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ArpaDiarios de la guerra bosnia. Primer cuaderno

Diarios de la guerra bosnia. Primer cuaderno

 

Madrid, viernes, 14 de agosto, 1992

 

Ni rastro de la agonía de los corredores que dan vueltas al lago de Central Park. ¿Pero dónde queda la noche de Nueva York? Llegué hace cinco días a mi escritorio barnizado por el polvo y no he querido tener tiempo de sentarme a escribir la distancia que va de una orilla del mar a otra. Los itinerarios, el mapa de Estados Unidos, todos los libros que espero, el que era y el que, desafortunadamente, sigo siendo. Tenía una carta espléndida esperándome como un puñetazo en la boca del estómago. Hay amigas certeras y esporádicas, de esas que uno conoce para el deseo, que luego se revelan como unas púgiles despiadadas. La verdad me deja desnudo ante el espejo de mi cuarto, blindado de cuadernos y de libros, de la contaminación del mundo exterior. ¿Hasta cuándo? En Yugoslavia la realidad se cobra cada día su cuota de sangre. Allí voy con mi pequeño destino a cuestas. Entonces sí sabré lo que es el miedo. Con I. me crucé inadvertidamente en Barajas, en los caminos paralelos que los aeropuertos trazan entre las vidas. ¿Es amor? Ojalá fuera algo real, no tantas cartas, tantas trincheras de tinta china como se pueden encontrar en este mismo cuarto aparentemente a salvo del sol y de los francotiradores.

 

 

Zagreb, domingo, 16 de agosto

 

Aparentemente a salvo. Mi pasaje es de ida y vuelta. Pero también eso no es más que pura apariencia: depende de que mi cuerpo vuelva. Aún no estoy lo suficientemente endurecido, y me creo afortunado por ello. He traído conmigo mis ojos de ver y mis oídos de escuchar. He traído conmigo muy pocos recuerdos, es cierto, aunque la memoria ocupa por sí sola varios tendederos de ropa, varios taxis antiguos, varios comedores en penumbra, varias tinajas de agua con añil. ¿Es la guerra aquí? Todavía no, no en Zagreb, donde el domingo es como cualquier otro domingo en otra parte. Pero vi rostros llenos de desconfianza en el aeropuerto de Francfort, y aviones militares de carga en el aeropuerto de Zagreb. No he visto mucho para contar, para contarlo como si me fuera la vida en ello.

 

 

Slavonski Brod, martes, 18 de agosto

 

Desde la mañana en la pensión Kangoroo, en  las afueras de Slavonski Brod, se escucha el estruendo de las bombas que caen sobre el centro del pueblo. En plena noche, mientras intentaba conciliar el sueño contra una cortina de grillos, se escuchaba el esporádico estallido de alguna bomba. Una mujer limpia la ventana de su casa mientras suena la sirena que advierte de una próxima incursión aérea. La música de la radio de la pensión Kangoroo se interrumpe para dar paso al último parte de guerra de Slavonski Brod. Las descargas son ahora más nítidas y contundentes. La visita a los lugares más afectados  por las bombas, en el centro de Slavonski Brod. La guerra es especialmente cruel y absurda aquí. Los aviones acaban de dejar un regalo envenenado a dos kilómetros. Las columnas de humo denso suben desde el centro, pero parece más polvo que humo. Pronto se disuelve. Así ocurre con frecuencia en los objetivos civiles. Toda una ciudad convertida en objetivo militar, sin defensas y sin mucha capacidad de réplica. Todo es especialmente extraño. Esta mañana asistimos a la partida de cien niños en dirección a España. Madres, padres, milicianos afeitándose en la calle, algunas lágrimas más o menos furtivas. Pero la mayoría parecía feliz de alejarse de aquí: los padres, de que los niños fueran puestos a salvo; los niños, de escuchar día tras día –llevan así dos meses- el estruendo de las bombas. Mientras, en Zagreb, a casi 200 kilómetros, nada indica que haya guerra. La vida sigue plácida, olvidada de lugares como este Slavonski Brod, donde no se combate, solo se recibe pasivamente la lluvia de bombas que llega desde la otra orilla del río Sava.

 

 

Zagreb, jueves, 20 de agosto

 

He vuelto a perderme en medio de los acontecimientos de la vida. Aquí, en la capital de un país reciente, en un hotel austrohúngaro, me pregunto hasta por los motivos de ser periodista: esta tensión y premura de cada día por contar algo que no sea evidente a los ojos de los otros. Y contarlo pronto, y que en Madrid sea bien recibido, publicado, leído por lectores a los que nunca voy a conocer y que emitirán su juicio como quien corta el pan con una daga. Estoy mucho más perdido aquí que en Nueva York, a pesar de tener que resumir la existencia en 30, 60, 90, 120 líneas. O tal vez por eso, precisamente por eso. Una bomba que cae a doscientos metros puede caer a doscientos milímetros. Lo importante es contar luego las impresiones del combate como si el corazón latiera a las mismas revoluciones que las ametralladoras, o como si la piel que soporta la fiereza del sol fuera la piel de un refugiado bosnio en el palacio de los deportes de Karlovac. Hay aquí una ambición legítima y otra ilegítima, deseo de internarse en la línea de frente, indagar sobre la profundidad de las trincheras y la bestialidad de los combatientes. Ni soy un soldado ni sé lo que soy. Persigo sombras como una mosca hambrienta de carne y mierda humana. Esto era Yugoslavia. Yo no sé quién soy. Perdido en Zagreb duermo en medio de un aliento azul, turbio, como si esperara algo en mitad del día. Tal vez no supe verlo en mitad de la noche a escasos metros del frente, en Slavonski Brod, mientras sonaban cañonazos sordos, la luna bailaba sobre los penachos del maíz y una vaca gemía quedamente en la habitación contigua.

