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Diarios de la guerra bosnia. Segundo cuaderno

Madrid, martes, 24 de noviembre, 1992

 

¿Cómo decir que no? A fin de cuentas se trata de mi ineludible imperativo moral. Es mi cuota, la parte que me toca contra la amargura, la crueldad y la destrucción de mundo. Pero, junto a eso, ¿cómo no tener miedo? Y más ahora que regreso a un infierno conocido. Tal vez ahora me cueste más porque siento que tengo algo que puedo perder: a I. Pero tal vez ahora me cueste menos, porque I. existe. Volveré a las montañas de Bosnia, pero con ella en el corazón.

 

 

miércoles, 25 de noviembre

 

Esta vez todo será distinto. ¿En el amor o en la guerra? Llama el cartero en mitad de la tarde. Bajo los cinco escalones de mi torre de marfil, pero no hay carta de Alemania. En Alemania, los nazis se envalentonaron de día en día. También en la antigua Yugoslavia, aunque tengan otros nombres, parezcan otras huestes. Hace frío en Alemania. Lo hace aquí cuando llega la madrugada. Pero no tiene nada que ver con el frío y el dolor de Bosnia. Volver para escribir sobre la muerte y el sufrimiento. Mientras vivimos podemos intentar escribir a favor de la razón, mientras vivimos podemos tratar de sacar lo mejor de nosotros mismos. Intento leer en cada indicio, en sus gestos, sus palabras, sus regalos (juguetes para Walter Benjamin y para mí), en sus abrazos, en sus despedidas, si es cierto que este amor es una carretera asfaltada en dos direcciones. Noviembre ya huye espoleado por su propia furia y melancolía. Sigo escribiendo mal, sigo lejos de la luz esclarecida que necesito para ver en las tinieblas. Pero no soy del todo el mismo, no con aquella carga de confusión y desesperanza que arrastraba antes de partir la primera vez hacia la guerra. Por eso, en un sentido ahora es mucho mejor, pero en otro infinitamente peor. Perderme sería perderla.

 

 

jueves, 26 de noviembre

 

¿Y ahora? Puedo volver atrás. Encontrarme con una interrogación alrededor de la letra I. mayúscula, una inicial entre dos árboles, un puntal clavado en la arena, la campana de una casa solitaria frente al mar, cuando Henry Roth, en Alburquerque, el 17 de julio pasado, me aseguró que encontraría a alguien. ¿I.? En medio de su silencio y del mío, del silencio de la casa a dos días de mi partida hacia Bosnia, las dudas han embravecido el mar de la certeza. 

 

“Yo he sido la primera que te he dicho que adelante con lo de Yugoslavia, pero se me pone un nudo en la garganta cada vez que te miro, sabiendo que el domingo vuelves a la angustia. Por cómo lo harás, no hay problema: estupendo, seguro. Pero cuídate. Cuidaros tú y Gervasio. Me alegro de que vayas con él. Y de que tengas a Isabel como una bocanada de aire fresco y ternura que te espera y claro que te quiere. Yo también te quiero”.  MARTA    25-NOV-92, 10:56

 

 

viernes, 27 de noviembre

 

Sus palabras son con mi aliento. El viento sopla con fuerza en Hamburgo, la noche está en calma aquí, pero nieva en las montañas de Bosnia. Ella dice que si tardo en volver irá a Sarajevo para estar conmigo, y que enviará a sus espíritu y a los espíritus de todos sus muertos para que me protejan. 

 

 

sábado, 28 de noviembre

 

Casi todo está a punto. ¿La suerte? La llevo grabada en mi corazón: a ella, mi amor, junto a mi suerte. La guerra no es un espejismo, no es un a página en blanco y negro de los álbumes de Hazañas bélicas de Camilo, ni una película de aquellas que nos hacían subir la adrenalina, ni una de aquellas batallas que librábamos entre los maizales y las higueras de la casa de la abuela, ni siquiera las guerras que escribimos en los periódicos. Es un archipiélago de carne y hueso, cuerpos concretos, rostros adormecidos para siempre, carne maltrecha, y todo el dolor que va cabiendo en la cuenca de las manos, se desborda, cae al suelo y se seca. Vuelvo con mi pluma, a mojar el plumín en esa tinta tan cruda, a revivirla, a calentarla como se calienta la herrumbre, la madera de Campeche, el óxido del alma. No hacen falta ni siquiera grandes palabras, sólo inclinarse sobre el parapeto, entrar en las casas, visitar el depósito de cadáveres, mirar a los ojos de los muertos como se mira a los ojos de los vivos, y seguir después: intacto por fuera, con el corazón inmóvil, casi inmóvil, para que la tinta aflore como la escarcha.

