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Diarios de la guerra bosnia. Tercer cuaderno

 

Madrid, viernes, 11 de junio, 1993

 

A la infancia, por un sendero en pendiente, con hierba virgen a los lados, helechos altos, como aves zancudas, mientras llueve. Entonces teníamos bicicletas negras. A ella se la trajeron de otro color. ¿Andaremos? Digo que no quiero hacerme ilusiones. ¿A dónde conduce eso? Mejor no decirse nada, ni siquiera empezar. Seguiré leyendo. Volveré a la guerra. Me iré de aquí. Volverás. Volveré al teatro, a otros trenes, a otra infancia por otro sendero en pendiente. Tal vez vuelva a llorar.

 

 

sábado, 12 de junio

 

Y a los bosques, todos esos mástiles que ondulan en medio del estruendo de las granadas que la primavera hace estallar en Bosnia, y al mar, a ese mar que lame sus costas y las mías, sus ojos y los míos, sus pies y los míos, sus manos y las mías, sus pechos y el mío, el que era capaz de abarcar estrechamente con mis brazos y el que nadie jamás logra abarcar. Sé que soy un sentimental, que me cargo de razones y desolación mucho después, mucho más tarde, cuando ya no hay nada que hacer, nada que evitar, ni siquiera la muerte, esa muerte a la que estoy a punto de volver en Bosnia. ¿Era tan grande, tan hondo, tan cargado de porvenir? Cargo mi saquito de sueños en una carretilla de óxido y luego me quedo contemplándome las manos por el esfuerzo, me miro también los tobillos sucios de tinta, de pisar palabras como si fueran uvas, palabras que no dicen todo lo que ocurre, en los bosques atravesados por el viento de esta misma hora española. No consigo estar solo en mi propia casa, y eso es bueno para no compadecerse. Pero ocurre que el amor iba a hacerme mucho más fuerte, como algunas palabras que ella vertió en mi oído como plata fundida, como plomo de los cielos plúmbeos, y ahora no consigo escuchar más voces que las suyas, que se han quedado ahí dentro, encerradas, como un radiograma emitido sin cesar por el Melillero, desde el mar, desde el mar, nuestro mar, mar adentro, y que seguiré escuchando en Bosnia, como si este amor siguiera siendo cierto, un eco de un eco antiguo, el de aquellos helechos, sus besos, su infancia y la mía, la sombra de los primeros árboles desnudos y el bramido del mar, en medio de la noche de sus brazos, aquel tiempo tan fugaz, tiempo inmóvil. Lo que dice McEwan. Su viejo sueño de viajar en una locomotora. ¿Ocurrió? ¿Qué? La estación de autobuses de Murcia. Eran las doce de la noche. ¿Para quién son de verdad amargos los tiempos?

 

 

lunes, 21 de junio

 

 

El dibujo vuelve a ser de Raúl (aunque ahora, en estas circunstancias, ya es alguien a quien conozco y quiero). La frase pertenece al escritor cubano Miguel Barnet, que se puso a recordar para Mauricio Vicent  el día que supo que Severo Sarduy se había muerto en París. Escribe Mauricio: “Barnet recuerda cómo un día, caminando por las calles de San Juan de Puerto Rico, Severo Sarduy comenzó a correr enloquecido al ver la luz del mediodía iluminando las calles del viejo San Juan, muy parecidas a las de La Habana. ‘Es la luz de Cuba’, gritaba Sarduy. Según Barnet, estaba corriendo hacia La Habana”.

 

¿Hacia dónde corro yo ahora, inmovilizado aquí, en esta silla que ni es sillón ni es pasaje de barco?

 

 

martes, 22 de junio

 

¿Preparado para qué? Cansado de mí mismo, ¿pero dispuesto a todo? No sería esa la mejor forma de formularlo. Me lavo las manos y me las miro como un viejo agricultor de mí mismo. ¿Hasta dónde vas a seguir cavando y escribiendo acerca de tus lindes? Sí, un lugar recogido, a salvo, acaso una vieja taberna aunque no esté cerca del mar, solo, después de esto, sin tener que ir a la guerra. He tenido suerte, he tenido suerte y a veces pienso que deberé pagar por ello, mientras las cuñas de mi teatro siguen en el andén, como en aquella estación de Jabarovsk, cuando parecía que no todo estaba irremediablemente perdido: viejas zapatas oxidadas mientras el tren de los bajos fondos arrancaba lentamente camino de Komsomolsk na Amure.

 

 

miércoles, 23 de junio

 

Ya está aquí otra vez el miedo. Y el deseo. Porque quiero volver a Bosnia. Dicen que Tito dormía muy bien allí. ¿Y yo? Ni siquiera en Sarajevo, bajo los bombardeos, dormía mal. ¿Dormir? ¿Olvidar? Vuelvo a Bosnia porque quiero rebajar la cuota de mi vergüenza, de mi complicidad como europeo y como ¿hombre? con la tragedia, esta tan concreta, de cada día, que nos salpica hasta las cejas aunque no queramos enterarnos. Claro que tengo miedo. El miedo crece. Pero, aunque sé, vuelvo. Aunque sé, aunque tal vez –con toda seguridad- las palabras no sirvan para nada, vuelvo a Bosnia, quiero volver a Bosnia: Mostar, Travnik, Sarajevo. Son ellas también mis propias ciudades, las de una infancia posible que ya no sé muy bien donde viví, aunque mis papeles digan Vigo, Galicia, aunque mi corazón palpite dentro de una especie de geografía desquiciada. Ya está aquí otra vez el miedo, aunque sea distinto del que me invadió cuando el amor prendió en este sucio amasijo de cuerdas de todos los calibres y tamaños que almaceno en la caja de zapatos de la cabeza. Siempre es posible morir. ¿No conviene pensar en ello? A fin de cuentas, voy también a escribir, a llevar una mano de sangre hasta las playas de julio. Pero voy también a sentir, a volver a ver con mis propios ojos a la gente que conozco. Mientras escribo y paso una parte del tiempo de mi vida allí, acaso deje así de huir un poco, aunque sea por unos días, atornillado a la tierra con mi miedo y mi niño que habrá de crecer a golpe de peines de ametralladora. Es peor para ellos.

