Apenas me enteré que iba a viajar a Asia me presentaron a una palabra que jamás había escuchado y que sería mi mejor compañera por las semanas siguientes: jetlag. Voy a ser sincera, no tenía ni idea qué o quién era jetlag y mientras todos seguían insistiendo con dicha palabra debo aceptar que la tuve que buscar en el diccionario. Y admito, la subestimé. De todas manera la excitación era enorme. Iba a cumplir uno de mis sueños de adolescencia: conocer Tailandia, Vietnam y Camboya.
Por supuesto a medida que se iba acercando la fecha sólo resonaba en mi mente constantemente: 28 horas de vuelo y jetlag. Imaginar que mientras la gente dormía, iba a trabajar, cenaba, miraba la tele, dormía y se volvía a levantar yo iba a estar en un avión encerrada en el vuelo más largo que he vivido cruzando toda Argentina, medio Brasil, toda África, Europa y media Asia. Para mí, iba al fin del mundo. Finalmente pasaron unas horas y comprendí realmente qué implica el jetlag: es un síndrome que padecen los viajeros cuando van a lugares extremos y su reloj interno se desincroniza totalmente. En el vuelo sentí su primer síntoma: el insomnio. Quizás era la sobreexcitación.
Arribé a Tailandia. En Bangkok no estuve más que unos días. El paradigma de Tailandia es que mientras de día se visitan palacios inmensos de oro estando descalzos y totalmente tapados, de noche es la capital de la perversión. Siempre me consideré una persona liberal, pero realmente ver que un adulto compraba en el mercado nocturno un juguete para tener sexo con una niña por un dólar era excesivo y según mi entender delictivo. Bar tras bar de oferta sexual en los que mujeres semidesnudas brindan servicios con sus órganos genitales, inclusive jugar al ping pong.
La sexualidad no es tabú, obviamente. En los mercados se venden abiertamente todo tipo de juguetes sexuales. Allí la elección de género no es un tema de discusión y llevan años en la lucha para el reconocimiento de derechos como el matrimonio igualitario. Es una ciudad con inmensos edificios y, como gran ciudad, caos y ruido de tránsito. Durante mi estadía y a pesar del calor jamás vi el sol, la contaminación es absoluta. El jetlag me impidió dormir durante la primer semana: recuerdo hablar por teléfono con mi padre a las 5 de la mañana (10 horas de diferencia horaria). No faltan en las calles altares de toda índole en donde se ofrendan alimentos y Fanta sabor uva, porque es el sabor predilecto de los dioses. Sahumerios, muchos sahumerios por todas partes y cuyo olor impregna tu ropa durante todo el día. Se puede cruzar la ciudad en un tren que circula por una especie de autopista elevada. En diez minutos se accede al centro, donde se suceden un sinfín de centros comerciales. Allí se dan cita las clases mejor situadas del país para celebrar tertulias y recorrer tiendas de marcas exclusivas de joyas, carteras, vestimenta, autos, libros. Son esas tiendas en las que uno sueña poder comprarse aunque sea una calcomanía y sin embargo se conforma con una fotografía en la entrada.
En mis semanas posteriores crucé Vietnam de norte a sur por las principales ciudades. Si el jetlag fuera una persona yo sería la viva representación. Conviví con el extremo cansancio y con el hambre, ya que la comida asiática no era de mi beneplácito. No soy fácil en Argentina y en Asia tuve que mentir diciendo que era vegana para que dejaran de insistir para que me alimentara con comida callejera, a saber: víboras, grillos, escorpiones, cucarachas y otras excentricidades. No voy a negar que hice la locura de probar destilado de arroz con sangre de cobra y escorpión. Me preguntaron varias veces a qué sabía y a mi entender sólo a alcohol etílico.
Mañanas rodeadas de arrozales y colaborando con los campesinos. Hay curiosidades de Vietnam. En 1986, con la revolución agraria, se repartieron todos los campos entre todos los ciudadanos. Cada familia tiene el suyo y se cultiva inclusive entre los cementerios. Cosechan en forma manual con vacas que arrastra maquinaria y siembran semilla por semilla desde niños a ancianos.
Hay un gobierno dictatorial. En discusiones sobre el tema expresaban su conformidad por tener orden y seguridad. Es cierto, no hay inseguridad.
Conviví y colaboré con la gente en distintas tareas, compartí o intenté compartir su idioma y su creencia budista. Conviví con mujeres que a pesar del calor extremo vestían barbijos y guantes de lana. En Asia la belleza es la extrema blancura. Atravesé el año nuevo chino. Esta festividad es similar a nuestra Navidad, pero en vez de regalos se entregan un sobre rojo con dinero dentro. La familia se reúne alrededor de un árbol de melocotón o naranjas y descansa en forma conjunta durante una semana y degusta comidas especiales.
