Brasil
Brasil amado não porque seja minha pátria,/ Pátria é acaso de migrações e do pão nosso onde/
Deu der…/ Brasil que eu amo porque é o ritmo do meu braço/ aventuroso./
O gosto dos meus descansos,/ O balanço das minhas cantigas amores e danças.
(Mario de Andrade, O poeta come amendoim)
12 de septiembre (a bordo del vuelo de Madrid a San Salvador de Bahía)
Nueva incursión en los misterios de una América inaccesible para quien no se entrega, como en una relación amorosa. Pero no era así cuando decidí partir, frialdad de viajero un tanto corrido, sin que un sentimiento fuerte me acompañara, únicamente quizá la angustia de escapar a las rutinas de la soledad e incapaz de resistir a la tentación de jugar de nuevo con la fortuna, pues ya el destino se difumina y desvanece, melancólico resultado de tanta prudencia y sabiduría. “Pasamos gran parte de nuestra vida haciendo el mal, la mayor parte sin hacer nada y todo él dejando de lado aquello que importa”, señalaba el cordobés Séneca en su exilio de Cerdeña, alejado de la Urbs, único lugar para los criados en la cultura clásica capaz de alargar el tiempo más allá de toda fórmula, quizá porque en el sufrimiento se eterniza.
Así que me acercaré a los misterios de Bahía, reino del candomblé y el samba, y sus ritos nocturnos, incansables, a los que se debe acudir quizá con un amigo que entienda las claves de ese reino escondido. Los esclavos pretos trajeron un fado, un “azar” que señala la fractura con sus dueños para poder ser felices y no sentir así tan agudos los dardos de los poderosos; lenguaje corporal, rito antes que oración, obliga a los mismos dioses, sin sentido de culpa o piedad, que por unas horas bajan a bailar con los pobres humanos; como en el teatro, durante la representación cada uno vive el papel que le toca, después las máscaras caen y los actores vuelven a sus ocupaciones en este caso, o a sus vicios.
Visitaré también parques nacionales, o patrimonios diversos, naturaleza enjaulada a menudo, pero todavía capaz de rugir, bosque atlántico que ya entreví en Paraguay, selva de la Anaconda desde Los Andes, inmenso reino que ahora expira el humo de los incendios. También las ciudades coloniales de Minas Geráis, almíbar que la historia guarda con morosidad y ya hemos atisbado en lugares y países de la América “latina”, goloso regalo para los desengañados del futuro. Después, Río de Janeiro, siempre abierta, siempre cariñosa, o eso dicen…
Hotel Laranjeiras, Salvador de Bahía (13 a 20 de septiembre)
Bien, el primer capítulo del viaje está a punto de terminar, así que ya puede hacerse literatura.
La llegada a la ciudad la hice en el metro, escapando a taxis y demás, baño con la gente que fue bien amable con mis torpezas de viajero. Una deliciosa “moqueca” de camarones me ayudó a situarme ya en el famoso bairro del Pelourinho, un tanto tétrico a esas horas de la noche. Por la mañana, paseo perezoso por el barrio con la impresión de hallarme en una Lisboa con más color, con más negritos, en un día espléndido, en que pude asomarme ya a la inmensa bahía, verdadera gigantesca herradura donde los barcos parecen juguetes. Resistí las demandas de algunos enganches de turistas y paseé hacia la propia plaza del Terreiro de Jesús y por el largo do Cruceiro de San Francisco, animadas y “coloristas”, y visité la igreja do Carmo, primer encuentro con ese deseo de crear una Lisboa en el trópico y combatir así la saudade propia de los llegados con “laço de fita amarela na punta da vela, no meio do mar”. En la iglesia, toda la imaginería religiosa es una sucesión de cristos sangrantes y exhaustos de mediocre factura, como en general en la metrópoli misma, sadomasoquismo lusitano que no me resulta extraño, imagen de una religiosidad mediocre que creo ya señalaba Unamuno, inquisidor avizor a contratiempo; pero con un componente erótico, curiosamente, descrito con maestría por el novelista Saramago en su Memorial do convento, escena de procesiones en que los disciplinantes elegían la cercanía de las ventanas y balcones de sus namoradas para azotarse, despertando un eros sangriento. Un guía me señala una rampa que desciende hacia los subterráneos donde se instalaba a los esclavos y hacia una red de túneles que comunicaban las distintas iglesias, creí entender. La situación de esa gente será un tema recurrente, necesidad de una mano de obra que une en un comercio terrible a Angola y Brasil, pero germen de una nación futura. Desde una balconada aparecen la suciedad y la mugre, visión de cualquier oriente: la vida no se esconde, o no se puede esconder.
Por la tarde, tomo un colectivo hacia Barra, ya rivera del mar Atlántico, costa rocosa que se abre a algunas pequeñas playas donde parece peligroso bañarse. En el fuerte de San Antonio disfruto una curiosa exposición de objetos náuticos y embarcaciones propias de Bahía, transmutación de otras locales, europeas y también del Oriente como los saveiros y las jangadas. Hay una hermosa vista desde el farol y la explanada del antiguo fuerte; parece que pueden observarse a menudo ballenas que antes se pescaba en una especie de copo en la bahía misma y cuyo sebo servía para alumbrar las calles de la ciudad. El gran Océano, el camino hacia las utopías y el oro, se ganó con sangre, sudor y lágrimas de los galeotes y esclavos; así, ha perdido sus estrellas y sus mitologías.
O mar é cada vez mais amargo
Onde está o mar inocente, propriedade do poeta?
Primeiro morreram os imensos animais e as grandes
planta marinas do começo.
E as estrelas gigantes que iluminavam o fundo do
mar
se apagaram depois
E as antigas medusas que eram cabeças de mulheres
novas
se enovelaram de cobras.
Raparigas e mancebos marinhos estão reduzidos a
polvos e a seres tristes
como as morsas e as obesas baleias.
(Jorge de Lima, Onde está o mar?)
Paseo por las calles repletas de gente, en barrios pobres, donde alguna plaza invita a sentarse y disfrutar de olores, sabores. El cemento, la incuria en que se encuentran los viejos barrios de las ciudades, no logran hacer olvidar el sentido de una vida todavía fuerte, con un ritmo propio. El hispanista Waldo Frank, en visita al país en los años cuarenta del siglo pasado, deslumbrado por la arquitectura, las iglesias, las maravillosas plazas del Duque de Caixias y el Pelourinho, La Ancheta…, reflexionaba sobre la esencia de la ciudad y de su arquitectura y la hallaba en la sutil alianza de la población negra con la sabiduría de sus antiguos amos: “The Negro is free”, resumía. Al escuchar la típica batucada de Bahía, grupo de percusionistas con su ritmo monótono, repetitivo, “lungourus” (lánguido), en que la vitalidad viene de su ritmo interior, le parece la esencia de la intraducible “saudade”, la nostalgia, la derrota, la perseverancia… Con el sociólogo brasileño Gilberto Freyre comparte la idea de Brasil como una democracia “racial”, sembrada ya en la época en que la esclavitud era todavía legal, pero la situación de los esclavos se suavizaba con un trato cristiano, así como también muchos de ellos conseguían la libertad y alcanzar incluso cierta preminencia social. Freyre señala también como muchos eran hombres llegados de pueblos africanos de una cultura fuerte, lo que les llevó a crear aquí sus propios reinos, los “quilombos”, escapando a pesar de todo a ese trato cristiano, o bien promoviendo asociaciones que buscaban ayudar a sus hermanos, educándolos y consiguiendo adelantar su libertad. Otros viajeros, como el ilustrado naturalista D’Orbigny señalan también, en el momento mismo de la independencia brasileña, la espléndida visión de la ciudad abierta a la maravillosa bahía, la riqueza de la arquitectura y de la vida, así como ese trato más humano a la población de color, muchos de ellos ya libres. La mezcla del negro, el indio y el blanco señala para Frank y Freyre esa democracia racial, que recuerda el sueño de la raza “cósmica” del mexicano Vasconcelos, unión regida por el amor y la belleza para cerrar la herida de la esclavitud y la indiferencia, imagen de un futuro para toda la humanidad que Waldo Frank contrapone a la terrible separación y odio racial de su país, Norteamérica.
Al atardecer, grupos de “batucada” animan el Terreiro de Jesús, plazas portuguesas que crecieron sin la mano férrea de las españolas, mas bien espacios baldíos que la ciudad va engullendo. Por la noche, me animo a cenar en la propia plaza ante la presencia de un grupo de guitarras que ofrecían versiones de clásicos de la música brasileira; solo algunos viejos extravagantes parecían animarse a bailar, personajes supervivientes de una época en que divertirse constituía una pasión. Cerca, y a veces molestando a los músicos, un grupo de muchachos de una compañía teatral “alternativa” ofrecían un espectáculo de danza e improvisación, rematado con el paseo de un entierro de todo arte museístico, difícil lección cuando incluso, o, sobre todo, lo contemporáneo exige ser enterrado rápidamente con honores de clásico.
Había contratado para el día siguiente una visita a un templo –“terreiro”– del candomblé, con un muchacho que parloteaba como un loro, y en varios idiomas, especie de donjuan de viejas, entre ellas una que le llevó a España, a Granada, en fin… Por la mañana seguí visitando iglesias, así san Francisco, culmen al parecer de un barroco vulgar y frío; en las salas museísticas, objetos aprisionados en una especie de mallas; también un san Francisco cuyos estigmas, la señal de su alianza con Cristo, aparecen señaladas con cordones de color rojo y le da un aire un tanto irreverente de guiñol.
En los lindos azulejos portugueses de los patios encontramos la maravillosa imagen de una Lisboa antes del terremoto, idéntica quizá a la que pude disfrutar en el Museo de la azulejería en la Madredeus lisboeta; este sería el arte verdaderamente lusitano, sostenía el autor del Memorial do convento, necesidad de una perspectiva más rígida que la pictórica, aire esmaltado que negaría el paso del tiempo, y no la melancolía del sfumatto. La inexistencia de culturas desarrolladas en el Brasil, en contraste con la conquista hispana, explicaría la pureza metropolitana del arte brasileiro, intocado por artistas locales como ocurrió en la arquitectura y artes de la América hispana, y solo encontró una nueva expresión en artes que señalan no un estilo sino una mímesis, caso de la música y las danzas que crearon los descendientes de los esclavos traídos de las colonias africanas.
En la casa de la Misericordia, el altar de la iglesia me recordaba los pastelones rococós de orillas del lago Constanza. En la época ya propiamente brasileira, aparece la figura del protector Pereira Mariño, creo recordar, quizá de la estirpe de los Pereyre franceses, banqueros muy ligados a las catástrofes financieras de la España liberal. Esclavista, y ya después banquero, consiguió una inmensa fortuna que en parte empleó en mantener la institución; ejemplo muy ibérico del carácter de nuestra burguesía “liberal”, recuerda la figura de Costa Cabral, el ricachón que transformó las salas del convento de Tomar en almacenes de aceite. Seres fríos, almas de torquemadas galdosianos, ni siquiera con el dinero pudieron comprar una esposa, pues recuerdo como la del ministro Cabral le abandonó por un personaje oscuro, un “amor de perdição” (¿O quizá era la figura de otro ricachón que encontré en Évora?). La señora que oficiaba de guía en un español mediocre me enseñó también las habitaciones de las mujeres “arrecogías” por la Institución, condenadas al parecer a perpetua oscuridad, así como los hombres disponían de algunas ventanas para que entrase la luz y el fresco aire de la bahía. La sala del consejo, verdaderamente financiera, estaba orlada con retratos de los diversos gobernadores, entre ellos un caballero con el hábito de Santiago, pues bien es cierto que Brasil también formó parte del inmenso Imperio de los “Filipes”, hasta que con los Braganza recuperó su independencia, como señalaban las profecías del pintoresco barbero Bandarra, recogidas por el padre jesuita Antonio Viana, para quien Cristo había fundado “personalmente” la nación portuguesa al presentarse ante el rey Afonso Enriques antes de la batalla de Ourique –personajes que conocía a través del las lucubraciones del inabarcable escritor Fernando Pessoa, heraldo de un Quinto Imperio de raíz lusitana. Nacerá después esa ilustración portuguesa, reino del burgués Marqués de Pombal, que marcará un destino más razonable para la nación y se muestra sobremanera en la azulejería, antes que en la imitación de modelos foráneos; mundo que sugiere una etapa de templanza y progreso, lluvia benéfica que caía desde los salones para ir llegando suavemente al pueblo, aún a riesgo de constiparlo.
(Me resultó conmovedora la carta dejada por la madre de un niño abandonado en el torno de la institución, con estilo y preocupaciones que quizá desmentían la causa de la pobreza como motivo de la entrega; más bien pecado de juventud, al estilo de las novelas de Castelo Branco, o del brasileño Machado de Assis. También, señalar la Figura en que un pintor destilaba los rasgos más sobresalientes de las escenas de un vía crucis en un cuadro anexo, presidido por la figura de un ángel).
Por la tarde-noche me entretuve paseando y después tomé unas copas de la famosa caipirinha en una terraza donde un músico del lugar interpretaba la linda música brasileña. Cerca, una muchachas muy pintadas y escotadas; una de ellas me recordaba extrañamente a un viejo amor, joven ahora y aún deseable. Cuando ya me iba apareció el personaje de Charlie, el guía turístico que mencioné, y a pesar de su horrible aire de maquereau, acepté ir a un “cabaret”, un simple bar de sillas de plástico y música estruendosa donde las muchachas se arrancaban a veces a enseñar sus encantos, ante el rugido de los varones. Se me acercó una mujer de rasgos indígenas y agradable presencia y con ella y otra horrible mujer con aire andrógino bebimos unas cervezas; me la llevé al hotel, no sin antes soportar uno de los discursos tediosos y enrevesados del macarrilla, que ahora adoptaba aires de tal pidiéndome una propina; Jünger señalaba como seguramente hay una influencia astrológica en el destino de estos personajes rastreros, a menudo ligados al vicio y la corrupción; es aconsejable pararles los pies enseguida.
Al día siguiente por la mañana, lluvia y dolor de cabeza; por la tarde, me recogen para visitar la ceremonia del candomblé, después de una larga espera en que ya creí ser objeto de un timo, recorriendo avenidas y barrios deprimidos en un laberinto a menudo sórdido –escenas de unos policías deteniendo a jóvenes de aspecto lamentable, que parecían husmear en la basura; nuestro guía, Armando, habló de “pacos”, en relación al menudeo de droga; me recordaron los pobres adictos al “basuco” de Bogotá. En un barrio que jamás encontraría por mí mismo recalamos en una casita con un pequeño jardín y un porche oloroso a jazmines; allí se iba a celebrar la ceremonia. Poco antes de ingresar, una pareja desciende de un lujoso automóvil, un joven resplandeciente de joyas y seda, tocado con una especie de tarbush y un rico manto terciado que le daba aire de reyezuelo africano, acompañado de una mujer madura con una lujosa toilette en blanco: son importantes líderes de un culto de candomblé e invitados de honor, me comentó nuestro guía. Al entrar nos separan por sexos, los hombres a la izquierda, y nos acomodamos en unos bancos aledaños a la pared. El techo del local está decorado con telas de colores diversos que parecen recrear una cúpula; en el suelo, justo debajo del rosetón central, un cuadrado en negro; en la estancia se encuentran también algunos jóvenes con aire de conocedores que enseguida comenzarán a cantar siguiendo una música ejecutada por tres tambores, con una extraña disonancia, sin una melodía reconocible para nuestro oído –después sabré que cantaban en un dialecto yoruba, propio de Nigeria–. Un personaje engalanado a la manera del invitado que mencioné, pero de mayor edad, preside la ceremonia desde un sillón de madera con respaldo. Aparece un grupo de mujeres vestidas con trajes ricos, de encajes calados, así como cubiertas con tocados muy diversos, un grupo muy heterogéneo, desde una niña de apenas siete años hasta una anciana, mujeres de edad madura la mayoría, inmensas, de una fealdad vital, espléndida; entre las jóvenes, destacaban algunas de aspecto nilótico, altas, hermosas, y para mi sorpresa, formaba parte del grupo una mujer blanca, a quien unas gafas de montura metálica daban aire de intelectual; posteriormente, se le añadió otra mujer de aire nórdico y rostro muy dulce.
No sé muy bien cómo explicar lo que son esta danza y este ritmo, mímesis dichosa antes de que apareciera el estilo, el ornamento. Cada cierto tiempo, se iniciaba una nueva melodía en que las figuras femeninas danzaban en corro con un movimiento lento en que el manejo de los brazos parecía muy importante: primero como si majasen en un mortero, después movimientos cada vez más sofisticados y expresivos. A mi lado, un joven comienza a quejarse, a entrar en trance, y rápidamente las mujeres lo llevan a una especie de camerino, situado en la delantera del templo. Así sigue la danza durante mucho tiempo; una pareja de danzantes, tocadas con una especie de tela blanca, parecen ejercer oficio de azafatas, auxiliando a quienes parecen desarregladas, o confundidas. Una de las jóvenes, de pelo rapado, con aire verdaderamente de esclava, danza con los ojos cerrados y sus cejas se levantan constantemente, como en trance. Nada extraordinario parece ocurrir, pero se siente como una epifanía que nunca llegara, dolorosa, extraña. Nos sirven una cena en platos de plástico y algunas bebidas. En un momento, la mayoría de las danzantes han penetrado en el templo con trajes y tocados que parecieran de carnaval, presididas por una figura masculina, especie de exótico rey de Siam con corona de emperador y una papisa –o reina– con tiara dorada, acompañados de mujeres con la cara cubierta por ristras de collares y alfanjes de un material liviano, o un cuerno de caza. Pareciera que algunos arquetipos cobrasen vida. La danza da lugar a escenas donde surgen figuras distintas: dúos, cuartetos y hasta algún solo por parte del monarca. Algunas figuras constantes: de bruces en el suelo, besarlo; inclinarse ante algún compañero, o espectador, para abrazarle después; avanzar hacia la puerta, como umbral de algún extraño reino, para retroceder enseguida. La figura masculina, magra, pequeña, danza ahora con las mujeres-arquetipos, y porta como ellas unos complicados lazos que caen de sus tocados o de la espalda –me recordaron la estrafalaria indumentaria que lucen algunas figuras femeninas de Zurbarán. Su vestimenta, su aire de gnomo, su danza ligera, parecía corresponder a alguna divinidad andrógina. Una mujer comienza a gritar y rápidamente es conducida al extraño camerino. La papisa y el monarca parecen enfrentarse. Una danzante casi anciana emite gritos, gruñidos, la gente la consuela. Ya es tarde, alguna gente se despide, entre ellos la pareja principesca. Ahora todos visten de blanco y danzan formando hileras desordenadas. Debemos irnos; lo divino no toca a quienes no participan, afirma Hölderlin, pero al menos hemos sido espectadores atentos y sensibles. Paseo por el barrio mojado y solitario, ahora reino de gatos famélicos.
Iemanjá, diosa de las aguas, era una invocación repetida durante toda la ceremonia. En Bahía, su gran fiesta se celebra el 2 de febrero, día de Nuestra Señora de los navegantes, en que las barcas se llenan de flores blancas y velas que luego se arrojan al mar. La imagen del museo paulino parece recoger una iconografía más bien europea, aunque de rasgos mestizos, añadiéndole los pescadillos que indicarían su carácter de benefactora para la gente marinera. ¿Qué porta en su mano derecha? Parece una especie de paipái para refrescarlos. Imagen ambivalente entre el horror y la pasión amorosa en las mitologías, también erótica por tanto, y destinada al amor, como la que contempla a hurtadillas el muchacho que sirve al Merlín galaico, creación de don Álvaro Cunqueiro, a quien había acudido para teñirse la cola de negro por su reciente viudedad.