 

 

Split, domingo, 29 de noviembre

 

La lluvia es fría. Ha sido un largo juego de despegues y aterrizajes, aviones capaces de horadar hasta el cielo nocturno y de no darse de bruces con el mar. El mar es el Adriático. Vuelvo a Split y casi recupero una cierta tranquilidad del alma. A pesar de que vuelvo aquí para volver a escribir sobre la guerra que desgarra Bosnia. Madrid-Francfort, Francfort-Zagreb, Zagreb-Split. Como si las ciudades fueran grandes carteles luminosos que sólo pudieran divisarse desde el suelo.

 

 

lunes, 30 de noviembre

 

He visto apenas anochecer sobre el mar Adriático en un punto de la antigua costa dálmata equidistante de Sarajevo y de Dubrovnik. Exploro el corazón con manos trémulas, casi las mismas que aquí exploran el cadáver de la antigua Yugoslavia. No dejo de decir que el futuro será peor. El futuro de los musulmanes bosnios, el futuro de Europa, el futuro del mundo. Aquí sólo nos limitamos a constatar el tamaño del desastre. Visitamos a las tropas españolas, relatamos lo que sucede con su riesgo, hablamos con el subsecretario de Asuntos Exteriores (Máximo Cajal parece un hombre inteligente y triste, o triste a fuerza de ser inteligente), escribo lo que veo, lo que creo ver, lo que me cuentan, lo que me creo que me cuentan o lo que me creo de lo que me cuentan, y así salvo otro atardecer en la costa dálmata mientras confío –infundadamente- en que mi futuro no será peor que mi pasado: porque el hombre padece una enfermedad llamada esperanza, porque los errores de apreciación nos salvan acaso de perecer por haber perdido el entusiasmo, porque la vida aflora a pesar de la crueldad de la guerra y del frío en Bosnia. El día ha sido insultantemente hermoso en la costa dálmata, en este pequeño lugar que equidista de no sé dónde. Pero en las montañas siguen muriendo todos los días. 

 

 

martes, 1 de diciembre

 

El perfil de las montañas que custodian el valle del Neretva apenas había empezado a impresionarse sobre el papel fotográfico del cielo cuando nuestro automóvil abandonó la carretera de Dubrovnik para subir por la que mima el río. La noche impenetrable no nos había dejado ver el azul del mar Adriático. En Metkovic, ni rastro de la escolta de soldaditos españoles para un convoy humanitario. El frío segaba escarcha bajo las rodillas y el día empezó a clarear sobre las casas reventadas por la guerra. Caplinja, Mostar, Jablanica. 

 

Ha sido un día muy largo, casi 17 horas de trabajo para escribir apenas 35 líneas –el periódico parece a veces un animal despiadado dictando sus necesidades hasta esta hermosa ciudad junto al Adriático- y encontrarnos con un general español que no sabe de la misa la media y que para preservar su posición negociadora busca una imposible equidistancia entre las atrocidades y las partes. Debe ser su tarea, pero hay magnitudes que no son comparables y que no pueden ser comparables. Los musulmanes bosnios han visto escrito su destino en los labios y en las estilográficas de los poderosos. A veces vuelvo a pensar que no sólo es cierto todo lo que siento, sino que al otro lado de las líneas enemigas se fragua el mismo sentimiento. I.

 

 

miércoles, 2 de diciembre

 

El sol brilla en la planicie del mar Adriático. Pasa un carguero a lo lejos. No voy a huir de aquí. ¿Se trata de mi destino? Lentamente, antes de subir a escribir mi entrevista con el general Luis Martínez Coll, paseo por la orilla del hotel: una orilla que da al mar. El sol es como un alimento para los peces, que suben a comer a nuestra boca. ¿Dónde están los refugiados, por qué no salen de la sombra, por qué no vienen a amamantarse, a mamar de este sol tan generoso? Hay un ejército de sillas vacías frente a la mansedumbre del mar. Yo, que no soy un refugiado, me siento en ellas, y mamo mi edad perdida, mi nostalgia de Madrid, mi destino borroso, mi amor y mi lujuria. Vuelvo a la tarea. El día declina. A las cuatro y media será de noche. Vendrá el frío a aquilatarnos. 

