25 de octubre
Las elecciones están ya muy cerca. Queda escasamente una semana y la expectación es grande. Todo hace pensar que arrasará Biden. Claro que así se pensaba también hace cuatro años. Cada vez es más complicado hacer predicciones.
Llevo desde principios de agosto en las montañas de Nueva York, en medio del bosque. A algunos el virus nos ha venido hasta bien, por lo menos por el momento. Sigo con las clases a distancia. Esta tarde bajaré a la ciudad y me quedaré en Brooklyn unos días.
Apenas veo la CNN o la Fox. Uno se cansa de tanta polarización. Trump es un impresentable. Cualquier republicano con un mínimo de decencia y/o de sentido común se quedaría en casa el día de las elecciones, pero no será así. Uno es del Madrid o del Barça, pase lo que pase. El tribalismo está muy agudizado en la política americana. Quizá en todos los sitios.
26 de octubre
Fui esta mañana a votar por primera vez desde que estoy en los Estados Unidos. Llovía y estaba de lo más desapacible. Dudé hasta el último momento, pero después pensé que la lluvia retraería a mucha gente. Me equivocaba. Había más de cien personas haciendo cola. La fila de gente daba la vuelta a la manzana. Unos aguantaban con paraguas y otros al descubierto, en medio de la lluvia, como impertérritos guardianes de la democracia americana. Pensé (otra vez erróneamente) que la cola no duraría ni quince minutos, pero aquello se alargó una hora o más. Casi todos éramos extranjeros, la mayoría rusos, algún que otro asiático.
Cuando por fin llegó mi turno, lo primero que me piden es el nombre y el apellido. En seguida mis datos saltan en una pantalla. Los reviso. Mi dirección está equivocada. Les digo que hace ya más de veinte años que no vivo allí. Al principio me contesta uno que entonces no puedo votar, que debo arreglar ese asunto; luego otro me pide que firme en la pantalla y, con una sonrisa, me felicita por lo bien que he firmado. Al parecer, coincide exactamente con la firma que tienen en el registro. Mi identidad está demostrada. No debo preocuparme. Aclarada mi situación, oigo decir a alguien detrás que solamente se pueden rellenar seis casillas, porque de votar a más de seis candidatos la papeleta quedaría invalidada. Me dan el ballot. Encabezan la lista los candidatos a la presidencia y, debajo, una ristra de candidatos para el Senado estatal y la Cámara de Representantes. No conozco a ninguno. Relleno las seis casillas en la columna de los demócratas, pero al meterla por el escáner, me la escupe. Llega una señorita muy amable. “¿Ha votado a más de seis?”, me pregunta. “No, no”, le digo algo alterado. Le da la vuelta y la vuelve a introducir por la ranura. Esta vez sí: mi voto ha quedado validado. ¡Qué alivio! A la salida me entregan una pegatina donde se lee You voted early, además de un bolígrafo con los colores de la bandera americana. Por primera vez me siento verdaderamente ciudadano estadounidense.
