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Diario de un viaje a Madrid

 

Al personal del Hospital Clínico San Carlos, de Madrid,

y en especial a los equipos de Urgencias y el Servicio de Aparato Digestivo, 

y muy personalmente a la doctora Carmen Poves Francés 

y a Susana, mi ángel de la guarda

&

para Alex, Dixon, Julio, Marga, Miguel, Yamila y Yina,

el personal de La Taberna La Daniela, en la calle Cuchilleros,

nuestra segunda casa en Madrid durante esas tres semanas

 

21.4. 

8:00 am: La lluvia y Carlitos llegan simultáneamente, salimos puntuales camino del aeropuerto.

En las esclusas de seguridad del aeropuerto los dos funcionarios de nuestra cinta están hablando de fútbol y como intervengo en la conversación me toman por holandés hasta que les digo que no, que soy del Barça; “La del Ajax soy yo”, añade Diny.

En el vuelo a Múnich vamos encajados entre los gigantes del equipo de balonmano de uno de los clubs más exitosos de Europa, el Gummersbach. Me comenta Diny que ella pensaba que sólo los jugadores de basket eran semejantes armarios normandos, como se dice en alemán.

En el vuelo Múnich-Madrid, dos filas delante, a la derecha, por entre los huecos de los asientos, descubro la nariz más obtusángula que he visto en mi vida, un arquetipo casi perfecto para servir de ilustración en un tratado de Geometría.

Leo El País (Lufthansa no te ofrece otro diario en español) y encuentro en Babelia un alfabeto nicanorparriano, y en él esta cosita linda, ay mamá: “Cordero de Dios que lavas los pecados del mundo / dame tu lana para hacerme un sweater”. Pero ese resulta ser también el instante en que recuerdo que pasado mañana será la entrega del Cervantes a Nicanor Parra y me he olvidado de meter en el morral mi ejemplar de la edición original de Chistes par[r]a [des]orientar a la [policía]poesía (en forma de cajita de cartón con el surtido de naipes) que me hubiera gustado que me lo firmara. Menos mal que luego me entero de que a causa de su edad no ha querido viajar y hará que sea un nieto suyo quien recoja el premio. Aunque abuelo como soy, me encabrono sin desear más el autógrafo de quien expone a sus nietos al contacto con un Borbón: ¿no podía haber delegado la recepción del premio en el embajador de Chile, el cual, por razón de su cargo, está obligado de todos modos a tratar con semejante gente, y además, como buen embajador de su país (¡Neruda dixit!), será tan tonto como ellos?

Santi nos está esperando en Barajas y nos lleva a casa, haciendo un trayecto dictado por algunas nuevas normas de tráfico que te impiden pasar por ciertas calles si no eres vecino con domicilio en ellas. Y si, a pesar de todo, lo haces, la cámara oculta te fotografía y te toca pagar multa. Deben sentirse europeisísimos los que han craneado este sistema. ¡La progenitora que los dio a luz!, para decirlo bien finolis.

Cuando salimos a hacer compras de abasto en El Corte Inglés (fiambres, yogures, tetrabriks de sopa de cocido y jugo de tomate, plátanos, vino, whisky), Diny aprovecha para comprar también la última edición de ¡Hola! La portada es obscena, y en el interior la obscenidad continúa: no se menciona ni una sola vez la palabra “elefante” al hablar del accidente sufrido por el Borbón en activo durante su cacería privada en Botsuana. Servilismo mayor no cabe. ¡Ni que fuera Franco redivivo! De aquí al lameculismo, 1 mm escaso.

Estamos citados para cenar con Carmen, invitados por ella, y llega acompañada de Mar, Concha y Bahia, un poeta y escritor saharaui. Vamos a Colonia del Sacramento, un restaurante uruguayo en una transversal de Mayor. En el bar, lleno, el público sigue el Barça-Real Madrid, que acaba de empezar. En el restaurante, por dicha, estamos solos y podemos enhebrar una conversación de a deveras apasionante sobre el islam y en relación con el papel de la mujer entre saharahuis y mauritanos, tan distinto del que impera en el resto del mundo árabe. De vez en cuando, eso sí, el Barça-Real llega a nuestros oídos indefensos en forma de aullidos unánimes que reproducen el júbilo o el desencanto en la cueva de Altamira, al término de una expedición de caza. Sea como fuere, y si bien el chivito que encargué se parecía tanto a un chivito de cualquier boliche de la 18 de Julio de Montevideo como yo me parezco a George Clooney, a la hora de pedir los postres hubo, eso sí, una epifanía de la que fue responsable Diny: recomendó pedir chajá. Esta golosina oriental (porque uruguayos sólo son los futbolistas, según Borges) ha sido una revelación para todos ellos, no la olvidarán tan fácilmente. Hmmmmmmmmmmmmmm…

En casa, y con un buen whisky a la mano, inicio la relectura de Marianela. A Galdós se lo puede leer en cualquier rincón del mundo, pero en ninguna parte mejor que en Madrid. Avanzo hasta el capítulo VII, lo dejo en el doloroso final del VI, cuando el ciego le pregunta a su lazarillo:

“–Dime, Nela, ¿y cómo eres tú?

La Nela no dijo nada. Había recibido una puñalada”.

 

22.4.

 Al levantarme, un fuerte calambre en la pierna derecha. Son sencillamente agujetas por el rato que caminamos ayer cuesta arrriba, desde la plaza de la Ópera a la calle Mayor. Esta es ciudad de cuestas, y en llegando de la llana Colonia las piernas lo resienten de inmediato.

Vamos al Rastro y en la calle de Toledo constatamos que desapareció La Percha, la taberna donde había tan buenas tapas como, por ejemplo, la “aspirina”, que era una tortilla española tamaño liliputiense. Sigue en su lugar, en cambio, impertérrito a la puerta de la talabartería de la calle de los Estudios, el burro trenzado con cuerdas de cáñamo y a cuyas patas puede leerse: “Si es burrada no lo sé, / una burrada baturra, / pero a la legua se ve / que yo soy burro y no burra”. ¡Y tanto que se ve! Demasié. Y en el Rastro, a poco de bajar desde Cascorro, Diny decide que ya basta con lo visto y volvemos sobre nuestros pasos pero no por la Ribera de Curtidores sino por Embajadores, donde nos sentamos en un banco junto a la parroquia de San Cayetano para oír a un músico callejero excelente. Y siendo ya la hora del aperitivo, de repente descubro La Daniela, en la calle Cuchilleros. Sólo conocemos hasta ahora la matriz, la de General Pardiñas. Entramos, y casi desde el vamos funciona la química entre los camareros y nosotros. Por suerte tenemos dos taburetes con respaldo, en la barra, al lado de donde acuden al montacargas a hacer los encargos a cocina y retirar los platos que llegan, y así, de algún modo, participamos de la intrahistoria de la taberna. Primero tomamos un vermú del grifo y luego Diny un Rueda Verdejo y yo un Rioja. Caldo de cocido. Pisto con huevos. Delicias puras. Diny le pregunta a Marga (que atiende el comedor, no la barra) qué cosa es el salmorejo, y Marga le contesta que es como el gazpacho, pero distinto. Mejor definición no cabe. Atravesando la Plaza Mayor de vuelta a casa, estamos de acuerdo en que hemos descubierto el lugar ideal para cuando no nos hayan invitado a almorzar o cenar.

Pasamos la tarde con Carmela, en su casa. Es la primera vez que nos vemos desde la muerte de Vicente. 51 años de casados: el hueco es inmenso, y Carmela lo acusa. Menos mal que esta vez tiene la suerte de que la pupila universitaria que le han confiado sea una estudiante gringa, de Chicago (por cierto, se llama Rebecca), que habla muy bien español.

Antes de recogernos en casa decidimos comer una ración de jamón pata negra en una taberna de la calle Arenal. Cuando miro la cuenta, 23.85 € la ración, al peso (y la vimos cortar y pesar), sabemos una vez más que quien algo quiere, algo le cuesta.

Leo los ensayos de Francisco Ayala sobre Galdós antepuestos a esta edición de sus obras que tenemos en el apartamento de KW y pienso en lo que don Benito dijo sobre La Regenta, Ana de Ozores como símbolo de España. ¡Cuánta verdad! La Iglesia la embeleca y Don Juan se la folla. En otro momento, Ayala cita un pasaje de Proust protagonizado por un tal Hoyos. Como nunca pasé de la página 50 del primer tomo de la plúmbea A la recherche…, no sabía de la existencia de este personaje. ¿Será que Andrés la conoce? Seguro que sí, pero tendré que preguntárselo.

 

23.4. 

Me despierto a las 5 am y ya no puedo conciliar el sueño. Después de desayunar me invade una gran desgana, una apatía invencible, y le digo a Diny que vaya a pasear, yo me tumbo en el sofá hasta el mediodía. Luego salimos con la idea de comprar en la estación de Atocha los billetes de tren para el viaje a Huelva la semana próxima, del 3 al 8 de mayo. Pero como al pasar por la agencia de viajes del Corte Inglés, en la calle de Atocha, veo que está solo el empleado, entramos a comprarlos allí. Y una vez más me consigue dejar estupefacto la cantidad de papel necesario para expedir los billetes: ¡15 hojas DIN A4! Pienso en Alemania, donde todo se reduciría a dos tarjetas DIN A6 apaisadas, y otra vez más refrendo la idea de Valle–Inclán de que España es Europa… sólo que vista en los espejos deformantes del callejón de Álvarez Gato. Y suponiendo, claro (aunque me parece suponer mucho, bastante, y hasta demasiado), que sí es Europa.

Cena en casa de Nené, con nuestro nieto gato, y Nacho, y una amiga de ellos que vendrá pronto a vivir a Berlín con su familia. En algún momento menciono a Böll, y Nacho salta enseguida con palpable nostalgia de su lectura de Opiniones de un clown. Le hablo de mi cuento, La oración fúnebre, y se interesa por él. Anoto en mi libreta que tengo que enviárselo.

