¿Qué se siente vivir en una pandemia?
Que las horas se van acumulando. La incertidumbre.
Por algún motivo, las lecturas en estos tiempos alejado de la humanidad, me traen recordatorios de que nada es nuevo bajo el sol. Ahora es una biografía de Alexander Hamilton (en el Kindle, porque las librerías públicas también cerraron hace más de dos semanas). Una y otra vez aparecen las enfermedades, el pánico, las muertes:tifus, malaria. En otra novela, que en apariencia es sobre Nueva York en los 80s, una página me traslada a un relato de Poe: Cuando llegó la plaga el rey se refugió en el castillo con su corte y comida para muchos meses. Ahí bailaban, hasta que la muerte, vestida muy elegante y con una hermosa máscara roja, llegó hasta los salones de su palacio para llevárselo.
Ayer estaba pensando en esa mañana en que llegué a París de 26 años, en tren desde Madrid, leyendo La peste de Camus. Era tanta la desolación en aquellas páginas que cerré el libro para que su lectura no marcara mi llegada.
Los muertos están más cerca, en los hospitales a los que tememos ser llevados. La hija de mi amigo es una enfermera de 17 años. Viviana está especializada en niños pero ahora tiene que ayudar en todos los ambientes del hospital. El viernes regresó a decirle a su padre que ese día se habían muerto cinco personas, del covid 19. Vive con ellos, una familia de 6. Tiene su rutina para sacarse la ropa en el auto y entrar directamente a la ducha. Y sin embargo: la ansiedad.
Los amigos hacemos una reunión de Zoom. Ahí está el pata peruano que hoy vive en Minneapolis trabajando para una corporación. Van 10 días sin salir de casa, con todos los síntomas: la fiebre, la tos, el dolor y la pesadez. Al parecer ya está saliendo de la enfermedad. Otro amigo, desde Boston, bromea que lamentablemente ya no va a poder contar que tiene un amigo que se murió del virus. Nos reímos. Nos reímos. Nos reímos. Él se ríe. Asegura que está bien, que las autoridades le dijeron que no se haga ninguna prueba, que se quede en casa a menos que se sienta peor. Ahí tenemos un paciente sin registrar. Una cifra menos para la historia oficial.
Lecturas, clases en video, explicaciones de diapositivas en tiempo real para mis alumnos del Bronx. Una de ellas se queja que no es lo mismo, que nada le entra. Tiene 60 años. Le digo que tengo horas de oficina virtuales. Una estudiante me dice que está trabajando en varios turnos en el Einstein Hospital, que se va a tomar un descanso de dos semanas para ponerse al día con las clases. «Ponerse al día» parece una frase de otros tiempos.
¿Y qué de las fotografías? Todos esos besos, abrazos, esos cuerpos apretados ─medio ebrios tal vez─ sonriendo. Dicen que somos mortales y el tiempo se nos está acabando. O tal vez es la prueba de nuestra incapacidad para enfrentar a la naturaleza, que como la muerte vestida de rojo, sólo tiene que golpear la puerta. Sólo tiene que llegar.
¿Y qué de ser positivo? Hace tiempo que no me había reído tanto: Ingeniosas fotografías, mini historias para la pequeña pantalla del teléfono, audios de un varón quejańdose con las autoridades porque dejaron que la suegra llegara a su casa y se metiera a vivir con él durante la cuarentena, videos hechos en casa que sólo se pueden entender en el aburrimiento que nubla el mundo de ayer. El mundo de ayer se llama esa maravilla que son las memorias de Stefan Zweig. Es el título preciso para ese día ─hace menos de un mes─ cuando ignorando toda advertencia me encontré con un profesor peruano en los pasillos de la universidad y nos dimos un abrazo como los de siempre. Nada nos va a pasar. Él ha regresado de pasar las casetas de vigilancia en el desierto entre Jerusalén y El Cairo, de ver la tragedia de Hebrón. Ambos hemos crecido con la epidemia del cólera y los atentados de Sendero Luminoso. El mundo de ayer.
Días nublados y días con sol. Días con lluvia. Sospecho que el mundo es más interesante para quienes tenemos varios universos que cubrir. Me sé las anécdotas de la cuarentena en Perú: el toque de queda con faltosos que salen para comprar cerveza, Cachito agarrado en calzoncillos paseando al perro. También conozco los balconazos en Zaragoza y Madrid (¡Resistiré!), y he tenido conversaciones con el muchacho que nos trae la comida desde el supermercado Whole Foods:nunca ha trabajado tanto ni ha ganado tanto dinero.
Digo que esta generación, la de mis hijos, recordará para siempre los muchos días que pasó acompañada de su padre y de su madre. Una relación ininterrumpida. Día y noche. Los cuatro, padres e hijos, en nuestras bicicletas paseando por los estacionamientos desiertos; las búsquedas del tesoro por los cuartos de la casa, con las linternas en la oscuridad de un lunes por la noche. Por otro lado, cómo duele decirles a los niños, mientras caminamos por una calle semidesierta y a lo lejos viene una muchacha con su perro: «¡Aléjense!» Aléjate de las personas. No toques nada. Mi hijo me escucha que le digo a alguien en el teléfono: «¡Qué buena noticia!», y me pregunta: «Papá ¿se acabó el virus?».
Y enmedio de todo eso: la política. Bill Gates explica a las 3 de alguna madrugada en la que no puedo dormir, que los gobiernos muy pocas veces invierten en una pandemia porque es mucho dinero para algo que puede o no puede ocurrir. Por eso la enorme posibilidad de que nos agarre con los pantalones a media pierna.
Me fijo en la fecha: es un video de 2019. Antes de que supiera dónde queda Wuhan. Antes de aquella foto que compartí donde una señora vendía toallas con el logo de la cerveza Corona y le agregaba «Virus». El mundo de ayer. El de hoy son los medio millón de infectados en Estados Unidos. Las bolsas de comida esperando que pasen unos días atraś de la puerta de entrada. Un gobierno que apela a la buena voluntad de los ciudadanos, que dice que hizo todo lo posible. Y los 11 mil muertos. Y la gente que a veces te llama, como hoy. Es tu suegro.
Dice que tiene tos.