28 de octubre
Estuve esta mañana en el dentista. Había estado la última vez en junio, creo. Me parece que fuera ayer. Mientras esperaba turno en la sala, llega un profesor jubilado de mi college. Coincidíamos a veces en la cafetería a la hora del almuerzo. Viene a la consulta con su hija, aunque por el aspecto de matrona hubiera pensado que era, más bien, su mujer. El antiguo colega se conserva joven aún, con su barbita blanca perfectamente recortada, un señor mayor todavía de buen ver. Se da un aire al Fernando Rey de Tristana. Tras los saludos de rigor, me pregunta por mi vida y yo, por salir del paso, le cuento que con esto del coronavirus llevo ya varios meses en los Catskills. Da un suspiro. Ojalá pudiera hacer lo mismo él. Pues Nueva York, me dice, está imposible, cada vez peor. No se puede ir a ningún sitio. Los cines y los teatros están cerrados a cal y canto. Los cafés, medio vacíos. Las conferencias, las exposiciones, los conciertos, toda la vida cultural, en fin, cancelada, o casi. Ni siquiera los museos merecen ya la pena, me dice. El otro día había estado en el Metropolitan, pero la experiencia lo deprimió. El museo estaba desangelado. Las salas, con tan poca gente, le parecían fantasmagóricas, como salidas de una película de terror. No le quedaba ni el consuelo del paladar. Desde hacía muchos años acostumbraba a cenar todas las semanas en un restaurante indio de la Tercera Avenida, de los mejores de la ciudad. Ya no está. Ha desaparecido. Y como ese restaurante otros muchos. De los veinticuatro mil restaurantes que hay en Nueva York me asegura que por lo menos la mitad no volverán a abrir ya nunca más. Le digo que me parece una exageración y él me lo rebate enfurruñado; y luego me espeta que la información la traía el New York Times. Por animarle, le digo que lo encuentro muy bien. “¡Si parece Ud. un chaval…!” Me enumera en unos segundos no sé cuántos achaques. ¿Algo positivo en su vida? Muy poco, suspira otra vez resignado. Sus hijos, quizá. El mayor es cirujano y no le falta trabajo; y lo mismo al segundo, un alto ejecutivo en una importante cadena de televisión. En cuanto a su hija… Mi antiguo colega se vuelve hacia ella y con la mano le invita a exponer su caso. La hija, que hasta entonces había estado muy callada, se pone a hablar de corrido tras su mascarilla. Me fijo en sus ojos, que son muy azules y muy bonitos, pero su voz suena quejumbrosa, atropellada, chirriante. Tiene tres hijos, los tres en edad escolar. No puede más. Los tiene en casa de la mañana a la noche. Entran, salen, hacen ruido, se les oye por toda la casa. La enseñanza remota se ha convertido en una maldición para las madres, sobre todo para las madres trabajadoras. Ella trabajaba para IBM, pero en abril tuvo que pedir una excedencia, forzada por la situación, y ahora en septiembre la han despedido. No es que le preocupe, aclara. Ya volverán mejores tiempos. Ella está cualificadísima. Lo que más le preocupa es su familia. El cuco de su marido se ha desentendido de toda responsabilidad. No le extrañaría que tuviera una amante. Beber ha bebido siempre, pero ahora es que llega todas las noches piripi a casa. Mi antiguo colega asiente sin inmutarse a todo lo que larga su hija. Yo asisto atónito a estas intempestivas revelaciones, sin saber qué decir o dónde meterme. Por fortuna, llega Arlene, la higienista, y me hace pasar a la consulta. Apenas tengo tiempo de despedirme. La hija le sigue hablando al padre. Todavía escucho, según me alejo por el pasillo, el soniquete de su voz, como el ulular de un mochuelo.
30 de octubre
Buenas noticias desde España. Mi hermano Carlos ha dado por fin negativo tras casi un mes luchando con el virus. Nunca estuvo para que lo hospitalizaran, pero ha pasado semanas con dolor muscular y agotamiento. Todavía ahora, según me dice, se cansa en cuanto hace dos cosas seguidas. La cifra de infectados entre médicos y sanitarios es altísima en España. Mi hermano cree que no lo contrajo en su ambulatorio, pero yo lo dudo. ¿En dónde si no? Ni su mujer ni sus hijos lo han pasado. Tampoco sus amigos ni gente cercana. En cuanto a los EEUU, el número de infectados sigue en aumento, como los muertos. El dato de muertos es devastador. Más de 230,000 desde marzo. Mientras tanto, el cretino de Trump en cada mitin hace burla del COVID y viene a decir a sus fieles fanáticos que es todo un montaje de la prensa y de la izquierda radical. En cuanto llegue el 4 de noviembre, asegura, nadie volverá a tocar el tema del COVID. Es un personaje deleznable, deletéreo, malvado. ¿Por qué cuestiona el uso de la mascarilla? ¿Por qué se mofa de la voz de los expertos? Es como un niño malo que disfrutara llevando la contraria a los mayores. Ni siquiera ha servido que se contagiara él y que lo tuvieran que hospitalizar. Ha continuado igual una vez recuperado. Lo grave es que esta postura totalmente irracional prende entre su gente. No llevar mascarilla se ha convertido en un acto político entre la mayoría de sus seguidores. Ayer mismo, en uno de sus muchos mítines, hacía burla nada menos que de Laura Ingraham, una especie de Cruella de Vil de la ultraderecha americana, porque se había presentado allí portando mascarilla. “¿Qué, también te va a ti lo de la corrección política?”, le vino a decir. Es inexplicable, ya digo. A principios de febrero, en conversación con Bob Woodward, ya sabía que el virus era bastante peor que una gripe y que se transmitía por el aire. ¿Por qué entonces no tomó medidas? Y más extraño aún, ¿por qué desde un principio puso en solfa el uso de la mascarilla si sabía que era el mejor método para combatir la enfermedad? No hay una explicación racional, como no es racional que ocho meses después, y con tanto muerto, la mitad del país siga en sus trece y se niegue a llevarlas.