 

24.4. 

Almorzamos en La Daniela, pero en el comedor. Diny pide su cocido con tutti, yo sólo el caldo. Mi tesis es que si en el caldo no está rezumada toda la sustancia de lo que viene luego (verduras, garbanzos, pollo, ternera, morcilla, chorizo, hueso de jamón, etcétera), el cocido ha sido al divino botón, y todo lo que viene luego es mero decorado, bodegón, o como se llaman los bodegones en otros idiomas: naturaleza muerta.

En la mesa de al lado come una mamá con su hija veintypocoañera, pelirroja, que de pronto se levanta la camiseta para mostrarle a la autora de sus días el piercing que se ha hecho implantar en el ombligo, uno que se dispara como un ariete si se lo aprieta un poquito más arriba. Con la imaginación la veo ya convertida en abuela y entreteniendo a sus nietos con ese jueguito. Ay.

Nos hemos citado con Víctor en la sala del Círculo de Bellas Artes donde desde ayer se está leyendo tradicionamente el Quijote, íntegro. Me conmueve particularmente un chiquillo de unos ocho años, así como nuestro Vincent, que lee algo atropellado pero con convicción. Qué lujo. Cuando termina, justo llega Víctor y nos vamos a la pecera para tomarnos unos gintonics, y la charla se prolonga hasta bastante tarde. Víctor es uno de los interlocutores más divertidos y más enciclopédicos que uno puede tropezarse en este mundo, y su memoria un prodigio. La Historia contemporánea de este país no encierra ningún secreto para él. ¡¡¡Menos mal que es discreto!!!

 

25.4. 

Todo el día en casa hasta las 4:30 pm, vacío, sin ganas de nada. Diny salió a pasear dos horas, después del desayuno, y regresó después de haberse tropezado con media Baviera, desplazada a Madrid para la semifinal de la Champions, esta noche en el Bernabéu. Y en vista de que no me logra convencer para que la acompañe a almorzar, se va de nuevo sola, a la Casa de Castilla–La Mancha, a la vuelta de casa, en la calle de la Paz. A duras penas consigo comer un yogur y me tiendo de nuevo en el sofá. Por la claraboya me llegan los cantos corales de la hinchada bávara, y no tengo más remedio que reírme al descubrir que lo que están cantando, en su alemán, es con la melodía de Cielito lindo. Intento imaginarme el canto coral de una hinchada mexicana que fuese con la melodía de Yo tenía un camarada o de Lilí Marlén.

De a ratos leo Gloria, y todo lo que leo de Galdós me sabe a gloria. Pero me doy cuenta de que, curiosamente, lo que estoy leyendo son sus novelas no madrileñas. Tengo que comprarme alguna edición de bolsillo de Fortunata y Jacinta, no en vano estamos alojados en la casa donde vivía la adorable Jacinta, no puedo hacerle el feo de ningunearla de este modo.

Cenamos a base de tapas, en la barra, en La Daniela; ya somos como de la casa. Y vemos allá (veo, a Diny la cosa le resbala) el comienzo del Real vs. Bayern Múnich. Para desconectar y por si así logro dormir mejor, prendo el televisor al llegar a casa y veo el partido hasta el final, con la prórroga y los penalties. ¿Y quién puede dormir luego de semejante inyección de adrenalina?

 

26.4. 

Después del desayuno me tiendo a cultivar mi apatía en el sofá, y Diny pone rumbo al Thysen–Bornemisza, que para ella es “a must”, como decimos los castizos. Por la tarde nos hemos citado con Javier en el Reina Sofía, para visitar la exposición dedicada a la poesía concreta y donde se muestran varios objetos y textos de Felipe. Soy consciente del privilegio de visitar la exposición acompañado por uno de los consejeros del Museo, que además es un amigo y de larga data. De allí nos vamos a La Casa Encendida, que queda muy cerca, en la Ronda de Valencia, y en ella se inaugura hoy una exposición dedicada a José Miguel Ullán. En la puerta nos encontramos con Eduardo Arroyo, y dentro con Jordi Doce. Y también tenemos la oportunidad de poder saludar a Manolo Ferro, con quien no nos veíamos desde antes de morir José Miguel. La exposición es de a deveras impresionante y deja en claro de un modo que apabulla, además del grandísimo talento, la laboriosidad extrema de José Miguel. Pero estos lugares, por no sé cuál regla de tres de la termodinámica, están siempre súper calefaccionados, y me asfixio en ese calor, amén de que ando literalmente hecho una sopa, empapado en sudor. En cuanto puedo, escapo a la calle.

Se nos une Marina y con ella y Javier vamos a cenar a un restaurante en la calle Montalbán, a la espalda de la fachada principal del ex Palacio de Comunicaciones, que ahora se convirtió en Ayuntamiento de Madrid. Al pasar por detrás de lo que era el gran patio central de Correos, un espacio enorme, casi catedralicio, vemos que hay en marcha una recepción por todo lo alto. Marina comenta: “¡Ay si se entera la Merkel!”. [Cuando terminamos de cenar y regresamos al Paseo del Prado para tomar un taxi, pasamos de nuevo por delante del gran patio y ahora la muchedumbre ya no toma canapés de pie sino que se ha sentado cómodamante para cenar a costa del país. ¡Viva el lujo y quien lo trujo! Desde luego, mejor que no se entere la Merkel].

[Otro inciso: Si tomas un taxi en la parada de Cibeles al costado de lo que es hoy Ayuntamiento y quieres ir a la Puerta del Sol, llegarías antes a los Nuevos Ministerios; como el taxi no puede ingresar directamente a la plaza hay que doblar a la derecha en Alcalá y seguir hasta más allá de la entrada al Retiro, donde por fin se puede doblar a la izquierda y reenfilar Alcalá dirección al centro. Es una demostración de lo que Carlitos llamaría “la esquizofrenia nuestra de cada día”. Algo así como ir de Huelva a Sevilla vía Mérida, o de Colonia a Bonn vía Aquisgrán].

Durante la cena, no recuerdo por qué, salen a relucir las series de TV y les recomiendo que no se pierdan la de Orgullo y prejuicio que produjo la BBC en 1995, con Jennifer Ehle y Colin Firth, la pareja ideal para Lizzy Bennet y Mr. Darcy. Les señalo también algún defectillo que tiene, como por ejemplo cuando Darcy sale de la rectoría: si se presta atención a la jamba derecha de la puerta, puede comprobarse que Mr. Collins será un cretino, pero instaló un timbre en su casa bastante antes de que Edison soñara con domesticar la electricidad. Y ahí salta Javier, el experto en materia arquitectónica, y quiere saber cómo era ese timbre. Se lo describo y se enfrasca en una explicación minuciosa acerca de esas instalaciones no eléctricas, sino sólo acústicas, con las que desde la puerta se accionaba una campana avisando a los habitantes de la casa la llegada de una visita. Ventajas de tener amigos sabios, que lo desasnan a uno.

¿Por qué la iglesia católica fue tan implacable contra Galdós? Porque la desmontó empleando su propio idioma, no tuvo necesidad de caricaturizar ni exagerar, sino nada más que oír y poner por escrito lo oído: Galdós es un precusor del “copiar y pegar” de hoy. Nunca ha sonado más hipócrita el castellano que cuando hablan “cristiano” los “católicos” del siglo XIX en las novelas de Galdós, sobre todo cuando lo hablan sus autoridades morales. ¿Y no pasa algo de lo mismo con el primer Böll?, ¿ese subtono clerical del que le acusan los librepensadores, no es una bomba de espoleta retardada, una añagaza para poner al descubierto la miseria del catolicismo alemán?

 

27.4. 

Por la mañana un feroz ataque de pánico que me hace pensar seriamente en regresar hoy mismo a Colonia. Pero logro reponerme y nos encontramos con Trini y Javier en Casa Manolo. Vienen con Nieves, nacida como yo un 10 de junio y a quien no veíamos desde que era adolescente. Nieves dice que estaba ya cansada de oír hablar de nosotros, cada vez que venimos, que alguna vez se tenía que cerciorar que somos de carne y hueso, y no invenciones de sus progenitores, sobre todo de su padre, un bromista impenitente: “Hace mucho tiempo que tenía yo ganas de conocer a los amigos de mi padre, sobre todo ese que Vila-Matas cita a cada rato en sus libros”. (Ay, Enrique, te empeñaste en hacerme famoso y parece que lo vas a conseguir). Y de Casa Manolo pasamos al Círculo, para el café y lo que no es el café, y una larga charla de sobremesa.

En Gloria, de Galdós: “Aún las monjas, como mujeres que son, no se ponen una toca en cinco minutos”. Y en La familia de León Roch: “Intentaba disimular su pequeñez haciendo ruido (a semejanza de muchos hombres que son Manzanares de cuerpo y Niágara de voz”. Y “había en su paso algo de la marcha majestuosa de un navío o galeón antiguo, cargado de pingüe esquilmo de las Indias”. Y “la historia nos hace enanos, la fisiología nos pone de tamaño natural, y la astronomía nos engrandece”. No es tan extraño que cuando los poetas jóvenes le pedían consejo a Cernuda y Aleixandre, sobre qué debían leer, ellos les contestaran: “Lean a Galdós”.

Por la noche, en la tele, una peli noruega sobre la resistencia contra la invasión alemana, donde se cuentan las hazañas de Max Manus, un saboteador magistral, y que me fascina. En cuanto llegue a Colonia me largo a Saturn para comprar el DVD.

 

28.4. 