 

 

jueves, 24 de junio

 

Luis Meana me pregunta por mis razones para volver a la guerra. No le convence que le recuerde a Wittgenstein surcando las aguas del Vístula tras el reflector. Ojala tuviese la cuarta parte de las moléculas arrebatadas y lúcidas de Wittgenstein. Conscientemente, contra lo que él escribió, o creo recordar que escribió, no busco un final repentino. Me queda mucho por leer y por vivir (también por escribir, y no sólo en el teatro, aunque esté cansado de tanto periodismo inútil). ¿Por la intensidad? ¿Por responder a la parte alícuota de culpa que como europeo me corresponde por la guerra y la vergüenza de Bosnia? A él no le convence esa respuesta de índole moral, que emparenta con una suerte de franciscanismo sin fundamento real. ¿Por la experiencia? Ahí, sí. Para la vida, para la escritura, para la configuración del espíritu, para el teatro. El miedo forma parte del aprendizaje del mundo en el que vivimos, hacia el que nos vamos abocando al final de este siglo terrible. Pero para aprender hay que sobrevivir. Si pierdo los ojos, las manos y la conciencia de nada habrán servido los terribles fogonazos de esta experiencia.

 

 

Zadar, viernes, 25 de junio

 

El Zigljer enlaza la costa dálmata con la isla de Pag. La isla parece una coraza desnuda a merced de los vientos del Adriático, pero en sus anfractuosidades esconde pueblos que no han padecido los estragos directos de la guerra: demasiado alejados del alcance de las baterías. Zadar está en silencio, como el hotel Kolovare (habitación 156), donde escribo, mientras Gervasio y los demás duermen. El sol, un disco rojo como en las estampas que el amor ideal distribuye impunemente, se metió en el agua mientras el transbordador me llevaba a la isla de Pag. El puente de Maslenica fue volado por los serbios y este es el único camino para atravesar Dalmacia. Aquí, ante mi rostro mejorado por el sol, tengo un espejo que me devuelve lo que parece que todavía soy. Todavía no he empezado a escribir, a dar cuenta de lo que sucede. Quise quedarme en Trieste, pero a Italia (por Joyce y por Pavese, y por tantos otros) he de volver en pleno invierno (o en pleno otoño). Tal vez cuando mi vida sea otra. También por eso debo sobrevivir. Pero, una vez aquí, el miedo se va haciendo parte del paisaje, de los bañistas abocados a las playas del Adriático, de la belleza obscena de este país y su vecina Bosnia-Herzegovina. A eso vamos: a dar cuenta de un país que se extingue. Yo no pienso olvidar. También por eso regreso: para cargar la memoria, la experiencia, esta especie de vida que llevo más allá, al otro lado de este hotel, de este espejo, de esta guerra en la antigua Yugoslavia.

 

 

 

domingo, 27 de junio

 

Me venció ese cansancio que endulza el fuste de los pistones y engolfa la grasa de las maquinarias. Ahora ya es tarde para remediarlo. El domingo y su sinfonieta de pájaros silvestres ya está aquí, decidido a darnos una nueva oportunidad de abrir los ojos. Ese es nuestro oficio, y así se lo hicimos ver al mando de la policía militar y al esquivo y avitaminado agente del servicio secreto militar croata: nuestra tarea es ver, contar; la suya es, tal vez, tratar de impedírnoslo. Fueron cuatro horas de espera y torpes interrogatorios, en las que ni siquiera necesitamos mentir más de lo que era estrictamente necesario. Así llegamos a las últimas horas del sábado en Zadar, por un paseo marítimo que servía de embudo metafísico para los jóvenes y otros habitantes del lugar: un hotel austrohúngaro volcado al mar, con habitaciones encendidas de un amarillo-anaranjado casi espectral, un charco en el muelle que captaba el rojizo del crepúsculo, y la siluetas de los que se alejaban por ese paseo que el mar medía al final del día, de la tarde, de nuestros más dudosos esfuerzos de contar qué es lo que ocurre con la guerra. Pero eso fue ayer, hace mucho tiempo.