2 de noviembre
Pongo debajo la conversación por WhatsApp que acabo de tener con mi amiga Arlene. Me tomo algunas libertades en la traducción. Espero que mi amiga no se incomode si le da por leerlo. (Por cierto, no confundir esta Arlene con la higienista que me limpió los piños el otro día).
JL: ¿Qué tal lo llevas?
Arlene: Bien. Acabo de sacar del horno una tarta de manzana.
JL: ¿No estabas a régimen?
A: ¿Con lo que se nos viene encima? Quita, quita. Desde hace meses no me privo de nada. ¿Para qué? El país se va a pique.
JL: No será para tanto. El monstruito tiene las horas contadas.
A: Veremos. Lo mismo se dijo hace cuatro años. Estos demócratas no se enteran de nada.
JL: Parece que se van a quedar con todo. El Congreso, el Senado, la Casa Blanca…
A: Seguro. Yo hablo con la gente, a diferencia de ti. Con la gente de la calle. Algunos cerebritos como tú se van a llevar una buena sorpresa. Trump tiene mucho tirón.
JL: Está muy loco. ¿Te has enterado de la última? ¿Pues no dice que los médicos abultan los números del COVID para así sacar más dinero con ello? ¡Qué barbaridad!
A: Te mueves entre profesores y cerebritos, pero una mayoría se traga todo lo que sale de esa boca.
JL: No lo creo. Nadie con un mínimo de decencia puede aceptar por más tiempo tanta mendacidad.
A: ¡Qué poco conoces a la gente de este país! Vete al sur o al interior, vete a los pueblos del norte de Nueva York, habla con ellos, ahora que vives allí. Incluso en mi barrio tenemos trumpistas. Aquí hay negros y pardos que van a votar a Trump. Yo misma me lo estoy pensando…
JL: No te creo.
A: Pues no lo sé. A lo mejor sí y a lo mejor no. Muchos hispanos van a votar por él, ya lo verás.
JL: ¡Imposible!
A: Como te lo digo. A muchos les parece fenomenal lo del muro. Echan la culpa de sus males a la inmigración ilegal.
JL: Serán unos cuantos malnacidos. ¿Les da igual que metieran a los niños en jaulas y los separaran de sus padres o que quieran deportar a los más de 11 millones de ilegales que nacieron aquí? ¿Qué hispano de bien puede ver todo eso con buenos ojos?
A: Más de uno y más de dos. En cuanto uno de estos pelaos sube un peldaño en la escala social, ya se cree blanco y hasta wasp. No te fíes del voto hispano. ¿Y en Florida? Ya te digo que Florida está perdida de antemano. Allí no hay un cubano de bien ni de mal que vaya a votar por el carcamal.
JL: Eso he oído, pero Florida no decide nada. Y hay mucho jubilado que está hasta las narices de las locuras de Trump. El virus le ha hecho mucho daño políticamente. Puede ser una victoria histórica.
A: Lo que puede ser histórico es el jaleo que vamos a tener a partir del cuatro de noviembre. Prepárate.
3 de noviembre
Esta Arlene es una pitonisa. No me lo puedo creer. Pasadas las once de la noche el monstruito parece que repite los mismos resultados de hace cuatro años. Florida, en efecto, está prácticamente perdida. Y Pensilvania. Y Ohio. Y hasta el estado de Michigan está en peligro. Qué depresión. Los expertos hablan de que el escrutinio va para largo. No lo sé. Nadie desde Kennedy ha ganado unas elecciones perdiendo Ohio y Florida. Apago la televisión.
