seguidores y secuaces para manifestarse en contra del estricto confinamiento de algunos estados. “¡Liberen Michigan! ¡Liberen Minnesota! ¡Liberen Virginia! Y, de paso, luchen para conservar nuestra maravillosa segunda enmienda, que anda amenazada”. ¿Se imaginan a cualquier otro mandatario alentando a la insurrección de su propio país? El esperpento es inimaginable, pero yo puedo imaginarme perfectamente que mañana o pasado saldrá con otra bufonada. Entretanto, el ángel exterminador recorre el mundo y nos tiene a todos sin salir de casa, entre el miedo y la infinita estulticia.