 

 

sábado, 22 de agosto

 

Todavía no llueve como sobre la tumba de la señora Slama, a la que tanto  y tan secretamente amó el teniente Carl Joseph, el nieto del héroe de Solferino. ¿Por qué no habría de ser un ingenuo al pensar que amaré como todavía no he amado, que viviré como todavía no he vivido, que escribiré como todavía no he escrito? Tal vez todo esté decidido ya, y este tiempo detenido aquí en Zagreb no sea sino un tiempo que inconscientemente me ha sido concedido antes de morir…, por ejemplo, en Sarajevo. No, todavía no llueve ni anochece en Zagreb como sobre la tumba de la señora Slama. Anochece implacablemente. Puedo escuchar desde mi habitación los tímidos timbrazos de los tranvías que se cruzan en la calle. Pero ya no me asomo a la ventana como cuando tenía diez años menos. Ahora todo es más irreparable. Incluso si sobrevivo a esta guerra y a su relato. Es pronto, sé que es pronto y que necesito tiempo para desmontar mis cerrojos y poner mis papeles en orden. Sigo sin saber muy bien quién soy ni qué pretendo, pero eso no es importante ni a nadie le importa. Me importa tener una pequeña mesa y una lámpara, aprender de Henry Roth (¡qué extrañas carambolas de los nombres! ¡Me acuerdo de Henry Roth mientras leo a Joseph Roth!). Ahora volveré a cerrar, como tantas otras noches, este mismo cuaderno, este mismo santuario de la mezquindad, el egoísmo, las verdades a medias, la ambición, la culpa y algunas observaciones sobre el paisaje y las mujeres. Nada fuera de lo común. Escribo –eso creía- para salvar algo de tiempo, una pastilla dulce que llevarse a la memoria. Pero ni siquiera eso. Ni siquiera eso es lo que cavo y lo que clavo aquí.

 

 

lunes, 24 de agosto

 

El miedo de los otros oculta mi propio miedo. Un control de carreteras serbio entre Banja Luka y  Bosanski Gradinska puede convertirse en una barrera infranqueable. Ser periodista es a veces como vestirse de diana. Tiro al blanco del que viene a meter las narices en el caldo del terror. Frente a la seguridad y a la obscenidad con que los milicianos exhiben sus armas, el temor y las palabras de los musulmanes bosnios. Uno puede disfrazarse de víctima, pero es más difícil ocultar el poder, la zafiedad, la violencia. Las casas acribilladas, bombardeadas, renegridas son un lamento a lo largo del camino que atraviesa la autoproclamada República Serbia de Bosnia-Herzegovina. Pero el tiempo se detiene cuando un miliciano gordo y malencarado se empeña en aplastar la colilla de su autoridad sobre la nariz de los fisgones. No resulta nada reconfortante permanecer arrestado, durante casi tres horas, por una partida de milicianos serbios a los que sólo parece emocionar jugar a la guerra. Esperamos en el patio trasero de un bar de carretera incautado por la milicia. Un cerdo de grandes orejas refunfuña en la granja colindante, mientras una partida de pollos vuelve a casa en pos de su madre gallina. Mis compañeros –corresponsales de otras guerras y de otros ámbitos- parecen más inquietos que yo, que observo todo desde mi perplejidad y mi inocencia. Por la mañana me había visto tirado en la cuneta con un tiro en el vientre (llevaba puesta una camisa azul y el escupitajo rojo se volvía poco a poco escarlata). Pero aparté de mi cabeza esa imagen, aunque el chetnik que llevábamos a modo de escudo protector –no me pareció una buena idea: a fin de cuentas lo acercábamos al frente para luchar contra los musulmanes bosnios- me traía los peores presagios: su cargador parecía a punto de desparramar su letal contenido sobre sus muslos y los míos, y la cinta aislante amarilla con la que apuntalaba el arma no ofrecía más que desconfianza. Pero salimos del infierno antes de que se nos echara la noche encima. Será mucho peor en Sarajevo.

 

 

Liburnija, ferry entre Rijeka y Split, lunes, 24 de agosto

 

Apenas una llave de una cabina compartida con un británico al que conocí ayer y con el que supe, mientras esperábamos que unos desagradables serbios decidieran sobre nosotros, qué es el miedo. Pero cuando el miedo llega, intento mantener la cabeza fría, esperar tiempos mejores. Esta noche, a bordo de este transbordador que surca el Adriático, es un momento dulce para mí. Puedo asomarme a la amura de popa mientras la cerveza desdibuja los linderos de mi cabeza y seguir cada rosa del desierto que la espuma dibuja y deshace sólo para mí. No me gusta imaginarme muerto, pero acaso en este viaje esté aprendiendo –como predijo I., a quien tanto echo de menos en este barco- qué es el miedo. La muerte puede llegar aquí en cualquier momento, su sombra se cruza con la nuestra con mayor frecuencia que en cualquier otro lugar donde estuvimos antes. ¿Qué se puede contra ella? La larga paciencia de esperar que nos dé la mano, el sueño de pensar que nuestra vida pueda seguir soñando que es real, posible, verdadera, que quedan aún transbordadores que abordar, labios que besar, páginas que escribir. Hacia Sarajevo, donde la muerte ha instalado un cuartel general. Allí acuden las moscas azules de los periodistas a contar lo que ven y lo que creen ver. Yo también llevo mis ojos puestos en la cara, y con ellos veo las cuatro grúas hermanas que nos despiden al salir de Rijeka, y las cuatro torres de Rab, y la gente que se queda hasta el final en el puerto, este barco que se aleja, quizá con restos de un corazón, quizá con el cadáver vivo de un amor, quizá con soldaditos recién hechos, dispuestos a morir –como los que cantan canciones fascistas en la cubierta de popa-. El mar a oscuras, ahora que he conseguido quedarme solo junto a una ventana desde la que casi no se puede ver el mar. Mi compañero duerme en la cabina común –no sé en qué litera, todavía no alcanzo a comprender su humor inglés-, pero yo quiero resistir: primero aquí, más tarde junto a las amuras, contemplando sobre todo la costa y el mar que se van quedando atrás, atrás, como la costa de Noruega, como Leningrado, como la estación de Kiev, como tantas otras costas y estaciones que he ido atesorando como si me fuera la vida en ellas. Ahora sé que sí, ahora sé lo que es el miedo, ahora que apenas he empezado a aprender las primeras lecciones de mi vida. ¿Dónde he estado hasta entonces, hasta esta misma noche entre el puerto de Rijeka y el puerto de Split? ¡Dios mío!