4 de noviembre
He dormido fatal. Tengo dolor de cabeza. El pronóstico de los analistas, a las diez de la mañana, es que al final ganará Biden, aunque por los pelos. Anoche la Fox declaró Arizona para Biden. ¡La Fox nada menos! Ni siquiera el New York Times o la CNN lo han hecho aún. Parece que Trump se subía por las paredes al enterarse. Biden, muy astuto, salió a hablar a la una de la madrugada y pidió tranquilidad, tras asegurar que, según las previsiones, estaba en camino de la presidencia. Al poco, apareció Trump y se declaró ganador y habló de fraude y exigió que se parara el recuento. Los amigos de España me mandan mensajes tranquilizadores. Están más informados que yo. Me dicen, según los cálculos, que Biden tiene un 89% de posibilidades de ganar.
5 de noviembre
Estamos casi igual que ayer. El recuento se hace con cuentagotas. Todo indica que Arizona y Nevada están en el bote. A primera hora de la tarde le preguntan al supervisor general de Nevada por qué han parado y explica que tienen que descansar, que reanudarán la tarea mañana. ¿Cerrar a las tres de la tarde las mesas electorales? Los voluntarios están exhaustos, al parecer. Cada voto por correo les lleva casi un minuto. Miran y remiran las boletas. Es un sistema muy garantista. No quieren caer en ningún error o irregularidad, dicen. Yo me desespero. Desde ayer todo apunta a que Pensilvania será al final de Biden. En la noche electoral Trump le sacaba al ex-vicepresidente más de quinientos mil votos en ese estado, pero ahora el margen es de unos pocos miles. James Carville, el legendario gurú que acuñó lo de “the economy, stupid”, dijo anoche que al final el margen sería de entre cincuenta y cien mil votos a favor de Biden. ¿Es ello posible? En la CNN Wolf Blitzer y John King pasan horas y horas delante del mapa de los Estados Unidos. Blitzer pregunta por la situación en alguno de los cuatro estados todavía por decidir (Arizona, Nevada, Pensilvania y Georgia) y King, con el mapa delante, pulsa con la yema de su dedo índice el estado en cuestión. El recuento es premioso, desesperante. Digamos que Wolf le pregunta por Pensilvania. Entonces John King aplica con su dedo índice el zoom en los condados donde sigue el recuento (Montgomery, Chester, Lancaster, Clinton, Allegheny…) y pasa a contabilizar las pérdidas o ganancias de uno y otro candidato. Quinientos votos aquí para uno, doscientos allá para el otro. Biden parece sacar un 70% más de votos cada vez. Si es así, especula Blitzer, es posible que para mañana o pasado, cuando se termine el recuento, lo haya adelantado. Entonces John King mira a la cámara y advierte muy solemne que es solo una proyección, que todo puede pasar, que nada está asegurado. Les he oído esta misma advertencia, a uno u a otro, a las tres de la tarde y a las tres de la madrugada, a las doce del mediodía y al filo de la medianoche. ¿Echarán Blitzer y King alguna cabezadita?
7 de noviembre
Llevaba sin ver la CNN durante casi 24 horas, pero pasadas las once de la mañana me acordé de que estaba jugando el Barça y decidí ver un poco del partido. Al encender la tele, mira por dónde, lo primero que me sale es el sempiterno Wolf Blitzer en la pantalla. Estoy a punto de cambiar la cadena cuando de pronto leo en letras enormes Joe Biden Elected President. Breaking News. Projection. Hacía mucho tiempo que no sentía dentro de mí tanta excitación, tanta alegría, tanto alivio. Wolf Blitzer da paso a las cabezas pensantes de la CNN. Anderson Cooper oficia de moderador. David Axelrod, antiguo asesor de Obama, hace las primeras valoraciones. Le sigue Gloria Bolger, quien recuerda que Biden, tan poco valorado a veces, fue en su día uno de los cuatro senadores más jóvenes de la democracia americana (con 244 años de historia) y que se convertirá en poco más de dos meses en el presidente más viejo. Le toca el turno a Van Jones, otro asesor de Obama. Siempre me pareció van un poco cantamañanas, un tanto teatrero, pero esta vez se supera a sí mismo. Le entra la llorera. Su discurso, sin embargo, me emociona. Uno quiere contagiarse de sentimentalismo en estos momentos. Rick Santorum, el republicano, no puede disimular su decepción y hace lo posible para aguar la fiesta. Avisa de que sus camaradas no están ni mucho menos convencidos del resultado. Habrá que esperar, advierte. La batería de demandas puede demorar la victoria demócrata, si es que al final se logra. No parecen hacerle mucho caso. Se me ocurre entonces ver lo que dicen en la Fox. Allí todavía no lo anuncian. Esta vez no quieren sufrir las iras de sus muchos telespectadores. Rupert Murdoch puede que haya dado órdenes para abandonar a Trump y sus absurdas reclamaciones, pero la cadena conservadora sabe que los 71 millones de trumpistas pueden abandonarlos a ellos ipso facto y pasarse a otras cadenas emergentes aún más conservadoras, si es ello posible. Hablo con mi hija, con amigos, con familiares. Estamos todos felices. La gente empieza a celebrarlo en las calles de las grandes ciudades americanas: en Nueva York, en Washington, en Filadelfia… En fin, parece que la pesadilla ha concluido. ¿Aceptarán los republicanos la derrota? Se verá. La Fox también declara a Biden ganador.