 

 

Senj

 

Del paseo marítimo de Zadar al espigón de Senj, que se interna en el mismo mar, pero más al norte. Pueblos de piedra blanca, taraceados por la lluvia y el sol del Mediterráneo. ¿Son estas mismas plazuelas de luces indirectas las que hollaron las sandalias romanas? He olvidado cómo se describe el alma de una ciudad a la que se llega cuando la tarde es apenas un indicio. Entramos en el primer hotel (Nehaj, habitación 309: una habitación que da a una porción del mar Adriático), ocupamos un rincón del espacioso comedor blanco y nos sentamos ante el ordenador personal como ante un pupitre de las emociones. ¿Qué es lo que queda a esta hora? Es temprano, apenas las once y media de la noche, pronto para dormir, pronto para escribir. Hasta el tercer piso apenas llega el rumor de la calle. En la habitación contigua, donde duerme una mujer hermosa, el silencio es de sangre caliente y limoneros. Como algunos rincones de Senj, con las mujeres sentadas a las puertas de sus casas, en medio de las sombras, mientras el viento casi no se atreve a remover las hojas de las moreras y las flores de anís. Venimos de Gospic, en el limes de la Krajina. El pueblo, perdido entre montañas, no deja de sufrir bombardeos de los rebeldes serbios. ¿Qué rebeldes, contra quién? Más allá de los límites de Gospic, el camino es una sucesión de pueblos en ruinas. Pero eso no amilana a los campesinos que siegan sus campos bajo el sol de junio. Los días se acortan de forma apenas perceptible. Mañana volveremos a intentar atravesar las líneas. ¿Escribir? ¿Para qué? Demasiado cansado para decirlo, demasiado tarde para referirme a lo que siento, incluso para recordar lo que todavía me conmueve de Niños en el tiempo. El viaje acaba de comenzar. ¿Por dónde transcurre la realidad?

 

 

Medjugorje, lunes, 28 de junio

 

El hotel forma parte de la pesadilla: es nuevo, ordenado por una recepcionista capaz de sonreír con dulzura y con letras azules que se incrustan en la pizarra tupida de la noche mientras el viento convierte nuestras camisas en velas en medio del mar y el motivo de este largo viaje (unos seiscientos kilómetros desde esta mañana en la vieja villa de Senj, en la costa dálmata): ¿Venimos a comprobar de qué material se fabrica el miedo? Los legionarios españoles supieron sembrar grandes ortigas de inquietud en nuestros oídos, ávidos de oír fragmentos de verdad sobre las carreteras que cruzan Bosnia de parte a parte. Mi querida Bosnia. Ha sido una pequeña ausencia, pero las cosas no han dejado de empeorar desde entonces. ¿Podremos acercarnos mañana hasta Kiseljak? ¿Podremos visitar a Emir en Travnik? ¿Podremos subir hasta Maglaj para comprobar si es cierto que los fieles aliados croatas se han pasado al lado serbio para combatir contra los musulmanes? Estoy cansado, con las piernas convertidas en grilletes de tiempo plúmbeo, y me cuesta recordar todas las tonalidades del mar, los nombres de los pueblos y los transbordadores, las montañas escarpadas y los inesperados valles, las mujeres deseadas y todos los sueños que todavía albergo. Tengo miedo, pero lo ocultaré mañana bajo una gran actividad de la retina y de los obenques con que sigue contando la memoria.

 

 

Zenica, martes, 29 de junio

 

A la luz de una vela, como en Sarajevo. A pesar de su tibieza, no sé si representamos un blanco precioso para un francotirador serbio o croata apostado al otro lado del río Bosna. Desde el cuarto piso del hotel Metalúrgico (habitación 403) no se escucha el rumor de las aguas. Pero yo ya sabía que Zenica me iba a gustar. Desde el camión coronado de milicianos que iban contentos al frente de Maglaj (donde hoy sufrieron una terrible derrota a manos de las tropas conjuntas de croatas y serbios) a Aida, en la oficina central de correos, que nos permitió hacer uso del teléfono vía satélite para anunciar que estábamos vivos. Había sido un camino por pistas infernales y parajes hermosísimos por el centro de Bosnia, desde el almacén del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Metkovic, junto al Neretva, al almacén gemelo en Zenica, no muy lejos del Bosna. Zenica me recuerda algo a Sarajevo: los rostros, algunos patios de tierra, el silencio de las chimeneas y las fábricas. Pero Zenica no es una ciudad cerrada, ha sufrido muchos menos bombardeos y las mujeres son demasiado hermosas para poder resistirse impunemente. Hay muchas historias que escribir en Zenica. En el restaurante del hotel Internacional, donde cenamos, encontramos a un hombre decente en medio de tanta desolación: es el encargado de prensa de los monitores de la Comunidad Europea en Bosnia. No tiene pelos en la lengua, se avergüenza del papel de Europa y del mundo en esta guerra y comparte toda nuestra compasión hacia los musulmanes bosnios. Pero parecen irremisiblemente condenados, como él, como nosotros mismos. Por mucho que escribamos sobre los imparables progresos del mal.

 

 

miércoles, 30 de junio

 