Esta riqueza de los bailes, de la indumentaria, de toda una mitología “solar” que recoge una visión fuerte, una cosmogonía, señala a una cultura brillante ya en el origen africano de los esclavos, oculta bajo la idea europea de un continente sumido en la estupidez; ni siquiera los románticos, cuyo paraíso era las islas del Pacífico, la salvaron de ese silencio sombrío que justificaba el sacrificio de millones de seres humanos; para el etnógrafo Leo Frobenius, en África estaba viva esa Edad de Oro que para los europeos había trascurrido tres mil años atrás y que el elogio de Homero a los etíopes pone en evidencia. La cultura que llama atlántica, en África occidental, cultura caballeresca dividida en cuatro castas, aparecía todavía fuerte en los pueblos yorubas; su sistema religioso, Regia de Osha-iba, o santería yoruba, se ha extendido por toda América.
Oriki (invocación) de Iemanya:
Yemaya atara magba!
Rainha que vive nas aguas mais profundas.
Ela come na casa e come no rio.
Mae dos seios úmidos.
Aquela que o despertar tira a água mais límpida.
Senhora marinha do mundo que cura as pessoas como um médico.
Riacho negro,
dona das folhas de palmeira,
fértil desde tua juventude,
sais do rio como o arco-íris,
velha dona do mar. Omi O!
(Para Leo Frobenius, de nuevo, una de las figuras más importantes del panteón yoruba sería Shango, el hijo de Iemanja, verdadero dios solar; en uno de sus mitos, la persecución de su esposa Oya se convierte en toda una manifestación de la aurora, la marcha del sol y su hundimiento en el mar en medio de una exaltación de resplandores y llamas, en su lucha con Huisi, la noche misma. Seguramente, alguna de las maravillosas escenas que forman el rito candomblé no fuera sino la representación de alguno de los mitos yorubas).
* * *
Ayer, domingo, excursión a la isla de los “frades” y a Itacapirá en un día feo, con rachas de lluvia fuerte. En la barca nos sirven bebidas y un trío algo patético de jovencitos tocaban música brasileira con ayuda de un banjo y de percusión. Rápidamente la gente se anima y se rompen las distancias y todos parecemos conocernos desde hace mucho, así yo charlo con Fátima, señora que viene de Recife con su hijo Gildo, muchacho de catorce años con aire de bebé gigantesco y mimado. La isla de los Frades ofrece una magnífica visión de la bahía y sus islas, desde un promontorio con una capilla dedicada a la Virgen de Guadalupe. Un poquito de sol me anima a bañarme en un agua fresca, deliciosa. En Itapaquirá, prácticamente nos obligan a comer en un restaurante playero donde Gildo consumirá verdaderas montañas de comida; después, paseamos en un coche para admirar algunas mansiones, entre ellas la de Vinicious de Moraes, creo recordar. Al subir a la barca con ayuda de un pequeño catamarán, el agua está extrañamente cálida.
Y ahora, hacia Lençois y la Chapada Diamantina.
Lençois, hostal Backpapers 20 de septiembre
Viaje en bus por un paisaje que fue adquiriendo progresivamente el aspecto de un “sertão”, con sierras cubiertas de una rala vegetación y pueblos acostados en las laderas. Cuando miro por la ventana del autobús, admiro un paisaje de prados y colinas cubiertas de una especie de acacia, pueblos que recuerdan a mi Extremadura, como animales extendiéndose al sol.
Tras instalarme en mi litera, cené en un restaurante con nombre del famoso cangaçeiro Lampião, al que recordaba de la visión de Deus e o diabo na terra do sol, especie de gran guiñol donde desfilan los arquetipos de la tragedia brasileira: brigantes, magos, frailes, rebeldes… Tomé una rica carne muy tierna, con un acompañamiento de banana, cebolla…; un plato típico, al parecer. El lugar es fresco, tranquilo, de una pureza de aire maravillosa; el día siguiente amanece radiante para disfrutar de las suaves colinas y la belleza tranquila del lugar, así que me embarco en un paseo hacia una de las “cachoeiras” –cascadas– que han hecho famoso este lugar, después de que los buscadores de diamantes lo abandonaran. Es un camino tranquilo en principio, rodeado de arbustos olorosos y podemos vislumbrar algunos macacos y hermosos lagartos, también un pájaro blanco y negro que recordaba a nuestros cucos; el camino se complicó a medida que nos acercábamos a la “cachoeira”, pues debíamos ascender por la ribera del río, jugándonos un resbalón, o una caída. Mientras el camino es fácil charlo con Pablo, argentino correcaminos: vive esa curiosa situación de quienes han perdido sus raíces y ya no pertenecen a ningún lado, ahora varado en estas tierras. Nos acompañan Alina, moza alemana fuerte, de espaldas de atleta, Michel y el simpático Brandon, australianos que hacen gala de la vitalidad y el buen humor proverbial de la gente de su país. La excursión resulta agradable, aunque peligrosa a ratos, y disfrutamos nadando en la famosa “cachoeira do sossego”. Las aguas tienen una coloración extraña, que en principio se podría atribuir a componentes férricos, pero nuestro guía, Pedro, atribuye a sustancias orgánicas vegetales; cuando uno se introduce en los remansos, la piel adquiere una tonalidad rojiza. Llego tarde y agotado, desgraciadamente mis molestias de estómago hacen acto de presencia, penitencia tradicional en mis viajes; en fin…, paciencia y arroz.
Al día siguiente, me dejo embarcar en una excursión con Aline en “carro” hacia el Poço de luz y la cachoeira dos mosquitos, un largo viaje por un paisaje ya de pura “restinga”, como aquí se traduce el más conocido “sertão”, con su característico “mato branco”, arboleda que parece muerta en su tonalidad blanquecina. Nuestro guía es ahora Giovanni, antiguo “garimpeiro” –aunque no le gusta esa expresión, pues tiene carácter despectivo, me dice– hombre curtido y simpático e incansable conversador; yo intento seguirle con mi portugués libresco, a la vez que traduzco para la muchacha. El “poço da luz” es una más de las grutas que el agua crea en las calizas, pero verdaderamente el color del agua es peculiar, tonos de azul que se pueden disfrutar en esta hora del mediodía, al parecer debido a sustancias de manganeso y otros minerales; nos bañamos en el pozo, y yo hago también papel de fotógrafo. Después, nuevo viaje por carreteras de tierra, a veces con el traqueteo que producen lo que Giovanni llama “costelas de vaca”. Comemos el típico churrasco, muy popular por esas tierras, y ya después hacia la cachoeira de los mosquitos, que aluden a los pequeños diamantes que se encontraban por la zona, y de escaso valor. Es linda, como paisaje inventado para turistas en busca de exotismo, con algo de irreal, de telón abierto para nuestro placer y que esconde historias más fuertes, de hazañas y locuras de los buscadores de diamantes. Por la noche ceno con Aline, que realiza su tour americano antes de embarcarse en su primer trabajo, ¡y con veintidós años! No sabe nada de culturas y costumbres, pero parece muy feliz tras su periplo por Chile, Perú, Colombia y ahora el premio del calor brasileño que irá a disfrutar en las playas de Fortareça.
Y el caso es que me dejé de nuevo convencer para otra “trilha”, como dicen aquí a las caminatas, esta vez hacia el corazón de la Chapada, el valle de Pati, renunciando a la posibilidad de hacerlo más morosamente, en excursión más larga y relajada. De nuevo con Giovanni, recorremos un paisaje muy cambiante y ameno, parando en el lugar de Guiné para hacer provisiones y estirar un poco las piernas; me encuentro bien y feliz. Ascendemos hacia la “chapada” –especie de meseta– y vemos los grandes bloques que crean el efecto de enormes barcos en un mar verde. La vegetación es una especie de matorral orlado por plantas coloristas, que apenas puedo disfrutar porque nuestro guía iniciará un paso ligero que ya no abandonará en todo el día. Llegamos a un mirador espléndido, lo que permite observar las formaciones rocosas que rodean un espléndido valle, situado en lo que pareciera el cráter de un volcán. Seguimos camino a través de formaciones vegetales que nos tapan la visión, especie de hierba altísima y en la que sobresalen bromelias y una especie de helechos de épocas pleistocenas, supervivientes de lo que fue un mar interior que hasta cinco veces cubrió la zona. Un barro negro y pegajoso muestra ese carácter de depósito carbonífero que disfruté también en las cercanías de Bogotá, allí donde reinan los frailejones, padres del agua. Llegamos a la orilla de un riachuelo y nos bañamos y comimos algo; casi sin pausa Giovanni nos conduce hacia la más increíble “cachoeira” de la Chapada, cola que nace a más de trescientos metros de altura, asomándose a un valle perdido, maravilloso; apenas me atrevo a acercarme al borde de los precipicios que la enmarcan.
Y a correr de nuevo, para poder llegar a disfrutar el último espectáculo prometido, un glorioso atardecer, lucha de Shango y Huisi en el mito yoruba, con mi estómago en condiciones lamentables y un tanto molesto porque prácticamente me abandonan a mi suerte. Con ese arrebol en rojo el día se despide, e iniciamos la bajada hacia el “carro” en plena noche, ayudándonos con linternas. Giovanni nos advierte de cobras y demás, pues ahora aparece la vida nocturna: “Não ha noite”, filosofa, todos no somos sino sombras. En el cielo, la vía láctea muestra también ese aspecto de “mato branco” nocturno, el ñandú primordial de los guaranís, e iniciamos el largo viaje de vuelta en la oscuridad por carretas a veces lamentables, pero atravesando lugares curiosos, charlando sobre orígenes y futuros con Giovanni, mientras Alina dormita, o consulta su teléfono. Hoy descansaré, y quizá almuerce con Giovanni, pues me prometió visitarme esta mañana, lo que todavía no ha ocurrido. Gente dura, fuerte, que bien merece un poema.
[…] se você cansasse,
se você morresse
Ma você não morre
Você e duro, José!
Sozinho no escuro
qual bicho-do-mato,
sem teogonia,
sem parede nua
par se encostar;
sem cavalo preto
que fuja a galope
você marcha, José
José, para onde?
(Carlos Drummond de Andrade, José)
Recordaba a mi tía lisboeta, María Manuela, calificándonos a los Mariño de bichos-do-mato, gente con tendencia a la soledad, como misántropos.
(Miserias del viajero: ya he señalado en alguno de estos diarios las situaciones de embrollos, engaños y demás que nos procura una técnica que creemos a nuestro servicio. Seguramente nuestros abuelos viajaban con más garbo y facilidad que nosotros; es decir, viajaban).
Finalmente, pasé mi último día en Lençois paseando y poniendo al día mis diarios. Hago dieta –arroz blanco– y me voy recuperando con la ayuda del Tiorfan. Paseo por el pueblo, de construcciones curiosas, de un estilo colonial tardío, sencillo y elegante a menudo, que se recrea en mansiones de hermosos jardines; los barrios populares no muestran esa degradación típica de los suburbios urbanos, pues lo forman casitas aledañas, pintadas de colores alegres a menudo. Al día siguiente, nuevo “colectivo” hacia Bahía para llegar de atardecida y visitar el museo de arte moderno, en una vieja mansión al lado del mar y un pequeño parque donde la gente disfruta del atardecer. Al lado, un pobre caserío de pescadores que se encarama en la ladera; algunos muchachos manejan sus barcas, o nadan en la pequeña bahía. El museo solo exhibe exposiciones temporales –¿cuanto tarde el arte en ser intemporal?–; una muestra de fotografía sobre las playas de Bahía tenía cierta elegancia, niños de rostros hermosos y pensativos frente al mar. También, las esperanzas y la crueldad de la vida para estos mismos niños en las viejas rúas del Pelourinho.
Cené un peixe grelhado muy rico y después el sonido de la música me llevó a un espacio donde se celebraba una reivindicación de la negritud bahiana; una mujer de espléndida vejez leyó un texto sobre los “quilombos”, las republicas de pretos huidos de la esclavitud, duramente reprimidos; en este caso, lograron sobrevivir más de un siglo. Después, ya una vibrante música invitaba a la gente a bailar, interpretada por una maravillosa banda donde destacaba la percusión, tambores que señalan siempre el ritmo del corazón. Desde mi pobre “quarto” seguía oyendo la música. Me acordaba de la mujer a quien había amado en un cuarto cercano y me había enviado mensajes cariñosos.
Hostel Buena Vista, Ouro Preto, lunes 23 de septiembre
Ayer, avión a Belo Horizonte y nuevo colectivo hacia Ouro Preto, paisaje degradado a menudo por la presencia del eucalipto. Llego a mi hotel, una bonita mansión de balcones abiertos hacia la ciudad, y salgo a cenar; había entrevisto en el taxi que me dejó en mi alojamiento una espléndida plaza y efectivamente me encontré en una especie de Coimbra nocturnal, una versión quizá no tan melancólica en estas tierras del trópico, pero con esa misma amabilidad suave de la arquitectura portuguesa que continuaba en la Rua Dereita; las farolas ayudaban a crear efectos de esa “soturnidade” que el poeta Cesáreo Verde señalaba para las noches lisboetas y le creaban un deseo “absurdo” de sufrir. No era mi caso, más bien el repiqueteo de los adoquines me trasladaba como siempre hacia sueños de infancia. Cuando llego a un pequeño puente con su cruz en el justo medio del pretil, en un escenario de palacios y jardines, esperaba una música de guitarras portuguesas y “choradinhos”, como en una ópera mágica; me tuve que conformar con una cena deliciosa en el maravilloso restaurante do Passo, saboreando un vino chileno, azufroso y picante, y el dulce pão de mel, donde cedí ante el porto para que la ficción fuera perfecta; ni siquiera la soledad me dolía tanto, aunque era un lugar para celebrar el amor.
Después del “café da manha” salgo a pasear por la bella ciudad, ahora orlada por neblinas y nubes, en compañía de Marcia, profesora brasileña con licença, y visitamos la iglesia do Carmo, la única abierta en esta segunda feira; admiro la escultura en relieve de una hermosa Virgen, obra del artista que simboliza toda una época de esta región de mineros, o “Aleijadinho”, hijo de otro artista y escultor y de una esclava, creo recordar, orlada con las tres coronas que al parecer eran su firma. También es obra suya un Cristo, con toda la parafernalia de la Pasión, en una de las capillas de la iglesia, como ya encontré en Bahía. Seguimos caminando y charlando morosamente por las rúas, deteniéndonos en alguna capilla y gozando de la atmósfera de bienestar que respiran las alegres casas, así como la “repúblicas” de estudiantes, o los chafarices, que la acercan más a una Coimbra feliz trasladada como por milagro a estas antípodas. Debemos despedirnos, pero quedamos en vernos quizá en Río, exaltación del Eros viajero que, como el amor de estudiante coimbracense, a menudo “não dura mais de unha hora”. Sigo caminando, a vontade, en la plácida mañana y me pregunto si hay un horror oculto tras esta atmósfera tan plácida, en este tiempo conservado como en almíbar: en las colinas, aparecen los barrios pobres, arracimados y tristes de todas las Américas. Mañana haré un tour por la ciudad para visitar iglesias y museos, y en los próximos días intentaré llegar al espacio de Imnhoti y hacia Tiradentes y otros lugares de este Portugal remozado y hermoso. El tiempo nublado y lluvioso lo acercaba todavía más a la metrópoli, duplicando la sensación de irrealidad, o de ese realismo mágico que se acotó para el arte de las Américas.
Miércoles, 25 de septiembre (hostel Buenavista, en Ouro Preto)
(Esta noche, en vela desde las tres de la mañana. Pensamientos negativos, rabia, nerviosismo, que fueron disminuyendo con el paso del día. Nuestras íntimas cobardías nos persiguen allá donde vayamos, aunque hayan transcurrido años, ocasión en que aceptamos ser humillados, no humildes).
Para hoy tenía programado un tour por la ciudad, en compañía de gente del país, reservada, educada y muy atenta a las explicaciones de Washington, nuestro guía en las andanzas del barroco y el rococó de Minas Geráis, a pesar de sus exageraciones, a veces verdaderas hipérboles, y adquiere aire profundamente brasileiro en la figura del leproso Aleijadinho, que debía atarse las herramientas a los muñones para poder esculpir en la curiosa piedra-sabão, de quien ya sabía por las notas de un viaje por la zona del hispanófilo Waldo Frank, a quien parece voy siguiendo en su periplo, incluido la latencia del erotismo bahiano. En la linda iglesia del Pilar nos ofrece una introducción histórica sobre el nacimiento de la ciudad, llamada en su origen Vila-Rica, marcada por la lucha del gobierno portugués contra los “bandeirantes” paulinos, que al igual que en el Paraná español, sembraban el pánico en las poblaciones; lucha que llegó a un cierto acuerdo, aunque el pueblo se dividió en dos barrios antagónicos y enemigos, lo que llevó a alternar los pasos de Semana Santa en años pares e impares para lucir sus imágenes. También nos ilustró sobre las fraternidades, o cofradías, en que cada iglesia se dividía –siete en este caso– con su propio padre cura y sus ceremonias, que llegaban a superponerse, y me resultó graciosa su narración de las interminables misas de la época y el estado de alucinación que provocaría en las gentes: el humo del incienso crearía una imagen cercana a una hipostasis celestial. Frente a cierta vulgaridad de las imágenes de Cristos y demás, aunque en algunos casos superan a las de la metrópoli, algunas pinturas en los laterales del altar representan escenas del año agrícola con un naif muy agradable de ver. El tema de las enseñanzas de Santa Ana a la Virgen, que encontraré a menudo, creaba la cariñosa imagen de una maternidad pedagógica. Visitamos una de las minas que hicieron la riqueza de la región, excavadas a pura barrena, pues al igual que en las mexicanas no usaban la pólvora, lo que agravaba aún más el durísimo trabajo de los esclavos que nuestro guía, un larguísimo mozo preto, consideraba habían traído sus técnicas de África. Las minas parecen pequeñas, como predios en los que ahora se han edificado los predios mismos, aunque muchos de los túneles no se podían visitar; los esclavos debían trabajar en horarios interminables, ¡y desde los nueve años! Las mujeres se encargaban de algunas faenas, la última de las cuales era conseguir que el polvo de oro se quedara fijado en pieles de buey, el animal totémico de esta región, al igual que el mulo permitió el traslado de la plata peruana y mexicana. También visitamos la que sería la casa del padre del Aleijadinho, arquitecto y artista él mismo, que lo tuvo de una esclava, y la propietaria actual permite gentilmente su visita; conserva muebles y adornos curiosos, como lo era la sala destinada a las vírgenes solteras que se cerraba a cal y canto por las noches, con paredes y tabucos que permitían a los padres vigilar las conservaciones –y las conductas. Después de un agradable “almoço” visitamos la iglesia de San Francisco, con la famosa portada del leproso, una virgen ascensional, flanqueada por los mofletudos angelotes que serían una de las marcas de su estilo. La arquitectura misma y toda la escultura serían obra del citado autor, durante un período de unos cuarenta años, creí entender. Era curiosa la interpretación de nuestro guía de algunos elementos militares en el propio plano de la fábrica y en elementos de la decoración, considerándolos homenaje al origen noble de san Francisco. El santo aparece en un tondo de la portada en una de sus visiones extáticas; en un lateral, lo que parece la basílica de Asís. Las curiosas pinturas sobre madera, que ya observé en algunas bóvedas de las iglesias del lugar, eran al parecer obra de algunos pretos y mulatos, discípulos del propio Aleijadinho. Imagen un tanto cómica de san Roque y su perro, que llevaba un pan en la boca y tenía aspecto de recién horneado. En la sacristía, nuevo relieve del mulato y un expresivo Cristo crucificado. También recuerdo que visitamos santa Ifigenia; las imágenes de santa Bárbara y de la Virgen del Rosario señalaban hacia el culto del candomblé, quizá en relación con Xangô, divinidad yoruba ligada al rayo y el trueno, pero también a la riqueza.