Vamos a comer a mediodía a La Daniela, lo que quiere decir que nos sentamos en “nuestros” taburetes de la barra, pedimos primero el vermú del grifo como aperitivo, y luego el Rueda para Diny y el Rioja para mí, y Diny, además, su buen plato de chuletas de cordero. Lo que provoca el certero comentario de Marga a Julio: “Él [por mí] se alimenta viéndola comer a ella”.

Entro en la librería del Corte Inglés y pido que me muestren todas las ediciones existentes de Fortunata y Jacinta para comprar una en un solo tomo y sin aparato erudito. Penas de amor perdidas. Todas las que me muestran son en dos tomos, y con abundante lastre académico. Termino comprando la única en un solo tomo, la de Colección Austral, aunque también venga tocada del ala: introducción, bibliografía y guía de lectura, amén de una tabla cronológica en tres columnas: vida y obra del autor, acontecimientos históricos y acontecimientos culturales. Sabedor de que es aquí donde se esconde siempre la piñata, busco y doy con ella: el recuadro correspondiente a acontecimientos históricos, en 1873, está en blanco: ¡se ignora olímpicamente la Iª República Española! Para más inri, en 1871 sí se nos informa de la fundación de la IIIª República Francesa. ¡Qué país este! ¡Afrancesado, como si no le bastase con ser tercermundista!

Altas horas de la noche. En la tele anuncian La colmena y me declaro dispuesto a verla hasta la primera pausa para los comerciales. Pero ¡oh milagro! (le rindo tributo a la retórica mostrenca en estos casos), pasan la peli entera, ¡sin comerciales! Diny la ve conmigo también hasta el final, 0:30 am, y me dice que tenemos que comprar el DVD, la quiere ver de nuevo, y tranquila, en casa. Para mí es una prueba más de que se trata, sí, de nuestro último viaje a Madrid, y en la RTVE se han enterado y me han hecho, esta noche, semejante regalo de despedida.

 

29.4. 

Un nuevo ataque de pánico que domino, decidido a no amargarle el viaje a Diny más de lo que ya se lo estoy amargando con mi apatía, mi abulia, mi desgana casi patológica. ¡Y pensar que un viaje a Madrid era siempre, para mí, el colmo de la felicidad, y que no había nunca un minuto libre de actividades, encuentros, visitas de museos, teatros, paseos por los barrios! ¿En el resto de qué naufragio me he convertido? Al menos esta vez tengo la excusa declarada de que he querido venir para despedirme, y no sólo de Madrid y los amigos acá, sino también de Huelva y de la familia, pero definitivamente este sí es el último viaje, el cansancio del material está muy a las claras. Ignorarlo sería boludez, y sí, soy boludo, pero no tanto que no me dé cuenta de que lo que no puede ser no puede ser, y además es imposible, ¡El Guerra dixit!

Hoy hace su 1ª comunión Vincent, en Colonia. Lo llamamos antes de partir a casa de Adelaida y Alejandro, que nos han invitado a almorzar. Además de felicitarlo, le pregunto que a qué le ha sabido la hostia, y no ha sabido qué responderme. Y es que, bueno, en verdad, ¿a qué sabe una hostia? Ni siquiera los católicos menos versados en sabores sabrían decirme algo que, a fin de cuentas, resultase caníbal, antropofágico: “Al cuerpo de Jesús”. Tan bobos no pueden ser.

Alejandro nos espera con su coche en la boca de Metro de Moncloa, para llevarnos a Puerta de Hierro y que no tengamos que depender del autobús. Él y Adelaida siguen como siempre, pero ahora sin hijas, las tres andan lejos, Virginia en Estados Unidos y las dos menores en Toulouse. Le cuento a Adelaida, porque es farmacéutica, que esta última noche me he despertado cuatro veces y el resto lo he dormido poco y mal, que por favor me dé algo para poder dormir aunque sea una sola noche ocho horas seguidas. Me da unas pastillas pero con la recomendación expresa de tomar sólo la mitad de cada una los tres o cuatro días siguientes. Luego es ella quien nos trae de regreso al centro y nos acerca hasta la plaza de España, gracias a lo cual, a mitad de Princesa, descubrimos una zona acotada por la policía y en cuyo centro yace una mujer desbaratada en el suelo: “Se ha suicidado, porque iba en camisón”, anota Adelaida. La mirada de las mujeres.

 

30.4. 

Escribo estas líneas el 1° de mayo en la Sala del Aparato Digestivo, en el Hospital Clínico San Carlos, en la Moncloa.

En la noche no conseguí dormir. No había cenado sino un yogur para tomar la píldora contra el insomnio que me dio Adelaida. Alrededor de las 4 am me desperté, y para no andar molestando a Diny me fui al sofá de la sala, pero al sentarme en él me dio un mareo tan enorme que me tuve que tender de inmediato para no desmayarme. Poco más tarde, como sentí una fuerte presión intestinal, acudí al baño pero al sentarme en el inodoro el mareo fue todavía mayor, tanto que en cuanto empiezo a evacuar me desmayo y me desplomo de costado hacia la izquierda; y cuando recobro el sentido estoy derrengado sobre el bidé (donde el agua corre y corre, activada por mí sin darme cuenta). Logro incorporarme y quedarme sentado en el inodoro, y todo lo que veo es sangre, el piso del cuarto de baño está todo lleno de sangre, fluida pero no sólo, también espesa. Nunca he visto tanta sangre en mi vida, porque la de noviembre del 2010, en este mismo cuarto de baño, fue vomitada y se la llevaba el inodoro. Tarantino habría gozado con este espectáculo. Yo, que no soy Tarantino, grito para despertar a Diny y que llame al 112.

El equipo de Urgencias acude y es tan eficiente como la vez pasada, aunque teniendo esta que lidiar con el engorroso problema de un cuerpo inerte desplomado sobre un inodoro en un cuarto  pequeño, y no con alguien tendido en una cama. Lo peor de todo, para mí, es sentir cómo se me duermen las piernas y cómo esa insensibilidad va subiendo por ellas; me hace recordar la muerte de Manolete, cómo él fue sintiendo, sin saberlo, que la muerte se adueñaba de su cuerpo, y se lo iba contando al Dr. Giménez Guinea, sentado impotente a la cabecera de su cama, en el hospital de Linares: “¡Qué disgusto le voy a dar a mi madre! [Y al rato:] Don Luis, no siento la pierna… [Y al rato:] Don Luis, no siento la otra… [Y al rato:] Don Luis, no veo. [Y muy poco después:] David, David… [el nombre de su peón de confianza. Y a renglón seguido se murió]”. Me lo sé de memoria ese monólogo, y lo rememoré ahí, sentado en el inodoro, incapaz  de moverme.

De nuevo ambulancia, sirena, Urgencias del San Carlos, donde he pedido que me lleven porque allí deben tener archivado el historial de mi hospitalización en noviembre 2010. Sólo que ahora, el mismo día, ya entrada la tarde, me trasladan a la sala desde la que estoy escribiendo.

Visita de Diny, y de Santi (como en noviembre 2010, los amigos de oro se apersonan cuando se los necesita, sin que se los llame). Le pido a Diny que vaya al Corte Inglés cerca de casa, en Preciados, para que anule los billetes del viaje a Huelva, porque mañana y pasado son festivos en Madrid. [Pero resulta que los billetes sólo los puede anular la oficina donde los compramos. Burrocracia³, ¿así cómo carajo quieren vendernos el pescado podrido de que ya son Europa?].

En algún momento me han hecho una radiografía del estómago, en algún momento me han anestesiado y hecho una endoscopia. Y desde que ingresé me tienen a pan y agua, aunque eso sí, desde luego, en la versión más refinada: sin pan y sin agua. Siento la boca abominablemente seca y la lengua como la suela de crepé de aquellos zapatos de los años cincuenta.

Duermo por fin profundamente, del puro agotamiento.

[Un inciso posterior: Siempre lamentaré el robo de mi billetera el 23.2. de este año, porque en ella atesoraba el DNI de mi padre –la más preciosa reliquia suya en mi poder–, y porque junto con la billetera desapareció la libretica donde guardaba las anotaciones hechas durante mi viaje anterior a Madrid, en noviembre 2010, y que quién sabe si por pura desidia o por el temor de enfrentarme con ellas, lo fui dejando de un día para el otro, sin transcribirlas a pantalla. De todos modos, ahora, y una vez ya transcritas las de este viaje, me detengo a reflexionar en las otras. Tienen que haber sido muy distintas, porque las 36 horas que pasé entonces en el Clínico San Carlos fueron todas en Urgencias, y en salas comunes donde cohabitaban obligadamente los casos más extremos de lo perentorio. El que más y mejor recuerdo, y el más lancinante, es el de una actriz española de los años cincuenta, cuya cama estaba exactamente enfrente de la mía, y se la pasaba increpando al personal, quejándose a voz en grito de que nadie recordaba quién era ella –o quien había sido–, y para demostrarnos a todos quién era –o quién había sido–, cantaba deslavazadamente, sin compás y sin gracia, las canciones de la peli donde hizo de madre del protagonista. Pocas veces he sentido en mi vida tan fuertes, juntos, el sentimiento de la compasión mezclado con el de la vergüenza ajena y el deseo de que alguien se callase. Y otro recuerdo tengo de aquellas horas: que al poco de ingresar, exhausto como estaba tras una noche en vela y seis bocanadas de sangre con las que sentí por primera vez en mi vida que esa vida se me escapaba literalmente a chorros, cai en un sueño profundo y reparador, benéfico, del que me sacó un roce suavísimo en el brazo izquierdo, y una voz dulce, adagio troppo assai, que me llamaba: “Ricardo, Ricardo, Ricardo…”. Sé que abrí los ojos despertándome lentamente y descubriendo a mi lado una figura alta y enfundada en un largo abrigo negro que le llegaba casi a los pies, y me dije, no es chiste, “La Muerte, mira cómo es”. Pero no, se trataba solamente de Santi, que venía a ver cómo me encontraba].