 

No hay mesas de billar ni luces rojas. Sólo el ruido sordo de los motores, la cubierta de viejos listones de madera, un circo de estrellas íntimas y silenciosas y un mar blando, de esos que hacen espuma sin proponérselo. Aquí duermen dos hombres, envueltos en sacos, acostados en el suelo. Allí, otro mira las estrellas. Una mujer pasea a su niñito dormido. Dos mujeres hablan. Dos muchachas se cantan al oído. Un hombre escribe. Un anciano contempla el mar. Una mujer sola cruza las piernas y lee. Un grupo canta canciones tristes de Dalmacia. Dos periodistas hablan de la posibilidad de que llegue la muerte. Un hombre fuma. Y el mismo barco, bajo un halo blanco, avanza entre las islas con la misma ceguera con que lo hace el destino. No hay mesas de billar ni luces rojas, pero alguien que tuviera amistad con las rodillas, que supiera convertir la sombra en luz y la luz en sombra, alguien apostado a popa, apoyado contra la barandilla, acaso acertara a dibujar todo lo que aquí se contiene, esta noche en el mar Adriático a orillas de un país que se llamaba Yugoslavia.

 

 

martes, 25 de agosto

 

Escribo de espaldas a la marcha del buque, como si quisiera enganchar la mirada en cada milímetro de agua, cielo y tierra que van quedando atrás, derrotados por la inercia y el destino. ¿De quién partió la maldita idea de ir a Sarajevo? Hasta este mar tranquilo que baña las costas de Croacia no llega el resplandor y el estruendo de las bombas. Sólo algunos estúpidos milicianos cantan sus estúpidas canciones, como para darse ánimos antes de volver al estúpido combate. Pero eso fue ayer, hoy es hoy a pesar de todo, aunque no queramos que lo sea, aunque queramos clavar al Liburnija en este trozo de mar iluminado por el sol naciente (el que viene, pese a todo, de Sarajevo) hasta que la guerra termine. Yo también pensé, como Keith, que apura las últimas horas de sueño a mi espalda, que tal vez debería llevar conmigo una pistola. Pero lo pensé para viajar a través de Estados Unidos, no para protegerme de los bandidos serbios –o bosnios, o croatas- que han decidido arrancarse la piel a tiras a este lado del paraíso. Es muy fácil e inútil decir que todos son igualmente culpables, porque no resuelve nada y además es injusto presentar a las víctimas como culpables de serlo y a los verdugos como incapaces de detener su negra ejecutoria. Mis convicciones se fundamentan en mi mirada, y van ganando terreno, una pequeña playa donde hace tiempo que la razón, los fundamentos morales en los que malamente levantamos nuestra tienda, ha desparecido por completo. Ni siquiera hay un pañuelo blanco que exhibir para cruzar entre dos fuegos, para salvar un río de sangre, para detenerse a contemplar el rostro de un muerto. Es martes en el mar Adriático. Nunca pude imaginar que mi primera visión de este mar antiguo y mítico iba a estar teñida por una pasión tan vieja como la guerra. Me acerco a Sarajevo sin saber siquiera cuáles son mis verdaderos sentimientos hacia I., aunque ahora, en esta cabina, mientras el Liburnija se asoma al puerto de Split, echo de menos mis brazos alrededor de su cuerpo y sus brazos alrededor de mi alma.

 

 

Kiseljak

 

No consigo entender qué es lo que ocurre en este país. En Kiseljak, a menos de cien kilómetros de Sarajevo, cenamos en un maravilloso restaurante junto a un río: una cena tan bien cocinada como barata. Entre el restaurante y el hotel, una gasolinera cerrada derrocha un arsenal de luz para iluminar un supuesto objetivo militar. Ahora escribo en un bar donde los jóvenes de la localidad beben, pelan la pava con sus novias y escuchan música. Cierto que en el arduo camino desde Split, por rutas de montaña recién abiertas, hemos superado más de dos decenas de controles croatas –controles croatas en territorio de Bosnia-Herzegovina, y banderas croatas por toda la república-, pero en esta ciudad tan cerca de la línea del frente, que sitia la ciudad de Sarajevo, nada, y menos la dulzura de la noche estrellada, hace pesar que la guerra –una guerra especialmente enconada y cruel- se libra tan cerca de aquí. Paseando por la ciudad después del anochecer se escuchan a lo lejos estampidos de cañones. Tal vez estén bombardeando Sarajevo, pero eso no interrumpe las conversaciones, no altera el paseo de los enamorados, no apaga las luces de las casas, no apaga las canciones de las radios. Cierto que en el restaurante donde cenamos la radio bosnia emitía en croata noticias del conflicto, pero era un ingrediente más que sumar al flujo del río, la ropa elegante de una mujer, la excelencia de la cena, la cerveza alemana y una partida de tenis que se disputaba frente al hotel en una pista iluminada como una patena. Mañana voy a meterme con mis compañeros de viaje en la boca del lobo. No he pensado mucho en ello. El miedo puede ser una tenaza temible para la inteligencia. Pongo toda la cautela que puedo en todo lo que hago, y pienso en I., en que me gustaría recorrer este país con ella, compartir una cabina en el Liburnija enre Rijeka y Split, o entre Split y Dubrovnik, y pienso en sus brazos y en lo que aún no existe y en lo que temo que exista. La muerte está ahí, más cerca, como un ingrediente más de la vida: la daga que puede suspenderlo todo, las ilusiones, los proyectos, los libros, el teatro, el deseo, las mezquindades, las cartas pendientes, los libros por llegar de Estados Unidos, la vejez de mis padres, la melancolía, el futuro, lo que he ido atesorando en la memoria, el amor de I., los labios de C., mis amigos, el miedo a vivir. 

 

 

Sarajevo, miércoles, 26 de agosto

 