Gilberto Freyre y Waldo Frank señalan al Aleijadinho como el primer artista que reflejó el alma de Brasil. Para el sociólogo brasileño hay en el artista mineiro un afán de sátira, de ironía que se correspondería ya con un carácter propiamente brasileño; masoquismo y sadismo le parecen también rasgos de la personalidad del artista, en su identificación con Cristo y con los profetas, como testimonio del trato más cruel dado a los esclavos en la zona minera. Sería el precursor de la obra de Rivera y Orozco, de Portinari y Cícero Dias, con su arte social y su tendencia a la deformación, a la caricatura; así como de la obra de escritores y poetas brasileños, como el poeta satírico dieciochesco Gregorio de Matos.
29 de septiembre. (En el ‘colectivo’ que nos lleva a Río de Janeiro)
(Hace apenas unas horas me despedí de la linda princesa guaraní, tan dulce, tan cariñosa. En nuestra taberna d’Omar oímos juntos un “choro”, música que mezcla en refinamiento asombroso una extraña concordancia de etnias, edades, instrumentos…, melodía del propio Brasil).
En Imhati, un precioso lugar, “mato” domesticado para el goce del arte, paseé los recovecos del lugar contemplando las esculturas que lo jalonan, los tótems de nuestro mundo para llegar todavía a la presencia de lo sagrado. Visité también la exposición que Marcia me había señalado, en una de las galerías que van apareciendo como extrañas naves de cemento y metal, una mezcla de fotografías, pinturas, dibujos y un terrible filme documental sobre la degradación y la miseria del viejo Pelourinho bahiano, expresamente en el barrio de Maciel; era obra del fotógrafo Miguel Río Branco. Curiosamente, la miseria, la degradación de la zona, terrible en las imágenes de perros famélicos y viejas prostitutas, viene jalonada por las sonrisas de las personas que observan las escenas, o simplemente lidian con la cámara.
En una galería que recrea una mansión amazónica se muestra una increíble instalación sobre otra degradación, la del paraíso socialista. En un pequeño sendero se encuentra el laberinto del agua y la hojarasca metálica, cubo “herreriano” de Cristina Iglesias. En el camino de regreso, visión terrible de la degradación del bosque subtropical mismo. Llego a Ouro Preto bajo la lluvia y ceno en un pequeño restaurante una sopa llamada algo así como “ginga”, con sémola y linguiça, gula de viajero aterido.
Al día siguiente, en carro hacia San João del-Rei, en que constato esa desilusión del narrador de A la Recherche… cuando los Nombres se enfrentan a quienes los portan. Visito la iglesia del Pilar, también la igreja do Carmo, nuevos resplandores áureos y el merengue del rococó; llueve sin parar y duermo una “soneca”, friolento y destemplado, solo en la taberna d’Omar, con su vino y la música, me siento revivir. Asisto antes a unas performances en un lugar cercano, donde se celebra un congreso de música contemporánea; dos lindas bailarinas pretas danzan sobre un fondo de música electrónica e imágenes y videos sobre el racismo, y uno quisiera creer que el sueño de la “raza cósmica”, futuro señalado por el mexicano Vasconcelos para las Américas, se ha hecho carne en esta tierra, triunfo del amor sobre el frío interés de los pueblos civilizados.
Por la mañana, una linda mujer que está trabajando en su álbum de viaje, como en una novela de Goethe, me señala la tardanza del “café da manha”; su amabilidad y su sonrisa adelantan un día azul, radiante. Consigo un billete para el comboio y que un zapatero se haga cargo de mis botas, un maravilloso personaje de aspecto falstafftiano, luciendo su aparatosa panza de dios tibetano en un chigre caótico y sucio, como la vida misma. Cuando llego a la estación del tren a vapor que nos llevará a San Luis del-Rei (actual Tiradentes), de nuevo encuentro la sonrisa luminosa y la presencia de la hermosa mujer, que ya no me dejarán en estos felices días. En su compañía voy en el suave tren, aguinaldo de juguetería, y los caballitos se acercan en un trote alegre a saludarnos en un paisaje de fábula ilustrada, enmarcado por las serranías cercanas, ciclopes ocres abrazados a un lienzo verde. Caminamos por el lugar y poco a poco el luminoso día, el perfume de las flores, la delicadeza de la arquitectura, obran su encanto. En el museo de la “infidencia” rasea el venerable tucán –la Infidencia, o levantamiento pacífico contra la monarquía portuguesa marca el comienzo de la historia criolla, como en nuestras Indias, y que los gobiernos se encargan de ensalzar, ante la pesadumbre de los poetas.
Não era esta a independência que eu sonhava
não era esta a república que eu sonhava
não era este o socialismo que eu sonhava
não era este o apocalipse que eu sonhava.
(José Paulo Paes, A marcha das utopias)
Visitamos la iglesia de San Francisco, deslumbrante de oro, con sus pinturas en la bóveda de madera, enigmáticas en alguno de sus motivos, celadas también por la humedad. La iglesia del Rosario de los Pretos, arquitectura noble y austera, solo rota por las ventanas en que hacen guiños al sol las campanas del sino, fue construida por los esclavos en horario nocturno y decorada con el oro que lograban escabullir a sus patronos. ¿Cómo es posible? Al igual que ocurría en los reinos españoles, esta tolerancia nos resulta extraña, educados en el rigor calvinista del progreso, así como el curioso sincretismo en que la imagen de un san Estevão preto recuerda la de un santo abisinio del siglo VI, a la vez que resuena de nuevo la magia del candomblé, pues a sus pies se depositaban pequeñas maquetas que recuerdan el amparo del santo para los deseosos de casa propia, como ocurría con el san Vicente de Alcántara ecuatoriano. Uno quisiera permanecer aquí indefinidamente, cachorro disfrutando del tibio sol de mediodía ¡Se está tan bien en la pequeña plaza, mientras comemos los bolinhos mineiros!
La ermita del poverello Francisco, con quien comparte esa pobreza más cercana al corazón que el resplandor áureo del barroco, nos ofrece en un lateral una mediocre pintura moderna, pero que es casi un tratado de sociología sobre la diversidad de la gente brasileira, razas que se unen y dividen, otras incólumes, como aludiendo a un color que es destino. En el prado aledaño los gorrioncillos pecho amarillo saben de la protección del santo y comparten con nosotros el delicado atardecer. Al volver de este lugar encantado el autobús traquetea en los viejos adoquines del camino real, despertando emociones y deseos.
Invito a cenar a mi amiga y saboreamos un pescado de carne color rosa –surubi– y un delicado vino portugués; las fatigas y las preocupaciones hace tiempo que se han retirado a dormir. Por la mañana, decidimos quedarnos un día más y paseamos por el viejo San João con sus amplias plazas, tan portuguesas, y la iglesia de San Francisco, el poverello, nuevo Cristo con sus mismas llagas, ante quien las fieras mismas y con ella el lobo humano perdían su fiereza, vueltos guardianes celosos, o alegres fraticellos; reyes poetas, o santos, como el san Luis en su peana con su cetro y corona, nos hablan de un amanecer de leyenda áurea, antes de que una soberbia razón enfriase el mundo. Siguiendo el paseo, me dirige emocionada a la tumba del presidente Tancredo Neves a quien, como muchos brasileños, tiene un particular cariño, considerado un bondadoso padre de la nación. De nuevo en nuestra taberna encantada, algunos remordimientos, como los de Eneas ante Dido. En una pequeña sala de baile, las parejas giramos con la música de un country brasileño. Otro lindo día…
Rio de Janeiro, Selina Hotel, Bairro da Lapa. (Del lunes 30 de septiembre al 6 de octubre)
Nadie sonríe en esta ciudad; si acaso, la vendedora de dios sabe qué, bailando en mitad de la calle; un maquillaje de clown resalta todavía más la aterradora expresión alucinada de su rostro. Mañana será otro día, suele decirse para dejar que las cosas, o nuestra percepción de ellas, vayan encontrando un ritmo más tranquilo, menos gris o negativo.
Ayer paseé por la Lapa y el “bairro” de Santa Teresa y la suciedad, la miseria de la gente tirada en la calle, en medio de sus pertenencias-basura en algún caso, me dolió, imagen de las megalópolis que ya había conocido en tantos otros sitios, y había olvidado. Recuerdo mi primera visión del mar desde Santa Teresa, después de subir las famosas escadas que un artista chileno decoró con miles de azulejos traídos de todas partes; en uno de ellos: “Mujer, dale limosna, que no hay pena mayor que la de ser ciego en Granada”. También el Museo cerrado a cal y canto y de estrambótico nombre (Chácara do Céu), y las pequeñas mansiones cubiertas de flores. Bajé de nuevo hacia Lapa en el lindo bondinho, tranvía que recuerda tiempos más delicados, menos veloces. Me di un paseo para visitar la catedral, quizá para justificar mi condición de viajero, y resulto ser la pirámide truncada que se divisa desde mi hotel, triste y oscura; al acercarme, algunos laterales están recubiertos con luces de neón. En el paseo encontré algunas plazas donde los jubilados jugaban al dominó, escena que debió ser frecuente en tiempos menos apresurados; algunos niños desarrapados los usaban para jugar fútbol; en los bancos, los infelices miraban con aire indiferente. Ya de anochecida, la impresión de degradación era mayor y apenas me atrevía a moverme de la puerta del hotel, asaltado por mendigos locos que querían mi cigarro.
Ha amanecido un día radiante, luminoso, y me decidí a pasear hacia el Museo de Bellas Artes, en la avenida Río Branco, que conserva restos de un esplendor burgués en ese estilo tan horroroso importado de Francia, como el del propio museo. Nada más entrar me saluda la figura de mi paisano san Pedro de Alcántara, apreciado en estas tierras por lo que parece, y a quien encontré también en la hermosa iglesia de Quito. Después, los horrores del academicismo francés como en todas estas tierras, que importó artistas para dirigir las terribles Academias de Bellas Artes. En algún caso, la pintura consigue sobrevivir (retrato del intrépido carboeiro); el horror llega con el retrato de esa burguesía criolla que Neruda llamó los “suiticos”, curiosamente del mismo autor. El paisajista A. Motta consigue el temblor de la luz de los trópicos. Un pintor de origen compostelano, Modesto Brocos, hace patente aquella teoría de algunos etnógrafos para los que la mezcla de razas ejerce también de blanqueador cultural, política asumida por gobernantes brasileños y que esconde un racismo de raíz darwinista, no la idea de una democracia racial, verdadera aportación de Brasil al mundo.
Inmensa tela, la Batalla do Avaí rememora la terrible guerra con el Paraguay que una parte del país ya consideró entonces inútil y despiadada, marcando las tensiones políticas entre unitarios y federalistas, con enfrentamientos civiles incluidos; guerra donde ya se abandona la idea del derecho de gentes, del “Iustus hostes” –el enemigo “respetable”–, y dio lugar a terribles escenas de saqueo y destrucción en el suelo paraguayo, intensificadas por la política suicida del mariscal López, digno sucesor del tirano Francia en un territorio que paso de ser utopía de la razón bajo el dominio jesuita a ejemplo de una política de tierra quemada y aniquilamiento.
La escultura de la bella indígena desnuda –Faceira– me devolvió la palpitación erótica del trópico. Gustavo Dall’ara nos transporta a un Río que todavía conservaba un aire portugués, homenaje a las “Rúas Direitas”.
(Mi estómago de nuevo fracasa. Hasta mañana.)
Ya es mañana. En fin…, continuemos con los modernos y su rápida adaptación en un país que quiere serlo, romper como sea con esa burguesía rapaz y mediocre de los pueblos latinos, para lo que buscó aliento en una Europa que buscaba también rejuvenecerse, como viejos verdes ensayando revoluciones. Milton Dacosta y su Atelier de artista, reinterpreta a un joven Picasso. También la vanguardia cede ante el nacionalismo, así en Portinari y su Primera misa en Brasil. Ernani Vasconcelos y su elegante abstracción lírica. El “neoconcretismo” es al parecer un movimiento fuerte, sea ello lo que fuere, en la escultura férrea Fausto, de Jackson Ribeiro. En una exposición individual de Marilice Corona los pobres bedeles toman protagonismo y las obras nos indican toda sus metamorfosis y querencias. En un salón de juntas encuentro las hazañas de un cazador de jaguares, como los descritos por D’Orbigny, con su valiente técnica: dejarse abrazar para clavar el puñal con más acierto, muy humano verdaderamente. Di Cavalcanti y Cicero Díaz diseñaron escenografías para el ballet Carnaval das crianças brasileiras, del gran Heitor Villalobos, donde el mundo indígena hace su aparición como tal, no mero figurante.
Por la noche me acerqué a escuchar samba en el Carioca da Gema, interpretada por un grupo de Bahía, presidido por tres hermosas muchachas. O samba es para bailar y a primera vista parece puro ritmo, pero me parece asoma siempre una saudade mediterránea, el lamento por la felicidad perdida: amar no es suficiente.
Al día siguiente tomé el barco para Nesterói, isla orlada por las torres de apartamentos con vistas al mar, pero que conserva para los felices viajeros verdaderos tesoros, playas lindas, pequeños puertos pesqueros y el cáliz de plata de Niemeyer, enfrentado al Pão de Açucar; ofrenda más que nada, me pareció. En un estado tranquilo, gozando del calor y la suave brisa, me dirigí hacia el espolón de la fortaleza de Santa Cruz, vigilando la inmensa bahía de Guanabara, donde se aposentaron los primeros llegados con la cruz. Un soldadito –Vinicious– me enseñó algunas curiosidades, como la lápida de la muchacha que murió de amor por otro soldado, ante la prohibición paterna; Iracema se llamaba. También, los terribles calabozos donde se encerraba a oscuras a los piratas para luego exponerlos a la luz cegadora del trópico, crueldad digna del tirano paraguayo Gaspar de Francia. El fuerte sirvió también como prisión durante la dictadura militar; recordaba una canción de Zeca Afonso: “Bahia de Guanabara, Santa Cruz na Fortaleza,/ e preso Alipio de Freitas, homem de grande firmeza…”.
No he leído mucho sobre la historia de este país, pero en Ouro Preto el marido indígena de Doña Lucía, la propietaria, me hablaba de su terrible servicio militar, enfrentado a la guerrilla, armada y entrenada por cubanos, hizo necesaria una intervención a gran escala del ejército para doblegarla. No habrá guerra, decía un personaje del novelista experto en guerras secretas John Le Carré, pero en la paz no quedará piedra sobre piedra; paz armada entre los grandes bloques, que supuso terribles matanzas allí donde ambos intentaban extender su área de influencia. Supongo que la dictadura militar aplicó medidas también brutales para acabar con la oposición política, a menudo misión única del ejército en la miserable historia moderna de los pueblos “latinos”, incluyéndonos.
Mi guía me mostraba todo el conjunto de fuertes que enmarca la bahía; verdaderamente, la entrada es un embudo muy peligroso para quien se aventurara a soportar el cercano fuego de los cañones; ahora, supongo, todo ese montaje se ha vuelto rápidamente naif, pues ya la guerra como tal no existe, es un recuerdo histórico, como la historia misma, sustituidas por una sofisticada tecnología y silenciosas matanzas, mientras la historia se vence ante la “necesidad”, la ley de la naturaleza que formaba parte de los designios divinos y que la razón y la fe podían iluminar para los medievales.
Me di un largo paseo por la orilla del mar, disfrutando de panorámicas a cuál más espléndida hasta llegar al cáliz que el famoso arquitecto Niemeyer ha construido como Museo de Arte Contemporáneo. Enfrentado al Pão de Açucar, entabla algo así como un diálogo con el mundo alrededor: agua, tierra, sol…, como nave llegada de otro planeta a un paisaje de una belleza arrebatadora. Entre las obras expuestas, parte de la colección Sattamini, con obras de Antonio Días, Antonio Manuel, Iván Serpa y Rubens Gerchman, reflejando la violenta década de la vida política brasileña, del 60 al 70, cuando la inexistencia de guerras declaradas entre países se convierte en guerra civil a escala mundial, especie de inconsciente pavoroso de las naciones, pesadilla interpretada por los servicios secretos, precisamente; la exposición se titula gráficamente País ocupado.
Para mim chega.
Seus cães policiais não vão mais farejar meu jardim
nem sacudir as pulgas do meu tapete voador,
Seu arame farpado não vai mais cercar vaca
nenhuma.
Nunca mais vou medir os dias nem as pesadas
noites
pela batida de um coração que apodrece.
E vê se não esquece
de retirar os corpos as manchas de sangue os mapas irregulares que me destinam
a um país ocupado.
(Francisco Alvim, Mamãe)
En una pequeña playa me di un baño en el agua fresca, con una sensación de fragilidad; enmarcando la bahía, dos enormes plataformas petrolíferas, también llegadas del futuro, para alimentarse de los restos de cadáveres amontonados durante eras.
Regreso en la motonave hacia Río y paseo por un edificio que ahora regenta el Banco de Brasil, antigua Fábrica de Moneda, también primer Paço imperial y ahora centro de exposiciones, donde se situó la Academia dos Felices, en el feliz siglo XVIII. Se presenta una exposición llamada Paiva Brasil-Percurso, de Amador Pérez, nuevas visiones de clásicos como Brueghel o Vermeer.
Al día siguiente, tomo un tour en mi hostel para visitar el Corcovado y el Pão de Açucar. Recordaba el encuentro de D’Orbigny con una hermosa amazona en la subida al Corcovado, y resultó ser alguien cercano a la casa imperial –creo recordar tuvieron una conversación en un ambiente de un cierto erotismo, como el que toda esta tierra transmite. Nuestro tour es más prosaico, aunque no impide disfrutar de las maravillosas vistas de la bahía; en el Pão de Açúcar, en un atardecer glorioso, las nubes parecen diseñadas por un pintor de la escuela veneciana; en los puertos, los barcos parecían piezas de una maqueta y el mar, un fondo de plata labrada. Los aviones que despegaban del aeropuerto cercano al mar rompían esa sensación de espacio inmóvil.
Después de cenar en el restaurante que fundó un judío checo huido de la barbarie nazi y tiene todo el aire fúnebre de Centroeuropa, pero un excelente apfel strudel, me dirigía hacia un bar que había entrevisto la anoche anterior; el lugar era un antro en que un grupo destrozaba canciones con un sentido revolucionario, inspiradas en la política latinoamericana; se citaba letras de una tal Gioconda Gil (¿Belli?), y recalaban algunos de los personajes del lado más salvaje de Lapa, borrachos, fumetas y algunos travestís. Mi escepticismo ya no resiste mucho tiempo la rebeldía, verdaderamente. (¿La política radical debe rozar la locura para subsistir?).