 

1°.5. 

Susana (luego sabré que se llama así), la auxiliar, me lo explica muy claro: “Mire, Ricardo, usted es un sangrante”. ¡De manera que ese es el término técnico! Así me responde ella cuando le digo que ando seco y sediento, pero no hay tutía; me tengo que joder a base de puro suero, y menos mal que no hubo necesidad de hacerme transfusiones. Mi único alivio es pasarme por los labios un lápiz de vaselina que me dejó Diny. Si ha habido visita médica no me enteré de ella, pero la atención de las enfermeras y las auxiliares es óptima. En el trato entre ellas y con los pacientes lo normal es el tuteo y el llamar a uno por su nombre de pila; se diría que estuviésemos en Islandia si no fuese por la profusión de apelativos con que a veces se sustituye el nombre (“cariño, cielo, majete, guapa”) y porque hay algunos pacientes a los que, sin disminuirles un ápice de calor humano, los llaman de usted y les dan el Don, como pasa con mi vecino de cuarto, Don Pascual, recién operado de la vesícula. Sólo anoto dos excepciones al tono cordial y hasta sainetesco de los diálogos que indesoíblemente  nos llegan desde el pasillo, porque las puertas de todas las habitaciones de los enfermos están abiertas, hasta de noche: la primera excepción es una mujer que rezonga enfadada, “Mandona, que eres una mandona”, y la otra es alguien cuya voz lo delata como malencarado, y grita que esa no es su movida, que esa no es su tarea y que se vayan todos los demás a tomar por el culo, porque él ya está harto. ¿De tomar por el culo o de qué?

Hoy me visita Diny dos veces. Pobrecita mía. Pero parece que desde ayer ha sido prohijada por el personal de La Daniela. La vieron aparecer por la noche, sola, y le empezaron a gastar bromas, que si yo la había abandonado, que si es que ella salía de picos pardos, hasta que les explicó, y a partir de ese momento la mimaron como a una reina. Que los dioses los bendigan.

Argentina y Bolivia expropian firmas españolas. Chiste de Forges en El País: dos enyelmados conquistadores enmedio de la selva, y uno de ellos dice: “He pensado montar un negocio aquí, y forrarme”. Y el otro le responde: “…Pues yo he pensado expropiarte, y forrarme más”.

En esta Sala del Aparato Digestivo hay alguien con un celular cuya señal sonora es el aullido del coyote en la peli El bueno, el feo y el malo, de Sergio Leone. Y cada vez que suena me siento tentado de escribir parafraseando un epígrafe de Ortega y Gasset en su prólogo al Libro de la caza mayor, del Conde de Yebes: “De pronto, en estos recuerdos, se oyen aullidos”.

 

2.5.  

Soy el paciente # 2 S 0822 y es Dos de Mayo y estoy en Madrid, como quería, pero no puedo ir, como siempre lo he hecho cuando estaba acá ese día, al cementerio chiquito donde enterraron a las víctimas de los fusilamientos que pintó Goya. Me encanta ese lugar, donde todos los años, por esta fecha, se celebra una misa. Siempre llegamos cuando la misa ha terminado y se puede bajar a la cripta en la que reposan los restos de aquellos héroes. Siempre dejé escrita la misma frase en el libro de visitas: “Gloria eterna a Madrid, la primera en alzarse contra Napoleón y la última en rendirse al inferiocre”. Pero hoy me tengo que quedar acá y lo único que me apetece es estar tumbado y con los ojos cerrados. Ni ganas de leer tengo, a pesar de que Diny me trajo El País. [Pausa después de escribir lo anterior: ¿Por qué “a pesar”? El País es una bazofia no ya indigesta, sino indeglutible, como diría Unamuno, a pesar de que algún que otro artículo se salva de la quema, de vez en cuando. En el avión de Múnich acá leí uno de Antonio Elorza sobre las cacerías del Borbón de turno, es de lo mejor que he visto acerca de ese tema tan carminativo].

Pasa la visita médica y me fijo en la tarjeta identificatoria del que me examina, porque su acento lo delata como latinoamericano, venezolano diría yo: y bueno, resulta que se llama Stalin Efraín Nosécuántos Noséqué. Ahora por fin me explico esos “¡Stalin!” que oía a veces viniendo del pasillo y me hacían pensar, semidormido como estaba, que me habían deportado al Gulag. Le comento a Susana acerca de esa manía, sobre todo en el Caribe, por nombres de este porte, pero cuando le cuento la del individuo que se llama Dosauno porque el equipo del que era hincha su padre ganó 2:1 un campeonato nacional de fútbol no se lo quiere creer. Como fuere, este buen Stalin decretó que hoy puedo empezar con lo que llaman “régimen líquido de tolerancia”, que consiste en tres tazas de manzanilla y un cuenco con un caldo tibio en el que haciendo esfuerzos lindantes con lo sobrehumano, las papilas gustativas descodifican un lejano sabor a tetrabrik.

Lo que no acabo de entender es cómo existen esas series de la tele ambientadas en el mundo de las clínicas. Tal como es el ritmo laboral de la gente que trabaja en los centros hospitalarios que yo conozco, en Colonia y aquí, ese trajín sentimental es materialmente imposible. A no ser, claro, en los Estados Unidos, lo cual explicaría lo cara que es la medicina allá; hay que pagarles sueldos dobles: como profesionales de la medicina y como actores de reality shows.

Diny descubre que en mi pulsera identificatoria me han puesto como fecha de nacimiento el 31.12.1939. La hemorragia me ha rejuvenecido nada menos que seis meses.

Me visita Santi y comento con él que todo tiene su nombre. Por ejemplo: el obturador de la cánula en la cavidad del codo donde se enchufan como en un nudo de serpientes los tubos del suero y todos los demás que te propinan en tu pura indefensión, se llama “tapón de vía”. O sea, el orificio por el que invaden tu cuerpo es una “vía”. Viacrucis, sin ir más lejos.

Lei en El País esta tarde el obituario de Tomás Borge. Sería ofender su memoria decir que Dios lo haya acogido en su seno, y sería ofender la de sus víctimas decir que descanse en paz. Mejor, pues, no decir nada. Una vez lo entrevisté, en los cursos de verano de la Complutense, creo que en 1994, en El Escorial. No me gustaron ni él ni sus gorilas. Y si lo entrevisté fue por razones y obligaciones profesionales, no por simpatía ni convicción. Mi izquierda no era ni es la suya.

A Don Pascual, ya anochecido, lo pasa a visitar Cristina, una enfermera o auxiliar (no soy capaz de distinguirlas) que parece un ángel de Murillo pintado por Modigliani. Le pregunta que cómo va el partido Real-Athletic, que está escuchando en un transictor diminuto pegado a su oído. Don Pascual le contesta que cree que va ganando el Real, pero que no lo sabe seguro porque de vez en cuando se queda dormido. Nos reímos los tres, y al rato Cristina me trae una manzanilla out of time. Es en verdad un ángel.

 

3.5.  

Me despierta la enfermera que anoche me despertó también cuando ya estaba dormido, para darme un recipiente especial donde recoger los primeros orines del día. Aún no ha amanecido. Don Pascual ronca: un ronquido suyo, en especial, me hace imaginar un pajarito que acaba de despertarse en su nido del árbol que veo por la ventana; el pobrecito se engurruña en el nido al oír el poderoso resoplido de don Pascual y se tapa las orejas con las alas. Registro, además, ese ruido constante que se oye durante toda la noche, un ruido como de tuberías, como de cisternas que no terminaran de llenarse, es el hilo musical amordazado de la noche en esta clínica.

Visita médica, la doctora Poves Francés. Esta mujer me inspira confianza, te das cuenta de que sabe lo que se trae entre manos. Me ordena, sin paliativos: “Y ahora óigame bien, quiero que haga ejercicio y que salga a caminar por el pasillo, que no se me encierre entre estas sábanas” (“como Heine en su cripta de colchones”, añado para mi capote). ¡A sus órdenes!

Diny arregló el asunto de la devolución de los billetes de los viajes a Huelva, y el reintegro por el seguro, a costa de una nueva tonelada de papel. Por lo demás, me informa de las llamadas telefónicas recibidas: Santi, la Nena, Willy, Marina, Javier Bañares. A nuestros hijos no les ha dicho aún nada, ni quiero yo tampoco que les diga hasta que me den el alta. Salimos a caminar un poco por el pasillo de esta sección, y hasta una sala de espera donde nos sentamos un rato. De vuelta a mi cuarto, Diny me pide que lea un cartel adosado a una columna en el mostrador de las enfermeras y el personal de servicio. Lo leo: «Guarda silencio. El ejercicio del silencio es tan importante como practicar la palabra”. No me río abiertamente para que no me miren de reojo, el tan citado “tuentibus hircis” de Horacio. Pero luego se lo cuento a Don Pascual y el chiste del guía que conduce a un grupo de turistas y grita a voz en cuello: «¡¡¡¡¡Y estas son las famosas cataratas del Niágara, y si las señoras hacen el maldito favor de callarse podrán ustedes escuchar el espantoso estrépito de las aguas al estrellarse abajo!!!!!». Don Pascual se ríe de buena gana. Más tarde conversaré con uno de sus hijos, que trabaja en la Bolsa, acerca de mis acciones de Telefónica. Que no me preocupe por ellas, me dice. Y no le respondo que jamás lo he hecho ni pienso hacerlo, por si de repente se siente molesto ante semejante desdén bursátil.

En El País un admirable artículo de Juan Goytisolo sobre Noli me tangere; tengo que escribirle al llegar a Colonia y enviarle mi fandango de Rizal, que desconoce.