 

 

Jablanica, jueves, 3 de diciembre

 

En noches como esta. Ha dejado de llover. Incluso ha remitido el frío. El silencio de las diez de la noche es el de la noche profunda. Yo estoy a solas conmigo mismo, triste, tratando de dilucidar al mismo tiempo mi identidad y mi porvenir. Banalidades en medio de la guerra que desangra las tierras de Bosnia-Herzegovina. La pericia de Gervasio nos salvó de la imprudencia de Gervasio: nos salvamos de una muerte casi segura en las aguas del río Neretva, pero el coche quedó inutilizado a veinte kilómetros al sur de Jablanica. La brisa agita las ramas casi desnudas de un árbol del jardín. Después de recabar inútilmente la ayuda del destacamento de cascos azules españoles encontré a dos musulmanes dispuestos a recuperar el coche averiado con una grúa: era la última puerta del último garaje del pueblo una mañana de perros muy temprano. Lo que no sabía es que los perros peores estaban al otro lado de la línea telefónica: en la confortable perrera de Madrid. Ahora, la noche y la cena con los legionarios y paracaidistas –la primera comida del día- ha aliviado mi tristeza. Antes de volver a la antigua Yugoslavia no dejaba de preguntarme por el sentido de seguir trabajando de periodista para un diario en el que apenas creo, y sobre el tiempo que entrego a esa máquina abominable que apenas me permite dedicarme a mi propia tarea: al teatro y la escritura. ¿A quién le hubiera importado si hubiéramos perdido la vida en el Neretva? A nuestros amores, a nuestras familias, a nuestros amigos. Cuando al fin logré contactar con Madrid –gracias al teléfono vía satélite del destacamento español- su única, despiadada, preocupación era saber si iba a transmitir o no. El resto no importaba. En ese momento, toda mi fortaleza, todo el buen talante con el que había tratado de hacer frente a todas las adversidades del día, se desvaneció. Entonces deseé poner punto final a mi carrera periodística. Pero he venido aquí más por una obligación moral que por una obligación hacia mi periódico o para buscar el brillo profesional. Ahora me siento herido y desdichado, a salvo en este cuarto de Jablanica, con el viento agitando las ramas del jardín y una nueva jornada para intentar salir de aquí, llevar el coche a donde puedan repararlo, conseguir otro, volver a internarnos en territorio bélico, y contar, contar con el corazón en un puño y la inteligencia despejada qué está ocurriendo aquí. I. me salva, pero siento un desaliento casi masticable. A esto vamos llegando, a este trabajo deshumanizado. ¿Es acaso esto lo que buscaba en el periodismo? Sí, sé que hay que ser duro frente a los miserables, más duro que ellos para poder encarar el peor rostro de la especie: el que afora en la guerra de los Balcanes y el que asoma en lugares tan desoladoramente civilizados como Madrid. 

 

 

Split, viernes, 4 de diciembre

 

Los días son como estacas clavadas bajo la lluvia en uno de los terraplenes que bajan hasta el Neretva. La hermosura de la garganta, de las montañas entre nieblas, de la gama de los abetos, del caudal del río es acaso más sobrecogedora por la proximidad de la muerte.

 

Después de dos días aciagos en Jablanica, buscando una grúa para salir de la desesperación en que nos estaba sumiendo una avería, un accidente que estuvo a punto de costarnos la vida. La inoportunidad de morirse precisamente ahora.

 

Regresamos de Jablanica a Split cuando la luz, hermosísima –un claro en la cortina de agua que se abatió sobre Jablanica-, empezaba a escasear. ¿En qué pensar buena parte del trayecto? Estuve resistiendo a la desesperación durante todo el día, a los sucesivos encontronazos con la fatalidad: dos camiones holandeses –que bajaban vacíos hacia Split-, una tan inflexible como hermosa teniente danesa, una grúa local que no llegaba, una grúa del Ejército español que no llegaba, un camión musulmán al que no era posible subir el coche fracturado sin ayuda mecánica, una última esperanza de salir de aquel naufragio en los camiones musulmanes cuando éstos huyeron y nos dejaron sin recursos, y al final una camioneta que sí nos salvó. Ahora estamos de nuevo en Split: un teléfono, un automóvil contratado en otra agencia y la esperanza en que, de alguna extraña manera, podamos empezar de nuevo, corregir el tiro de este viaje que comenzó de forma tan funesta. Yo no me reconcilié con mi periódico, pero hoy mostraron un rostro más humano, y yo no insistí en el planillo de los agravios. Escribí mi historia de la Turbina de Jablanica y luego hablé con ella. 