Me dejo aconsejar por mi guía de viaje y recalo en Petrópolis, al que considera algo así como un lugar encantador; después de gozar por última vez de los bosques de la selva atlántica, llego a un decorado mediocre para los fastos de ese imperio de opereta. Según el sociólogo Gilberto Freyre, el monocultivo introducido por los portugueses trajo consecuencias malsanas, también sociales, para un mundo cuya característica por excelencia es la variedad, así como en las relaciones sociales predominó el feudalismo o cuasi feudalismo –también algunos historiadores hablan de esa forma feudal en el mundo hispánico, lo que me parece un error en ambos casos. La naturaleza y los indígenas se rebelaron contra esta imposición, obligando a traer a los esclavos negros, lo que sería también una importación contra natura para algunos, pero no para el autor, que considera “perfecta” su adaptación a la geografía y mejor que la del indio para el trabajo duro. Por otro lado, señala la llegada de esclavos de regiones culturalmente superiores, de la caballeresca cultura atlántica, y su interés en aprender –así, la biblioteca francesa que surtía de libros a los negros musulmanes de Bahía a mediados del XIX y la creación de sociedades mutualistas al igual que los de Minas Gerais; incluso algunos escribían en árabe (Cfr. memoria de un viajero, Th. Ewbank, Life en Brasil…). Por otro lado, la distinción era más social que racial, lo que explica el auge de los mestizos, a diferencia de Estados Unidos, política de “miscigenación” por tanto (supongo que es “mestizaje”) que en ese aspecto le recuerda a Rusia. Señala también la teoría de la degeneración por ese mismo mestizaje, del profesor Stockhard, lo que no le parece cierto si se compara con sus vecinos más “arios”, como Argentina, pues Brasil es el centro de una vida intelectual, creativa y científica ejemplar –así, en el desarrollo de sueros antivenenosos. Esa política de mestizaje fue tolerada y desarrollada durante el Imperio, alianza entre lo viejo y lo nuevo que haría de Brasil un país sin demasiados sobresaltos ni violencia política, hasta la llegada de dictaduras. Como hemos visto. Un poeta como Mario de Andrade puede sin embargo representarse la historia de su país con una mirada irónica, con cierto desapego sensual.
Silencio! O Emperador medita os seus versinhos
Os caramurús conspiram as sombras das
mangueiras ovais
Só o murmurejo dos cre’m-deus-padre a irmanava os homens do meu país…
Duma feita os canhamboras perceberam que não
tinha mais escravos,
Por causa disso muita virgem-do-rosário se perdeu…
(O poeta come amendoim)
* * *
¡Qué triste Río y aún más triste despedirse! En la terraza del hotel una luna creciente guiñaba un ojo sobre la fiesta en que un grupo de samba ponía la eterna melodía que anula diferencias, prejuicios, razas, como en la maravillosa figura de la limpiadora que se animó a bailar y se convirtió en una reina de carnaval; mi compañero de cuarto, el preto argentino Alexander, bailó con su paisana Lúa una samba llena de florituras, también con algo del hierático tango, pero los humildes pasos de la senhora brotaban de un manantial más profundo. Después, otro poco de samba en el Carioca da Gema, rodeado de algunas muchachas, espléndidas en su cuasi desnudez de lindas pretas.
En mi última mañana en Río paseo hacia el convento de San Francisco, casi único resto de la primera época de ocupación portuguesa, aparte de fuertes y calabozos, exotismo europeo vigilado por torres de cristal y acero. Está cerrada y un amable señor se compadece de mi tristeza de viajero frustrado y me dirige hacia San Bento, invisible en medio de la jungla de asfalto, para encontrarme con mis últimos esplendores del barroco brasileño, única lección que supimos darle a este maravilloso pueblo. Pues la verdadera Figura que puede resumir su vitalidad es la del árbol, el propio bosque y crea “una orgánica seguridad, un irresistible crecimiento, ligereza, una oscura dulzura, una ineluctable obediencia al destino, más profunda que la mente y la voluntad”, señala maravillado Waldo Frank.
Con todo puede la alegría de la gente y ese profundo erotismo de las bahías y su aire perfumado por vientos marinos, unidos a los aromas de la selva, cercana, espléndida. Brasil tiene una melodía, un dulce choro para conquistar a quien conserva un poquito de simpatía, cifra simple solo para corazones sencillos, como en los cuentos y leyendas. Qué tristeza, qué saudade para mi exhausto corazón. ¿Qué hacemos con un cuerpo para quien toda una alma prisión ha sido? Amar no es pecado.
Se queres sentir a felicidade de amar, esquece a tua
alma.
A alma é que estraga o amor.
Só em Deus ela pode encontrar satisfação,
Não noutra alma.
Só em Deus –o fora do mundo.
As almas são incomunicáveis.
Deixa teu corpo entender-se com outro corpo.
Porque os corpos se entendem, mais as almas não.
(Manuel Bandeira, Arte de amar)
Argentina
“El genio español ha sido siempre vertical: profundo de pasión, cumbre de voluntad, aceptación de lo trágico y lo místico, más que adaptación a cualquier tierra. En México y Perú, este rasgo casó con el genio vertical de las culturas nativas y las nativas montañas. El genio argentino es horizontal, en consonancia con la tierra”
(Waldo Frank, Journey to South America)
Buenos Aires, 7 de octubre. Lunes, hostel Sudamérica, barrio de San Telmo
De las palabras de Waldo Frank se desprende la idea de un carácter distinto para los argentinos. Sus rasgos: fueron fluidos, radicales, indiferentes a los fastos de la Iglesia, amaron la libertad y la rebelión; también fueron brillantes.
Recalé en Buenos Aires después del deslumbramiento brasileiro, ciudad que espléndidamente me ofrece aquello que más aborrezco, todo ese kitsch contemporáneo de la horrible arquitectura francesa, el gótico financiero destilando cristal y acero, las Bocas adornadas como una vieja prostituta, los cafés donde únicamente los camareros conservan cierta elegancia, todos ellos dobles de escritores, y los barrios que ahora se “gentrifican” para darnos a los viajeros al menos una ilusión de verdad, de carácter. Sin embargo, recordaba que existe una ruta secreta, un mundo que recuerda los anillos infernales de Dante y nadie ha explorado después de que Ernesto Sabato lo hiciera visible –Sobre héroes y tumbas.
Día 10 de octubre
De todas maneras, fue bonito pasear por la plaza Dorrego y aledaños, en medio de los variopintos puestos de los vendedores de reliquias familiares y los anticuarios, en una primavera espléndida de luz y calor; en las calles, decadencia, edificios en ruinas y el arte de los grafitis.
Mi primer tango lo bailaba un pequeño títere de pañuelo al cuello, que se movía alrededor de una farola, pero el tango tiene algo de rigidez que hacía muy oportuno el teatrillo. Visité el barrio de Palermo –Soho y Hollywood se llaman sus particiones–, donde encontré a la viejita que calcetaba apoyada en un resalte del edificio; a su lado, una jovencita manipulaba su teléfono, diferentes labores para distintos tiempos; la señora sonrió cuando se lo hice notar. Al pasear hacia Plaza Mayo, un Fidel acartonado nos saluda desde un local de salsa; un hiperrealismo de cartón piedra nos seguirá allá donde vayamos. En la plaza, el viejo cabildo es verdaderamente un anacronismo; cuando pregunto por la catedral, me señalan una especie de templo de la razón y fui incapaz de visitarla. En la Academia Nacional del Tango, el ascensor roto, las desastradas habitaciones, las luces mortecinas, parecían escenario de novela lunfarda; graciosas, las imágenes de personajes de las historias “tangueras”, entre ellos el Cibuja, especie de “cafisho”, me pareció, o el “shusheta”, viejo aristócrata tronado; también el “garufa”, costumbrismo lunfardo que quizá ya ni los mismos nativos reconocen, restos de una literatura de cordel. Sentí con fuerza el recuerdo del amigo que me hizo gustar el tango, la milonga…, y no me atreví a concretar, melancolía por otra persona que se desvanece, sensación aún más fuerte cuando una plazoleta se convierte en un trozo de literatura dedicada a Cortázar, al que leíamos apasionadamente, con Borges y demás, incluso la estrambótica figura de Macedonio Fernández. Debemos aprender a resistir.
Sentado al borde de una silla desfondada,
mareado, enfermo, casi vivo,
escribo versos previamente llorados
por la ciudad donde nací
Atrápalos, atrápalos, también aquí
nacieron hijos dulces míos
que entre tanto castigo te endulzan bellamente.
Hay que aprender a resistir.
Ni a irse ni a quedarse,
a resistir,
aunque es seguro
que habrá más penas y olvido.
(Juan Gelman, Mi Buenos Aires querido)
Fui también hacia Tigre, al delta que forman innumerables ríos, por consejo de Mirlene y mi más prosaica guía; ahí le gustaría que viviésemos, me dice, en los lindos palafitos que recrean un paraíso de fin de semana, “colados um a o outro”. En las márgenes, viejos barcos comidos de herrumbre, como en novela de Onetti. En el barco que nos llevaba de paseo, charlo con Rafael, un almeriense radicado aquí desde niño; como ya es notorio, uno de sus hijos ha hecho el viaje inverso. La tumba de un político, una especie de casa en miniatura, está protegida por una urna de cristal; cosas de la humedad nos decía el monólogo que sonaba en los altavoces. La ciudad debe ser un paraíso para los amantes del remo, pues se ven elegantes clubs dedicados a ese deporte; supongo que forma parte de la britanización de la burguesía criolla, como la práctica del rugby y el polo, de los que vi también campos de deporte en el agradable viaje en tren, aunque también los indígenas patagones jugaban una especie de rugby, señala D’Orbigny. No manejé bien los horarios y no pude regresar en la barca que me depositaría en Puerto Madero a través del río de la Plata, imagen de una ciudad que quizá se pareciera a la primera de tantísima gente que vino a buscar una nueva vida en este país, como mis tíos abuelos, dos muchachos apenas.
En un restaurante del barrio, ya en San Telmo, donde me sirvieron unos calamares confitados, charlo con el maître sobre un curioso edificio cercano que aloja el teatro Margarita Xirgú y es una especie de casa de Cataluña; tiene efectivamente aire de palacio de barrio gótico, revisado por algún Gaudí porteño. Recordaba también los centros gallegos, en tiempos brillante refugio de exiliados literarios y políticos, ahora en una decadencia irremediable. El fulgor de la ciudad atrapó con sus señuelos a millones de personas, llegadas a un país donde campo y ciudad se odiaban a muerte, lo que se mostró en sus propias luchas internas entre unionista y federales, deseosos estos de escapar a la vorágine centrífuga de la urbe que Borges resumió en la expresión “Babilonia”, sueño cosmopolita interrumpido por terribles crisis políticas y económicas en que el sueño de vivir en una utopía derivaba en la pesadilla de los pequeños burgueses vendiendo sus últimas joyas. Trabajo duro, una feroz lucha por la vida esperaba a los recién llegados, convertidos a veces en verdugos de los aún más pobres para poder regresar a su tierra con un pequeño capital, o más a menudo, convertirse en bonaerense escéptico y burlón, uno más de esa nueva raza cosmopolita.
* * *
Día museístico. El Museo nacional de Bellas Artes, en zona de parques y facultades, de “amplias avenidas”, es un cajón gris-metálico en la parte que da al tráfico y se debe rodear para llegar a la entrada triunfal.
En la parte dedicada a las culturas prehispánicas, un cartel reivindicaba los objetos expuestos como artísticos, creo recordar, pues poseen un carácter simbólico, expresan por tanto una visión del mundo; apreciación excesiva me pareció pues, recordemos, todo lo transitorio es ya símbolo para la decadencia. Observé entonces los wawques, los objetos en piedra que representan los ancestros de los pueblos del noroeste argentino, así como los wankas, especie de menhires que señalaban territorios, así como las pipas y tabletas, ligadas al culto chamánico propiciado por las semillas de las vainas del árbol cebil, verdadero fondo de toda la religión de las culturas meso y sudamericanas. Figura del sacrificador, portando un cuchillo y una cabeza, ritual en que se perdía la propia para garantizar la sucesión de la vida. También, curiosas placas de plata y oro, así como objetos y campanas en bronce, que no recordaba en ninguna otra cultura. En una de las placas, lo que parecieran los mellizos míticos, Sol y Luna, fundadores de la cultura en todo el imaginario americano, al robarle el fuego y las semillas a los Viejos.
Tras el breve periodo “incásico” aparece ya el dominio de los españoles, que no lograron apenas reducir a los indígenas, pues su adaptación al caballo los convirtió en terribles adversarios, jamás vencidos hasta el criollismo –más bien, aniquilados. Son los “chiriguanos” de las crónicas, esquejes orientales del grupo tupí guaraní en su búsqueda de la Tierra sin Mal, creo recordar. Nada se dice de los pueblos patagones y pamperos, los terribles guerreros que aterrorizaban con sus malones a los escasos atrevidos a instalarse en esas tierras y que nos describe el gran viajero Alcide D’Orbigny, gran cazador y capaz de enfrentarse a jaguares, o a los propios patagones. (Explicación que los nativos le cuentan sobre la aparición del toro y el caballo: los antiguos habitantes los habían encerrado por miedo en una cueva, hasta que los españoles la abrieron, historia más cercana a la Figura goethiana que al darwinismo, pues los seres aparecen en su entera conformidad, como despertando de un sueño).
De la época hispánica, unos cuadros de Miguel González sobre la conquista de México por Hernán Cortés, con la curiosa técnica del “enconchado”, que hizo despertar la memoria del maravilloso convento de San Francisco en Zacatecas, la ciudad rosada. Ya en la época criolla, deliciosas acuarelas de Pellegrini: las viejas plazas virreinales ahora se ven convertidas en panópticos alertas.
De todas maneras, las descripciones de los viajeros no son muy favorables, como en el valiente D’Orbigny, que señalaban la cuasi inexistencia de verdaderas calles, más bien torrenteras y lodazales comunicadas por medio de ladrillos haciendo papel de puentes. Me encuentro con la estampa verdadera de Cándido López, no el sosias paraguayo creado por el escritor Roa Bastos, con sus cándidas visiones de la terrible guerra del Paraguay, figurillas alineadas con la torpeza de un niño pegando cromos –en la última tabla, sin embargo, remate y desvalijamiento de los vencidos. Él mismo conoció la crueldad de las nuevas guerras, manco tras la exposición a una bomba, por lo que debió aprender su oficio de nuevo usando la mano izquierda.
Este pintor fue encargado por el gobierno argentino de reflejar las batallas de la guerra de la llamada Triple Alianza, que supuso la desmembración y ruina del Paraguay, como ya he señalado en otros diarios. El escritor Roa Bastos necesitó crear una versión más sombría del pintor, como un sosias de nuestro Goya, para entender las últimas horas del paraguayo mariscal López y su política suicida, y recoger así la crueldad de una guerra sin cuartel que se mostraría en el cuadro de los asesinos instalados en un globo aerostático, o en el cuadro-escena que representa el final del mariscal que encarnó a su país, crucificado por sus enemigos después que el corneta brasileiro lo lanceara; se cumplía así la profecía del sacerdote y fiscal Maíz, personaje recurrente en las obras del escritor, que lo había titulado de Cristo-Redentor del la nación.
La vuelta del malón, terrible estampa de la muchacha a lomos del caballo del guerrero; en la silla cuelga una cabeza, quizá la de un esposo, o padre. Uno de los guerreros porta la cruz, como signo de desafío.
Sin embargo, el empaque del jinete, la salvaje delicadeza que transmite su mirada sobre la presa resignada, crean una extraña aura de erotismo. Recordaba la doble historia de Borges –‘El guerrero y la cautiva’–; esta última, la muchacha raptada precisamente por un malón que vuelve a su familia de origen, pero una y otra vez retorna a su vida entre los “salvajes”; en una última ocasión, sus padres asisten a la terrible escena en que la muchacha salta de su caballo para beber la sangre caliente de un animal recién degollado. Ya D’Orbigny, el gran viajero, señalaba el terrible temor que provocaban las noticias de estos malones, a pesar de que algunos indígenas habían aceptado la presencia de extranjeros en sus tierras, pero se consideraba no podían resistirse a la tentación de un botín fácil. En el siglo XIX la política seguida contra ellos fue de exterminio, incapaces los criollos, como los españoles mismos, de controlar a estos guerreros a quienes la aportación del caballo volvía casi invencibles, e invisibles a menudo. Aucas, puelches, patagones, libraron unas últimas y despiadadas guerras.
Volviendo al tema museístico, observo cómo en toda Latinoamérica la funesta influencia académica francesa hace estragos. El museo dedica también algunas salas a los movimientos pictóricos italianos y su transposición americana, pues algunos emigrantes quizá llegaron con su paleta de pintor, así Reynaldo Giudicci y su Sopa de los pobres, de un neorrealismo bien itálico. También, el sentimiento del paisaje de Lia Gismondi y Brughetti. Los caballos de Fader. En una sala se recrea la colección Guerrico, producto de los viajes a Europa de estos ricos empresarios; entre los cuadros, una representación numerosa de Pérez Villaamil y sus tremendas arquitecturas. Después, la colección de “anónimos”, o “atribuidos”, que me imagino colocarían a estos nuevos ricos los pícaros marchands parisinos, o madrileños. En la escuela italiana de los “macchioli” quisiera señalar el cuadro de la comida solitaria del cura: un vaso sostiene el libro con el que se entretiene, ancla para los apartados del contacto social, como tantos que he visto en la ciudad, verdaderos anacronismos, ya últimos lectores. También, algunos grabados y pinturas de Goya, con la graciosa aparición de san Isidoro al rey Fernando III: el primero, especie de cometa; el rey, un majo madrileño. De Alonso Cano, un ángel mostrando la cabeza de san Juan Bautista, tema que desconocía. Un fraile de Zurbarán sobre un fondo tenebrista, raro en el pintor. Corot y su paisaje filtrado desde siglos. Por último, las vanguardias, con Xul Solar y un grupo de montevideanos que no conocía en absoluto y me parecieron muy interesantes.
Bien, dejemos algo para mañana, pues me esperan catorce horas de autobús hasta San Luis.
(En el bus)
Sigamos con los museos bonaerenses: los uruguayos Rafael Barradas, Pedro Figari y su expresionismo colorista (Candomblé), Torres García, a quien recordaba haber visto en el Museo de Bogotá. Entre los argentinos, una pintura de Quinquela, el creador de la Boca que conocemos, cuyo museo no pude visitar, un Buenos Aires marinero frente a las fábricas y galpones. La obra del santiagueño Comet, recuerda el indigenismo de un Rivera. Después ya la vorágine de los ismos, spazialismo, concretos y abstractos (Magariños, Kemble).
Decido dejar para más tarde el Malba, pues me atrae la silueta de una iglesia, del Pilar, resto del pasado virreinal, donde permanece el oro de los retablos anunciando curiosamente el lamento del sic transit. En una capilla lateral, un Cristo “pensieroso” en medio de sus suplicios. En lo que se anuncia como “claustros”, más bien corredores, se muestra una hermosa umbela que me recordó un episodio del Merlín e familia de Álvaro Cunqueiro, en que el sabio ejerció su pericia con el paraguas de “Sal-el-sol”, indicado para esa misión en el día de Nuestra Señora de Agosto, y con el “quitatrevas” –quitatinieblas–, para andar en la oscuridad, que el mago tuvo que componer para unos canónigos franceses. En el cementerio aledaño de la Recoleta, aprecié la tumba de una lady, que recuerda a la romana de su compatriota Keats, sencilla pirámide en medio del kitsch de la memoria.