Entre las muchas reflexiones que me hago encerrado en esta clínica, una tiene que ver con la claridad, la honestidad y la consecuencia con que algunas personas se plantean sus opciones en la vida, renunciando a ganancias y honores que no desean, o al menos no los desean a cualquier precio. No puedo escribir aquí su nombre porque se enojaría, y con razón, pero me enorgullezco de ser amigo de quien ha rechazado una oferta sustanciosa y prestigiosa en Harvard, el sueño de tanto pelagatos, ni uno solo de los cuales le llega a los tobillos a este pozo de ciencia y sabiduría. Que los Estados Unidos se las arreglen sin él. Chapeau!

 

4.5.

Toda la noche casi sin dormir, me despertó a medianoche una tormenta de viento que aullaba como lobo hambriento y ya no pude volver a conciliar el sueño. Sin embargo, y quizás porque me siento seguro entre estas cuatro paredes, no acuso la falta de reposo nocturno.

La doctora Poves Francés me anuncia que seguirán hoy administrándome el régimen de comida “blanda digestiva”, ya iniciado ayer, y que si lo tolero bien y las heces no muestran rastros de sangre, mañana me darán el alta.

Leo en El País, que me trajo Diny, la concesión del premio Reina Sofía a Cardenal: “Ingresa así en un palmarés del que ya forman parte autores como Nicanor Parra, Antonio Gamoneda, Juan Gelman, José Emilio Pacheco, José Hierro, Álvaro Mutis –todos también premios Cervantes–…”, y me encabrono pensando en el primer poeta galardonado con el Reina Sofía, y asimismo premio Cervantes, y el más grande entre todos: Gonzalo Rojas. Pero unas páginas más adelante me aguarda una sorpresa todavía mayor. En el obituario de Patricia Medina se nos dice que dio vida “a la famosa acémila parlante en Mi mula Francis”. Desde luego es como para morirse de la risa con este pasquín, no lo leo nunca, ni siquiera en pantalla, pero las pocas veces que le pongo la vista encima es para desternillarme. ¡Por Dios!, como suele decir el maestro Mutis.

Un almuerzo excelente gracias a la presencia de la sal y del aceite de oliva, pero también al pollo al limón, que estaba riquísimo. Mil veces alabado sea el santísimo sacramento del altar.

Llega primero Javier Maderuelo de visita, y un rato después Maysi con Antonio. Y cuando ellos llegan eso me hace reflexionar de nuevo en algo que he venido pensando durante estos días y es en que sólo la Nena nos ha visitado una vez, en Colonia, durante los casi cincuenta años que llevo viviendo fuera de España. Vino un mes antes del nacimiento de Montse, en agosto 1970, y se quedó ayudando a Diny hasta mediados de enero del 71. Y una vez pasó por Colonia (pero ese es el verbo correcto, pasar, no llegó a una hora) mi primo Antonio, con un compadre suyo de Huelva, para comprar un Mercedes de segunda mano. Ese es el resumen de las visitas familiares en nuestra casa, en casi medio siglo. Cuando se van los amigos, y Diny con ellos, me siento ante la mesa rodante para la comida y escribo los nombres que recuerdo de los españoles que nos han visitado, una lista que encabezo con Maderuelo y Marina, y Maysi con Antonio, y luego: Pepe Luis Gómez, Paco Pérez y Eugenia, la familia Vaz de Soto en pleno, los Drago, Miguel Mejía, mis onubenses alemanas (Erika Weickert, Anita Clauss), Ana Durán y Juan Carrasco, Anichi, Luz Marina y su marido, Enrique Vila-Matas (dos veces), José María Guelbenzu, César Antonio con Mercedes, Santi con Ángeles, Nené & Félix, Pilar Gómez Bedate, Víctor Canicio,Yentxu, Valentí Gómez i Oliver al alimón con Pepe Oliver… 

Al rato me pongo a hacer la lista de los latinoamericanos que han pasado por nuestra casa, bien de visita –corta o larga–, bien como refugiados que huían de una dictadura, bien –incluso– en plena luna de miel. Rolando Hinojosa, José María Pérez Gay, Patrick Rosas, Adriana Jaramillo, Paco Ignacio Taibo II con Paloma, Marta Rodríguez de Silva, Carmen Boullosa, Luis Tovar, Roberto Díaz Castillo, Gioconda Belli, Lizandro Chávez Alfaro, Lillian a solas, Ana Istarú, Antonio Sarabia con la dulce e inolvidable Lorenza, Luis Pulido Ritter, Miguel Barnet, Álvaro Mutis, Santiago Gamboa a solas y con Analía, Alberto Zuluaga, Andrés Hoyos, Janis Pikieris, Solveig Hoogestijn, Toño Cisneros, Fernando Carvallo con Anne, Jeanine Meerapfel, Diana Cornejo, Julio Mendívil, Gonzalo Rojas, Esther Andradi, Osvaldo Bayer con Marlies el día del asalto a las Cortes en Madrid, el 23 F 1981, que nos lo pasamos cavilando delante del televisor y yo telefoneando con Joaquín Peláez en Radio Madrid de la SER para no perdernos nada del desarrollo del golpe; y el nutrido grupo uruguayo: Eduardo Galeano con Helena, Jorge Risi, Saúl Ibargoyen, Leonardo Rossiello, Mario Benedetti, Daniel Chavarría; y los brasileños: Silviano Santiago, Ignacio de Loyola con Marcia durante su viaje de novios, Carlos Vereza con Delma y la diminuta Larissa; amén de aquellas dos personas de cuyos nombres para nada quiero acordarme ni muchísimo menos escribirlos aqui: la inexplicable, inexpresable e imperdonablemente ingrata poeta salvadoreña, y el chileno mitómano y mendaz. Amén de los no latinoamericanos ni españoles: Fritz Rudolf Fries, Dieter Masuhr, António Lobo Antunes, mis inolvidables José Cardoso Pires, Ryszard Kapuściński, Brigitte Schwaiger… Síiiiiiiii, una larga lista, una muy larga lista en la que sólo falta mi familia.  

Le dan el alta a don Pascual y se marcha hecho un brazo de mar, sólo le falta terciarse el capote bordado para que parezca que sale a hacer el paseíllo en las Ventas, en una corrida de postín.

La cena: sopa de arroz (una de mis preferidas, aunque acá con zanahoria, que descarto y pongo a un lado), dos hamburguesas en salsa, y compota de manzana. “Eres joven, eres guapo y eres rico, ¿qué más quieres, Federico?”, como diría la Nena en Huelva.

Corrigieron la fecha de nacimiento en mi pulsera de identificación y me volvieron a hacer nacer el 10.6.39 y no el 1.1.39 que Diny (y yo sin las gafas) habíamos leído mal como 31.12.39. En el escaso margen de cinco días he estado creyendo que me habían rejuvenecido seis meses cuando en realidad me los habían envejecido, pero retorno a la edad correcta. ¡Ah, el padrastro Cronos!

 

5.5.

Los sábados comienzan distinto. Casi no hay voces en el pasillo. Casi no sucede nada. Tan sólo veo pasar, con la regularidad del péndulo de un reloj a la chica delgadísima del cuarto inmediato al mío, vestida con algo así como un maillot deportivo enterizo rojo y negro, y arrastrando de acá para allá su árbol rodante con el suero; parece un signo de admiración deambulando.

Tras el desayuno llega Diny que me trae ya la ropa para salir a la calle. Y también El País, donde le dedican una página al director teatral canadiense Robert Lepage, y en el recuadro biográfico esta perla: “Con su montaje teatral A midsummer night’s dream [sic], de 1992, fue el primer estadounidense en dirigir un Shakespeare en el Royal National Theatre”. En verdad en verdad os digo que como publicación humorística, las páginas culturales de El País no tienen precio. Eso de que un canadiense mute en estadounidense dentro de una plana parece cosa de magia.

Ya me he duchado y vestido para salir cuando llega la médico de guardia y me trae el alta firmada por la doctora Poves Francés. A quien tendré que llamar el lunes 14, cuando esté de regreso en Colonia, para saber los resultados de unos análisis que dictaminarán si la hemorragia se produjo a consecuencia de una ínfección con la fementida Helicobacter pylori. Me da pena no despedirme personalmente de ella, para agradecerle. Lo haré por escrito, en este diario.

Salgo de la clínica. Hay amigos que supieron que estaba en ella y acudieron a visitarme, o que  todos los días llamaban a Diny, desde Huelva, Sevilla, Alcalá, para saber cómo me encontraba. Otros, sabiéndolo, no lo hicieron. No es que yo crea que no acudan nunca al lado del lecho del amigo enfermo, sino que sencillamente sitúan el deber profesional por encima de ello, hasta el punto de crear subliminalmente un mecanismo de olvido automático. Hay que contar con esa perversa refracción de la relación personal. Y en el momento de entrañarla, se acaba la amistad.

El taxista que nos trae a casa no conocía la calle del Correo. Cuando le quiero recordar que allí tuvo lugar el famoso atentado de ETA contra la cafetería donde hoy se encuentra una parrilla argentina, el taxista me comenta que cuando ocurrió el atentado él sólo tenía cinco años.

En casa, mi primera llamada es para la Nena, a ver si la convenzo de que agarre el tren directo y se venga a pasar unos días con nosotros en Madrid. Argumento además lo mucho que Carmela se alegraría de volverla a ver por acá. No la convenzo.

A mediodía vamos a La Daniela, donde me reciben como al hijo pródigo. Pero antes de que se den cuenta de que he vuelto, yo he descubierto detrás del mostrador una nueva cara y la encaro sin vacilar: “Usted es Yina”. Yina se queda impresionada, y le tengo que explicar cómo es que Julio, Marga y Yamila me habían hablado tanto de ella y de que estaba de vacaciones en su país, en la Dominicana. Así es que verla y reconocerla ha sido todo uno. La sonrisa de Yina es uno de los mejores premios que se le hayan concedido nunca a mi buena memoria.