Podrían ser fuegos artificiales, deberían serlo. Pero son bombas. Esta noche no hay muchas deflagraciones. Acaso no será difícil conciliar el sueño. Ha sido un día largo, desde las siete de la mañana en Kiseljak, mientras esperábamos el convoy de las Naciones Unidas y todos y cada uno en el grupo de periodistas tratábamos de disimular el miedo que sentíamos, hasta esta habitación del hotel en Sarajevo: la 426 en el Holiday Inn, un edificio no demasiado tocado por los francotiradores, los morteros y los cañones. Pasamos sin novedad el último control croata y el primero serbio, no el segundo, donde retuvieron largamente a Zlatko, un periodista croata de la televisión de Sarajevo que regresaba a la ciudad sitiada. Esperamos al compañero y perdimos la cola del convoy, nuestro salvoconducto. Seguimos a Zlatko por caminos vecinales, hasta la mismísima línea serbia del frente: los chetniks nos observaban desde sus casamatas camufladas. El último control serbio se reveló más intrincado de lo previsto, pero al final hasta nos pusieron escolta: un coche blanco con un miliciano serbio que nos llevó, tras cruzar un puente, hasta las líneas croatas, donde desayunaban plácidamente a la sombra de un árbol. Ni rastro de las líneas bosnias. Por caminos entre casas de campo y jardincillos, lugares aparentemente intocados por la guerra, llegamos a las afueras de la ciudad: una autopista bloqueada con camiones semidestruidos, esqueletos de edificios, chatarra y un trecho peligroso que había que cubrir a toda velocidad para salvarse de los francotiradores. Llegamos sin novedad al puesto de control bosnio, de allí al edificio de la televisión, con terribles impactos en toda la fachada. Allí conocí a buena parte de la fauna de la televisión internacional, que prácticamente vive en el edificio. Escribí mi primera crónica y conseguí transmitirla a través de un teléfono vía satélite, tras discutir con Madrid acerca del supuesto precio excesivo de utilizar los servicios de la agencia France Presse. Pequeñas mezquindades, cuando uno viene de jugarse el pellejo en Sarajevo. Con la noche cerrada, la ciudad sin una luz, volví a este hotel con el equipo de Televisión Española: escuchamos un disparo. Dos kilómetros más allá, un camión ardía. Pero llegamos sin novedad. El fuego artillero era mínimo. Ahora se escucha estampidos, más cercanos que en Kiseljak, pero no en la carcasa del hotel. Comparto habitación con mi guapo y algo estúpido británico y sigo con mi miedo casi intacto. Ya habrá ocasión de gastarlo aquí, en esta ciudad que ayer sufrió uno de los mayores bombardeos desde que empezó la guerra y que hoy parece dispuesta a que en mi primera noche de Sarajevo pueda conciliar el sueño.

 

 

jueves, 27 de agosto

 

Parece que están golpeando con martillos neumáticos el vientre del hotel. Cada bomba resuena en todo el edificio como la caja de resonancia de nuestro miedo. Acaba de estallar un tremendo morterazo a escasos metros del hotel. ¿Qué podemos hacer? ¿Bajar al sótano, dormir en el pasillo, poner la almohada en la bañera, ocultarse bajos las sábanas, volver a rezar? La lotería es aquí un juego invertido. Así lo escribí en mi crónica del día: crónica de la destrucción y del desastre, crónica del sufrimiento. Nadie está a salvo en esta ciudad. Ni siquiera este hotel donde los periodistas y el personal tratan de conciliar el sueño, de no pensar en la muerte o el dolor. Se escuchan balas rasgando el aire ahí fuera, trazos en la oscuridad, como si alguien estuviese celebrando una fiesta por todo lo alto.

 

 

viernes, 28 de agosto

 

No sé si la muerte me rondó cerca o me ronda incluso en el interior de mi cuarto. La luz es tenue, he puesto el colchón de Keith contra la ventana –él huyó esta mañana de esta pobre ciudad maldita- y la única lámpara que da luz está en el suelo medio cubierta por una manta. Un espejo y una mesa. La ventana no existe. En Lisboa, la primera vez a solas, decía que la ventana daba al mar y me mataba. En Sarajevo da a un edificio incendiado, a los francotiradores y al río. Pero la noche está sospechosamente tranquila. 

 

Yo pensaba que iba a pasar más miedo, y  puede que lo acabe pasando. Y ni siquiera sé si me rondó la muerte o no, a pesar de que le dispararon a nuestro coche balas y granadas y de que el edifico de la Defensa Territorial Bosnia, donde escribía mi artículo sobre el hotel Delminium, del barrio de Stup, fue atacado con proyectiles de 125 milímetros. Se fueron acercando lentamente, metro a metro, hasta que dieron a los pies del edificio. Los periodistas británicos y norteamericanos se echaron al suelo. Mi compañero de La Vanguardia, Plàcid, y yo, nos lo tomamos con mayor calma, y bajamos al refugio (una profunda gruta con maniquíes apilados) con poco entusiasmo. Haris Basic, nuestro chófer, me dijo que no tenía miedo, que no me encogía sobre mí mismo cuando dispararon los francotiradores contra el coche. Tampoco tenía mucho sitio donde guarecerme. Pero, sobre todo, pensé durante apenas un instante, que si había llegado mi hora no podría hacer nada contra ello. ¿Cuánto tiempo se puede tentar a la suerte?

 

De la Defensa Territorial nos recogió Miko, que hizo una carrera enloquecida por calles despavoridas. Su manera de conducir era casi más peligrosa que los francotiradores serbobosnios o la posible trayectoria de los morteros. Volvimos a dejar el hotel a la hora ardua del atardecer, cuando todo el mundo se recoge. Y fue otra carrera desenfrenada, pero el cumpleaños de Haris Basic lo merecía. El propio Hasis Basic nos llevó de vuelta antes de que entrara en vigor el toque de queda. Y fue un viaje de precisión, un dibujo hecho con las luces apagadas y largas sobre una pizarra terrorífica. Nos dejó en la parte trasera del hotel –la más segura-, y nos encontramos con la puerta cerrada. Todo es sombra en la noche de Sarajevo, por eso los vehículos huyen como cola que lleva el diablo, porque son una tentación para los francotiradores. Dimos la vuelta al edificio hasta dar con la fachada principal, la más peligrosa, y entramos en el enorme hall gracias a los cristales reventados por las bombas.

 

No sé si la muerte me rondó este viernes, mi tercera jornada en Sarajevo. Pero esta ciudad y esta vida desquiciada que viven aquí no me la podré quitar nunca de la cabeza. Sarajevo es parte de mi más verdadera vida.