10 de noviembre
Está haciendo un tiempo extraordinario. Cielos azules y temperaturas por encima de los 20 grados, pese al aspecto cada vez más invernal de los árboles, ya casi sin hojas.
He huido otra vez de la ciudad y del virus que no ceja. Todos los días el número de infectados supera al anterior. Ya uno pierde la cuenta. El panorama político no es mucho mejor. Asistimos a un espectáculo bochornoso, aunque poco o nada puede sorprender a estas alturas. Trump continúa sin conceder y todos sus acólitos lo secundan. No son unos cuantos chalados. Es la plana mayor del partido republicano, de Mitch McConnell a Little Rubio, quienes se niegan a aceptar los resultados. El sistema político americano hace aguas por todos lados. El politólogo Juan Linz ya dejó dicho hace años que la democracia presidencialista es mucho más proclive al autoritarismo que la democracia parlamentaria. Con razón los propios americanos no quisieron exportar su modelo a Europa después de la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de las repúblicas sudamericanas, con un formato de democracia presidencialista, han devenido en dictaduras tarde o temprano. Estados Unidos ha sabido guardar un equilibrio inestable durante muchos años, pero todo presidente, una vez elegido, acapara demasiado poder. Se habla del sistema de contrapesos (checks and balances) que ejercen el Senado, el Congreso y los tribunales, pero la realidad es que, si el presidente decide declarar una guerra por su cuenta, saltarse a la torera acuerdos internacionales o incluso negar los resultados de una elección, como está pasando ahora, puede salirse con la suya. Esperemos que esta vez no sea así, pero la situación está fea. Los republicanos saben muy bien que llevan gobernando durante décadas en el Senado y en la misma Casa Blanca en minoría, con muchos menos votos que los demócratas. Hace cuatro años perdieron el voto popular por más de tres millones; esta vez, cuando se termine el recuento, la diferencia será de cinco millones o más. El margen en el voto electoral tampoco es pequeño. De hecho, es muy parecido al que obtuvo Trump en las anteriores. En Michigan las diferencias son de más cien mil votos; en Pensilvania, entre treinta y cincuenta mil. ¿Cómo pueden tener la osadía de hablar de fraude? ¿No dicen ahora que los demócratas le negaron legitimidad a Trump desde el principio? ¿Cuándo? Hilary Clinton concedió a las pocas horas y luego llamó a Trump para felicitarlo. Y lo hizo después de aguantar insultos y descalificaciones durante meses de campaña y habiendo sumado tres millones más del voto popular. El cinismo de esta gente no tiene límites. Lindsay Graham, senador republicano y uno de los capos del partido, lo dijo muy clarito el otro día: si permitimos que los demócratas ganen estas elecciones, nunca más tendremos un presidente republicano. Trump les ha dado la fórmula perfecta para perpetuarse en el poder: mentir y mentir y seguir mintiendo, aunque todos los hechos estén en contra. Así se crea una realidad alternativa. Trump ha vivido de tal guisa toda su vida. Es la estrategia del charlatán o del vendedor de crecepelo. Desde el principio se miente y se redobla la mentira. Trump miente y engaña descaradamente, sin el menor escrúpulo, regodeándose en ello, con la misma desvergüenza que lo había hecho antes con bancos, con acreedores, con contratistas. En el arte de la mentira no tiene rival. Es un genio maligno. Si promete alegremente en campana el disparate de construir un muro de dos mil millas a lo largo de la frontera con México y al cabo de cuatro años solamente se han construido quince millas, no se buscan excusas o se escurre el bulto. Trump nunca esquiva ninguna pregunta. Sencillamente