Por la tarde, en El País, repaso la cartelera y leo la reseña del estreno de Contra el viento del Norte, parece que es una puesta en escena magnífica, tendríamos que ir a verla, aunque más bien no lo creo; si está tan bien me podría hacer mucho mal, íntimamente. También veo que, por un día, el de hoy, nos hemos perdido El dúo de la Africana, pero no me importa porque se trataba de la versión reducida, para piano. Ayer, además, estrenaron La chulapona, en la Zarzuela, pero no sé si me animaré a verla. Cada vez me gusta menos el género grande y cada vez más el chico: si hubiera un programa doble con La revoltosa y La verbena de la Paloma seguro que no me lo perdería. Pero del género grande ya casi sólo soporto Doña Francisquita y La del manojo de rosas. El otro día, todavía en Colonia, intenté ver Luisa Fernanda, la copia en DVD que me regaló Ovidio, y la dejé al rato, me aburría como una ostra.

Más avanzada la tarde, como nuestro proyectado paseo lo desluce la lluvia, decidimos entrar en El Corte Inglés, comprar un Albariño y jamón serrano, para cenar en casa, y quedarnos tranquilamente en ella. Releyendo a Galdós.

 

6.5.

Anteanoche teníamos que haber estado cenando debajo del limonero, en el patio de la casa de Bernardo, en Huelva. No pudo ser. Pero Bernardo tenía que venir ayer a Madrid, y de ese modo podemos poner en escena una nueva versión del “Si Mahoma no va a la montaña”: a mediodía llega Bernardo a nuestro refugio madrileño y queda encandilado por el panorama que se ve a través de la claraboya, desde el Guadarrama hasta la Puerta de Alcalá, y con la bola del reloj de la Puerta del Sol casi al alcance de la mano: “Quiyo, qué lujo”. Y cuando se entera de que esta es la casa donde vivía Jacinta, ya, el acabóse. Qué pena que tenga tan poco tiempo, de manera que sólo le alcanza para desayunar con nosotros, es decir, desayunar él, que acaba de levantarse, y lo hacemos en una terraza de la calle Zaragoza, delante del palacio de Santa Cruz. ¡Pero qué bueno que hayamos podido encontrarnos pese a todo! Y como hablamos de tutti fruti, entre otras cosas de que nunca nos visitó en Colonia nadie de nuestra familia, Bernardo, que además de periodista es historiador, me consuela diciéndome que eso es algo típico de la mentalidad imperial española. Hay gente de la familia que se va, en el XVI se iban a las Indias, en el XX a Alemania, y la familia se queda en el terruño diciéndose “Algún día volverá”. Esa es su teoría. Y quién sabe si no acierta. Después de despedirnos de Bernardo me quedé pensando en aquel telegrama que me envió mi padre la mañana del día de mi boda, donde se limitó a citar uno de nuestros fandangos más entrañables: “Aunque me voy no me voy, / aunque me voy no me ausento”. Y me acuerdo además de que es la primera vez en 50 años, desde que llegué como soldado en abril de 1961 (así se lo dije a Bernardo), que falta en el paisaje de la Puerta del Sol, entre Alcalá y la Carrera de San Jerónimo, el anuncio del Tío Pepe.

Vamos a almorzar a Tomates Verdes Fritos, en Santa Isabel 27. Es un local que les recomiendo a todos los amigos que vienen a Madrid. Al último que lo hice fue a Héctor, también porque el local queda exactamente enfrente de la esquina con la calle San Cosme y San Damián, donde él vivió allá por el año 2000 en Madrid, y donde nos invitó a Rebeca y a mi a unos espaguetis con gambas que fueron de los de chuparse los dedos. Diny encarga el cocido completo (aquí sólo los domingos) y yo el caldo + dos tortillitas de camarones, crocantes, deliciosas. Diny, además, se atreve luego con un postre que al principio le hizo fruncir el ceño: rodajas de naranja en aceite de oliva. Pero el camarero la convence y ella no se arrepiente después. Con el camarero, Caio, brasileño, artista, hemos entablado relación enseguida. Sobre todo cuando él me habla un poco de su trabajo y yo le menciono a Décio Pignatari: ahí Caio sabe que yo sé de qué me habla. Nos citamos para mañana (“segunda feira”, le digo, y sonríe) en el Comercial, que no conoce. Y al salir, Diny se dirige espontáneamente a una pareja francesa que está delante del local estudiando la carta: “Entren, no se arrepentirán, los domingos no hay un cocido mejor en todo Madrid”.

Por la tarde, después de la siesta, esperamos a Adriana hasta las 6 pm, nos habíamos citado para las 5. Poco antes de decidirnos a salir de paseo, en vista de que Adriana ni viene ni nos llama para explicar su retraso, le escribo una postal a Carlitos: es una del vestíbulo del cine Odeón, en Colonia, y se la envío, le digo, “para que conozcas mejor la ciudad en la que vives, ya que como nunca vas al cine es bastante seguro que no reconocerás este lugar”. A punto de comenzar a llover logramos encontrar una mesa libre en el pasadizo techado de San Ginés, bajo la placa de mármol que recuerda a Max Estrella y su peregrinaje por el Madrid valleinclanesco de Luces de bohemia, y merendamos chocolate con churros, como mandan los cánones.

De noche cenamos en la barra de La Daniela, a base de tapas y Rueda Verdejo (he descartado los tintos hasta ver cómo se desarrolla mi convalecencia). Nuestra química con Yina es perfecta, como si nos conociéramos desde el 5 de diciembre de 1492, cuando Colón atracó por primera vez con sus carabelas en la costa N. de la isla natal de Yina. Atracar. ¡Qué verbo tan ambiguo!

 

7.5.

Necesito un número de teléfono y busco la guía y en ella me reencuentro con mi vieja amiga Mafalda, que telefonea desde la portada del abultado volumen. No dudo de que sea de Quino el dibujo, pero apuesto mi única corbata de Armani a que no figura en Toda Mafalda, nuestra Biblia. Me tienta la idea de arrancar esta portada, para añadirla al canon, pero eso sería cuando menos hurto, en tanto que depredación de una propiedad privada, con las agravantes de abuso de confianza, premeditación y alevosía. Desisto, con el corazón sangrando.

Nos citamos con José María para almorzar en Sacha, su restaurante favorito. José María es un lector asiduo de mi diario, y casi al llegar me pregunta cuándo voy a publicar en él las fotos de nuestros nietos, que para tantos lectores son ya casi de la familia. El almuerzo es exquisito. Entradas compartidas de alcachofas ralladas y gambas, y yo de principal unas almejas a la marinera que todavía recuerdan agradecidas todas mis papilas gustativas, y de postre un café irlandés de puta madre. Por José María me entero de que El País ha despedido a todos sus colaboradores fijos, y eso hace que me explique muchas cosas que he venido notando en él a lo largo de estos días: claro, están sustituyendo a esos colaboradores con becarios, y los resultados no se hacen esperar. El día menos pensado publicarán un “exhuberante” en algún artículo. Si es que no lo han hecho ya, porque yo de esas páginas culturales lo espero todo.

Después de una larga siesta nos encontramos en el Comercial con Caio Camargo, el camarero de Tomates Verdes Fritos. Ha traido, para que lo veamos, el único ejemplar que le queda del único libro que ha publicado hasta ahora, Memorias de uma ilha, y hablamos apasionadamente de arte y de literatura y de nuevos modos de expresión creadora hasta bien entrada la tarde. Anochece ya cuando salimos del café y él nos acompaña caminando Fuencarral abajo hasta la Gran Vía, donde nos despedimos. Ha quedado fascinado con el poema de Felipe Boso y los demás que le he ido transcribiendo en servilletas del Comercial, seguro que les va a sacar partido, es uno de esos brasileños que desde siempre me han hecho amar a su país: aquellos que saben que no son europeos sino si acaso de ascendencia, pero hasta la ascendencia les importa un carajo: excepto el fútbol, no le deben nada a Europa. Y lo que le debían, se lo han devuelto en oro puro.

Jamás hubiese creído posible que llegaría el día en que después de limpiarme el culo miraría el trozo de papel higiénico y le daría gracias a mi mierda por ser de color chocolatina, el color más bello de la escala cromática, el más hermoso que se le pudo ocurrir a los dioses.

 

8.5.

Almorzamos en casa de Félix, con él y con Asséto, y se nos unen Alfonso y Corina. Yo a Félix lo conozco por email desde fines de noviembre del 2009, porque el último domingo de ese mes debutamos ambos como blogueros en FronteraD, y me dio mucha curiosidad por saber de un colega que escribía desde un lugar para mí tan ignoto como Burkina Faso, y empezamos los dos a escribirnos y a leernos mutuamente, y poco a poco nos hicimos muy, muy amigos, pero sin que nos conociéramos personalmente. Así es que esta ha sido la primera vez en encontrarnos, los dos republicanos y de izquierda, y en su casa, nada menos que en la calle Rafael de Riego. Diny y yo hemos quedado encantados con (y por) él y su esposa burkinesa, eso para no hablar de que nos dieron de comer *****, sobre todo ese chupe de camarones, Asséto, cincelado con letras de oro en la memoria de mi paladar. Y jamás olvidaré que el propio Félix tuvo dificultades, ¡en francés!, para explicarte qué cosa es una “mansarde”. Pero tú ni te preocupes, Asséto querida, ya quisiera yo ver cuántos hispanohablantes saben qué es un “zaquizamí”, y cómo lo explicarían. En cuanto a Corina y Alfonso, qué decir sino que tenemos que volver a encontrarnos lo más pronto posible para contarnos batallitas, las de nuestras travesías del Atlántico en cargueros de contenedores, ellos desde Montreal a Amberes, nosotros desde Bremerhaven a Buenos Aires.