 

 

sábado, 29 de agosto

 

La bomba cayó cerca de mi ventana –habitación 426- e hizo un ruido de mil demonios. Me asusté. Acaso se me vinieron a la cabeza los cadáveres de esta mañana en la morgue de Kosevo. Toda aquella gente dormida, con heridas frías en la cabeza, en la cintura, en el pecho. Parecía que sólo las moscas sentían compasión por tanta muerte. Pero al otro lado estaba el viejo cementerio guerrillero del León, y siete personas eran enterradas al mismo tiempo. Tantas muertes cada día. En el refugio del barrio viejo, esta misma noche, un joven de Sarajevo me pidió por favor que tuviera miedo, que era la única forma de tener cuidado de mi vida. ¿Cómo escribir del sufrimiento, del martirio de esta ciudad? Escribo cada día, cada noche, pero nada es comparable a lo que uno siente aquí, sobrecogido, en las calles desiertas y a oscuras de una ciudad que parece muerta, pero que todavía alberga a cientos de miles de personas dispuestas a resistir tras casi cinco meses de constantes bombardeos salvajes. Muere más gente en el centro de la ciudad que en el frente de batalla. Hoy he subido a una casa destrozada y he compartido la tristeza y el humor de sus moradores, obligados a vivir casi perpetuamente en refugios. Una vida a oscuras, en las catacumbas. ¿Cuánto tiempo se puede soportar esto? Hoy lo he visto en los ojos extraviados y tristísimos de un hermoso niño de cinco años. Esto es demasiado absurdo, demasiado cruel. Ayer soñé que mi abuelo Ángel, el padre de mi padre, vestido con uniforme de piloto, me abrazaba con fuerza. Ambos teníamos la misma estatura. Nunca me abrazó así en vida, nunca nos abrazamos así. Cuando me desperté y recordé el sueño no sentí miedo. Pero esta noche sí. ¿Quién alquila una habitación en un hotel que está siendo bombardeado, al que le puede sobrevenir la muerte mientras duerme? Un hotel con vistas sobre la muerte, un hotel con sonido de bombardeos reales. Escribo a la luz de una vela. Trato de que el miedo no agriete mi voluntad. Escucho una leve detonación, luego el surco de un objeto que cruza a toda velocidad el cielo y espero que se produzca el impacto. La vida es un mar lejano.

 

 

domingo, 30 de agosto

 

Sí, eran dos cerebros humanos, uno al lado del otro. Y dos pares de viejas gafas de carey gastadas por el uso. Y un paquete de cigarrillos bosnios. Y un zapato de mujer. Y. La sangre estaba todavía sin coagular, espesa, de ese rojo de los toros cuando sangran abundantemente. El mortero serbio acabó con la vida que rodeaba a aquellos dos cerebros y a otros trece cerebros más que habían tenido la absurda ocurrencia de salir un domingo por la mañana a comprar a un mercado vacío. Acaso pensaban comprar flores. Valiente ocurrencia. ¿A quién se le ocurre salir a comprar flores cuando hay guerra? Dos cerebros, bolsas de la compra empapadas de sangre, algunas ciruelas, zapatos desparejados. Sucedió en Sarajevo, sí, este último domingo de agosto. A las doce y media de la mañana. Mientras en Madrid. Mientras en Londres. Mientras en quién sabe dónde. Esto era una ciudad en paz hace menos de cinco meses. La gente no tenía que pasarse las noches durmiendo en las catacumbas. No Pero es que la vida en Sarajevo se ha vuelto irreal. No puede estar ocurriendo esto en la Europa de nuestros días. Nuestra conciencia no lo podría soportar. ¿Francotiradores disparando sobre todo aquel –anciano, niño, mujer, soldado, civil- que se atreva a moverse por la calle? No, estás mintiendo. ¿Cómo va a ser posible semejante cosa en pleno último tercio del siglo XX? ¿Bombas sobre una ciudad sin capacidad de defenderse? ¿Bombas de mortero sobre colas del pan, sobre gente que compra pacíficamente flores un domingo por la mañana? Imposible. No es cierto. ¿Ataques a los hoteles, a las viviendas, a los automóviles, a las mezquitas, a las sinagogas, a las iglesias? ¿En qué cabeza cabe semejante atrocidad? Eso no es posible, es una pesadilla. Noches en vela por el estruendo insoportable de las bombas, niños con los ojos enloquecidos por cuatro peses de pasar la mayor parte del tiempo en catacumbas, niños tristes que van a recordar este desastre toda su vida, cementerios con todas las tumbas con el mismo año –1992- como año de su muerte, una ciudad completamente a oscuras durante meses y meses? Vamos, ¿de qué pesadilla contemporánea me estás hablando? Eso no es cierto. No es posible que Europa asista durante meses y meses a esa misma pesadilla sin hacer nada. Europa no iba a permitir que eso sucediera en su propio corazón. No podría soportarlo. Europa es un continente sensible a las violaciones de los derechos fundamentales del hombre. Europa no iba a tolerar una tumba colectiva con decenas de cadáveres de musulmanes asesinados a sangre fría en una ciudad llamada Mostar. Europa no podría tolerar que en lugares como Banja Luka se estuvieran poniendo en práctica medidas de limpieza étnica similares a las de los nazis. ¿De qué me estás hablando? El sonido de las bombas te ha vuelto loco. ¿Dos cerebros, unas viejas gafas de carey, un pasaporte de Yugoslavia, un charco de sangre? Basta de literatura. Basta ya. Déjame comer tranquilo. No me jodas. Déjame dormir. Europa es otra cosa.

 

 

lunes, 31 de agosto

 

Algunos obuses son como olas que nunca se acaban de estrellar contra la orilla. Desde la habitación, con las cortinas echadas y el colchón de la cama gemela a modo de parapeto, se escucha el disparo y el acero que rompe el aire, pero no siempre el impacto: son como pensamientos letales que no alcanzan su destino. El ánimo se queda un instante en suspenso, teme que el proyectil se encamine hacia aquí, y no recupera del todo la calma hasta que el paso del tiempo hace imposible que un objeto tarde tanto en estrellarse. 

 

Madrid quiere que me quede una semana más. A veces me olvido del peligro que corro aquí –como esta mañana, perdidos en Stup, entre las líneas croatas y las serbias- y entonces me entra el miedo. El miedo de no saber que debo tener miedo, como me decía Niyat la otra noche en el refugio del café del Lago: “Por favor te lo pido, ten miedo. Es la forma de que te cuides, de que no bajes la guardia. Por favor, ten miedo”.

 

 

miércoles, 2 de septiembre

 

Mi mes favorito. En el cementerio de Kosevo entierran a ocho milicianos y el primer viento del otoño arrastra las hojas secas de los castaños. Mi vela tiembla como si el viento de ayer hubiera durado hasta aquí, hasta esta noche del miércoles en Sarajevo, cuando se cumple mi primera semana en la ciudad sitiada. Ahora han cesado las ametralladoras y los morteros. Tal vez estén condenados a callarse. De momento, ¿quién no es escéptico aquí? Yo también quiero huir de aquí, pero resisto a mi manera, y me doy de bruces con el Teatro de Guerra de Sarajevo y caso algo empiece a cambiar en mi corazón.