Conviví con el orgullo de un pueblo que rechazó los ataques de los norteamericanos durante los 70 viviendo en túneles y soportando las consecuencias horrorosas del napalm. Estados Unidos bombardeó veinte veces más a Vietnam que a Europa durante la Segunda Guerra Mundial, y a pesar de todo perdió la guerra. La mayoría de las personas de mi edad han perdido a su padre o abuelo en alguna guerra: Vietnam fue atacada y colonizada por los chinos, los franceses, Estados Unidos… Padeció guerras civiles y combatió contra Camboya. Muchas de sus islas han sido ocupadas por China. Pero los supervivientes, gente herida mental y espiritualmente, con numerosísimos amputados, deformes, quemados, enfermos, ya no quiere guerras, y las nuevas generaciones se niegan a otras soluciones que no sean diplomáticas. Recuerdo alejarme sigilosa llevando conmigo retratos de mujeres sin ojos o brazos, mendigando, de hombres que atan a sus muñones instrumentos para tocar melodías lejanas, y en especial a una mujer que en su niñez que vio cómo su pueblo era arrasado con napalm: su rostro quemado es el recordatorio de lo que ocurrió. En mi ingenuidad le pregunté si sabía qué había ocurrido una guerra, por qué y qué era el napalm. No tenía ni idea de qué le hablaba, sólo silencio lúgubre, desgarrador. Y sin embargo ella, diariamente, sin percatarse o sin querer percatarse de su cómo era su rostro, salía a cosechar su campo y cuándo no era suficiente con una sonrisa pedía en tres lenguas: “One dollar, lady”; “Un dólar, señora”; “Un dollar, madame”…
Las calles de Vietnam están invadidas por motos que circulan sin dirección ni sentido. Atravesarlas es una aventura en la que uno se lanza sin detenerse. Las motos, la mayor parte de las veces, esquivan al peatón.
Y del caos vehicular pasé a Camboya. El jetlag estaba olvidado.
Imponentes templos del siglo I invadidos por la naturaleza y construidos en homenaje a divinidades budistas e hindúes. Otro idioma, otra cultura. En Asia poco inglés se habla, por lo que pronunciaba frases que había googleado en Argentina o recurría a la mímica. Los niños camboyanos van al colegio de lunes a sábado todo el día con una hora de descanso a medio día. Los hospitales son gratuitos y a pesar de la extrema pobreza es un pueblo afable y generoso. Recuerdo anécdotas hilarantes, como el ataque de un mono que intentó arrebatarme la cámara. También sentí por primera vez las dolorosas picaduras de chinches. Aquí los hombres pagan dote a la familia de la mujer para poder contraer matrimonio. Cuando un compañero me aseguró que había abonado cuatro mil dólares por su cónyuge mi primer comentario fue si había devolución en caso de que se hartara de su esposa. El humor no es universal. Sólo obtuve como respuesta cara de sorpresa y ofuscación.
Infinitos campos de lotos rosas y blancos. Pueblos flotantes donde se consume el agua de cloaca del segundo río más contaminado del mundo.
Me sentí totalmente identificada con el pueblo camboyano y en mis últimos días sentí deseos de quedarme allí, o que al menos mis deseos se hicieran perdurables. Me dejé masajear por peces y probé frutas exóticas como passion fruit y fruta del dragón. Durante mi estancia sólo me di cuenta de lo lejos que estaba de mi lugar de nacimiento cuándo observé un planisferio y vi que Argentina estaba a la derecha del mapa. Sobreviví a la escasa conectividad y sin televisión. Cumplí con mi misión laboral con satisfacción y regocijo.
Después de un mes y sin previo aviso el jetlag volvió a apoderarse de mí al regresar a Argentina. No pude comer ni dormir durante diez días. Literalmente. Pero lo resistí sin arrepentimiento de ningún tipo.
Hoy el jetlag retornó al diccionario y mi viaje marcó un recuerdo que no se borrará.
Paula G. Acunzo es fotoperiodista argentina, realizadora de videos, productora de multimedia y profesora de fotografía. Directora del estudio de fotografía Oveja descarriada, su lema es “No saques fotos, vivi la fotografía”, y esta su web. En FronteraD ha publicado A la manera de Laura. Sobrevivir a la hidrocefalia y otros percances y Invisibles. Mirar a los ojos duele.