En el balcón el sol enjuga las gotas de sudor que se deslizan por mi cara y por mis hombros. «En estas oscuras piezas, donde paso / días agobiantes, voy y vuelvo arriba abajo/ para hallar las ventanas. -Cuando se abra/ una ventana habrá un consuelo- /Mas las ventanas no están, o no puedo/encontrarlas. Y mejor quizás que no las halle. / Acaso la luz sea un nuevo tormento. / Quién sabe qué cosas nuevas mostrará.», lo explicaba mejor Cavafis.
Treinta grados y aún no ha comenzado junio. Un calor horrible. Ese bochorno húmedo que derrite el más mínimo pensamiento. Ni cinco minutos, oiga. El arranque inicial era ponerme morena. Nada de pensar en vitamina D como recomiendan. Morena. Aplicada la crema solar y embadurnada hasta las cejas mi vecina decide tender su ropa. Hago malabarismos evitando las sombras al vaivén de las sábanas al viento. Yo que veo una historia hasta en el palito de un polo de limón, los cordeles imbricados entre ventanas me invitan a entrometerme en vidas ajenas. Como cuando abría el diario de mi hermana sin permiso. De fondo las conversaciones. Ahora que salgo menos a la calle, las típicas de ascensor han pasado a los balcones, «¡qué calor, qué humedad, quién va a trabajar con este bochorno! ¡y con la mascarilla!«
Las ventanas abren a la vida, leo a los pseudopoetas superventas de las redes sociales. «Ahora que es tan difícil encontrar el comienzo. O mejor: es difícil comenzar por el comienzo sin intentar ir más atrás». Donde esté Ludwig Wittgenstein que se quite el tuitpoet de turno. Como Galileo Galilei sólo busco un punto de apoyo para mover el mundo. O, al menos, el que me pilla más cerca, del salón a la cocina. Aunque el dolor, la sinrazón, la incertidumbre sean inenarrables y vayan minando cualquier arranque de valentía a la hora de poner un pie en el portal. Ganas de vivir. Ganas de empezar.
«Vivir es no tener prisa, contemplar las cosas, compartir con los vivos un vaso de vino o un trozo de pan, acordarse con orgullo de la lección de los muertos, no permitir que nos humillen o nos engañen… vivir es saber estar solo para aprender a estar en compañía, y vivir es explicarse y llorar…y vivir es reírse». Sabia Martín Gaite. Y muchos hemos aprendido a vivir en soledad con la ausencia de una mirada o, frívolamente, desear que alguien te ponga el aftersun tras quemarte en el balcón. Escucho a Juan José Millás, «realmente un cuerpo es como un barrio: tiene su centro comercial, sus calles principales, y una periferia irregular por la que crece o muere […]. El caso es que llegué a este barrio roto que tiene una forma parecida a la de mi cuerpo y una enfermedad semejante, porque cada día, al recorrerlo, le ves el dolor en un sitio distinto». El dolor del que nadie habla. Reconstruirnos. Si se puede. Y nos dejan.
Inexplicablemente, este confinamiento no ha acabado con las listas de cosas de las que nunca he sido fan. En concreto, las listas de libros. Si hubieran leído a Andrés Neuman comprenderían que lo último es dejarte guiar por listas: «Me pregunto si, quizá sin darnos cuenta, vamos buscando los libros que necesitamos leer. O si lo propios libros, que son seres inteligentes, detectan a sus lectores y se hacen notar». A la vista de esas listas imposibles tiro mejor de Robert Flemming en Alta fidelidad: Mis cinco rupturas amorosas más memorables, las que me llevaría a una isla desierta, por orden cronológico. Personas a las que había visto besarse antes de 1972. Cosas que de niño me hacían olvidar dónde estaba, qué hora era, con quién estaba… Mucho mejor. Será por listas… Confieso, nada ha cambiado en mí en este confinamiento y sigo intentando huir del ebook cuadrando bestsellers en papel en el bolso junto al alcohol desinfectante como si de un Sudoku fuera. Sigo siendo aquel, (bueno, aquella), que cantaría Raphael, sólo que bajo 35º grados a la sombra. Así que si os preguntan con aquel verso de Mary Oliver, «¿qué planeas hacer con tu salvaje y preciosa vida en verano?», os aviso de que es la época más cruel para leer. Algunos, los que optéis por tomar el sol y conseguir un sitio sobre la arena en esta época de distanciamiento social, comprobareis que siempre acaba abandonado el libro de turno sobre la tumbona frente al mar. En la siesta le quitaba sin éxito la arena mientras me desperezaba como un gato, no os digo más.
Hasta Milena Busquets os tiene calados, «voy a aprovechar las vacaciones para releer a Proust, a Chateaubriand… decís todos. Ya. Me caigo al suelo de la risa. Claro, Wittgenstein en la playa, debajo de la sombrilla sí,… no hago otra cosa…».
Recuerdo que Javier Solana confesaba a un amigo playero que no podía con Guerra y paz, «demasiadas páginas, demasiada guerra…», decía con el libro bajo el brazo como Isabel II paseaba su bolso. Sabemos que leer es sexy, pero no os paséis. Eso sí, reivindico el placer de releer libros. Estos días he de reconocer que he vuelto a caer en los Diarios, de Iñaki Uriarte. Tan sencillo, sobrio, ameno, con ingenio y sentido del humor. Pedazos de lucidez. Situaciones por las que puedes pasar en tu vida. Ya lo decía Pla, «hay que escribir como se escribe una carta a la familia, pero con un poco más de cuidado». Esa normalidad (y no ésta «nueva» que nos quieren imponer con expresión marketiniana) de cuando de niños era habitual entre parientes, en pleno resfriado, prestarse el pañuelo, sonarse los mocos y devolvérselo al dueño, que apuntaba Juan Tallón. Una lectura sin artificio en la época del postureo. Desgranando su día a día desde 1999, «Uriarte es una fuente casera de felicidad». Sentirte como le dijo aquel amigo tras charlar con él: «Qué paz, me voy como recién duchado».