 

 

jueves, 3 de septiembre

 

¿Cuánto tiempo venías a pasar aquí, cuánto estabas dispuesto a pasar, cuánto vas a estar? Silencio. Casi no hay disparos, casi se extraña la certeza que producen las deflagraciones. Dónde estamos, a qué hemos venido aquí. Toda esta muerte alrededor. ¿Cuántos días más debo resistir aquí? Bajo la luz de la vela, los ojos temen más. Ser uno mismo, compadecerse, ponerse a cubierto, escribir de las heridas, de la luz del día. ¿Cuáles? Aquí está la gente real, incluso tengo todos sus nombres como un gran prontuario del dolor. Soy más pequeño aquí.

 

 

viernes, 4 de septiembre

 

Tres niños de diez años. Muertos cuando jugaban en la calle. Alcanzados por un mortero. Dos eran hermanos. He visto sus cuerpos esta mañana en el depósito de cadáveres. Tres cuerpos heridos y dormidos para siempre. Podías incluso cogerlos en brazos. Rígidos. Hace cuatro días que los bombardeos han perdido intensidad. Tal vez por eso sólo han muerto 44 personas en estos cuatro días. Hoy atacaron un edificio donde estaba haciendo una entrevista. Un grito, unas voces. Salimos al pasillo: un camino de sangre escaleras arriba. Las mismas escaleras que habían estado fregando cuando llegamos. Pero nadie se rinde aquí. Esta tarde asistiré al estreno de El refugio en el cabaret-refugio del Teatro de la Juventud. Bertolt Brecht se hubiera sentido a gusto entre aquel centenar de personas valerosas que desafiaron el peligro de perder la vida por acudir al teatro. En Occidente hemos perdido la oportunidad de demostrar ese coraje cívico. Aquí estoy poniendo a prueba mi corazón. En Sarajevo. Este es mi servicio militar sin más arma entre las manos que mi pluma. No quiero más. No tomo partido. Trato de ser fiel a lo que veo. Creo que es suficiente para que la gente vea a este lado terrible del espejo.

 

 

sábado, 5 de septiembre

 

En Sarajevo, me gusta asomarme a la ventana de mi hotel. ¿Cómo olvidar esta ciudad? Estas dos torres abandonadas, medio devoradas por el fuego, dos monolitos a la diabólica destreza del hombre para la muerte y la aniquilación. Esta noche han callado los cañones. ¿Pero qué cabe pensar aquí? Ahora pasa un coche por la Avenida de los Sniper (francotiradores) y hasta los asesinos parecen dormir. Es sábado. Una fría noche de septiembre. Aunque se alcanzara la paz de inmediato, el invierno será temible aquí. Esta noche brillan las estrellas. Tal vez la furiosa tormenta desatada ayer por los dioses sobre Sarajevo ha anegado todas las recámaras y empapado toda la pólvora. Era como un anticipo del apocalipsis, con los relámpagos aniquilando por un instante la oscuridad y el viento y la lluvia desmenuzando los edificios, azotando las casas sin ventanas, removiendo las copas de los árboles. Asomado a la ventana, era como un niño fascinado y aterrado al mismo tiempo. Esta noche húmeda brillan las estrellas y los disparos han cesado. Sigo solo aquí, tratando de escribir algo que valga la pena recordar, que explique qué es la guerra, que me lo explique a mí, esta guerra en la antigua Yugoslavia y, sobre todo, esta guerra en Bosnia-Herzegovina. Precisamente la república yugoslava donde más amigablemente convivían musulmanes, serbios y croatas es ahora la que está sufriendo el mayor desgarro y los mayores sufrimientos. En mi vida he visto musulmanes más liberales y amigables, del mismo modo que en ningún lugar del mundo he encontrados judíos más abiertos y menos celosos de su religión y su credo. Una hermosa ciudad coronada de mezquitas, iglesias y sinagogas está siendo reducida a cenizas ante el silencio y la incapacidad de Europa. Yo apenas he aprendido a escribir. Escribo lo que veo, lo que mis ojos sienten que ven, lo que mis oídos sienten que oyen. Luego bajo aquí, a este cuarto piso de la realidad, a mi ventana sobre Sarajevo a oscuras, y no encuentro ni rastro de aquel niño, y entonces me pongo a pensar en los tres que dormían acribillados en la morgue.

 

 

domingo, 6 de septiembre

 

La ciudad me rodea por todas partes. Es como si el cerco de Sarajevo estuviera ya dentro de mí. ¿Qué sabía antes? Una frase en un libro de historia: el asesinato del heredero del trono austrohúngaro en Sarajevo desencadenó la I Guerra Mundial. Nunca imaginé que vendría a escribir acerca de esta ciudad, sin luz, sin agua, y bajo las bombas. Ahora el cerco se estrecha y tengo ganas de huir de aquí. ¿Quién se hace cargo del sufrimiento de la gente, quién administra algo más reparador que la piedad?

 

 

lunes, 7 de septiembre

 

Mi mes del alma. Los días caen como cadáveres en la tierra –ahora húmeda- del cementerio de Kosevo, en la hermosa ciudad de Sarajevo. Creo oír ladrar a un perro y es como un espejismo. A fuerza de oír estruendos de bombas y disparos cualquier otro sonido (perros, automóviles, campanas…) resulta extraño. Escribo con los dientes pegados a la tinta, con la cera blanda y virgen derritiéndose entre los dedos. No sé qué clase de edad me está comiendo las entrañas. Escribo y salgo a la calle a contar cómo vive la gente en Sarajevo.

 

 

miércoles, 9 de septiembre

 

Llegué a esta ciudad hace esta noche dos semanas. Mi corazón ya no es el mismo. Tampoco lo será cuando la abandone. Ni mucho después, cuando pase el tiempo, caiga la nieve y sufran y mueran todavía más de los que ahora sufren y mueren en la ciudad de Sarajevo, tal vez la más tolerante de los Balcanes, una de las más hermosas. Pero ya vuelven a disparar los asesinos.