 

 

Kiseljak, sábado, 5 de diciembre

 

La casa de Haris ha quedado repentinamente a oscuras. Suele ocurrir todos los días a esta hora, entre las nueve y las diez de la noche. El suburbio de Otec, en Sarajevo, acaba de caer en manos de los serbios, aunque las noticias son confusas a esta hora. En Kiseljak, mientras tanto, la vida sigue siendo tan surreal como hace tres meses: parece imposible que a menos de 30 kilómetros de distancia la vida sea una pesadilla desde el 3 de abril. En Kiseljak hemos cenado como en el mejor restaurante de Madrid, pero por un precio irrisorio. Las tiendas parecen bien provistas, no hay signos visibles de destrucción y los rótulos luminosos invitan a entrar en cafés y restaurantes. La noche es traslúcida aquí: un viento frío ha barrido las nubes sobre los abedules y una media luna baña de irrealidad el silencio de Kiseljak. Ha sido un largo camino hasta aquí desde Split: Mostar, Jablanica, Konjic, Tarcin y Kresevo. Las diez y cuarto de una noche paradójica. Aquí, en Kiseljak, a las puertas de Sarajevo, no dejo de pensar en ello. He hecho este largo viaje hasta el infierno para hablar de lo que sigue ocurriendo aquí. Sé que me faltan datos y un buen parapeto de lucidez, pero ha vuelto la tranquilidad a mi alma. Escribir, es mi tarea. 

 

 

domingo, 6 de diciembre

 

Las mañanas arden y se desvanecen como fuegos fatuos. También en Kiseljak. ¿Pero dónde está el enemigo? ¿Dónde nuestras fuerzas? Corremos los riesgos que corremos asidos a nuestro trabajo, una suerte de escudo contra la desdicha. Pero nadie está a salvo aquí, a esta orilla del Sava, del Miljacka, del Drina, del Neretva. Los ríos alimentan nuestro egoísmo, bajo un cielo que el viento barre de par en par. ¿Habéis recorrido acaso bajo la estrecha oscuridad el camino de montaña entre Tarcin y Kresevo? Eran las cinco de la tarde bajo una lluvia intermitente, que pronto se desvaneció para dejar paso a nuestra propia voluntad de seguir adelante. Solo grandes camiones y un flujo incesante de automóviles, por una pista forestal llena de amenazas, observados de cerca por una tupida centinela de árboles de todos los pelajes. Los cascos azules británicos habían reparado con grandes tablones el puente de Tarcin. ¿Y ahora? Ahora estamos aquí, dispuestos a internarnos en la parte más peligrosa del país. ¿Escribir? Eso trato de hacer aquí, mantener la cabeza fuera del agua, como la pluma, los cuadernos, la voluntad, contra los presentimientos y las pesadillas. Una especie de vida y un deseo arduo de volver. Ella existe, y todo es aquí peor y mejor al mismo tiempo, más duro y más dulce al mismo tiempo.

 

 

lunes, 7 de diciembre

 

Un horizonte de grajos, cuervos, urracas y pájaros sin nombre desmenuza el horizonte con sus picos de hierro colado y sus gargantas afiladas por el frío. Nevó ayer, pero ni los almiares ni la hierba de Kiseljak conservan un rastro indeleble de la nieve. El frío es todavía un asunto tolerable. El boletín de las siete de la mañana en la BBC dice que el mundo, a pesar de todo, sigue su orden inútil. Nos levantamos como para corregir la deriva de los continentes, pero toda la tarea acaba siendo mucho más modesta. La noche pasada, en la casa de Haris y Anisia, escuchamos tristísimas canciones bosnias y macedonias. Yo podía volar lejos de aquí, creer que esta vez sí: voy a salir indemne –aunque no me refiero al corazón-.

 

Historias de Travnik. La vida es como un río sucio de sangre. Basta llamar a cada puerta para recibir un puñadito apretado de amargura: cada puerta, cada casa. El mar de mi infancia, mis amores, mis primeros escritos quedan muy lejos de aquí. No sólo lucho contra el miedo, contra la cicatería de mi periódico o contra la dificultad de llevar las palabras hasta unos oídos y unos ojos de Madrid, es mi propia falta de luz para ver en toda esta impresionante oscuridad: la belleza de Bosnia –esta mañana bajo la nieve- y el resplandor de la muerte. Nunca habré pensado bastante: sobre lo que estoy haciendo aquí, sobre mi decisión de regresar al infierno. A pesar de que ahora siento que tengo mucho más que perder, no me arrepiento. Mañana vuelvo a Sarajevo y el terror se me enredará en el estómago como una cobra en la razón, y pensaré en ella como en una especie de salvaguarda contra el mal, contra la proximidad de la muerte, de poner súbitamente punto final a lo que seguimos suponiendo que es el tiempo futuro: lo que me queda por vivir, por llegar a ser con ella y por escribir. La noche es clara, la luna rueda por las montañas de Bosnia hacia Sarajevo. Detengo un momento mi corazón y espero a que este cáliz amargo pase antes mis labios sin herirme.