El techo de la habitación se curva con elegancia sobre el armario. Es uno de esos rasgos de la arquitectura que, como la kapia del puente sobre el Drina, en Visegrad, hacen la vida más dulce, más digna de ser vivida. Pero Zenica no es precisamente una ciudad hermosa. Los musulmanes bosnios han perdido la partida y cada noticia que llega del frente no hace sino confirmar las peores sospechas. Entre las mudas chimeneas del complejo petroquímico RMK, los oficiales no se preocupan siquiera de ocultar su desesperación. Lo único bueno para Zenica es que ahora se respira mejor, pero los refugiados van llenando sus calles y la alegría de vivir se va muriendo, como la idea de Bosnia-Herzegovina, demasiado hermosa para ser cierta, y para ser defendida por Europa: la convivencia entre diferentes etnias. Volvemos una y otra vez al puesto de control en la carretera que conduce a Zepce y Maglaj, donde los desastres bosnios ya son incontables, pero los soldados, pese a nuestras bromas, nos rechazan una y otra vez. No sé qué clase de locura tranquila nos ha entrado, pero a pesar de nuestro coche sin blindar no tenemos más miedo del que debemos tener. A la vuelta del último viaje, cuando todavía no se ve a ninguno de los miles de refugiados que llegan desde las aldeas conquistadas por los serbios y sus nuevos aliados, los croatas, soy yo el que conduce. No sería mala cosa que aprendiera a conducir por las carreteras casi desiertas de Bosnia-Herzegovina. A la vera del Bosna, que baja hacia Sarajevo, entono mi canción favorita. Antes, en la oficina de correos, todo eran facilidades para los periodistas, para que envíen su crónica a la lejana España, para que allá sepan, para que hagan, tal vez, algo. Pero la esperanza se ha ido perdiendo durante todos estos meses de atrocidades sin fin. Ante la mirada impasible del mundo. ¿Qué escribir? ¿Con qué rabia, con qué intensa emoción? ¿Para qué? Los justos han perdido la guerra.

 

 

Vitez, jueves, 1 de julio

 

En casa del enemigo. ¿Cuál es el enemigo? Junto a nuestra cama de matrimonio cuelga un uniforme del Consejo de Defensa Croata (HVO), los que controlan este pedazo de Bosnia: un valle idílico, el del río Lasva, donde las vacas pastan ajenas a las detonaciones de morteros y ametralladoras que acotan el espacio. La carretera de Zenica fue cortada por minas esta misma tarde, por lo que nos vimos obligados a pedir refugio aquí, junto al cuartel de los cascos azules británicos. Cuarenta marcos por una noche a cubierto: de la hermosura de la luna creciente sobre las montañas azules y del abrazo mortal del rocío cuando apenas comienza julio. Escribo en la mesa del comedor familiar, iluminado por una gruesa vela con los colores croatas y bajo un crucifijo inequívoco. En las casas aledañas duermen los otros periodistas destacados aquí. Con ellos conversamos en una terraza, con ellos compartimos la vergüenza y el cansancio por la hipocresía y la cobardía de Europa ante la tragedia de Bosnia. Tal vez mañana podamos regresar a Zenica; tal vez no. Depende de que los contendientes abran su parte de la ruta a ambos lados de la zona muerta, espacios de un silencio sobrecogedor, con controles abandonados, casamatas sin vigilancia y esqueletos de casas de las que hace tiempo huyó la vida. ¿Qué clase de guerra es esta, qué clase de desastre? Trato de contar pequeños fragmentos de historia cada día que pasa, y darle a cada episodio una continuidad, como si fuera posible encontrar un hilo que uniera las crónicas hasta formar la novela de Bosnia mientras escribo en Zenica, Travnik, Vitez, ¿quién sabe? Una coherencia dentro del absurdo y del horror. Como ese campesino que pasa con su guadaña ante una casa de campo quemada o esos milicianos que desayunan sentados en sillitas de playa junto a un grupo de casas reventadas por morteros y dinamita. Un espectáculo de nuestro tiempo.

 

 

viernes, 2 de julio

 

Hablamos de Elias Canetti en medio de la noche de Bosnia. Hablamos de un viejo musulmán que hoy hizo de traductor en Zeljezno Polje. Sólo ahora me he dado cuenta de que era la persona a la que debíamos escuchar en medio de aquella muchedumbre de soldados desmoralizados y refugiados sin esperanza sentados a la sombra de los cerezos. Él nos pidió que no los olvidáramos, que contáramos al mundo lo que ocurría, que no podía entender cómo Europa podía consentir lo que ocurría con el pueblo bosnio, que ellos no eran fundamentalistas. No debíamos consentir que, como en España con los Reyes Católicos, los musulmanes volvieran a ser expulsados. A ocho kilómetros, las fuerzas serbo-croatas acababan en Zepce con toda la resistencia bosnia. Para llegar allí habíamos necesitado varios días de solicitar permisos y pelearnos con los integrantes del último puesto de control. Al llegar, un proyectil serbio nos dio la bienvenida. Después, para escribir la historia, tuvimos que recorrer sesenta kilómetros, atravesar infinidad de controles y dos zonas muertas (tierra de nadie) hasta Vitez. ¿Qué clase de periodismo se puede escribir así? Para colmo, mis jefes querían otra historia. Hablar de todo lo que ocurría en Bosnia. ¿Cómo se lucha contra esa impotencia y esa desesperación? Pero todavía faltaba un último tramo: las líneas estaban sucias en Madrid y yo no conseguía conectar mi ordenador con el computador-madre. Todos los esfuerzos resultaron inútiles. Cuando ya no sabía qué vía utilizar me encontré con que habían decidido no publicar nada mío y reservar la historia para el domingo. Así he vuelto a reescribir la historia, que ahora se titula A la sombra de los cerezos en Zeljezno Polje. Es muy tarde en Vitez. El resto de los periodistas se divierte en una fiesta organizada por la BBC. Nosotros no hemos ido. Gervasio lee el libro de Hermann Tertsch, yo escribo mi colección de diarios contra el olvido y contra el mal. No hay morteros ni francotiradores esta noche. Solo un perro insomne. Nosotros tenemos más suerte que los 6.500 refugiados desplazados de Zepce y Novi Seher. La limpieza étnica no ha terminado, pero el mundo sigue mirando en otra dirección. Cuando vuelvo a España, olvido. Pero no quiero olvidar nada.