 

 

viernes, 11 de septiembre

 

¿Es esta mi última noche aquí? ¿Cuánto tiempo es necesario para mojar los pies en el río de la verdad? Han vuelto a hablar los cañones contra los tejados. Mi ventana da a la Avenida de los Francotiradores y a la noche. En esa colina, Trebevic, hay combates frecuentes. ¿Con qué parte del cuerpo se escribe mejor? Pasé miedo, es cierto, pero no bastante. O no tanto como Zlata, como tantos otros que aguantan aquí la lluvia de fuego. Yo me voy, con un gran abrazo de cartas: peces para la aguas libres. Si pudiera leer en mi propio corazón lo que la vida escribe en los márgenes del tiempo, el sufrimiento humano, lo que yo puedo llegar a decir en la página de un diario efímero. Esta es ahora un poco una ciudad mía: puse mi corazón entre las hileras de cañones, traté de compartir todo su terror y toda su pena, pero también su dignidad, su humor, su comida. ¿Qué sabía acerca de Sarajevo antes de llegar aquí? Esta es mi noche de vísperas: mañana abandono Sarajevo después de 17 noches y 17 días, mañana cumplo 34 años. No han callado los cañones ni las armas ligeras. Puedo escucharlos desde esta mesa, ante un espejo y una ventana oculta tras una barricada inútil. Como la barricada de Zlata y Dado en su casa de la Avenida 27 de Julio. A merced del enemigo. ¿Qué cara tiene? ¿Con qué argumentos incontrovertibles dispara? No tomo partido, digo, ¿pero cómo no tomarlo si escribes, si te pones a este lado del cementerio, donde caen las granadas más terribles? Sí, el miedo y otros asuntos sucios de la edad adulta. Todo lo que he ido aprendiendo aquí, a la orilla del Miljacka, en una ciudad coronada de iglesias, sinagogas y mezquitas llamada Sarajevo. ¿Cómo olvidar los lugares donde uno se encuentra consigo mismo?

 

 

Split, sábado, 12 de septiembre

 

Abandonamos Sarajevo a las siete de la mañana. Un día gris, con la gente acuartelada tras los edificios sin cristales. Estaban bombardeando Stup e Ilizda, y el último puente sobre la Avenida de los Francotiradores lo atravesamos como una exhalación. Después, cada puesto de control serbio era como un esparadrapo antiguo, pero salimos bien librados. Dos coches, siete periodistas: tres franceses, dos españoles, un norteamericano, un alemán. Cruzamos las montañas de Bosnia por caminos de montaña, solitarios y pedregosos. Uno de los automóviles tuvo que ser remolcado. Entonces apareció un bar en lo alto del camino, un espejismo: cervezas, empanadas de carne, una camarera risueña. Ni rastro de la guerra. Era como volver a recuperar el aliento contenido en Sarajevo. Después bajamos hacia Split: el mar, una agua dorada, tiempo de vacaciones entre bañistas sin conciencia, y refugiados. Como los habitantes de esta ciudad incomparable, donde las mujeres son tan hermosas como sus piedras: romanas, venecianas, fenicias, católicas, musulmanas, todo el esplendor del Mediterráneo descendiendo por el laberinto de Split. Pero parece un espectáculo obsceno cuando por la memoria de los oídos y los ojos sabemos sin duda alguna que siguen bombardeando Sarajevo. Gervasio Sánchez, mi compañero de guerra y de habitación (uno de los mejores descubrimientos de Sarajevo), se prepara para dormir leyendo la Historia de Zlata. Hasta aquí no llega el estruendo de las bombas, la crueldad de los francotiradores, la impiedad de los morteros. La luna se columpia sobre el Adriático mientras una brisa marina limpia nuestra piel de sombras y ceniza. Hoy cumplo 34 años, entre la mañana de Sarajevo y la noche de Split. ¿Qué queda de todo aquel mal, del tiempo allí vivido? Vuelvo a hablar con mis amigos, con mis padres. Una fuente canta en la plaza, junto a los muros del hotel Bellevue. Ya estamos a salvo, al otro lado de las líneas. ¿Es posible seguir escribiendo “que será de mí”? Otra noche más. Nadie baja hasta esta orilla. Quién sabe.

 

 

domingo, 13 de septiembre

 

La distancia que hay que mantener entre uno mismo y sus obras. La doctrina cristiana es para esas pequeñeces tan taxativa como una comadrona. Tus obras son tus credenciales. Ojalá, tras tanto humo y hojarasca como empleamos para seguir adelante y enmascararnos, fuera tan sencillo. Para eso me ha servido la guerra. Yo temía, pero sabía que podía hacerlo así (¿bien?), pero ahora debo mantenerme apartado, en silencio, sin darle importancia a la complicidad establecida entre mis ojos, mis oídos y mi mano. Escribir es una forma de ponerse a prueba. En ciudades tan hermosas como Split, mientras el mar Adriático vela toda esta calma. Mientras en Bihac, Gorazde, Sarajevo siguen cayendo bombas sin piedad. Escucho el reloj de la gran caja torácica del pecho. ¿Un péndulo, una máquina de escribir, un reloj de cuco? Si al menos todo esto que he vivido en la antigua Yugoslavia sirviera para escribir mejor, para aprender a dibujar una distancia entre mis actos y lo que soy, y hablara menos de mí, y aprendiera lo que es apenas amar. Pero mi cabeza sigue asomada a un acantilado de tinta. A veces siento como si no me hubiera movido un milímetro del centro de mi perfecto círculo vacío.

 

 

Neum, martes, 15 de septiembre

 

No conseguimos desprendernos del enigma de la guerra. Ahí está el mar Adriático, al alcance de los ojos, pero no al alcance de la mano. Porque hemos venido a luchar contra el olvido. La carretera desde Split es un calco de la estría. Por una estrecha franja de asfalto bajamos hacia el sur, y el mar se va desplegando como si una sirena desnudara sus encantos. La vemos, pero no la oímos. Nuestro destino está en el curso del río Neretva, un río verde, calmo, caudaloso, que divide Mostar en dos, como algunos sentimientos el corazón. La ciudad es un espectro de lo que fue. Los combates y los bombardeos han tenido que ser aquí durísimos. Gervasio dice que está casi tan destruida como Vukovar. Veníamos con la intención de pasar la noche en Mostar, pero los hoteles son una mueca ahumada. Sólo se mantienen en pie las fachadas. Todos los puentes, salvo el Viejo, han sido volados. Para cruzar a la otra parte en automóvil, donde sobrevive la mayoría de la población que no ha huido, hay que dar un rodeo de 30 kilómetros. Las baterías serbias siguen disparando. El hospital es uno de sus objetivos predilectos. 