 

 

martes, 8 de diciembre

 

Los grandes y los pequeños ríos, como el Lasva, cerca de Turbe, o el Bosna, cerca de Maglaj. ¿Cómo escribir de la guerra sin mancharse las manos, pero implicando el corazón? Subimos hasta Maglaj por la carretera de Zenica, para asomarnos al aroma del frente de batalla. La lluvia no igual nada, aprieta los recuerdos como clavos en una tabla virgen. Mañana intentaremos de nuevo entrar en una fortaleza agónica llamada Sarajevo. Allí están la trampa y el terror, el heroísmo y la muerte a bajo precio. Cada día, mientras de alguna manera me siento feliz en el automóvil que recorre las carreteras de Bosnia bajo la lluvia, no dejo de pensar en ella.

 

 

Sarajevo, miércoles, 9 de diciembre

 

La patrulla de aterrorizados soldados bosnios nos detuvo en el centro del peligro: la carretera que va del aeropuerto a la Avenida de los Francotiradores. Podían habernos volado en pedazos, pero acaso hay en alguna parte un ángel que nos guarda como se guarda un alijo de esperanzas. De momento, recién llegado a Sarajevo, con quien tenía una deuda firmada este verano, me preparo para lo peor: para el rostro del sufrimiento humano, para las consecuencias más inmediatas de una crueldad que tan sólo el hombre es capaz de infligir, y volveré a escribir sobre Sarajevo como si eso sirviera para hacer retroceder el tamaño del mal, Dios mío.

 

 

jueves, 10 de diciembre

 

Dice Gervasio que a la guerra no se puede venir enamorado. Pero no es esa la única, o acaso la mayor, razón para que no quiera pasar en Sarajevo más que una semana. ¿Qué sentido tiene estarse jugando la vida aquí si después tu periódico no dispone de espacio para ti, o considera que la vida cotidiana de una ciudad sitiada puede esperar? Uno entiende que así sea, que el periódico valore las noticias de cada día en función de un espacio siempre escaso, pero ¿qué sentido tiene entonces cruzar tantos peligros, permanecer aquí donde tantos riesgos se dan la mano, si después hay que luchar a brazo partido, cada día, por el espacio, explicar a tus jefes el peligro que corres? Sí, por los bosnios, por ellos vale la pena; sí, por mi propio corazón, por lo que puedes hacer por ellos cuando escribes, por lo que haces cuando vives lo que sólo aquí se puede vivir: ese campo de fútbol convertido en cementerio, el pánico de la gente corriendo por las calles al atardecer en busca de refugio, las bombas que no dejan de caer sobre una ciudad indefensa. Sarajevo una y mil veces. Puedo ver en los rostros de los mejores ciudadanos de Bosnia una dignidad admirable, que mantienen la razón por encima de fratricidios. Tal vez también por eso estén condenados a perder la partida en un mundo tan miserable y mezquino como este. Cuando hablo con I. siento que participamos del mismo idioma. ¿Vale entonces exponer la vida aquí? No es fácil responder a la pregunta. Tal vez no sea ese el planteamiento correcto. Yo sé qué deber moral tenía de volver, pero para escribir: y es lo que voy a hacer a pesar de todo, aunque después las historias no se publiquen. Pero no voy a alargar mis riesgos ni un día más. Me propusieron dos semanas en la antigua Yugoslavia,  y estaré tres. La noche avanza sobre las aceras heladas y los árboles mutilados de Sarajevo. Aquí están toda la tristeza y el pavor de la guerra mientras el mundo mira en otra dirección. Ahora mismo están bombardeando. Los ojos se me cierran de cansancio, pero tal vez debería intentar escribir algo más. Que ella existe me ayuda a soportar toda esta desolación. Acaso todavía esté a tiempo de salvar mi propio corazón.

 

 

viernes, 11 de diciembre

 

El frente de Sarajevo está tranquilo. Los artilleros serbios no corrigieron su trayectoria para dar de lleno en el hotel. Hotel del abismo. 