Tras un café en la Biela para saludar a la pareja de escritores que nos esperan en su cartón-piedra bonaerense, me acerco al centro cultural aledaño a la iglesia del Pilar, convertido en un lugar para la creación joven y visité algunas instalaciones, nuevo barroco para ilustrarnos sobre la “brevitas” (instalación La civilización perdida). Desde las terrazas y arcadas, Buenos Aires adquiría aire parisino, su verdadera meca. Al llegar al museo que presenta la colección Malba, sorpresa neoliberal: se ofrece en venta con todos sus contenidos, incluido Fridas, Riveras y piscinas climatizadas.
En la entrada, un retrato de Ramón Gómez de la Serna, de Diego Rivera, ejercicio de cubismo más colorista y tropical; a sus espaldas, un rostro de mujer, quizá Luisa Sofovich. Con el cubismo, afirmaba Ramón, los pintores ingresan en el manicomio de lo vítreo. Recordaba la estancia española del pintor, que frecuentaba la tertulia de don Ramón del Valle-Inclán, a quien el otro Ramón dedicó una biografía intemporal, hermosa, insuperable. Nuevamente, hermosos dibujos y pinturas de Barradas y Torres-García –¡sobre cartón!–; Pedro Fígari y sus múltiples incursiones en la cultura popular.
Sigamos: José Cuneo y sus perspectivas imposibles; la revolución mexicana, a través de la obra de los grabadores, gesta alimentada por la sagrada hierba marihuana, afirmaba Valle; el “mercado colla” del argentino Antonio Berni, con la luz y el estilo arquitectónico del español Vázquez Díaz; Nöbauer y su colorismo carioca, Cavalcanti, el paulista Portinari, sueño ciclópeo de la raza cósmica; el surrealismo daliniano de la gerundense Remedios Varo; Roberto Matta y su paleta a lo Miró; el oro de Goeritz; Luis Felipe Noé; la amenaza bajo el título de Antonio Seguí (Yo no soy buena moza). El pop lunfardo de Garabito. En un momento, me encuentro con una sabihonda profesora de arte contemporáneo en una cola que parecía un elemento burlón de la propia exposición y no llevar a ninguna parte; se emocionaba al recordar el madrileño museo Reina Sofía, indiferente ante mi insistencia sobre el museo de museos. Visito las instalaciones de Leandro Erlich, motivo de la espera; en la primera, Aula, atravesamos el espejo para convertirnos de nuevo en niños en un aula de asientos de madera y hueco para el tintero, pero si recobramos el tiempo no así el espacio, desastrado, polvoriento: Es posible amar el tiempo y odiar el espacio, advertía Vladimir Nabokov. En La vista, la indiscreta ventana solo apuntaba escenas inanes, cotidianas.
En mi último día bonaerense pasé la mañana escribiendo y paseando por San Telmo, solitario y tristón; después, perdido entre el vulgo municipal y espeso del centro. Por la noche, me atrae la música de un agradable lugar cercano a mi hostel; música tradicional, pero con un aggiornamento contemporáneo, al igual que en el día anterior me ocurrió con el tango en la Maldita milonga, por lo que el ambiente, como de culto religioso, imponía cierta distancia, una actitud de intelectuales ante el simple placer del ritmo; un extraordinario violinista, de aura extraña, a lo Paganini, acompañó durante un tiempo al cantautor, de una forma extraordinaria, lírica.
San Luis, hotel Plaza Pringle, 12 de octubre
Varado en este lugar, pues la presencia de pumas impide el paso hacia la Sierra de las Quijadas.
P.D.
Ayer, día de la Hispanidad. Supongo que en mi país se aprovecharía por unos y otros para insultarse.
El puma se niega a irse; al parecer, se trata de una hembra que busca alimento y cobijo para sus crías, ante una larga sequía y la amenaza de los incendios. De todas maneras, conseguí contactar con un guía, Jorge, y hoy me llevara a hacer un trekking por los alrededores. Ayer, en colectivo, hacia el lugar de Trapiche –antiguo molino, creo, en el viejo castellano que hemos olvidado–, donde el río permitía una vegetación hermosa de ribera. Al fondo, montañas lunares, de color hez de vino.
P.D.
Me he dejado llevar por la inanidad de estos días y no escribo apenas en estos diarios. Hice una pequeña excursión hacia el Salto de la moneda, paseando con Jorge la ribera de un río que va a desembocar en el Potrero de Funes (potrero: lugar entre sierras, me ilustró el guía). En un bonito paseo en una tarde espléndida vimos el árbol que se adapta a estas tierras, de carácter granítico –quizá la chicha, de poco porte y madera muy dura, o el quebracho–, los espinillos, árboles de rivera, las rapaces del lugar, cabeza negra y roja, los tordos (ahora en peligro por su domesticidad), el cardenal amarillo y un solitario pájaro carpintero. En el salto, la sombra y el color del agua no invitaban al baño; hicimos un pequeño almuerzo “sur la roche”, que siempre me trae la misma sensación de plenitud, de verdadero apetito y satisfacción. Por la noche, ya con frío y lluvia, me acerqué al “shopping” del lugar y visioné el último gran éxito del cine americano, el Joker, inmersión en el mundo de la locura de un carácter casi naturalista, extraña por el hecho de que se habla de un personaje nacido en el mundo del cómic; quizá solo así puedan afrontarse hoy en día ciertos inquietantes abismos. El actor principal verdaderamente merece todos los elogios, siempre en su terrible soledad, aún en el éxito, como en todo verdadero personaje americano –recuerdo para la terrible imagen de la mujer con maquillaje de clown en la Lapa carioca, pues lo payasos dirigirán una revolución del inframundo. Al día siguiente, lluvia y frío de nuevo, así como la imposibilidad de visitar el parque, curiosa puesta al día de las prioridades que Lévi-Strauss destacaba ya en la mitología americana: la vida antes que el hombre.
Neuquén, 16 de octubre
Nuevo viaje en autobús hacia Neuquén, en que somos trasladados sin apenas tiempo para un descanso y poder estirar las entumecidas piernas; prisa nerviosa y falaz, pues siempre se llega tarde; si bien la técnica es caprichosa en estos países, la vigilancia quiere ser eficaz y cruel, valga la redundancia.
Me he instalado en un estrafalario hostel, lleno de personajes de aspecto hampón; en realidad, según voy conociéndolos, resultan trabajadores arrastrados por el boom petrolífero de Vaca Muerta, como el Añes venezolano, que me acribilla a preguntas sobre España y después entra en una serie de consideraciones un tanto paranoicas sobre vigilancia, espías y extraterrestres antárticos. Por la mañana, he visitado unos increíbles museos, como el de Bellas Artes, llenos de malas copias y burdas falsificaciones –increíble el Carlos II atribuido a Carreño de Miranda–, así como de instalaciones que rozan lo grotesco. Un cuadro con la firma de Lawrence. Me vuelvo a encontrar con Modesto López, esta vez con La escuadra en el canal privado del Paso de la Patria, díganme ustedes… De Palliere, un linda Esquina porteña. En el museo de la ciudad, instalado en una antigua vivienda de ferroviario, algunas fotos de prohombres y objetos “trouvés” como un antiguo calefactor que parecería diseñado por Julio Verne. También, en un antiguo galpón ferrocarrilero, el museo de Etnografía, con una pequeña exposición de los objetos de la cultura haichol, relacionada con los mapuches, creí entender.
(Estos días tristes y fríos, ni siquiera el recuerdo de la calidez brasileña consigue iluminarlos).
Charlatanería incansable de algunos argentinos; al acostarme, un caballero agente de comercio que duerme en la litera a mi izquierda se dispara para contarme su vida apenas le contesté que sí, que soy español. En el bus a San Carlos, una señora se pasó las seis horas de viaje sin apenas sentarse, dando coba desesperadamente; tuve que fingir que dormía y me dormí; antes, pude observar cómo tomó el relevo una señora con mucha trastienda: sabiéndose también monologuista, esperaba la pausa para respirar de su rival y conseguía colocar sus engoladas opiniones; aquella lucía una cicatriz en un lado de la boca, quizá como resultado de sus excesos. En algún sentido, esta charlatanería quizá sea resultado de una timidez explosiva, en otros de pura vanidad, aquella que disimula la suciedad del alma, meditaba el monologuista “interior” Fernando Pessoa.
Y nuevo largo viaje en bus hacia San Carlos de Bariloche.
Hostel Picos patagónicos, San Carlos de Bariloche, 19 de octubre
Días radiantes, que se gozan mejor desde este décimo piso donde está instalado el hostel: amaneceres y atardeceres a no pedir más. San Carlos es un pueblo feo, que intenta imitar a cualquier estación de esquí europea en un lenguaje kitsch, no naif desgraciadamente; se celebraba un festival de gaita, me informaron, y por la noche grupos de muchachos, algunos bien “morochos”, paseaban con sus gorras y el kit céltico por las calles de la ciudad. El lago pone pausa y verdad en todo, y en un multitudinario paseo en barca hacia el bosque de arrayanes y la isla Victoria vence incluso a la inanidad de los lugares, a las interminables explicaciones que se lanzaban desde los altavoces. Durante la travesía asisto a una curiosa conversación entre una mujer uruguaya y dos señoras argentinas, todas muy locuaces también, conversación en “dólares”, pensé; la solitaria uruguaya asentía cuando le comenté que los argentinos parecían vivir a crédito, trampa que los modernos usureros les ofrecen y se convierte en adicción; a cambio, deben malvender las joyas de la familia, como la propia Patagonia, afirmaba una de las mujeres argentinas. También, la pareja de niño con madre, que me preguntaba si yo tenía esposa en España; en otro momento confesó que en un sueño se veía a sí mismo fumando, hermosos cebos para freudiano-paranoicos. En algún jardín de las bonitas casas de madera que rodean el lago Nahuel Huapi, cerezos en flor.
(Mi estómago fracasa de nuevo, a pesar de precauciones y demás; cierto cansancio, quizá asustado por las multitudes que pululan acá. Artículo de Ignacio Castro sobre Peter Handke y su reciente Nobel, en FronteraD. El lenguaje se arrincona para conservar al menos el estremecimiento de una sensación que no sea derrotada por la charlatanería de los mass-media; también: “Handke comenta que el cansancio, común a niños, extranjeros, idiotas y animales, nos hace porosos a la epopeya de los seres en los que habitualmente no reparamos”).
Ayer por la noche, ataque de pánico ante la perspectiva de enfrentarme a las soledades patagónicas; Tierra de fuego ejerce una influencia extraña en mi psique, como pasajero del barco en el cuento de Edgar Allan Poe y su terrible viaje hacia los confines del hielo.
P.D.
Terminé felizmente mi pequeña estancia en San Carlos, con una caminata hacia el cerro Llao-llao donde pude observar las cordilleras nevadas reflejándose en los lagos; a mis pies, un halcón chillaba defendiendo su nido. Cierta sensación de incredulidad ante la entrega generosa de la naturaleza, como si nada ocurriera, recorriendo bosques de pinos, cipreses y el árbol local, el radal, también algún solitario arrayán; entre las arbustáceas, el avancay y el espino negro, el maqui. En mi entusiasmo, me atreví a bañarme en el lago, ante el asombro de alguna gente que tomaba el sol en la pequeña playa. Olvidé incluso mis dolencias y la melancolía que provoca.
En Trevelin (pueblo del molino, en viejo galés), 20 de octubre
Esta mañana pude poner un poco de orden en el caos de mis aprensiones y creo voy a seguir la ruta patagónica propiamente argentina, pues la mixtura con la chilena es complicada y el transporte público escaso y muy fragmentado, situación agravada por la revolución cívica que ha estallado en el país y tiene perpleja a toda la vieja política, incluida la izquierda, o sobre todo a ella. Así que ahora estoy en este pueblo creado por pastores galeses, creí entender, llegados aquí a principios del siglo XX, supongo traídos por los propietarios ingleses, al igual que ocurre con los vascos en algunas regiones de Estados Unidos. Es famoso su té “galés”, enorme merienda de mermeladas y bizcochos, así como los campos de tulipanes que visitaré mañana.
Como ya es mañana, me animé a alquilar una bicicleta que me llevó hasta los campos de tulipanes; en realidad, una plantación como era de esperar, con su correspondiente taquilla; en el camino, flamencos rosas en los esteros alrededor del pueblo. Era muy fotográfica la visión de los colores de las plantas resaltando sobre el blanco de los picos; el joven encargado de recibir al turista me indicó que es una planta proveniente de Kazajistán, lo que explica su adaptación a estos lugares. Visité también una bodega que ha conseguido aclimatar las parras, favorecida por el cambio climático, aseguraba la señora que me enseñó los cultivos y la bodega; las parras deben protegerse de toda clase de adversidades, sobre todo de las heladas, para lo que utilizan un sistema de riego que crea una capa de hielo, una especie de iglú, y así protege a la planta –recordaba las teorías de Kepler sobre la nieve: es una reacción primordial del calor mismo. Por último, un molino de los que dieron fama y riqueza al pueblo, y que un personaje descendiente de los pioneros galeses enseña a los estupefactos visitantes; es un artefacto que funciona con agua, a través de un sistema de poleas, nada que ver con los molinos de mi infancia y su maravillosa muela de piedra. El trigo se traía desde el poblado originario de Puerto Medryn, al otro lado de la Patagonia, donde los galeses habían conseguido cultivarlo mediante un trabajo extenuante de riego y nivelación de las áridas tierras patagónicas. La inagotable perorata me agotó y decidí volver; antes había escuchado el lamento galés por el trato que recibieron por parte de los empresarios mineros ingleses, así como la persecución de su lengua y costumbres, entre ellas la pérdida de sus apellidos originarios; nadie se salva de una política “prosaica”. En unos galpones mostraban una especie de museo de artefactos de vapor, y una trilladora que quizá sería la creada por Jethro Tull, verdadera prehistoria de la colonización, así como una tienda que recreaba con bastante fidelidad, o así me pareció, los viejos almacenes que nosotros llamamos coloniales, quizá las pulperías de las historias de gauchos. La historia de la llegada de los galeses, miembros de un regimiento que vino a ayudar en la lucha contra los araucanos chilenos, se sublima en la figura de Thomas Evans y su caballo Malacara, que le salvó la vida saltando un profundo barranco, mientras sus compañeros fallecieron tras el ataque de algunos indios. El escritor Bruce Chatwin dedica algunas páginas de su Patagonia a este lugar, pero se detiene morosamente en la narración de las aventuras de Sundance y Casssidy, pareja inmortalizada por el cine, que habrían vivido aquí durante años; incapaces de resistir a la tentación del dinero fácil, siguieron su carrera de atracadores de bancos –el lugar donde el dinero está más fuertemente custodiado, se burlaba un famosos gánster judío. Su final llegaría tras el secuestro de un extravagante joven de buena familia, tiroteados por la policía. Se niega así la historia de su muerte en Bolivia, a la vez que se deja abierta la posibilidad de que uno de ellos sobreviviera, confundido con otro miembro de la banda.
La vuelta en mi caballería fue dura, con un viento helador y una carretera de “rifia”; decidí dejar el lugar por la imposibilidad de visitar el parque de los alerces y tomé un bus hacia el Chalten, dieciocho horas de viaje, donde pude dormir al menos unas horas; en el camino, en una Patagonia cercana a la precordillera andina, árida pero con algunas reservas de agua y aún esteros, pude ver mis primeros guanacos con sus patas de oxígeno, asomados a las interminables alambradas, como husmeando sus viejas rutas.
Hostal Rancho Grande, en el Chalten, 25 de octubre
(Ayer, mi cumpleaños. Al levantarme, cierta tristeza y sentimiento de inutilidad, como me viene ocurriendo desde hace años; algunas llamadas y mensajes me fueron animando, así como el paseo hacia los glaciares del Fitz-Roy, mi regalo).
Al llegar a El Chaltén, di algunos paseos por los hermosos alrededores; por la mañana, hacia un chorrillo que antes se abría hacia un paisaje de valles cerrados por las cordilleras y por la tarde hacia el mirador de la Torre, espléndido panorama de bosques y cordilleras. Ayer, paseo hacia la base del monte Fitz-Roy y sus glaciares, en una agradable subida por los bosques de lenga y ñire, que en su kilómetro final es una verdadera prueba de fuerza, pero permite al agotado senderista vislumbrar un lugar quizá único.
29 de octubre, hostel Patagonia Antartic, Ushuaia
Nuevo bus de no sé cuantas horas hacia Ushuaia. Recordaba las tremendas caminatas de Chatwin, como monje tibetano en penitencia, y el desprecio que causaba su afición en un país de jinetes.
(He tenido que deshacerme de mis botas de caminante, las que me acompañaron por todos los Andes, desde la Colombia de la Ciudad Perdida hasta ahora mismo; en el camino hacia Playa Larga, por los bosques que lindan con las playas de arena negra hacia la estancia de el Túnel, se deshicieron y tuve que remendarlas con ayuda de una simpática caminante francesa para poder continuar. ¿No habrá un paraíso para esos seres y objetos que nos hicieron felices? Parece que se despiden con un sentido de final, de desencanto y tristeza por nuestro trato, como aquel caballo que el tratante portugués abandona a los lobos para salvarse él mismo, en el cuento de Miguel Torga, y solo lamenta los dineros perdidos).
Ahora mismo, exhausto después del paseo, no sé muy bien qué contar pues vivo al día en lo que a emociones se refiere, todas ligadas al inmenso paisaje patagónico, de cordilleras, glaciares y lagos a cuál más esplendido. Crucé el canal de Magallanes en el bus que nos condujo por la Patagonia del guanaco y las ovejas, después a través de bosques petrificados y de nuevo la nieve en las cordilleras, reflejándose en los lagos; aparece el mar, primero acantilados ocres que recuerdan los del Port-Lligat daliniano, después playas de arena negra y por último el canal del Beagle, flanqueado por las montañas nevadas, entre ellas el Velo de la novia. Solo queda la Antártida más allá, el lugar donde el agua se vuelve tibia y Arthur Gordon Pym vislumbra la inmensa forma de un viejo antes de precipitarse al abismo. Las nubes surgiendo del mar tenían el aspecto de un Walhalla, verdaderamente.
(31 de octubre)
(También visité el glaciar Perito Moreno, nombre extraño para un acontecimiento tan notable, verdadera regresión hacia épocas en que el mundo tal como lo conocemos estaba terminando de formarse).
Ayer, paseo en barco visitando las islas de alcatraces y leones en el canal del Beagle, rodeado por cordilleras nevadas. En una islita donde vimos las extrañas plantas –¿bolas?– de aspecto irreal, verdaderas comedoras de tierra, un halcón se posó a mi lado y lanzó su agudo grito; de color dorado, el joven y ecologista guía lo llamó chimango, creo recordar. En la excursión, tuve un encuentro con una pareja española con su retahíla de sitios y precios; un personaje de Baroja comentaba cómo la civilización moderna ha conseguido convertir al español, que antes era valiente y atrevido, en un pobre diablo. Cuando nos despedimos, hablaron de que estarían por aquí un par de días, para “acabar” con esto.