Pasada la siesta tomamos café en La Mallorquina y acudimos a la inauguración de una expo en la Fundación Telefónica, con la esperanza de encontrarnos allí con Amalia, que ha sido un poco la coordinadora de la muestra. Pero claro, no estamos en la lista de invitados y se nos rechaza de la manera más educada en la puerta. Que les den por el culo (a no ser que les guste), pensamos, sobre todo al volver a pasar por la esquina de Fuencarral, un rato después, y comprobar que acordonaron el acceso como cuando quien acude a esas inauguraciones es un borbón analfabeto o una autoridad municipal o autonómica de las que se compran trece por docena (en todos los sentidos del verbo comprar). Nos decidimos por tomar una copa en alguna cafetería de la Gran Vía, pero al poco rato descubrimos que entre Fuencarral y Callao no queda ninguna de las que conocíamos, así es que como estoy cansado nos sentamos en un banco, frente al mítico 32 de Radio Madrid de la SER, y cuando un par de turistas nos preguntan dónde queda Chicote eso me da una idea, “Vamos a tomar un cóctel allá”, le propongo a Diny. Pero Chicote está cerrado, por obras, y Diny no quiere meterse otra vez en la pecera del Círculo, así que recalamos en la plaza de Santa Ana, en Lateral, el antiguo Café de Platerías, que es un lugar que me agrada mucho y donde pego la hebra con el barman, cuyo acento me despista hasta que me confiesa que es peruano. Debería habérselo imaginado, profesor Higgins–Bada, el peruano es un acento que sólo pueden identificarlo ellos mismos. Pelotudo que sos, Higgins–Bada.

En La Daniela, donde terminamos el día, un momento mágico en el que sólo estamos nosotros y el personal, y conversamos como si estuviéramos en casa, de nuestros problemas y nuestras vidas, un grupo de amigos que se han reunido en el lugar correcto en el momento correcto. Qué hermoso es, cómo me recuerda el poema ‘En la plaza’, de Vicente Aleixandre, uno de los que más me acompañan desde la primera vez que lo leí: es “hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo, / sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido, / llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado”. Cheers!

 

9.5.

En el nuevo plano del Metro, actualizado, descubro que la línea 11, que terminaba al sur en la estación llamada La Peseta, ha sido ampliada una estación más, pero en contra de todas las leyes de la lógica esa nueva estación no se llama El Euro sino, ¡oh paradoja!, La Fortuna. ¿No será una ironía de la compañía de transportes metropolitanos? [¡Pillines!].

Almorzamos con Ángeles, Santi y Félix en A Casiña do Guapo. Yo pido caldo gallego pero en cuenco, puro caldo sin tropezones; y gallo a la plancha, que es uno de los pescados que mejor saben preparar en Madrid. Cuando les cuento las meteduras de pata que he ido registrando en la sección cultural de El País, a Félix por poco si no le da un síncope con lo de Patricia Medina convertida nada menos que en la mula Francis. Casi no me quieren creer, pero les recuerdo que el primer director de EP fue director general de Televisión Española con el inferiocre, esas cosas que se olvidan en España de un día para el otro. ¡Con semejantes antecedentes qué se puede esperar, sino que los consecuentes huelan a comisaría y hasta cárcel de papel en La Codorniz!

Fiel a sus costumbres, Diny compra ¡Hola!, y yo, fiel a las mías, agarro la escopeta y salgo de caza cuando ella ya ha visto el ejemplar. Abro al azar y aparece la página 64 y cobro la primera pieza. Dice, literalmente: “Muy sonrientes, el torero y la diseñadora de joyas venezolana no ocultan la excelente relación que mantienen ante las cámaras”. La pregunta inevitable es cómo será entonces la que mantienen lejos de las cámaras. Ay…

Por la tarde acudimos a la SGAE para la presentación del libro Ars sonora. Pepe Iges tiene la endiablada ocurrencia de mencionarme dos veces en su intervención, pero no es raro que lo haga porque en uno de los momentos álgidos de Ars Sonora, cuando organizó en 1989 el encuentro internacional con el radioteatro, eligió para ello obras de Samuel Beckett, Harold Pinter, Severo Sarduy… y mi Loreley Express, así es que jamás en mi reputísima vida me he visto en una mejor compañía, con perdón de quienes se sientan excluidos. En cualquier caso, la primera vez que me menciona Pepe hay alguien del público, entre las primeras filas, que se vuelve a mirar quién soy y dónde estoy: es María de Alvear, la compositora española que vive en Colonia desde hace casi los mismos años que yo, y nunca nos hemos encontrado hasta esta noche, en Madrid. Después del acto nos vamos a tomar una copa en una taberna del barrio, pero antes saludamos a la mamá de Concha Jerez, que a sus 94 años no se pierde una y anda más derecha que una vela. Y al salir de la taberna, nos citamos en Mazarino con Maysi y Antonio, ellos se van en la moto y nosotros tomamos un taxi; el taxista me cuenta que vive en Seseña, en la provincia de Toledo, y después de dejarnos en Eduardo Dato se irá de vuelta a casa para regresar mañana a hacer una nueva jornada de 15 horas. En Mazarino, estudiando la carta, me doy cuenta de que no es aquí (¿será en Richelieu?) donde tienen la cecina cuya mención hizo que le brillaran los ojos a Maysi; así es que Antonio se pone en campaña y llega diciéndonos que está eclécticamente a medio camino entre Mazarino y Richelieu, en Las Tres Lunas, la terraza de al lado, y allá nos vamos. Cecina y tortillitas de camarones, puras delicias. Y una larga charla con esta pareja que es otra que pasó una vez, con niños y todo, por nuestra casa en Colonia. Al despedirnos tengo que prometerle a Antonio que le mandaré una foto que hice, en 1987, en el Rastro, de una pintada que había en la Junta Municipal del distrito de la Arganzuela: HAY–UNTAMIENTO.

 

10.5.

Cada vez que paso por delante de un kiosco y veo en el tarjetero las postales con jugadores del Real Madrid me pregunto si será posible que haya gente tan rematadamente estúpida como para comprarlas, haciéndole de ese modo publicidad gratuita a la firma bwin. Y es seguro que sí. Ay.

En La Daniela les entrego a Yina y Yamila dos poemitas que sé que les van a gustar: a Yina uno de su poeta nacional, Manuel del Cabral (que en 1973 publicó una novela donde por primera vez en su historia los Estados Unidos elegían un presidente negro), y a Yamila, de Cabrera Infante, uno de sus Exorcismos de esti(l)o: “¡Ay José, así no se puede! / ¡Ay José, así no sé! / ¡Ay José, así no! / ¡Ay José, así! / ¡Ay José! / ¡Ay!”. Me  cuentan ellas que Julio tiene escritas unas mil páginas, acerca de sus años mozos, al parecer muy movidos. Julio me lo confirma: “Unos mil folios, y a mano”. Diny encarga huevos con pisto, pero le pide a Yina que sea un solo huevo. Sólo que cuando llega el plato nos tenemos que reír porque sí, es un solo huevo, pero uno de dos yemas. Con Dixon, el cocinero filipino, que sale en esos momentos un rato a estar con nosotros, hablo de José Rizal, le cuento de la placa que recuerda en Heidelberg su paso por la Universidad de allí, y que yo tan bien conozco, de mis docenas de viajes a la ciudad. Tempi passati!

Después de la siesta, en el Café Gijón, encuentro con César Antonio y Víctor, que me ha traido un ejemplar de Huelva marítima y minera. 1929, un libro admirable como edición, y para el cual él ha escrito un texto sobre ‘La Mesopotamia andaluza y sus ríos’. Y del Gijón a casa de Maite y Raúl, donde cenamos en la terraza. Es ya casi una tradición que lo hagamos cada vez que venimos a Madrid. Esta vez les advierto que tal vez sea la última y que ahora les toca a ellos visitarnos en Colonia. Raúl se ríe con esa risa suya que es una declaración de principios, y Maite me parece que no se toma muy en serio lo de nuestro último viaje acá.

Tres de taxistas. 1°: El que nos lleva al Gijón es un madrileño que no es hincha ni del Real ni del Atleti, sino del fútbol, y por eso, me dice, sólo acude a los partidos de los chavales, que esos sí que sudan la camiseta. 2°: El que nos lleva del Gijón a casa de Maite y Raúl es un rumano que tiene que dar un gran rodeo por Chueca debido a que Cibeles está cerrada al tránsito porque la hinchada del Atleti celebra en Neptuno; eso tendríamos que haberlo sabido y haber cruzado la Castellana al salir del Gijón para tomar el taxi derechos a Colón y Goya. 3°: El que nos trae de vuelta a Sol, entrada la noche, es un caleño que me asegura que Uribe acabó con las FARC; ni siquiera me animo a preguntarle si tiene la más puta idea de lo que está diciendo, el masoquismo de algunos (¡tantos!) colombianos es algo que me provoca no pesadillas, pero sí dillaspesas.

 

11.5.

Me toca, de nuevo, y aún sabiéndolo no soy capaz de controlarlo, el ataque de nervios que me acomete siempre en vísperas de un viaje. No tengo ganas de hacer absolutamente nada si no es quedarme tendido en el sofá hasta que llegue la hora de salir mañana camino del aeropuerto. Cuando me llama Mari Paz Ruiz, a quien tenía muchas ganas de conocer, le explico que no me hallo en condiciones de salir a tomar una copa con ella, y le pido que me deje los libros que me ha traído en la portería de esta casa. Diny sale a pasear, alrededor de la 1 pm, y al regresar me cuenta que se encontró abajo, en el vestíbulo, con una joven que le preguntó por el portero, ya que Vicente no estaba a la vista, y como Diny no supo decirle dónde podía estar, echó un par de libros por encima del cristal de su cabina, después de escribir algo allí apresuradamente. Resulta, me dice, que los libros son para ti, y añade: “Qué pena que yo no supiera que esa chica te estaba trayendo esos libros, de haberlo sabido la habría invitado a que subiese a nuestra mansarda y te habría alegrado la vida y levantado el ánimo, porque es guapísima!”.