 

 

domingo, 13 de diciembre

 

A veces me olvido del peso de la letra, de la gravedad de las palabras, y escribo como si corriera detrás de un tranvía en el que acabo de descubrir a la mujer de mis sueños. Otras veces la sintaxis es una selva intrincada, con tantas moras como espinas, animales muertos en algún recodo y un sendero de tierra que conduce a un faro. Y ocurre eso en Sarajevo, este domingo gris después de un sol dulce, y ocurre en mi corazón, allí donde puedo verla a ella con bastante nitidez aunque no pueda tocarla. 

 

 

lunes, 14 de diciembre

 

La batalla de Vraca parece que ha terminado. Alguna ametralladora lejana sigue tableteando en las manos enloquecidas de un soldado al que es imposible verle la cara, preguntarle la filiación, saber si ha tenido miedo. Los muertos no hablan. Desde las ventanas rotas del hotel, casi todas las que dan a la Avenida de los Francotiradores y al Miljacka, se disfruta de unas vistas y estruendos magníficos: trazadoras, explosiones, bengalas, fuegos, resplandores y todos los sonidos que responden a una extensa gama de calibres, desde las armas más ligeras a las más pesadas, capaces de ponernos el vello de punta, de aplastarnos contra los muros del hotel mientras pisamos cristales y esperamos que el próximo no nos caiga encima Hay todavía perros histéricos y pájaros nocturnos que han perdido la razón en medio del cruce de fuego: Grbavica, Lukavica y Vraca. Pero es difícil saber quién mantuvo la iniciativa, quién sufrió más bajas, quién ganó posiciones. Todavía hay tremendas explosiones que fragmentan la noche en mil pedazos y dejan el corazón en suspenso, agarrotado en el mar de asfalto del silencio, esperando el próximo estampido. Eso es la guerra. Mañana, en el hospital y en la morgue, acaso podamos contemplar una parte de las consecuencias de esta noche pavorosa. A pesar de todo, puedo más la curiosidad que el miedo, y allí me fui, a apostarme junto a una ventana con los cristales reventados, para ver la batalla de Vraca en la noche de nieve sucia de Sarajevo.

 

 

martes, 15 de diciembre

 

Una luz tiembla como si temiera. ¿Cuántos días? El mar, las sombras dulces, su cuerpo, mi melancolía, ese egoísmo que luzco tan bien, todo lo que allí, al otro lado de las líneas, escribo. Los proyectiles, de no sé distinguir cuántos milímetros, atraviesan el aire. Pero no los oigo estallar. Tal vez sólo pasan por mi mente. Es de noche, cerca de la una de la madrugada, llevo trabajando desde las seis. Bosnia-Herzegovina se muere un poco cada día. También contra ello escribo. Pasa un proyectil. La vela vuelve a temblar. Llamas que sienten el pavor. ¿Habrá muertos al final de este viaje? Yo quiero volver.

 

 

miércoles, 16 de diciembre

 

Yo soy un cobarde, y además no sé llorar. ¿Qué es lo que se puede hacer en medio de este infierno? Hoy he visto a la madre de Alma: en el suelo, envuelta de pies a cabeza en una manta. ¿Es ese el sudario que a todos nos está esperando aquí? También he visto la desesperación de Alma horas antes: “Mi madre se está muriendo”. Como Sarajevo: sin agua, sin calefacción, sin apenas comida, entre una niebla maloliente y sucia y bajo los bombardeos. ¿Quién da más? ¿Cómo se puede resistir aquí? Yo me salvo porque escribo, ¿pero puedo acaso decir que no esta mi guerra? Yo soy un cobarde, y además no sé llorar. Por eso escribo como un condenado a muerte y sólo quiero salir de aquí. Porque me cuesta digerir tanta tristeza. Y porque sé que, si fuera menos cobarde y supiera llorar, debería quedarme aquí.

 

 

jueves, 17 de diciembre

 

Otro día helador en Bosnia, otra noche más sin esperanza en Sarajevo. No es fácil permanecer incólume. El sufrimiento de la gente está por todas partes. Busco fuerzas en mi interior, por eso no dejo de trabajar: antídoto contra el fracaso de la realidad. Desde la primera a la última luz. Por eso hay días en que las palabras se quedan sin aliento, desplomadas junto a la razón, inválidas para reflejar lo que aquí sucede inapelablemente cada día. Sigo pensando en I., como una luz débil que lanza señales desde una costa muy lejana. Ya sólo tengo que resistir con mi cobardía hasta el domingo. Después empezará a contar otra realidad. Y Sarajevo seguirá como una rompiente allí donde mora el ojo sin párpado del recuerdo.