Al día siguiente tomo un bus para ir al parque nacional de Tierra de Fuego y caminar por un sendero que nos va dejando en hermosas calas. Los bosques, llenos de madera caída y árboles torturados por el viento, parecen señalar a ese nuevo origen de las épocas pos-glaciales, cuando la vida pudo abrirse camino –lenga, guindo, ñire y canelo son las especies más ilustres. En una de las calas, cuando me paro a tomar fuerzas, una pareja de halcones dorados se posa a mi lado y lanzan de nuevo sus agudos gritos. También, en un pequeño altozano, una pareja de gansos. Una de las especies vegetales del bosque: zapatitos de la virgen.
Lecturas: he terminado la Patagonia de Chatwin, imposibilidad de nuestra cultura –y la británica en este caso– de salir de sí misma; todo es Inglaterra, se vaya donde se vaya. De todas maneras, quiero señalar la historia del anarquista ferrolano Antonio Soto, coetáneo del dictador Franco, organizador de huelgas en la Patagonia y creador de un grupo armado que necesitó la terrible represión de un famoso coronel bonaerense para aniquilarlos; Soto huirá a Chile y seguirá con sus andanzas en Puerto Arenas, ya reconvertido en hostelero ácrata, dejando a los clientes iniciarse en lo que ahora llamamos “autoservicio”. Otra figura de la camada anarquista será la del terrorista de origen judío, el ruso Simón Radowitzky, preso en la terrible cárcel de Ushuaia tras asesinar a un célebre policía, que logró una breve huida antes de ser deportado a Montevideo, donde se mostraba hundido en sus pensamientos y extrañando a sus compañeros de prisión; llegó a participar en la Guerra Civil Española, teniendo que huir por la frontera francesa. Cuántas veces somos capaces de recrearnos en vida parece la pregunta a hacerse ante estas biografías americanas y su facilidad para cruzar fronteras, quemar etapas.
Me pareció muy interesante el capítulo dedicado a la figura del reverendo Thomas Bridges, estudioso del lenguaje de los fueguinos indígenas yámana, el yhágana, justo antes de la desaparición de ambos; lenguaje de una riqueza de expresiones infinita y que se alinea por tanto con las culturas míticas, en que la proximidad crea cadenas interminables de signos; lengua de la que Darwin se había burlado, así como consideró a los yámana como el eslabón perdido en la dura cadena de la evolución. Algunos ejemplos de ese uso extraño y minucioso del lenguaje que Chatwin recoge, por ejemplo, en los sinónimos, así cellisca: escamas de pescado; maraña de árboles caídos que bloquean el paso: hipo. La depresión se nombra con la palabra que designa la fase vulnerable del cangrejo, cuando pierde su caparazón, y el adultero con la del alcotán que revolotea sobre su víctima –recordaba la sorpresa de Borges señalando la riqueza de imágenes de la poesía del rudo pueblo de los vikingos, pues únicamente la poesía parece capaz de recrear esa continua movilidad de las lenguas míticas, en que el espacio debe ser diseccionado hasta sus últimos rincones, lenguaje que abomina de las abstracciones y en que el tiempo señala a un presente continuo, así como las emociones solo parecen pertenecer a los dioses.
[…] El agua (diálogo de golondrinas) y el desierto (¿aún es tiempo de
asistir a la reunión?)
El salitre (pelaje de oso pardo) y la rosa (17.825)
[…] Y tú por último
Tú la que supiste mi pasado
Traza mi porvenir
Ven a incorporarte a la fogata
y juntos aire tierra fuego y agua tracen mi existencia
Enciéndanme pasado presente y porvenir
Pasado presente y porvenir que todas las noches reconstruyo
y que el alba disipa
y juntos vosotros todos hagan del interior y del exterior
Un solo idioma
El cual me sirva para hablar con mis semejantes
(Braulio Arenas, El puente levadizo)
Por último, señalar la historia de Jemmy Button, el muchacho yámana al que Fizt-Roy, el capitán del Beagle, raptó con dos compañeros para educarlo en Inglaterra y a su vuelta acabó asesinando a un grupo de fieles en la iglesia metodista. Las ideas del capitán sobre los fueguinos, como descendientes degenerados de la mezcla de algunos semitas con la raza maldita de Jafet, explicarían su principal marca cultural, el amor a la trashumancia, incapacidad de asentarse que señalaba Tocqueville para los propios ciudadanos norteamericanos. Las ideas negativas de Darwin sobre los fueguinos adquirieron así una fácil corroboración; Chatwin pudo aún entrevistarse con el abuelo Felipe, el último yámana.
Viernes, 1 de noviembre
(En una mesa de la cocina estudia muy concentrado John, mi compañero de cuarto que esta mañana perdió el bus hacia el Chalten después de una noche de farra. Es un joven de Carolina del Norte, gran amante de los deportes de nieve, que está tomándose dos años de asueto, mientras prepara un examen de entrada en una Universidad –Santiago– creí entender; lleva la espalda completamente tatuada con una imagen que al principio me pareció una escena de Moby Dick, o alguna hazaña marina; es la escena de la pesca en Galilea, me aclaró).
Hoy por la mañana, aparte de esperar a que mi ropa estuviera lista, volví al museo que ocupa la antigua cárcel de Ushuaia, a seguir observando las maquetas de antiguos barcos, entre ellas la del famoso Beagle, así como documentos; entre ellos, un extraño mapa que parece convertir a Ushuaia en una fortaleza en estrella de estilo francés, pero que no traía indicación de autor. También encontré el mapa de un geógrafo de apellido portugués en quien se inspiraría Magalhães para circunvalar el mundo a través del estrecho de su nombre; Lopo Homen, creo ver, nombre de antecesor encarnado de las ideas de Hobbes. Quizá es el autor del que Chatwin dice trazó un mapa del estrecho antes de que ningún europeo lo navegase. Por lo que he leído del tema, más bien el mapa de Lopo sería un último intento de conciliar las nuevas tierras halladas con las ideas ptolemaicas sobre el mundo, y que el propio Magallanes se encargaría de refutar con su viaje; pues como vemos en la imagen del mapa, el extremo sur del mundo –la Tierra Austral– sería una especie de franja de tierra continua. Es curiosa también la disposición de mares y tierras, en el que estas rodean a los mares creando una especie de enorme laguna, un Mediterráneo a escala planetaria. Este planisferio se corresponde con los intereses portugueses de negar la posibilidad de navegar hacia Oriente siguiendo la ruta hacia el Nuevo Mundo, exactamente cuando la corona española apoyó el proyecto del portugués Magalhães. Curiosamente, los cartógrafos portugueses Pedro y Jorge Reynel participaron en ambos proyectos.
Otras celdas se habilitan para contar en algunas imágenes y textos la historia de las expediciones antárticas, entre ellas la trágica de Scott que no tuvo ni siquiera el consuelo de ser el primero en llegar al Polo, pues después de increíbles penalidades se encontró con las señales dejadas por su rival, el noruego Amudsen; recuerdo haber leído algunas páginas estremecedoras de sus diarios en que alientan su presencia de ánimo y la de sus compañeros ante lo inevitable, cuando no encontraron los depósitos de alimentos que les hubieran permitido resistir algún tiempo más. Muerte blanca, más atroz quizá, pues asimilamos la blancura a pureza, a inocencia. En una sala, imágenes de pingüinos decorados con pinturas; en todos ellas resalta la resignación de este extraño ser, como la de los prisioneros de Ushuaia. Los trabajos en hueso de ballena de los indígenas de las islas Tonga, con motivos marinos repetidos en sus tatuajes, me traían el recuerdo del arponero indígena del Pequod, el amigo del joven protagonista de Moby Dick, hijo de un rey en su isla natal. En la novela citada Herman Melville señala el plus de atrocidad que causa el hecho de que la crueldad venga asociada a la blancura, al igual que un personaje de Shakespeare lo señalaba al hablar de los crímenes amparados, o fomentados, por mujeres, en este caso por la reina Margarita, la esposa del infeliz Enrique VI.
Quisiera señalar la fascinación de la memoria argentina por los viajes de los ingleses, en especial el famoso del Beagle con Charles Darwin y el capitán Fitz-Roy, que ha dado nombre al canal que señala el fin de estas tierras, y a paisajes hermosos. Supongo que el darwinismo permitiría un apoyo científico para la desaparición de especies, entre ellas los propios indígenas, a la vez que tutelaba la aparición de una nueva clase dirigente, fría y dura con los débiles. De todas maneras, quizá se corresponda también con el hecho de que la colonización efectiva por los europeos de estas tierras es obra en buena parte de británicos, que introdujeron no solo ovejas sino una ética de trabajo y de conducta de tipo calvinista, verdaderos robinsones capaces de soportar el frío de estos climas y la necesidad de sentir el calor de otros seres humanos.
La ciudad fangosa bebe en el alba la leche muerta
de los corazones allá lejos bajo el oro de sus ropas
pero no vuelvas la cabeza
ahora que el carruaje de los esporos y los saurios pasa con
tanta tibieza como una caricia
sobre tu isla rechinante
en la pureza de tu exilio
¿y a qué tu grito
tu mano abierta en la que cae la lluvia?
¿a qué tu negra Biblia contra la Biblia de vello de tu pecho, esa plegaria a nada
a todo
Robinson sin propiedad y sin altar dueño del mundo!
(Enrique Molina, No Robinson)
Chile, en pie de guerra
Creemos ser país
y la verdad es que somos apenas paisaje.
(Nicanor Parra, Chile)
En Punta Arenas, primeros de noviembre
Nada más reseñable en Ushuaia, que dejé con pena y sin haber ascendido a los picos cercanos; mis rodillas están fracasando y me dio un poco de miedo una caminata larga. Así que tomé un bus de nuevo hacia Punta Arenas, un trayecto que repetía la imagen de los campos vallados, donde los guanacos parecen sentirse todavía extraños; encontré más lluvia y frío en una ciudad aturdida por los últimos acontecimientos: los bancos y comercios presentan huellas de impactos y toda la ciudad, aire de estado de sitio. Cené muy bien en un restaurante en la zona croata de la localidad, una liebre patagónica en salsa de cerveza, aunque en realidad es otra especie que los europeos llegados a estas tierras asimilaron a la europea, necesidad de aplacar su extrañeza antes tierras y seres extraños. En el hostel el frío era notable pues no encendieron la calefacción, quizá influjo de la dureza del puritanismo, disciplina necesaria para crear una clase dirigente desde un origen plebeyo suponía Nietzsche, exiliado en la calidez del Mediterráneo. Al día siguiente, fracaso en el intento de visitar los museos de la zona, cerrados como toda la ciudad después de las últimas batallas entre los manifestantes y la policía, que tiene ahora tomada la ciudad, así que me conformé con pasear por los alrededores del estrecho de Magallanes, con sus placas y esculturas rimbombantes; el frío me llevó a una café salvador donde charlé con su joven propietaria, muy agradable, que me ilustró sobre ritos y máscaras de los antiguos habitantes del lugar, también sobre su genocidio, de quien culpó en especial a los croatas, coleccionistas de orejas –recordaba el capítulo de Chatwin sobre un asesino contratado por el famoso hombre de negocios de origen asturiano José Menéndez para acabar con los latrocinio de los indígenas, un escocés pelirrojo a quien la gente llamaba gráficamente el “cerdo rojo”. Al hablar de la poesía chilena, consideraba “machista” a Neruda; me recomendó tuviera cuidado con la situación social en el país y empecé a desarrollar imágenes angustiosas sobre secuestros, violencia, aislamiento… El día acompañaba con el frío glacial y las calles vacías creaban una sensación de desolación, apropiada para dirigirme al cementerio que recomiendan las guías como uno de los atractivos del lugar, kitsch funerario de las tumbas de los prohombres locales, entre ellas la del magnate José Menéndez, el asturiano que se enriqueció con la cría de ovejas y después creó con algunos socios todo un imperio cárnico y frigorífico; figura señera de esa nueva clase burguesa que dominó estos países después de la independencia, nueva oligarquía que el poeta Pablo Neruda retrata con una pluma candente.
Grotescos, falsos aristócratas
de nuestra América, mamíferos
recién estucados, jóvenes
estériles, pollinos sesudos,
hacendados malignos, héroes
de la borrachera en el Club,
salteadores de banca y bolsa,
pijes, granfinos, pitucos,
apuestos tigres de Embajada,
pálidas niñas principales,
flores carnívoras, cultivos
de las cavernas perfumadas,
enredaderas chupadoras
de sangre, estiércol y sudor,
lianas estranguladoras,
cadenas de boas feudales. (…)
(Las oligarquías. La crema)
Encontré efectivamente muchos apellidos croatas, algunos curiosos como el que presidía un mausoleo: Peric Martinic, que sonaba a una mediocre castellanización. A la vista de la situación de provisionalidad que vive el país decidí tomar un avión a Puerto Montt, pues la carretera austral parece en estado de sitio también, con cortes y dificultades para trasladarse. Intentaré recuperarla en Chiloé.
5 de noviembre, Backpapers hostel, Castro, islas de Chiloé
Ahora, en Chiloé, en días lluviosos y fríos, excepto por la tarde en que el viento amaina y el sol parece asomarse tímidamente. He ido al encuentro del maravilloso muelle de las almas, donde los ancestros mapuches tomaban el camino de su última morada, previo paseo en el parque del Tepual donde tepas, mañíos, canelos y lumas creaban un espacio ganado al mar, como manglares de zona fría; el coigüé se eleva sobre todos ellos y arropa a los que no gustan de la luz, así como el tepú le da a este bosque su nombre y un aire fantasmagórico; también existen aves, al parecer, pero de cuya invisibilidad el propio Darwin se quejaba. Después, en uno de los viejos autobuses propios de la isla, nos llevaron a los escasos visitantes por carreteras infames y al lado de un mar gris hacia el Muelle; tuvimos que caminar un buen trecho por una pista embarrada y difícil, atravesando un bosque cerrado que se abrió para dejarnos ver unos espléndidos acantilados de greda y por fin, el lugar abierto sobre el abismo marino donde las almas de los mapuches podían ya partir para alcanzar su última morada; el barquero Telpinkawe los llevaba en barcas de espuma. Como todas las almas de los difuntos, no quieren alejarse de sus lugares familiares, sienten miedo a lo desconocido y los vivos las temen; son entonces Pillu, blanco de demonios y seres maléficos y, después de purificarse en la isla de Ngülchenmaiwe, aparecen como Alwe –información tomada de una borrosa placa de madera que el escultor autor del muelle, Marcelo Orellana, ha colocado en el camino. El alma debía pagar su óbolo al barquero con “llankas”, piedras de hermosos colores. En lo alto del acantilado, colonias de aves marinas lanzaban sus chillidos, y desde las rocas azotadas por el viento y el oleaje nos llegaba el berrido de una colonia de leones marinos. La obra es una especie de rampa de lanzamiento, más que muelle, donde los viajeros tomábamos fotografías, pero quizá transmitía así mejor la idea de desprendimiento, de viaje, superación de la última resaca de la ola.
(Meses después, encuentro una extraña semejanza con creencias de las islas asiáticas, en las lucubraciones de Mircea Eliade sobre los cultos chamánicos. Efectivamente, entre los pigmeos Sepang, en el archipiélago de las Molucas, se encuentra el Balam Bacham o puente “en forma de montaña rusa” que les permite a los espíritus de los difuntos entrar en la isla Belet y convertirse en verdaderas almas, una vez que sus ojos se han recolocado en las órbitas para poder mirar en su interior).
Como es frecuente, los poetas trascienden épocas y espacios.
[…] Fuera con lo fúnebre; liturgia
parca para este rey que fuimos,
tan oceánicos y libérrimos; quemen hojas
de violetas silvestres, vístanme con un saco
de harina o de cebada, los pies desnudos
para la desnudez
última; nada de cartas
a la parentela atroz, nada de informes
a la justicia; por favor tierra,
únicamente tierra, a ver si volamos.
(Gonzalo Rojas, Papiro mortuorio)
Al día siguiente, tomo de nuevo los viejos autobuses isleños para visitar las iglesias de madera, una de las curiosidades del lugar, arquitectura aparentemente efímera y, al igual que en la Chiquitania boliviana, auspiciada por los jesuitas. En la isla de Quinchao la lluvia era intensa por momentos, deliciosa sensación que apenas ya recordaba y hacía crepitar mi paraguas con el sonido de la infancia gallega, mientras los jóvenes estudiantes del lugar la arrostraban a cuerpo gentil; así que me refugié en el muelle, disfrutando de las risas de las pescantinas, que como todas las de su especie se burlan de las vanidades humanas y seguramente de mi aspecto de viajero friolento y despistado. La iglesia resume ese aire nórdico que tiene toda la región, con la madera rematada en escama de dragón cubriendo los edificios, algunos protegidos de la humedad por una imitación en metal; el color negro del exterior, seguramente producto de la humedad y el tiempo, aumentaba la sorpresa de su techo azul celeste, con nervaduras también de madera. No transmiten la fuerza de las que pude ver en la Chiquitania boliviana, con sus columnas enroscadas que se erguían como la anaconda sabia y poderosa, más bien ese aire puritano de toda la arquitectura isleña –curiosidad: no se utilizó un solo clavo en su construcción. Me dio pena dejar el lugar, como imagen de una Galicia que ya no existe, acurrucada frente al mar en las dulces rías. En Dalcahue, la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, en blanco y gris. En Castro, un arquitecto italiano ha remedado la vieja escuela y creado una especie de neogótico en tono caoba. En un lateral, una de esas curiosas figuras religiosas que había observado en tantos lugares; aquí, fray Andresito. El exterior es un terrible pastelón amarillo.
(Quizá haya relación con otra arquitectura en madera, aquella que el estudioso del románico Joseph Strzygowsky quería situar en el origen mismo de la nuestra, para lo que se debería dejar de mirar nuestra cultura solo desde una perspectiva sureña, humanista, y donde Siberia, como en el estudio de las religiones, adquiere prosapia iniciática. Sus estructuras de madera permitirían el salto al gótico, carácter ascensional propio de nuestra cultura y que el humanismo combatirá siempre).
La isla es un biotopo degradado por plantaciones extrañas y un matorral invasor de flores amarillas que recuerda al toxo gallego, pero se siente una presencia mítica, de una relación extraña con esas mismas almas que en teoría la elegían para abandonar la tierra; como en muchas culturas, también entre los sepang, volvían encarnadas en los nietos, imagen de un continuo rejuvenecimiento de la cultura que da sentido a la muerte, no un mero abandono, un final. El culto a los muertos, bien para alejarlos, bien para sentirlos cerca, será la base de toda la mitología solar, pues los muertos viajan con el sol, vuelven al lugar donde nace la humanidad, perdido para los mortales como consecuencia del desgarramiento de cielo y tierra, obra de dioses como el Shango yoruba, y donde los arreboles del sol poniente indican su llegada feliz en barcas que toman a menudo la forma de aves. La vida –y la muerte– desde la perspectiva mítica es siempre la repetición de ese hecho primordial.