 

 

 

 

domingo, 4 de julio

 

La luna llena es tan hermosa en el valle del Lasva que los francotiradores no se pueden sustraer a su influjo. El sendero que conduce al teléfono vía satélite de la BBC abandona la sombra protectora del cuartel de los cascos azules británicos y corre entre una escolta de casas, a la izquierda, y campos de cultivo hasta las primeras presencias de un bosque. Primero parece un aviso: un disparo seco. Después, una sucesión de seis tiros con un fusil automático. No sé de dónde vienen ni si vienen a por mí. Ante la duda, corro, y trato de ocultarme en los arbustos. Luego, el teléfono vuelve a jugarme otra de sus malas pasadas. No consigo transmitir. Declino el ofrecimiento de Arthur de llevarme hasta mi hotelito en su blindado y vuelvo a recorrer el mismo caminito sombrío con el alma en un puño. Sería gracioso, pienso, morir por haber salido a enviar una crónica y sin haberlo conseguido. La luna blanquea el camino y endulza mis hombros. No sé si hay algún cazador de hombres agazapado en la espesura, divirtiéndose con mi perfil en su mira telescópica, pero, decidido a no ponérselo fácil, echo una carrerita hasta que la escolta de casas ocupa los dos márgenes de la ruta. Ya no queda nadie en los portales de las casas. No hay más luz que la que sirve la luna. El sábado murió ayer. Escribo este domingo, temprano, antes de salir a esas carreteras que atraviesan amenazadoras zonas muertas y controles de milicianos de humor impredecible. A pesar de todo, adoro Bosnia.

 

 

lunes, 5 de julio

 

Ante una lata vacía de McEwan. Pero ¿cuáles son mis niños en el tiempo? Aquí estamos separados del mundo por una sucesión interminable de frentes de combate, una pesadilla que no pudo imaginar Dante, tierras de nadie, zonas muertas, francotiradores sin escrúpulos y asesinos capaces de cometer las mayores atrocidades sin que les tiemble el pulso ni les remuerda la conciencia. Aquí, en Bosnia, finaliza el siglo XX, concluye con el brío funesto con que empezó. Hoy nos robaron el coche a punta de pistola, y nos dicen que debemos sentirnos felices de haber salido con vida. Cuando vi al joven miliciano croata apuntándome al estómago con una pistola pensé que se trataba de un juego, de una broma. Pero se trataba de la realidad. Esa realidad de la que hasta ahora hemos podido librarnos a pesar de encontrarnos en el ojo del huracán y de jugarnos la vida varias veces cada día. Gervasio pensó mucho mejor cuando los vio alejarse con el coche y todo su equipo fotográfico: ¿Son estos mismos hombres y adolescentes los que entran en las casas de los enemigos para violar, robar y asesinar? ¿Qué escenas pavorosas se han grabado para siempre en los ojos de los supervivientes, qué víctimas no encontrarán jamás una pizca de justicia que las redima de una culpa inexistente –la de ser otros- y que les llevó a la muerte? Pero aquí, nosotros, el mundo, cada uno de nosotros, incluso los que nos atrevemos a venir aquí, también somos responsables de toda esta sangre que sigue derramándose sin cesar cada maldito día, porque se trata sobre todo de la sangre de los inocentes.

 

 

martes, 6 de julio

 

A la luz de dos velas. El tiempo comprimido aquí, en el valle del Lasva. Y más esta noche fría de julio. Cayó un aguacero esta tarde, jugamos al billar y no perdimos del todo la fe en recuperar nuestro coche y las cámaras fotográficas. De momento estamos varados aquí, en el centro de Bosnia, rodeados de frentes y de zonas muertas. Los relojes dicen que son tan sólo las diez y media de la noche, pero la oscuridad impenetrable, el silencio de los combatientes y de los animales hace que sea mucho más tarde. La noche invita a encerrarse dentro de uno mismo, a esperar que la vida sea mañana por la mañana un poco mejor para todos. En la comisaría de policía, nadie, salvo un energúmeno envenenado por el odio y la ideología, amaba combatir: todos parecían dispuestos a huir a otro país, y reconocían la inutilidad y lo terrible de tener que seguir matando. Ni ellos mismos se creían lo de “fundamentalistas islámicos” aplicado a los musulmanes, porque antes de la guerra eran amigos y compartían no sólo aceras, sino también hábitos y costumbres. ¿Y ahora? Una interminable siembra de odio. Todos ellos saben que cuanta más sangre se derrame más difícil será negociar, pero también saben que tarde o temprano tendrán que sentarse a una mesa, porque no pueden matar por completo. De momento, aquí seguimos, varados en medio de la noche bosnia, tratando de escuchar entre el tic-tac de los relojes y el silencio momentáneo de las ametralladoras y los morteros, el sonido de la hierba cuando crece. No sé aún qué clase de amor o de desdicha voy a encontrar en mi camino.