 

 

viernes, 18 de diciembre

 

¿A qué lugar voy a volver ahora que voy a irme otra vez de Sarajevo? Esta es la capital del mundo, aunque no la única donde el dolor tiene un precio extraordinariamente bajo. Escribo con la punta de los pies. ¿Me va la vida en ello? A veces pienso que sí, pero eso no aumenta mi cota de coraje. Me asomo a las calles, paso en ellas todo el tiempo que la escasa luz permite, y a veces incluso después, cuando las luces de los automóviles son un blanco tentador para los chetniks apostados en las colinas. ¿Qué significa todo esto? Sumergido en esta vorágine, trato de ordenar mis ideas y de verter un poco de razón en las heridas: ¿plomo para balas o plomo para palabras? Ahora voy a desprenderme de la presión de esta realidad extrema para enfrentarme a otra, a todo el horror de la Navidad que sin duda recorrerá España de parte a parte. 

 

 

sábado, 19 de diciembre

 

El día no es ni siquiera una sospecha sobre la hermética oscuridad de Sarajevo, cuando los artilleros y los tiradores se calientan las manos desmochando chimeneas. Es un raro destino y un obsceno privilegio haber vuelto a esta ciudad para escribir otra vez sobre el enigma y la ferocidad de la guerra. He vuelto a saltar el burladero de hierro de los supuestos hechos que las agencias de noticias relacionan –como si acumulando hechos la razón apareciera por algún lado- y me he dedicado a llamar a las puertas, a preguntar a la gente, a contemplar el crecimiento de los cementerios y la tala de los bosques y de los parques. Esto sigue siendo, por mucho que nos empeñemos en negarlo o en no verlo, la ciudad de Sarajevo en 1992. El día puede ser una promesa. No puedo seguir durmiendo en paz. Tengo mis dos brazos, mis dos brazos preciosos, y con ellos me visto, con ellos mantengo abierto este cuaderno azul y escribo en él, con ellos hago señales, para que no me maten y con ellos abrazo muy fuerte a I. Es cierto que aquí escribo contra el gran muro de silencio que crece por todas partes como una ronda de alambres que protege la conciencia. Nuestra hermosa especie de despiadados. Esta guerra es para mí inteligible, con toda su crueldad y sufrimiento añadido. Así veo a los musulmanes bosnios, que lo van perdiendo todo. Pero también los serbios de Sarajevo, doblemente víctimas. O los serbios radicales, que han conquistado dos tercios de Bosnia-Herzegovina con el aliento, las armas y las tropas de los serbios de Serbia, que han ido perdiendo humanidad y razones al mismo tiempo, a manos llenas, mientras destruyen ciudades y vidas como las de Sarajevo. Mañana volveré a intentar abandonar esta ciudad por la misma carretera que pone puños en la garganta. El corazón es una víscera. Yo dejé aquí una parte de mis ojos. Todavía falta mucho para la primera luz. Ojalá ver, escuchar y escribir sirviera para algo.

 

A esta hora, casi todos los artilleros duermen. No he dejado de pensar en ti. Me gustaría recorrer contigo esta ciudad, recorrer las orillas del Miljacka, visitar la nueva biblioteca nacional, dormir en esta misma habitación, la 516 del Holiday Inn. ¿Será cierto que podemos esperar algo del porvenir? Madrid, y toda mi vida, son un espejismo, un pálido equívoco. Pero si vuelvo tan pronto es para comprobar que es cierto que la abrazo, que este amor por ella es compatible con el amor que siento por Bosnia.

 

 

Split, domingo, 20 de diciembre

 

El corazón es una víscera. Con la inteligencia forjamos verjas hermosas. A veces, el fuego del corazón las dobla. Otras, tanto frío hace que los árboles cristalicen –como en la carretera entre Kresevo y Tarcin-. Mi corazón es una sombra. Enfrentado al corazón de I., al otro lado de la línea marcada por el tendido telefónico, todo me duele más y menos. ¿La razón? Es el corazón el que se ha puesto a hablar, un corazón atómico, capaz de adentrarse en Sarajevo para contar historias de la gente, capaz de doblegar el miedo ambiente. Y al llegar a territorio libre de peligro, me encuentro con el mayor. Mis propios sueños. Ni siquiera puedo decir que no estaba preparado. Pero así me ocurre desde que compré el primer kilo de razón. Los sentimientos corren a su aire. 