Los habitantes del lugar han dado pie a una expresión despectiva para los propios chilenos –chilotes–, aplicado indistintamente a los isleños, campesinos y mapuches, pero que quizá para sus paisanos se deba también a su ambigüedad a la hora de tomar partido en las luchas por la independencia del país; pues firmaron tratados de paz y respeto con los españoles, que les trataron como iustus hostes, nación por lo tanto con quien poder establecer acuerdos que pueden esgrimir ahora para reclamar fueros y tierras que les fueron arrebatadas. Verdaderamente, la presencia española fue muy leve en estas tierras del Sur, por la resistencia de los bravos araucanos –los mapuches–, y Chiloé su última avanzada; seguramente, ese carácter de terra indómita autorizó la presencia de los jesuitas, avanzada cultural que no se sometía a los intereses de los “pelucones”, los grandes propietarios, como verdaderos creadores de utopías ilustradas, pues su deseo era señalar el lugar del ser humano en la naturaleza, no poseerla, o llevarla a su límite. Cuando lleguen las nuevas visiones de la lucha entre especies y razas, en la estela del Beagle, estas utopías desparecen sin dejar otro rastro que la vieja y cálida madera
Hostal…, en Chaitén, 10 de noviembre
Días felices en este hermosísimo lugar al que llegué en barco desde Quellón, con el gigante Corcovado luciendo su manto de nieve y una orla de nubes alrededor; para mi suerte, me encontré con un maravilloso personaje, Nicolás, de estirpe chileno-norteamericana-canadiense, que me ha traído y llevado por estos hermosos parajes; su recibimiento con el charango fue toda una declaración de intenciones; en su desastrada oficina hemos charlado durante horas y su sabiduría solo es superada por su humanidad. A su sangre chilena debe quizá la amistosidad y el gusto por la charla distendida; de su procedencia norteamericana, su carácter pionero y una disciplina que le lleva a intentar todos los campos y habilidades, como robinsón criollo, con un empuje que no cede ante nada; su prosapia canadiense se muestra quizá en el amor a la naturaleza, así como en su buen sentido y tolerancia. En su compañía visité el parque Pumalín y su mirador hacia los ventisqueros; subí al volcán Chaitén, que en 2012 explosionó destruyendo gran parte del pueblo y en cuyo domo las fumarolas recuerdan su terrible fuerza que quebró los arboles en kilómetros a la redonda; visitamos también el bosque de alerces –en realidad, familia del ciprés– con ejemplares que pueden llegar a los cuatro mil años. Un mundo que parece el del primer día de una creación congelada, conservando todavía el frescor del origen, como el mainé, árbol gigantesco, y los musgos aéreos de hojas traslucidas. En el lugar de Amarillo disfrutamos de la visión de las bandurrias, familia del ibis, y de un maravilloso baño termal, en compañía de Gil, un muchacho norteamericano que viaja en condiciones durísimas y rechaza el destino universitario que su familia le preparaba; especie de robinsón también, en medio de la gente, destino de la sangre nórdica, sueña con continuar en su Colorado natal una vida de cazador y nómada, especie que recuerda a los héroes solitarios, como Jeremiah Johnson, más que al muchacho que muere en un destartalado autobús, estirpe del Walden de Thoreau, de melancolía ya incurable. La terrible soledad de estos robinsones provoca el rechazo de una gente que quiere ser parte de un mito, o un proyecto; también, de los poetas.
[…] Más abandonado que un dios
más salvaje que un niño
más resistente que las montañas
contra ese cielo que te
disputa tus alimentos legendarios
¡ah Robinson sin auxilio ni terror ni remordimiento!
(Enrique Molina, No Robinson)
Miércoles, 13 de noviembre, hostal Vermont en Puerto Varas
Viaje por la carretera austral: ¡qué hermosura!
(…) El Sur es un caballo echado a pique
coronado de lentos árboles y rocío,
cuando levanta el verde hocico caen las gotas,
la sombra de su cola moja el gran archipiélago
y en su intestino crece el carbón venerado. (…)
(Pablo Neruda, Himno y regreso II. Quiero volver al Sur)
En cambio, Puerto Varas es un pueblo de una fealdad irremediable, como tantos por otro lado, pero esperamos que los demás no repitan nuestros errores y desastres. Recuerdo probar el caldillo de congrio, que tanto gustaba a Neruda. Intenté una excursión a Punta Curiñanco, fallida en parte, pues la ruta al parque estaba cerrada; en el camino, hermosos paisajes marinos de una costa rocosa y áspera que me recordaban la gallega entre La Guardia y Bayona.
En Pucón
Varado en este lugar que repite el maravilloso espectáculo del paisaje chileno, aunque en un diminuendo amable. Hoy, que el día ha amanecido triste, gris, me siento sin fuerzas, con saudade de una presencia que va difuminándose. He subido a la montaña Desolación, nervioso e infeliz, como era de esperar
14 de noviembre, Pucón
Cierta aridez espiritual en medio de esta hermosa naturaleza, aunque ayer pasé un día muy agradable en Frutillar, especie de utopía alpina, donde unos mapuches intentan consagrar de nuevo un lugar que había sido suyo. Me invitaron a asistir a la ceremonia y pienso hacerlo. El mismo día, por la tarde, concierto de John Gardiner y su orquesta barroca en el teatro de la localidad, al que también pienso asistir.
Visité el pueblo, aparte de pasear por la linda ribera del lago Llanquihue contemplando el volcán Osorno, así como el museo colonial alemán. En las explicaciones sobre la presencia española, se señala la búsqueda de la Ciudad de los césares a finales del XVIII por el cadete Manuel de la Guarda y el hijo del cacique Turín, que recorrieron las riberas del lago Llanquihue: ¿no lo vieron como paraíso, verdaderamente?
Recuerdo también para Cofralande, especie de Jauja, en la canción de Violeta Parra:
La ciudad de Cofralande
es regüena pa’ los pobres.
Allí no se gasta un cobre,
los comercios son de balde.
Es cosa muy almirable,
los vivientes bien lo dicen,
por hambre naide se aflige
ninque la queran pasar,
y pa’l que quiera fumar
hay cigarros de tabique.
Utopía a la manera del hispano Jauja, sueño de una abundancia en que los tejados de oro de las ciudades de El Dorado se sustituyen por bienes más prosaicos y sencillos; así, “un estero de vino atraviesa la ciudad / y son de harina tostá los arenales que vimos”. Como en toda utopía campesina, señalan la cercanía al paraíso, a una abundancia pródiga de la naturaleza, que se guarda celosamente por la raza de usureros y leguleyos: “¿No es cosa lamentable que la piel de un inocente cordero se convierta en pergamino?; ¿y que el pergamino, una vez lleno de escritura, pueda arruinar a un hombre?”, se pregunta el jefe popular Jack Cade, antes de destinar a la horca a quien sepa escribir. El líder de esta revuelta medieval inglesa, inmortalizado por la burlona pluma de Shakespeare, pregonaba un programa de fiesta continua: “Seamos, por tanto, bravos, ya que nuestro capitán es bravo y jura reformarlo todo. En Inglaterra se venderán por un penique siete panes de los que hoy valen medio penique; los jarros de tres medidas contendrán diez, y haré caso de felonía beber cerveza floja. Todo será común en el reino y mi palafrén irá a pastar a Cheapside…”.
La sensibilidad popular que investigaba la gran Violeta Parra guarda también una idea de final, de Apocalipsis, como también ocurría en las rebeliones populares de nuestra cultura, recogida en unos hermosos versos:
A fuego mandan tocar
las campanas del olvido
¿Cómo es posible apagar
fuego y amor encendido?
El comienzo de la colonización efectiva de estas zonas se da partir de un decreto de 1853, por el que se autoriza a entregar parcelas a parejas casadas y los colonos alemanes comienzan a instalarse con sus técnicas europeas todavía un tanto naif y una maquinaria mecánica movida por fuerza animal, con aire inquietante de insectos gigantes, así como traen con ellos el amor a la música que, como señalamos, ha creado toda una religión cívica. La reconstrucción de su modo de vida en el Museo colonial se hace con ese aire de cuento nórdico que caracteriza al Romanticismo, aunque aflora en muebles y viviendas la solidez y buen sentido de su patria. (De todas maneras, hay sucesos de los que no se habla, como el enfrentamiento con los indígenas, los mapuches, que tendré ocasión de comprobar en la ceremonia).
16 de noviembre
Extraño día. Por la mañana me dirigí alegre al encuentro de los mapuches y no acertaba a entrar en el recinto, armado de un inmenso candado, así que retrocedí, mientras escuchaba cánticos y una música de tambores y cuernos, verdaderamente contrariado y temiendo lo peor, hasta que un visitante me indicó la forma de resolver la cuestión gordiana: el candado no estaba echado. Pude entonces, un tanto avergonzado, saludar a Sigrid, mi anfitriona, y ver una ceremonia verdaderamente curiosa, con el “machi” –el chamán mapuche– dirigiendo lo que era una bendición de las estatuas de madera –chemamules– que recordaban a un antiguo jefe, muerto en un encuentro con colonos alemanes al parecer hacía como un siglo, y su esposa; eran verdaderos tótems en que los signos sexuales de la mujer parecían cubiertos por un disco, y de su culto surge el origen de la parte vital de una cultura, curiosamente, como padres de la familia, del clan, y ya después del Estado mismo. Los participantes, en número no muy grande, sahumaban con ramas a las figuras tumbadas en el suelo y después las elevaron con ayuda de sogas y troncos correderos, lanzando gritos de vez en cuando. Giramos en torno a las dos figuras –no hay espectadores aquí, me avisó una señora mayor vestida con un traje mapuche, blusa y falda con listones de colores y un manto abrochado con una fíbula, así como pañolón en la cabeza; yo portaba una bandera de color blanco que se me ofreció. La ceremonia más importante se desarrolló sin embargo alrededor de un árbol solitario en el espacio abierto, un pequeño arrayán de varios troncos, rodeado con una cuerda y con ofrendas de alimentos alrededor, así como el machi lo aspergeaba con aguardiente y después con humo de tabaco. Los jóvenes giraban en grupos en sentido inverso a los demás alrededor del árbol, profiriendo gritos y haciendo sonar cuernos y bocinas, o portando banderas. La mujer del machi le cubrió los ojos con un pañuelo y su salmodia se hacía cada vez más intensa, como si llegara a un estado de trance. Después, el ritmo se calmó y nos agrupamos alrededor del machi a quien un “hablador” –portando dos grandes cuchillos– parecía continuamente traducir, a la vez que pedía a la gente hiciera preguntas. También proclamó que el lugar era “de nosotros” y el árbol, sagrado. Por último, saltamos seis veces sobre un brasero aromatizado con hierbas para una sanación, que remataban los jefes colocando sus cuchillos sobre nuestro cuerpo. Se bendicen los alimentos y comemos un plato tradicional, que Sigrid había preparado durante toda la mañana, una mezcla de mejillones, almejas y unas masas hechas con la pulpa de la papa, así como trozos de carne. Durante toda la jornada, me apadrinó Pedro Alerce, un curioso mapuche, aunque también de sangre judeo-española, que me ilustró sobre costumbres y ritos: “somos seres luminosos y se nos ha enviado a cuidar la tierra”, me dijo sobre el origen y destino de su pueblo. Por sus relatos ha vivido varias vidas, entre ellas las de insurgente contra la dictadura, lo que le obligó a exiliarse huyendo de salvajes torturas; consiguió tras el fin de esa pesadilla convertirse en empresario de éxito, pero abandonó ese destino por su actual oficio de escultor de madera de alerce, lo que le ha dado su actual apellido. Cuando hablaba de esos terribles episodios me decía que no guardaba rencor en su alma, e incluso trató después a algunos personajes significados de la dictadura. ¡Alma grande!
Entonces nos colgaron de los pies, nos sacaron la sangre por los ojos,
con un cuchillo
nos fueron marcando en el lomo, yo soy el número
25.033,
nos pidieron dulcemente,
casi al oído,
que gritáramos viva no sé quién.
Lo demás
son estas piedras que nos tapan, el viento.
(Gonzalo Rojas, Cabeza abajo)
Por la tarde, los jóvenes y algunos estudiantes chilenos de ingeniería en la escuela de silvicultura, que parece han adoptado una identidad indígena, juegan al pali o chueco, juego sagrado también para los mapuches, especie de hockey en que los contendientes, descalzos, dirimen por parejas la posesión de una pequeña pelota de madera, símbolo astral en las culturas solares: otra vez los gemelos míticos. Me despedí y creo no volveré a ver un rito tan extraordinario.
También debería contar más sobre mi estancia en Pucón, nuevo lindo paisaje presidido por la Sierra Nevada y donde hice la que creo será mi última caminata andina, hacia el parque de Huerquehue, para encontrarme con las araucarias, extrañas y solitarias, verdaderamente ancestrales. Las araucarias, mañíos, tepas y robles son algunas de las especies florales, mientras que el zorro, el puma, el pudú –un pequeño ciervo en peligro de extinción–, el chucao, pajarillo pechigualda, y la güiña, especie de gato montés también en grave peligro, son parte de la fauna del lugar. Los lagos Verde y Tinquilco y la laguna El Toro coronan una ascensión que se hace un tanto dura para mis músculos sexagenarios, pero que suponen disfrutar de lugares hermosos, todavía con la apariencia de intocados.
En el fondo de América sin nombre
estaba Arauco entre las aguas
vertiginosas, apartado
por todo el frío del planeta.
Mirad el gran Sur solitario.
No se ve humo en la altura.
Sólo se ven los ventisqueros
y el vendaval rechazado
por las ásperas araucarias.
No busques bajo el verde espeso
el canto de la alfarería.
Todo es silencio de agua y viento.
(Pablo Neruda, Canto General)
(Al repasar los apuntes tomados in situ compruebo cierta desorientación, producto del cansancio de meses de continuos cambios; también el paisaje del sur tiende a congelar los recuerdos, pues vivimos en un espacio hermoso, pero a menudo nos resulta imposible encontrar sus sutiles diferencias).
Santiago de Chile, 22 al 27 de noviembre
La ciudad me recibió en plena revolución, con el acre olor de los gases que los policías lanzan sobre los grupos de atrevidos muchachos: son anarquistas, me señaló el recepcionista de mi hostel-refugio, con un deje despreciativo. Incluso en la terraza, donde los escasos clientes observábamos los enfrentamientos y la diferente estrategia de los contendientes, no se podía apenas respirar; los ojos llorosos y la garganta seca nos obligaban a buscar refugio en las asfixiantes habitaciones. Los policías o carabineros, o popularmente “pacos”, formaban en orden romano, en pequeños grupos protegidos por sus escudos; los jóvenes, en orden disperso, anarquista verdaderamente, pero se observaba una cierta especialización en sus funciones, pues algunos atrevidos recogían los botes de humo y los introducían en unas garrafas con líquido, anulando su acción; al lado de la zona de guerra algunos pícaros vendedores ofrecían bebidas, e incluso pañuelos para protegerse de los gases, así como banderas con las consignas de la protesta. Cuando con mi compañero de cuarto, Philippe, un muchacho alemán que regresaba de la isla de Pascua y estaba un tanto perplejo por lo que veíamos, nos animamos a salir, en apenas unos metros la vida de la ciudad recobraba su normalidad y los restaurantes y los vendedores de artesanía del pequeño barrio cercano seguían con su rutina. Al volver, tuvimos que refugiarnos en un pequeño café, para escapar de una última carga policial. Me dolió dejarlo en medio del fragor de la batalla, pero decidí irme a una zona más tranquila
Por la mañana había paseado por la ciudad “vieja”, especie de horrible potaje urbanístico, donde apenas se conservan edificios con alguna personalidad, que no sea la funcional, claro está. Cerca de la Plaza de Armas, ahora bautizada como de la Dignidad, algunas casas con los balcones de madera y celosías nos enseñaban como debió ser el viejo Santiago. En el convento de San Francisco pude pasear por el claustro, en un estado de cierto abandono, oasis en medio del tráfago y el ruido; en el museo, algunas horrorosas pinturas sobre la vida del santo. Al día siguiente emprendí un pequeño viaje –para los estándares americanos– hacia Isla Negra y visité la casa del poeta, extraño barco dispuesto para un viaje en el tiempo; sentí que le debía ese humilde homenaje, pues tomé prestado a menudo su talento para condensar sentimientos e intuiciones, pues el poeta dice la verdad.
De vuelta a Santiago, continuaba la imposibilidad de visitar museos o monumentos, y apenas si pude visitar el museo de arte precolombino, que más bien se nutría de objetos de las culturas andinas y mesoamericanas. Tomé algunas notas sobre la cultura chinchorro, en el litoral de Arica, hábil en los procesos de una momificación por evisceración previa, anterior en dos mil años a la egipcia. En otra sala me encontré una exposición de chemamules, las estatuas fúnebres cuyo alzamiento pude ver en la ceremonia mapuche en Frutillar. Como bien viajero, terminé mi estancia en la ciudad con una tarde de compras en los alrededores de Santo Domingo, oasis en el tremendo caos de Santiago, hermoso convento abierto a una inmensa plaza tomada por vendedores de verduras y frutas, así como en los aledaños de la iglesia, que no pude visitar, hay una intrincado laberinto de pequeños comercios que venden la artesanía de todo Chile, alguna en versión contemporánea; en uno de ellos encontré las máscaras mapuches que andaba buscando, resumen final de mi viaje, algunas en barro, dedicadas a las fuerzas telúricas, tierra, sol, agua…; en una máscara de madera los elementos aparecen unidos a rasgos que indican la dignidad del jefe: amanecer, noche, curación, aparecen representados, así como la greca indica la dignidad del mapuche, la gente de la tierra.
(Consideraciones sobre los acontecimientos)
En el profundo sur, con excepción de Punta Arenas, apenas si había evidencia del gran movimiento cívico que tenía sobresaltado a los expertos en economía “neoliberal”, pues Chile parecía un ensayo fructífero, aunque ya en Chiloé mi huésped me señalaba la terrible situación de la gente, presa en manos de compañías privadas que han manejado los fondos de pensiones y han dejado un rastro de desolación para los pobres jubilados; asimismo, los estudiantes deben endeudarse para pagar la Universidad, quedando presos de por vida en manos de estos modernos usureros, como antes los pobres lo eran de las pulperías. Considerado un país modélico en su desarrollo por los defensores de una economía más ágil, al estilo anglosajón, surgida de la iniciativa privada y no del Estado, parecía que todas las cifras señalaban un futuro espléndido, última ilusión del academicismo liberal que se ha derrumbado ante la rebelión de la gente, en especial los jóvenes, que ven como toda su formación, el esfuerzo de sus familias para sufragar una educación universitaria, a menudo en manos privadas, les ha preparado para trabajos y sueldo mezquinos, en un país dominado al parecer por las “siete familias”, los antiguos “pelucones”, que manejan a su antojo los avatares de la economía; pude comprobar por mí mismo la carestía de la vida, a cambio de unos servicios a menudo mediocres. La revuelta tiene un aire espontáneo y a menudo alegre, con manifestaciones cívicas y coloristas, dirigidas por estudiantes, como la que paseaba estos días por Pucón, o ya las grandes multitudes de Santiago; su lado más oscuro serán los robos e incendios en los comercios, así como la quema de edificios públicos y demás, cuyo rastro pude comprobar en mi apresurado paso por la ciudad de Puerto Montt, como respuesta a esa usura –hoy, crédito– que ha cegado el porvenir. No está dirigido por sindicatos ni partidos, como ya señalé, sino por un movimiento cívico que tiende a esconder a sus líderes, como si temiera no solo la represión, sino la fuerza centrípeta de una corrupción que ha alcanzado a todos las instituciones y se apoderaría rápidamente de quien presentase un rostro reconocible ante el poder. Por esa razón la antigua revolución se esconde, vieja demasiado pintada y sórdida, convertida ahora en esa revuelta que Albert Camus señalaba como única manera de escapar a las garras de los totalitarismos, aire llegado de Grecia para instalar un presente continuo al sol del mediodía, escapando de la tiranía de un futuro que ya aparece también como una imagen desenfocada, inútil.