 

 

jueves, 8 de julio

 

Me volvió a vencer el sueño, no la desesperación. Aunque esta fría mañana seguimos prácticamente en el mismo lugar. Ayer hicimos el trabajo de la policía, convertirnos en unos inesperados Plinios de Bosnia. Recorrimos caminos vecinales, preguntamos a los campesinos y en los garajes, pero ni rastro de nuestro coche. A última hora de la mañana, o tal vez era más temprano, aunque llovía copiosamente, un nuevo policía, que había sido juez antes de la guerra, nos devolvió las esperanzas: hizo las preguntas que nadie nos había hecho, nos acompañó al lugar donde se produjo el asalto, interrogó a los testigos y averiguó los nombres de los bandidos. Eran las doce del mediodía cuando el inspector y su ayudante partieron solos –“es muy peligroso, esperen aquí”- y hasta hoy, la fría mañana del día siguiente, en que la guerra sigue su curso y nosotros aquí, varados, sin deriva de ningún tipo, cansados e irritados. Nuestras esperanzas las dirigimos ahora hacia Yellow, el gran capo mafioso de la región, al que todas las milicias y policías se refieren con devoción, que acaso sea también una forma de miedo. Ayer estuvimos en su jardín, donde dormían cinco camiones y dos automóviles. Primero nos dijeron que dormía. Al cabo, salió su esposa, desgreñada y pelirroja, y nos dijo que estaba en el frente. En estas tierras, todos mienten. La mentira forma parte de su carácter y de su historia.

 

De momento, estamos bien. Ayer tuvimos que parar, mediante una llamada al embajador de España en Zagreb, que había iniciado la operación, a un convoy de blindados españoles que subían al rescate desde la base de Medjugorje. Corrieron rumores de que habíamos sido secuestrados. Todavía no. Seguimos haciendo ruido. No nos dejamos amilanar, ni por el miedo ni por la fatalidad. Pobre Bosnia. Pobres de los que tienen que quedarse aquí.

 

 

El día está a punto de concluir. Pero hace más tiempo que huyó la luz. Hemos cambiado de casa en Vitez. Aquí sí hay luz eléctrica, escribo bajo el aura de una bombilla y ante una ventana que no da al mar, pero que tal vez me mate. Es la vieja carretera que llevaba a Travnik y a Zenica y a Sarajevo. Hoy no lleva a ningún sitio. Y mucho menos de noche. También lleva a Nova Bila, a su comisaría de policía. Allí tuvimos un careo esta mañana con los dos presuntos ladrones de nuestro automóvil, presuntos héroes de la futura patria croata. Borko y Ferdo. Dijeron que los habían sacado del frente, de primera línea. Uno acariciaba el gatillo de su Kaláshnikov mientras nos miraba con una sonrisa viciosa; el otro, sobre el que no albergábamos dudas, ni siquiera sé cómo miraba. Apenas le hube preguntado al comisario desde cuándo llevaban combatiendo en el frente de forma ininterrumpida cuando se abalanzó sobre mí. Ni siquiera supe cubrirme. Nunca fui un gran luchador. Pero me pegó con la mano abierta. Las gafas volaron, una patilla se desprendió y la mejilla y la oreja enrojecieron por unos minutos. El muchacho, no sé si Borko o Ferdo, quería seguir argumentando sobre mí, pero los policías no se lo permitieron. “Hace días murió un familiar suyo en el frente, por eso está tan excitado”. Era Vlado, nuestro buen Vlado, el único hombre decente en aquella manada de lobos cobardes. Vlado también tiene miedo, pero no es un lobo.

 

Ahora escribo, y trato de averiguar si las experiencias que vivo me hacen mejor de lo que soy o me ayudan a entender mejor el mundo en el que vivo. Cuando, por la noche, hablo con mi periódico, me doy cuenta de que no merece ni la cuarta parte del esfuerzo ni del riesgo que aquí corremos, que aquí gastamos. ¿Es este el periodismo que yo quería? Probablemente. Cuando era pequeño quería ser policía. Luego descubrí el periodismo. Me siento mejor sin armas. Pero mi empresa es un animal sin alma. Aquí estoy, sentado a esta pequeña mesa de Vitez, cubierta con un mantelito blanco. No, ya no iremos a Zavidovici, pese al permiso de la Armija bosnia. Si conseguimos recuperar el coche, bajaremos a Split y pediremos una plaza en el avión de Sarajevo. Desde aquí no veo ningún mar. A veces no sé para qué escribo.

 

 

 

 

viernes, 9 de julio

 