 

 

lunes, 21 de diciembre

 

¿Quién tiene un sensor del alma? En Sarajevo has dejado cada día grandes jirones, en todo el interior de Bosnia. Después, cuando salgo, todas las medidas son insuficientes, el alma que me queda, que guardaba como un animal indefenso para la salida, es apenas una sombra corrediza, nudos de una cuerda que sirve sobre todo para medir la profundidad de las ilusiones. Vuelvo a no saber nada, a tenderme junto a la vía como un indio torpe para medir los tambores de mi propio corazón. ¿Error? ¿Es el amor un incorregible error de apreciación? Todo seguirá pesando igual, después de corregir el alza, como la corrigen los artilleros serbios que machacan la ciudad de Sarajevo. Acaso ella no se ha movido un solo milímetro, acaso el idiota que llevo dentro se ha lanzado a correr como un loco por un campo minado. ¿Era también eso? Tal vez, la vida va sumando esos estallidos que se producen junto al tímpano y que van reduciendo la esperanza a una película de cera y ceniza.

 

Salir con vida para volver con fuerzas. No hay un momento predeterminado en el dinamómetro del alma que se dispara cuando uno ya ha cubierto la distancia. En función de la carga, así habrá de irse incrementando la dosis. A menos que uno quiera ponerse un corazón blindado. Mientras tanto, volver a casa es como ir a Portugal: para cargarse de luz y de ternura. Después volveré a Sarajevo, y querré ver otra vez los árboles cristalizados entre Kresevo y Tarcin, mientras el suelo es verde y ocre: un paisaje ártico, el paraíso en la tierra –esta flor que sin duda es Bosnia- convertido en antesala del infierno. Estoy cansado de luchar contra mí mismo. Pero esta batalla no terminará aquí.

 

 

Madrid, viernes, 1 de enero, 1993

 

Los grandes arbustos espinosos están alerta por la violencia del frío. ¿Dónde has visto árboles más hermosos que en la carretera entre Tarcin y Kresevo? Mi amor vive en Madrid, no en Sarajevo. Mi vida y mi gramática (mi “convertir correctamente el ir muriendo en un ir viviendo”) están también aquí, no en Bosnia. ¿Y sin embargo? El riesgo de morir existe, es allí mucho más intenso que aquí: el riesgo de, súbitamente, dejar en suspenso tanto la vida como la gramática. Me volqué en el teatro porque era una manera de romper el aislamiento literario en el que me sumía aquí (mis cuadernos y mi mesa de trabajo, mi empalizada de libros). A fin de cuentas, el miedo a la vida no ha cedido tantos ápices. En agosto pasado, recién regresado de un viaje bastante literario (me temo que más literario que real) a Estados Unidos, un agente de la realidad me propuso internarme en Bosnia para contar la guerra a mi manera. Podía haberme negado, pero no lo hice. ¿Qué ocurrió entonces? Aquello sí era la vida: la vida y sus peligros más extremados, la muerte rondando en carne viva, explotando como una fruta madura y sin compasión. Eso me enseñó que podía enfrentarme a la realidad, sumergirme de alguna manera en ella, contar lo que veía y sobrevivir. Así ocurrió en dos ocasiones. Ahora pienso que si sobreviví fue tal vez porque disponía de las herramientas para contar lo que veía, o para tratar de contarlo, y trazar así una barrera, marcar una distancia de seguridad entre el sufrimiento y mi cuaderno de notas. ¿Es eso obscenidad? No puedo dejar de notar esa sensación. Me justifico diciendo que si lo cuento es como si afrontara mi parte de responsabilidad ante el estado de las cosas del mundo. Pero me temo que esa respuesta no agota las razones. 

 

 

 

 

 

 

Alfonso Armada es periodista y editor de FronteraD, donde ha publicado Tres episodios de barbarie y miedo: Sarajevo, Ruanda, Nueva York, Sombras sobre Kapuscinski, Adiós a Matiora y La huella de Heidegger en España, y mantiene el blog El mirador. 

 

Diarios de la guerra bosnia. Primer cuaderno

 

 

Las fotografías que ilustran este artículo pertenecen a la exposición antológica de Gervasio Sánchez que se puede visitar hasta el 10 de junio en Tabacalera (Embajadores, 53 Madrid) y están incluidas en el libro Antología publicado por la editorial Blume. Para más información se puede consultar este enlace

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