De esa manera, los estupefactos políticos no saben qué hacer, como Napoleones que esperasen la llegada de una delegación para poder mostrarse incluso generosos con los rebeldes; todas sus cesiones caen inmediatamente en el vacío, pues no encuentran ni siquiera el eco de una negativa, solo indiferencia, o salvajes estallidos de violencia, única manera en que los ciudadanos expulsados del futuro pueden mantener la ficción de un paraíso que se correspondería con el Cofralande de la poesía popular. Las dos ficciones no pueden encontrarse jamás, alegre o violenta una, la otra enviando a la infantería policial como única señal visible de su presencia, pues ya la ficción de las cifras ha perdido su encanto, como para todos los que consideramos que el mundo no es un mercado.
Waldo Frank, enviado por la administración Roosevelt para ganar a los países iberoamericanos a la causa de los aliados, en plena guerra mundial, hace algunas consideraciones sobre el carácter de los pueblos adonde va, y de los chilenos señala su afición a una oratoria brillante que impide una buena actuación política, defensa de una abstracta libertad que le basta al corajudo peón chileno; eso explicaría el fracaso de los partidos revolucionarios, que eran atraídos también a este vórtice de palabrería.
* * *
(Días en São Paulo y Curitiba que parecía haber olvidado, pues escapé de la situación de estado de sitio en que se encontraba la ciudad de Santiago de Chile y acepté encantado pasar unos días en Curitiba con la hermosa guaraní brasileña, antes de regresar a Madrid).
São Paulo! Comoção da mina vida…
Os meus amores são flores feitas de original!…
Arlequinal!… Trajes de losangos… Cinza e ouro…
Luz e bruma…
Forno e invento morno…
Elegâncias sutis sem escândalos, sem ciúmes… Perfumes de París…Arys!
Bofetadas líricas no Trianon… Algodoal!…
São Paulo! Comoção de minha vida…
Galicismo e a berrar nos desertos da América.
(Mario de Andrade, Inspiração)
La inmensa ciudad representa desde hace tiempo en el Brasil el sentimiento de la iniciativa y la aventura empresarial, heredada de los viejos paulistas, verdaderos piratas de tierra adentro; en su mezcla con indígenas y pretos crearon una raza fuerte, capaz de enfrentarse tanto a sus españoles como a sus propios compatriotas si fuera necesario, y expandieron el territorio del Brasil hacia el oriente, hacia la Tierra sin Mal de los guaraníes. El cuadro de Benedito José Tobías, especie de denuncia de la masificación y la pérdida de la ciudad como lugar habitable para el ser humano, nos resulta ya una imagen naif, pues como todas las megalópolis que han ido creciendo en el mundo São Paulo representa un proyecto fallido, ya no solo una amenaza, inmensa ciudad de tráfico enloquecido y a la vez sometido a una ralentización neurótica que el sinnúmero de autopistas y carreteras no hace sino aumentar. Sí es más evidente el aplastamiento de la gente y los viejos barrios por los nuevos gigantes, apenas pequeños puntos descoloridos y perdidos entre las inmensas construcciones. Los versos del poeta y novelista Mario de Andrade hablan de la ambición de las ciudades americanas para ser consideradas imagen de París, deseo de olvidar una sangre mezclada, un destino de comerciantes que todos los explotadores quieren obviar con títulos y enlaces. Después de buscar aliarse con la elegancia parisina, al poeta solo le resta “gritar por los desiertos de las Américas”, vuelta al duro esfuerzo de encontrar un nuevo lenguaje para un continente en el que ya los escritos de los primeros europeos llegados a estas tierras –las Cartas de Hernán Cortés, verbigracia–, señalaban la imposibilidad de la lengua materna para narrar paisajes y seres nunca vistos antes. ¿Dónde se miran ahora las ciudades, los poetas?
Intenté escapar en lo posible a la pérdida de aura de las grandes ciudades y me instalé por unos días en el barrio de Vila Madalena, que conserva un poco del antiguo ritmo de la ciudad, casas y calles donde la vida parece escapar a la prisa y el hacinamiento, también zona de restaurantes y cafés donde la maravillosa música brasileira puede todavía encontrar un refugio. Visité algunos museos, como la Pinacoteca, con algún espléndido Portinari, y el parque Ibiracuera, hermoso lugar, creado para una exposición universal, que ahora acoge museos de arte contemporáneo – así, el MASP– y el de la negritud, arropados por la arquitectura del gran Oscar Niemeyer.
En el Museo de Arte Contemporáneo, inmensa colección que recoge toda la parafernalia de las vanguardias, admiré una exposición de Rodrigo Linhares sobre el arte de volar. En el Museo afrobrasileño disfruté de espléndidas fotografías y también reconstrucciones de las figuras del candomblé, así como de las aportaciones de artistas africanos; también, los trabajos de algunos pretos ya libres, como Mendiga no Catete. Las fotografías de algunos esclavos negros quieren describirlos como personajes genéricos, como tipos, frente a la individualidad de los brasileños de origen europeo, pero los fotografiados se resisten al estereotipo y sus miradas devuelven imágenes de resignación, pero también de sueños de libertad, de quilombos, se nos dice en la presentación.
Algunos pretos aparecen ataviados con cierta prestancia, pero en casi todas las imágenes una circunstancia denota su verdadera situación: la falta de calzado. Charlé un rato con uno de los bedeles, un hombre descendente de africanos, que me señalaba la persistencia de un racismo que los últimos avatares políticos han hecho surgir de nuevo.
En un cementerio, en los alrededores de la zona de Vila Madalena, el kitsch de la muerte quería inmortalizar a los triunfadores en la lucha por la vida, con gran acopio de apellidos italianos.
En Curitiba pasé unos días relajados y felices, con un lindo paseo en tren hacia Morretes por los restos de la selva atlántica; ciudad que guarda una arquitectura modernista, se corresponde ya con una urbe de crecimiento formidable, imagen de un Brasil que quiere mirarse en el espejo de un futuro cuidadoso con el medio ambiente, intentando crear –como nuestras viejas ciudades europeas– la visión de un porvenir habitable.
* * *
Debo ya terminar mi relato, extraño final en esta tierra que fue considerada un laboratorio para una nueva humanidad, más alegre y fraternal. Pues en todos mis viajes iba buscando una raíz hispana, esa verticalidad apasionada que quizá aporte todavía un mensaje para el mundo, hermandad profunda que se resiste a la idea de una supremacía que no sea la del talento; una visión adelantada, como en toda verdadera política, por los poetas y creadores, que se sienten ya parte de un proyecto americano, de una sensibilidad que instaura un realismo mágico en que se unen el dolor de la violencia y la conquista, de la esclavitud, con ese aliento de la Edad de oro que traen las utopías clásicas y los soñadores africanos, reflejada en la resistencia formidable de los indígenas a perder su identidad, en la fuerza del viejo comunalismo, que los españoles intentamos respetar, así como la asombrosa capacidad para aceptar las ideas y utopías llegadas de la vieja Europa y traducirlas a una sensibilidad propia, imagen de los ángeles portando las maracas de los chamanes en las iglesias jesuíticas; los poetas y creadores añadieron los nombres, colores y formas de toda las nuevos seres, tierras y emociones al imaginario de la humanidad, nueva expresión que Roa Bastos quería mostrar como puente entre el mundo poético de los guaraníes, el habla de los sagrado, de la intimidad, y la violencia de la vida socia y política de nuestra época, salvando así un mensaje que nos señala como verdugos, pero también como víctimas.
En las páginas finales de su Viaje…, Waldo Frank nos presenta un programa para toda la América, que ve como el lugar donde las utopías religiosas de puritanos y jesuitas pueden dejar paso a otra laica y moderna, una democracia en que el individuo –el Robinson de los poetas– cedería su cetro a la Persona, centro de una concepción del hombre como vértice de una unidad de vida y pensamiento en que el amor a la democracia de los pueblos del norte y los sueños de una concepción estética y profundamente igualitaria de los países de influencia ibérica deberían encontrar un acuerdo, un pacto; equilibrar así la peligrosa subordinación a lo económico en los norteamericanos, como la tendencia al caos social en las repúblicas iberoamericanas. ¿Cuál es su enemigo común, y el de todos nosotros? No solo los totalitarismos que amenazaban su época, el nacionalsocialismo y la brutalidad estalinista, sino esencialmente la moderna civilización de técnica, empirismo y adoración científica que nos quiere convertir en productores/consumidores como único fin de la humanidad. ¿Es posible renovar esas ilusiones, o somos ya únicamente testigos de un fracaso?
Desde luego, con excepción de algunos momentos de esplendor, los países de la órbita hispana –así califica Freyre también al propio Brasil– hemos fracasado en nuestro intento de alcanzar un lugar en el banquete de la Modernidad, si acaso como criados, o simples invitados de los poderosos. Tanto los países de origen, como las Repúblicas que siguieron a la Independencia, también el pomposo Imperio brasileño, no encontraron acomodo en un mundo que ya había enseñado sus cartas con una cultura utilitarista, herencia de la filosofía de sir Francis Bacon que el siglo XIX no hizo sino convertir en su sello propio, ese “carimbo” de las facturas que le parecía al poeta Pessoa el verdadero símbolo de nuestra época. La unidad que la religión y la monarquía establecieron en el Nuevo Mundo quiso reinventarse con una copia servil de la filosofía de la utilidad, unida a un darwinismo social que condenaba a la extinción a los pueblos indígenas, incapaces –como nosotros mismos, por otro lado– de alcanzar ese cada vez más acelerado tren del progreso; pues la primera condición para el éxito sería abandonar todo esa carga mítica y religiosa, nacidas de un sentimiento de asombro ante lo real, así como de los símbolos que indicaban una alianza entre el ser humano y esa misma realidad.
Una de las alegrías que sentí con más fuerza en mis viajes fueron los encuentros con algunos pueblos indígenas que sentían con orgullosa humildad como eran llamados a participar en la historia de nuevo, después de haber permanecido, como todos los pueblos hispanos, condenados a la invisibilidad, especie de caricatura válida solo para los museos etnográficos; mayas del Yucatán, rarárumis de Sierra Madre, wounan nounán del río Calima en Colombia, tsáchilas del Ecuador, las naciones andinas, quechuas y aimaras, los casi invisibles mka’a y caduveos de Bolivia y Paraguay nos están esperando para que volvamos a sentir ese asombro con que nace toda cultura y después aparece como expresión y, por último, como puro mecanismo. Un deseo de justicia sigue queriéndose mostrar, como las llagas de las figuras del Aleijadinho, a pesar de los fracasos continuos, los desastres políticos y financieros, la huida de los habitantes de muchas de esas repúblicas que en otro tiempo acogieron a oleadas de inmigrantes.
Qué valores podemos aportar ahora a un mundo que superó la barbarie nazi, y aún después el terror frío de los gulags, que tanto temía Waldo Frank, pero en que las diferencias étnicas y de creencias son ahora abismos sociales, políticos, económicos… Y sobre todo sufren de una profunda incomprensión y ceguera por parte de nosotros mismos, los países “desarrollados”, hacia los desheredados del futuro. El mundo está cercado por toda una red de intereses, información, cálculos, cifras y demás, que han convertido el planeta en un único espacio; incluso queremos alargarlo hasta los límites de nuestro sistema solar, en un giro copernicano que responde no al sueño de conocer sino de poseer; sobre todo, ese futuro que, como el horizonte espacial, no cede su secreto. Tras el fracaso de las revoluciones políticas, de uno u otro signo, también en nuestros países, se sueña por parte de muchos de los líderes políticos en un mundo donde las diferencias se jueguen en los mercados y las Bolsas, ya no en los anticuados campos de batalla, espacios que recogería todas las tensiones y fuerzas de un mundo que nadie sabe verdaderamente como aplacar, como una economía perespiritualizada que parece escaparse a cualquier control y ofrece periódicamente imágenes de un futuro apocalipsis en que los desheredados de la fortuna avanzan desde sus arruinados países para intentar llegar al paraíso del consumo y el bienestar. El clima cambia, se calienta, dicen los expertos, como si reflejara de una forma simbólica los dolores, la rabia, la violencia de las relaciones humanas, en que la desconfianza y el miedo nos llevan a querer aislarnos en países, tras fronteras, en los propios hogares, también en un universo virtual que sin embargo se contagia de esa misma violencia, nube que amenaza tormenta.
El espacio nos trae a menudo una imagen de desolación, a la espera de que se transforme en futuro, pero también una posibilidad de repensar ahora el tiempo, escapar a la tiranía de ese tiempo único arrastrado por la locomotora del progreso, ya desde hace mucho. Las culturas míticas guardan una ética para nosotros, pues en ellas el ser humano no se ha separado todavía del resto de la vida misma, es su continuación y apoteosis, pero no un invitado especial que pueda arrogarse un poder diferente al de los otros seres, pues los hombres siguen siendo papagayos, como los bororo, o palomas como los nivakle. Los pueblos descendientes de los grandes imperios azteca, maya, andino…, glorifican ese espacio cuadripartito en que descansa toda su cosmogonía, hasta los elementos de la vida diaria, o el trazado de sus ciudades, y su tiempo es el de los astros que sucesivamente se reencarnan para dar lugar a una nueva época, unos nuevos Sol y Luna en que los seres aparecen remozados y el tiempo es vivido como espacio, trazo que se va marcando sobre la piedra y adquiere grosor, peso.
El tiempo mítico recuerda al tema con variaciones de nuestros músicos del Barroco, melodía que cada narrador de historias actualiza y a la vez introduce nuevos aportes, los mitemas de Lévi-Strauss. El ser humano no se separa de la naturaleza, como veíamos, y el lenguaje debe multiplicarse para indicar todos y cada uno de los elementos del espacio, interminables cadenas de signos que manifiestan un asombro constante, como el Yaghana de los fueguinos, pero el tiempo en esencia es una continua repetición de lo mismo. Un nuevo tiempo llega con las religiones, cuando el hombre se separa de los demás seres y asoma la idea de destino ligada al cambio estacional, en que la muerte y la resurrección del dios y su esposa, como la del fruto y la semilla –esposa que debe buscarlo en los inferos– se convierten en la del hombre y la mujer mismos; historia de Quetzalcóatl, a la vez estrella matutina y vespertina, como en la historia mesopotámica de Enlil y Tammuz, después Marduk y Bel, bodas sagradas de una Luna masculina y la estrella Venus, que dará en México un calendario guiado por su ciclo de apariciones y transformaciones, como estrella de la mañana o de la tarde. Las andanzas de los gemelos míticos, fundadores de las culturas americanas como Sol y Luna, masculinos ambos, generarán la doctrina de la sucesivas Eras en que la humanidad vivirá en la tierra; en cada una de ellas, nuevos dioses permitirán que los astros puedan brillar e instaurar el paso del día y la noche, así el dios buboso que se arroja el primero al fuego y será Sol, mientras el dios rico duda y su cobardía le condena al papel de Luna, ya en la última era. Las bodas sagradas del inca con su hermana remiten a esta misma idea del destino, pero ya no es Luna el esposo, sino un exclusivamente masculino Sol.
La llegada de los europeos introduce de golpe un tiempo dinámico frente al suyo, tiempo temeroso, transportado por cargadores para entregarlo intacto a los nuevos dioses: solo ellos son libres, no los hombres. Tiempos que no pueden en principio convivir, uno de la repetición traumática, ya en su última era que debía alimentar con sangre al Sol para que no fuera devorado por las serpientes; otro, el occidental, de plena confianza en su destino, en que la idea de un espacio potencialmente infinito encuentra en la aventura americana su corroboración; así como la idea de una tercera Edad, de una nueva posibilidad para la historia del género humano, que había sido anunciado en las profecías del abad Joaquín da Fiore, se depositará también en estas nuevas tierras en la forma de un mesianismo que llevará a los franciscanos y dominicos a bautizar a los indígenas a millares, pues las profecías anunciaban esa nueva era para cuando hubiera sobre la tierra un solo pastor y un solo rebaño. Sin embargo, una convivencia entre los dos números arquetípicos, el tres del tiempo dinámico y el cuatro del espacio sagrado pudieron convivir, a veces de forma traumática, otras bajo la protección del débil por las leyes y por los hombres de la Iglesia; el propio Hernán Cortés pedía en sus Cartas de relación al emperador Carlos la separación entre los dos pueblos, única manera de guardarlos de la codicia de sus paisanos. En los Repúblicas de indios, creadas bajo esta idea de protección, los frailes adoptaron la partición cuadripartita del espacio, en que esa sagrada división se correspondía con la de sus pueblos y ciudades, los ayllus o barrios en que cada pueblo se instalaba según una procedencia guiada por los puntos cardinales. A veces, se daba el fenómeno del llamado sincretismo, en que las viejas religiones lograron acomodarse a las nuevas creencias, y así en la portada de la iglesia de Belén, en Cuzco, la terna de los Reyes Magos es sustituida por el dos de los pueblos andinos; los santos europeos adquieren extrañas funciones y costumbres, y en San Juan de Chamula arropan el oficio de los chamanes como verdaderos intercesores, dioses convertidos en hombres. En otros casos, los ritos y creencias simplemente conviven y no se mezclan, como el rito de los Judas entre los coras mexicanos, en que se revive la muerte y resurrección de la estrella de la tarde. La defensa de las tierras comunales, costumbre vieja de estos pueblos, espacio sacralizado, pudo engarzar con nuestro viejo derecho germánico en que la propiedad comunal resistía frente a la señorial y aún la real, en orgulloso equilibrio, permitiendo la independencia de villas y ciudades, y de sus habitantes. Las reivindicaciones de esas tierras y sus derechos por los pueblos indígenas, que alcanzó su cénit en la Revolución mexicana, marcan una idea de economía que choca frontalmente con la de ese Robinsón, solitario depredador de una naturaleza hostil, sueño de una cultura que ya solo ve hechos, nunca sustancias.
El sueño de una democracia racial, que Waldo Frank observaba maravillado en Brasil, país de gente de una profunda pausa, sin nuestra civilizada neurosis, le servía como entusiasmado ejemplo para un mundo obsesionado con el predominio racial, conducido por el creciente maquinismo y la superioridad tecnológica; también, en particular, para su propia nación. En los territorios de influencia española se dio también una idea de humanidad que señalaba la idea de una profunda igualdad del ser humano, sueño recogido en las Leyes de Indias, en las utopías de franciscanos, dominicos y, por último, en las reducciones jesuíticas, así como una moderna democracia había nacido de la inspiración de los puritanos ingleses. La espiritualidad, el ansía estética de estos pueblos, debían formar parte de un nuevo imaginario colectivo, de una República universal que abandonara el utilitarismo como única relación con la Naturaleza, o entre los seres humanos mismos. Los poetas y los creadores ya se habían hecho estas preguntas y quizá también han adivinado alguna respuesta.
¿Qué era el hombre? ¿En qué parte de su conversación abierta
entre los almacenes y los silbidos, en cuál de sus movimientos
metálicos
vivía lo indestructible, lo imperecedero, la vida?
(Pablo Neruda)