 

Bajamos a la costa al anochecer, por un valle hermoso y solitario. Cuando la oscuridad es inviolable, pinchamos una rueda. Un sacerdote y un paisano nos asisten, porque no llevamos herramientas. El hotel junto al mar Adriático, un espejo de los sueños, en Neum, es nuestro refugio por unas horas. Hoy volveremos a ponernos nuestros chalecos antibala, camino de Mostar, camino de Dubrovnik.

 

 

Dubrovnik

 

Toque de queda. La noche devoró todo vestigio de la ciudad. El Adriático está ahí, manso como una mujer dormida. Hemos bajado hasta Dubrovnik por una de las más hermosas carreteras del mundo. Atrás quedó Mostar. Escuchamos el silbido de algún proyectil sobre nuestras cabezas, pero tuvimos suerte. Mañana regreso a Zagreb. Madrid está al alcance del olvido, pero no voy a quitarme a Bosnia-Herzegovina de la cabeza, ni a los jóvenes fascistas españoles que esta mañana nos encontramos en Mostar: “luchando por una causa justa”. El toque de queda convierte a Dubrovnik en una verdadera ciudad medieval. Desde la habitación 608 del hotel Argentina intento adivinar la silueta de las murallas. Sombras, silencio marítimo, una ciudad a la que volver con otros motivos. Si al menos supiera cómo escribir acerca de la realidad.

 

 

miércoles, 16 de septiembre

 

El balcón da al mar Adriático y a las murallas de Dubrovnik y a una de las mil islas de la que fue costa yugoslava, pero no me mata. Mi compañero duerme y canta en sueños. El espejo está aquí, ante la mesa de escribir, pero la silla es baja y me corta el cuello. ¿Cómo ir adelante con esta cara? Amo a las mujeres por el trozo de corazón que les arranco para vivir; a cambio les doy una milésima de ternura y una milésima de tiempo. No sé cómo resisto después, pero resisto. Tal vez porque mis parapetos de libros son tan altos como las murallas de Dubrovnik. Mientras tanto, ¿qué es lo que sé? Hace un mes que salí de casa camino de un previsible infierno. Lo era. Desafié mi propio miedo y escribí con mis palabras acerca de lo que vi. ¿Qué es lo que queda ahora? Una colección de periódicos, algunos nombres, incisiones en mi memoria y, sobre todo, una ciudad, Sarajevo.

 

 

Zagreb, jueves, 17 de septiembre

 

Tiempo dulce en Zagreb. Aquí siguen ignorando qué ocurre al sur de la frontera. Pero yo ya regreso con mi cuota de culpa a cuestas, con mis palabritas y mis pequeñas oraciones truncadas. He visto el horror y el coraje, la dignidad de los musulmanes de Bosnia-Herzegovina, y la ciudad de Sarajevo, que no me la voy a quitar nunca de la cara: sombras luminosas, de cementerios musulmanes, torres cristianas, alminares, la sombra fresca de la sinagoga. ¿Qué otra ciudad estaba lista para el porvenir? Atesoro pequeños nombres, sé como respira, cómo resiste la gente de Sarajevo, que quiero como parte de mi memoria. Ángeles negros están perfumando el aire. Bajé a la guerra, pero yo me vuelvo a casa y ellos se quedan aquí: a merced del fuego y del frío. Tarde o temprano tendré que volver con mis ojos y mis oídos: hacer caligrafía de la realidad es una forma de salvarse.

 

 

Madrid, domingo, 20 de septiembre

 

Sí, es la voz de Wolf Biermann la que aquilata la mañana del domingo. La trajo I. desde Alemania, como trajo, envuelto en virutas, un tiovivo del mundo, hojalata y mecánica elemental. Un juguete que le hubiera encantado a Walter Benjamin y que me encantó a mí. Ayer nos abrazamos más fuerte que nunca, y nos besamos en los labios, y nos dijimos exactamente nada. Quién sabe si algún día nos lo diremos. Algún día, ahora que he salido de Sarajevo y he vuelto con mi miedo intacto a esta misma playa sucia.

 

 

Vigo, viernes, 25 de septiembre

 

De madrugada, me despertó la fuerza de la lluvia. Soñaba con Sarajevo, como todos estos días. Eran sueños sin angustia. Seguía trabajando allí, tratando de escribir acerca de lo que veía. Tampoco mi madre pasó miedo mientras estaba allí. Dice que iba a misa todos los días y que salía de la iglesia con una gran paz de alma, con alegría. En Sarajevo, aquellos días, estaba como esclarecido. No es que hiciera apostasía del miedo, sino que no me enturbiaba el ánimo. Estoy mucho más perdido aquí, enredado en los fantasmas del deseo, sin ver con claridad, sin voluntad para escribir. Los días se suceden como un larguísimo tren gris: no sé si voy dentro, leyendo mientras lucho contra el sueño, o lo veo pasar desde una habitación a oscuras. Como esta, la antigua habitación de mis padres, que da al mar y me mata un poco cada noche: no hay una lámpara para escribir o para leer (Miguel Torga, Richard Ford, Henry Roth), para resistir el olvido. Mientras estaba en Sarajevo, jugándome la vida, C. M. se debatía entre la vida y la muerte tras dar a luz a su primera hija, Marta. La mujer a la que más he querido, con un amor más intenso y más real. Ahora trazo signos en un mapa. Todo esfuerzo parece inútil. Para de llover. Me sobrepongo. Ceno con mis parientes más cercanos. Vida fútil. Entonces quiero coger un tren, huir otra vez de aquí, escribir lo que aún espera. Ni siquiera puedo decir “Dios mío”: no me está permitido. Paso páginas como puertas de hierro, me abrazo a cuerpos que enseguida me saben a hastío y así cumplo una jornada tras otra. Al menos, Sarajevo era real.

 

 

 

Alfonso Armada es periodista y editor de FronteraD, donde ha publicado Tres episodios de barbarie y miedo: Sarajevo, Ruanda, Nueva York, Sombras sobre Kapuscinski, Adiós a Matiora y La huella de Heidegger en España, y mantiene el blog El mirador

 

Las fotografías que ilustran este artículo pertenecen a la exposición antológica de Gervasio Sánchez que se puede visitar hasta el 10 de junio en Tabacalera (Embajadores, 53 Madrid) y están incluidas en el libro Antología publicado por la editorial Blume. Para más información se puede consultar este enlace

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