asegura que el maravilloso muro (the beautiful wall) está a punto de terminarse y, por supuesto, los mexicanos lo han pagado o están a punto de hacerlo. ¿Alguien se lo cree? Pues quizá sí o quizá no, pero él lo repite tantas veces que esa ficción termina por mutarse en realidad: pasa a ser una realidad alternativa o un alternative fact, como dijo infamously Kellyanne Conway, la jefa de campaña y su más fiel consejera. Lo mismo ha hecho con el virus. Según Trump y sus colaboradores, nadie ha hecho más que él por combatirlo. ¿Qué habría pasado de no cerrar la frontera a los chinos a mitad de enero? ¡Es mejor ni pensarlo! Fue la mejor medida que se pudo hacer, la medida de un visionario, claman sus palmeros. Salvó millones y millones de vidas americanas… Ni que decir tiene que el virus no llegó a los EEUU procedente de China, sino de Europa, y que había otras medidas mucho más eficaces que, ya fuera por ineptitud, por malicia o por capricho, nunca se tomaron. El cúmulo de mentiras, exageraciones y despropósitos es casi infinito, pero nadie dentro del partido republicano ha entonado una voz disonante y, menos aún, crítica. Vistos los resultados de la semana pasada, tampoco debe extrañar. Para sorpresa de muchos (entre los que me cuento) tanta mendacidad y torpeza no les ha pasado apenas factura. Todo lo contrario. En muchos sentidos, se les ha premiado por ello. Es verdad que Trump ha perdido las elecciones presidenciales (por más que cacaree lo contrario), pero en lo demás los republicanos han mejorado sus resultados anteriores. A Trump le han votado 72 millones, casi cinco millones más que en la anterior elección; y los republicanos han estado a punto de recuperar el Congreso y están a un tris de continuar con el control del Senado. ¿Cómo puede haber ocurrido una cosa así? ¿Es Estados Unidos un país tan reaccionario o tan disparatado como lo pintan desde Europa? Yo creo que no. Fijémonos en el mapa, con todos los estados rojos y los estados azules. Si borramos del mapa Nueva York, Nueva Inglaterra, California y todas las ciudades de más de 50,000 habitantes que han votado mayoritariamente demócrata, ¿qué nos queda? Lo diré pronto y bien: una república bananera. No debemos engañarnos por más tiempo. El voto demócrata tiene “densidad y tiene diplomas”, como le leía a alguien ayer, es decir, se da en las urbes y entre la gente con estudios. El voto republicano es rural y de gente que mayoritariamente abandonó los estudios en la secundaria. La polarización política entre progresistas y conservadores ofrece una segregación aun mayor que la segregación racial que se observa en los barrios de las grandes ciudades americanas. Si uno vive en Nueva York, en San Francisco o en Boston, será muy difícil toparse con un republicano que se sienta a gusto con la conducta de Trump. Me atrevería a ir más allá. Si uno se va al profundo sur o a la profunda América de las planicies, se llevará la sorpresa de que Memphis, Dallas, Austin o Nueva Orleans y la casi totalidad de las ciudades del interior han votado mayoritariamente a los demócratas. EEUU es un país polarizado, sí, pero a diferencia de otros muchos países de Europa, la polarización no se da entre vecinos, sino entre forasteros que viven a muchos kilómetros de distancia.
11 de noviembre
Está lloviznando hoy tras casi una semana de temperaturas veraniegas. Mi amigo Alfonso me pide que le mande algo a la revista. Me cuesta escribir un artículo en toda regla, así que lo que haré será arrancar estos apuntes apresurados de mi diario y mandárselos. Mientras copio y pego y hago algún que otro arreglo, escucho de fondo las Cançons i Danses de Mompou en la versión de Rosa Sabater. Me alegra haber vuelto al blog.