Vamos a La Daniela poco después, y asistimos de lejos a un conciliábulo del personal, que nos parece que están ocultándonos algo. ¡Y tanto!… Al rato se apersonan en nuestro rincón, nada menos que con un regalo que nos hacen, un libro de Eliseo Alberto, por quien Yamila me había preguntado hace un par de días y le conté que fui amigo suyo. El libro lo han dedicado (“Para que recuerden su estancia en Madrid y muy especialmente esta ‘siempre’ su casa”) y firmado todos ellos y es un gesto que nos emociona de profundis. Yo le había pedido a Diny que hoy trajese ya los regalos que ella, a su vez, ya les tiene comprados a Marga, Yamila y Yina, pero  prefirió dejar su entrega para mañana, que vendremos aquí a almorzar antes de tomar el taxi para Barajas. Les digo a los hombres que también ellos tendrán su regalo, pero que lo enviaré desde Alemania. Y desde ahorita mismo me pongo a pensar en qué podría ser.

Al volver a casa tengo dos llamadas en el contestador automático. Una de ellas es de Montse, con el consejo de Ute (que trabaja en Lufthansa) de que al confirmar mi vuelo solicite una silla de ruedas para el transbordo en Fráncfort, del avión al tren ultrarrápido hasta Colonia. La otra llamada, ¡por fin!, es de Amalia. Me hubiera llevado un gran disgusto, irme de Madrid sin verlas, a ella y a Julia, y a los gemelos que han tenido, Carlos y Javier. Nos citamos para después de la siesta, en el jardín de juegos infantiles de los jardines entre el palacio real y la Ópera, y cuando vamos Diny y yo bajando por la calle Arenal, camino de la cita, las vemos ya a las dos, empujando sendos carritos. Gran alegría por el reencuentro (no pudimos vernos en el 2010, cuando salí por pies de regreso a Colonia tras mi peripecia gástrica, agarrotado por el pánico). Y pasamos una hora con ellas y los niños jugando en el jardín, felices de estar de nuevo juntos, y nosotros, además, con una punta de nostalgia por Henri, que es tan sólo un par de meses más “anciano” que Carlos y Javier.

Es curioso que en todas las novelas de Galdós que he estado releyendo en estos días madrileños (¡y cuánta pena me dan quienes no lo leen!), cada vez que se oponen unas ideas diametralmente opuestas en materia social y política, y sobre todo en lo relativo al progreso, siempre sale alguien diciendo “Aquí no estamos [o Esto no es] Alemania”. Lo que implica un doble reconocimiento, positivo y negativo, con el agravante de que el negativo es doble: «No somos tan buenos [o No estamos tan adelantados] como Alemania… ni tampoco lo queremos”. Especularmente, hoy, en cualquier clase de charlas con españoles, y lo estamos viviendo desde que llegamos, se nos dice lo mismo con otras palabras: “¡Que no se entere la Merkel!”, es decir, que no se nos obligue a mostrar nuestra miseria moral, nuestra corrupta cochambre, nuestra chapuza.

 

12.5.

Zafarrancho de limpieza del apartamento, a cargo de Diny, mientras yo reposo en el sofá. Es la imagen habitual del último día en Madrid. Luego, salimos a comprar en El Corte Inglés el DVD de La colmena, como nos habíamos propuesto, pero está agotado. Y cuando pregunto por la peli sobre Manolete con Adrien Brody como protagonista, una mirada desolada de la vendedora: “Ni siquiera se ha proyectado en los cines”. Me huelo algún boicot por parte de las Sociedades Protectoras de Animales, esas que preside honoris causa el Borbón de turno, cobarde cazador de osos en Rumania y de elefantes en Botsuana. Pero no descansaré hasta poderla ver, aunque tenga que contratar un equipo especial de piratas para copiármela dondequiera que se encuentre.

Almorzamos tapas en la barra de La Daniela acompañados por Carmen; nuestro primer día en Madrid fue con ella, el último también. Diny entrega sus regalos, y las tres –Marga, Yamila, Yina– se cuelgan en el acto esos zarcillos artesanales que Diny les compró eligiendo cada uno personalmente para cada una de ellas. (Carmen, que es arabista, me explica que Yamila es un nombre árabe y significa “la bella”, y en este caso está muy bien aplicado). Al regresar a casa le paso el monedero a Diny para que le dé nuestra última limosna a la cieguita sordomuda de la esquina de la Plaza Mayor con la calle de Postas, “nuestra” mendiga, una de las personas que más ternura me inspira en este mundo, y más odio a Dios, si es que existe y la ha condenado a ese grado cero de existencia. La requetecontramilputa que Lo [sic] requetecontramilparió.

Al taxista le pregunto que por dónde nos va a llevar a Barajas y me dice que por el nuevo túnel, y le digo que bueno, pero qué pena, porque me gustaría despedirme de Las Ventas, a lo cual me responde que la salida del nuevo túnel es justo a la derecha de la plaza de toros, entre ella y la mezquita de Madrid: se trata de un túnel tan más nuevo que no lo conozco, y al que se accede después de pasar debajo de los cojones del caballo de Espartero. Como el taxista nos acerca a Barajas en un santiamén le dejo una buena propina, y además esta es la primera vez que pago una carrera de taxi con la tarjeta de crédito.

En Barajas, el primer shock. El vuelo se retrasa 90 minutos. Como ya estoy catalogado en la categoría “inválido”, porque al confirmar nuestros tickets encargué una silla de ruedas para el transbordo en Fráncfort, Lufthansa me atiende de lo más solícita, me preguntan si también voy a necesitar la silla de ruedas acá. Que no, les digo, agradecido, y después de pasar las esclusas de seguridad matamos el tiempo en uno de los bares, Diny con jugo de naranja y yo con dos baguettes de jamón serrano y otros tantos gintonics. En la mesa de enfrente un matrimonio gringo con su hijo: me resulta casi imposible pensar que esa mujer se haya abierto de piernas para dejarle a él hacerle un niño como ese, los tres son asimétricos hasta el doloroso extremo de la autonegación genética intrafamiliar.

En Fráncfort, el segundo shock. Menos mal que Ute tuvo el buen reflejo de llamar a Montse y de aconsejarme, por esa vía, lo de la silla de ruedas. No es tan sólo que hayamos llegado con hora y media de retraso, es que al pie de la cinta transportadora de los equipajes llegados de Madrid tan sólo estamos Diny, tres pasajeros más, el chico que empuja mi silla de ruedas, y yo. Y me digo que eso no puede ser, que algo está funcionando mal, mientras el reloj avanza minuto a minuto, sin prisa pero sin pausa, y queda claro que a cada minuto disminuyen nuestras chances de alcanzar el tren de las 9:09 pm, que es el que está esperando Chico en Colonia para llevarnos a casa en su coche. Finalmente le digo a mi lazarillo que con toda seguridad nuestro equipaje ha sido despachado a otro lugar, más cercano a la estación de ferrocarril, y él me contesta que ya lo pensó pero que en los resguardos de facturación faltan las dos ** que lo indicarían. No obstante, insisto, y salimos en dirección a la estación de ferrocarril, donde hay otra terminal de equipajes. En el camino, mi lazarillo se detiene ante un mostrador donde veo una computadora y una india clásica, con sari y lunar rojo en la frente. Sé, en ese momento en que la veo, que estamos salvados, los indios son los capos de la cibernética. Y efectivamente, ella le dice a mi lazarillo que sí, que faltan las dos hijueputas **, pero que nuestras dos maletas han sido enviadas a la terminal de la estación del tren. Mi lazarillo pertenece al género impertérrito, empuja mi silla de ruedas sin perder jamás ni la compostura, ni el ritmo, ni la visión de conjunto. A mí se me hace que ya deberíamos estar, yendo así, cerca de Colonia, pero no hemos salido en ningún momento de ese monstruo antediluviano devenido piedra que es el aeropuerto de Fráncfort, atravesando supermercados y hoteles en una sucesión interminble, varios kilómetros que al final nos dejan en la terminal de equipajes de la estación. Y al rato, nuestras maletas, primero una, luego la otra, Diny las encima en el carrito ad hoc y el lazarillo empuja de nuevo mi silla de ruedas mientras dice: “Tenemos tres minutos para llegar al andén”. Son las 9.06 pm, según puedo ver en uno de los relojes al paso. Estamos en el piso superior de la estación, llegamos al ascensor del andén que nos corresponde y en el que, por dicha, cabemos todos, la silla de ruedas y el carrito con Diny y las maletas. Desciende el ascensor, y en el mismo momento en que se abren sus puertas entra en el andén el tren que nos devolverá a Colonia. Sólo nos da tiempo de agradecerle escuetamente a nuestro lazarillo. Un minuto después ya estamos saliendo a toda velocidad camino del hogar.

 

Weiß/Colonia, 13.5., primera hora del día

 Llegamos a Colonia a las 10.05 pm, estaban esperándonos Chico y Vincent, que nos trajeron acá. Y acá me estaban esperando 457 emails. He borrado sin abrirlos 334, reduciendo la cifra a 123. Entre los jíbaros estoy seguro de que ya me habrían propuesto para chamán o poco menos.

 

 

 

Ricardo Bada (Huelva/España, 1939), escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). En FronteraD, donde mantiene el blog Urbi et interneti, ha publicado, entre otros artículos, El abecedario de Mafalda, Julio Cortázar no se encuentra en casa, El limerick, un género poético ¿menor?, Contra Saramago y Heinrich Böll, una conciencia social

 

 

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