¿Última noche en Vitez? ¿Por cuánto tiempo? Tal vez a partir de ahora empecemos a creer en milagros. Porque esta noche se produjo uno, bajo un cielo estrellado y silencioso, digno de las mejores épocas del valle del Lasva. Algunos compañeros –sobre todo los de la BBC- nos habían puesto en un dilema moral: “Si pagáis pondréis las vidas de otros en peligro”. No queríamos pagar, pero durante tres días habíamos luchado solos contra los elementos, y únicamente tras la agresión sufrida en la comisaría los británicos tomaron cartas en el asunto. La esperanza estaba casi perdida, pero a media tarde jugamos una partida de billar en la base británica y mis carambolas fueron tan rotundas como insólitas. Y yo siempre he sido un malísimo jugador de billar. Pero tal vez se tratase de una premonición: partidas que los astros o los dioses juegan con los hombres. Dos muchachos demasiado nerviosos llamaron a la puerta del centro de prensa de los cascos azules británicos. Venían de parte del Consejo de Defensa Croata, el omnipresente HVO. Nuestro automóvil se encontraba en Nova Bila. Si queríamos recuperarlo debíamos acudir de inmediato. Tanto a Peter, el capitán que estos días está al frente del centro de prensa, como a nosotros, nos escamó tanta premura. Sin escolta no iríamos. Podía tratarse de una emboscada. Accedieron. Las luces de un automóvil alertaron a los soldados, que tomaron posiciones con sus fusiles de asalto. Era un vehículo del HVO con tres agentes y una traductora. ¿Por qué no traen el automóvil aquí? Accedieron. Se cerró la puerta y se preparó el operativo. No saldríamos hasta que Peter nos llamara. El coche quedaría aparcado frente al recinto, por si contenía alguna trampa. Los soldados se pusieron los chalecos antibala, el casco y, algunos, el equipo de combate. Parecía una película, pero la excitación provocaba la risa. Llegaron con nuestro coche. Salieron los cascos azules. Al cabo de unos minutos nos llamaron. La noche era impenetrable. Pero el automóvil estaba allí, real, al otro lado de la calle. Los del HVO se mostraban tan nerviosos como esquivos. Hurtaban los rostros a la luz de los faros y las linternas. Solo la traductora, avergonzada, daba la cara, y parecía a punto de llorar. Del automóvil habían desaparecido las placas de Udine, las letras TV de los costados y del capó. Del interior: dos objetivos y una cámara, los tres bidones de gasolina y el tabaco. El depósito de gasolina estaba vacío. Por el contrario, en el maletero, dos solitarias botas de miliciano parecían un humilde obsequio. Nos dieron la llave, se disculparon y desaparecieron en la noche. En los Balcanes, este reino roto, cruzado por medias verdades y mentiras, acaso condenado, como decía Ivo Andric, “a sufrir la violencia o a causarla”, a veces se conjugan mil elementos contradictorios. Sería bueno saber qué mecanismo puso en marcha nuestro periplo por comisarías y barrizales, la agresión sufrida, la oferta transmitida por tres agentes del HVO a un oficial de la Fuerza de Protección de las Naciones Unidas (Unprofor) en Bosnia, la protesta británica, la protesta del embajador español en Zagreb y el propio engranaje de crimen y violencia que atraviesa y atemoriza el valle del Lasva. Pero tanto los británicos como nosotros pensamos que lo mejor ahora es abandonar cuanto antes este magnífico Camping Vitez. Mañana nos escoltarán hasta Prozor. En cualquier caso, nunca olvidaremos Vitez.

 

 

Medjugorje, sábado, 10 de julio

 

Una escolta de blindados británicos nos sacó de la pesadilla del valle del Lasva. Pero el miedo no desapareció al atravesar el último control croata. Junto a un campo de amapolas, a pleno sol, dos blindados ligeros relevaron a los que nos venían escoltando desde un lugar a medio camino entre Novi Travnik y Gornji Vakuf. Había estruendos de fusilería a la entrada del pueblo. Seguimos al blindado, que se abrió paso a toda velocidad –o a la velocidad que le permitían sus cadenas-. Gornji Vakuf era un pueblo fantasma. Hace apenas doce días la gente abarrotaba las calles. Ayer, ni un alma. El tejado de una casa todavía humeaba, reventado por una granada, cuando pasamos a su lado. ¿A dónde mirar? ¿Al frente, a los lados, al cielo? Ni milicianos, ni vecinos. Un pueblo fantasma sometido a la ceguera de la artillería. Pero abandonamos el pueblo sin haber sufrido ni un amago de ataque. A la salida, tres niños nos miraron desde un pequeño patio hundido en la tierra. Los únicos seres vivos en un recorrido interminable. Ahora estamos de nuevo a salvo. Pero el martes dormiremos en la querida Sarajevo. En Medjugorje, mientras tanto, le siguen rezando a no sé quién. Un grillo canta en medio de la noche. Atrás quedó la noche de Vitez, la desolación de Gornji Vakuf y las chicharras de Bosnia. Cuando volvamos a Trieste, nuestro corazón será un extraño carrusel. Pero todavía faltan muchos días y muchas noches de ponerle cara de plata al miedo.

 

 

domingo, 11 de julio

 

 

 

 

Un día sin acontecimientos. Pero los buscamos. En Grude, en Mostar. El HVO (Consejo de Defensa Croata) nos impidió el paso. ¿En qué clase de vorágine andamos metidos? A pesar de todo, vuelvo a encontrar una especie de calma capital, y no solo aquí, en el cielo tranquilo de Medjugorje (y no creo que por la presencia de la Virgen), sino también en Vitez, en Zenica, ojalá en Sarajevo, donde la muerte y la desolación son tan frecuentes. Vuelvo a Bosnia como quien vuelve al lugar de un amor que sigue haciendo daño. Esta hoja es del suelo de Zenica, pero podía ser del suelo de Zadar, Gospic, Zeljezno Polke, Kiseljak, Visoko, Vitez o Medjugorje. Esta hoja es tan sólo otra hoja más de las muchas que he ido recogiendo por ahí. Ahora, que vuelvo a estar solo, que apenas si recuerdo el cargadero de mineral del puerto de Almería, vuelvo a Bosnia con los ojos claros de intentar ver en la oscuridad, los ojos de soñar que traemos, los ojos de ver Bosnia como quien aprende a mirar de nuevo. Aquí transcurre una estación extrema que dura todo el año. De habitación en habitación, de mesa en mesa, imagino que aprendo a escribir. Imagino que McEwan es una marca de cerveza. Imagino que Vitez es un lugar perdido. Imagino que el niño que fui no ha muerto del todo. Imagino que todavía tengo tiempo.

 

 

Split, lunes, 12 de julio

 

La luz es tan dulce que nada de lo que recordamos y de lo que acabamos de vivir, ni nada de lo que a partir de mañana va a ser nuestro afán de cada día, parece más real que los sueños. Esa luz, los montes de piedra descarnada que circundan Split y multiplican la fortaleza veraniega de la luz, las fábricas humeantes y los bañistas, estas grandes espaldas croatas para olvidar la guerra, primeras espaldas a las que luego se suman otras muchas, desde el Peloponeso al Estrecho de Gibraltar. ¿Qué es lo que yo recuerdo? Vamos a la caída de la tarde al aeropuerto de Split a recoger a Juan Goytisolo: la indignación y la vergüenza son las que lo han decidido a arriesgarse a compartir con los habitantes de Sarajevo la vida de cada día. Como nosotros: vergüenza, rabia, indignación, la pequeña cuota de culpa y olvido que a mí me hacen venir aquí, también. Mañana. En Sarajevo, la ciudad de mis sueños y mis más dulces pesadillas. ¿De qué clase de ciudad se trata, cuánto martirio más necesita padecer?

 

 

Sarajevo, martes, 13 de julio

 

Ahí está tu mismo rostro de hace un año, en el espejo de la habitación del mismo hotel de Sarajevo. Ha llovido con fuerza durante el día: siluetas, impactos de una lluvia dura, charcos para que se bañen los perros que no han sido derivados, contenedores acribillados, las tumbas que llenan buena parte del campo de fútbol, todos mis árboles ausentes, convertidos en humo de un fuego cuyo calor huyó, cadáveres desconocidos, mis amigos todavía a salvo, como yo, también, más o menos, en este espejo turbio, en algunas memorias. ¿Qué hacer contra el predominio del mal? Es cierto, estoy aquí de nuevo, y me marcharé dentro de doce días. ¿Es suficiente? Puedo escribir las palabras más duras y más terribles, puedo mezclarme con la gente, repartir mis paquetitos de café, mis cajetillas de tabaco, puedo meterme en los charcos hasta las rodillas y abrazar a quien quiero y sobrevivir en esta ciudad desde hace cerca de 500 días. ¿Y después? Por supuesto que

 

 

 

 

 

                           mi culpa no se extingue, ni siquiera en una pequeña parte. Porque todo sigue igual cuando parto, y empeora mientras estoy ausente. Otra vez en este mismo hotel a salvo, con otros que se llaman a sí mismos periodistas. Una noche de una larga serie de noches. Es cierto, llovió copiosamente, e incluso hace algo de frío a mediados de este mes de julio. Yo escribiré mis crónicas y, si tengo suerte, saldré de aquí como vine. ¿Es suficiente? Por supuesto que no.

 

 

miércoles, 14 de julio

 

 

¿De qué escribir contra el mal? ¿Contra el mal de escribir? No basta, y cada vez basta menos. El tiempo convertido en un pedregal o en una escollera. ¿Con qué escribo el mar? ¿Con qué clase de hastío escribo la desesperación y con qué clase de tinta la tristeza, el dolor, el cansancio del cansancio y el cansancio de la desesperación y el cansancio de la esperanza? Otro cañonazo, otro minuto, otro bosque que desaparece. Una vida, otra cena más, otra noche oscura del alma que cubre la ventana que no da al mar, sino al río, a los francotiradores emboscados y al río inmóvil, a las casas convertidas en cenizas y a la tarde que aventa nuestra cena mientras masticamos: sesos, olvido; sesos, un vaso de agua; sesos, dormir; sesos, ¿para qué escribir? Esto es Sarajevo, bengalas multicolores, la gente que todavía conozco aquí, que sigue viviendo aquí desde el mes de abril de 1992, cuando el cerco comenzó y nadie esperaba que la noche y el día fueran desde entonces algo parecido a esto, esta mina de frustración que sigue cavando hacia el centro de la Tierra buscando algo de luz.

 

 

jueves, 15 de julio

 

Este julio voy a enterrarlo en los ojos de mis amigos bosnios, y voy a quedarme en cuclillas mientras memorizo su mirada. Si escribo un faro no servirá de nada, como de nada servirá escribir un tren desde a martiriza Sarajevo que partió hacia el corazón del horror, o si escribo que el cadáver del niño tiene los párpados violáceos y el estómago arrancado por los garfios de acero de una granada serbia, o de la pura desesperación que encuentro en los rostros de toda la gente que quiero en esta ciudad, Sarajevo, que hago mía mientras mis propios ojos me pesan, mientras la pesadumbre me carcome y siento que de nada servirá que escriba y que llene la memoria de todo esto, estos ruidos de la noche de Sarajevo, y mi cansancio, que tan poco tiene que ver con el suyo.

 

 

viernes, 16 de julio

 

Los ojos manchados de soñar. Tal vez a partir de ahora me acostumbre a no hacerlo con tanta frecuencia. Ahora siento que no podría volver a Almería. ¿Pero quién puede predecir? Volveré a estar solo, pero no sé por cuánto tiempo. ¿A quién le importa aquí? Esto es Sarajevo, la vida real, el proyectil atravesando toda la vida de Senada –una casa donde uno siente que puede vivir buena parte del tiempo que le ha sido destinado. ¿Qué ocurre cuando esa casa está levantada en Sarajevo y es estos días de julio?-. No respondo a preguntas hechas al amparo de la oscuridad. Pero yo también estoy completamente solo. Aunque no es lo mismo. Lo sé de sobra: no puede serlo. Pero los párpados me pesan. Aprovecharé que los artilleros serbios están callados para tratar de conciliar el sueño. ¿Con quién? ¿Quién sabe? Con nadie. 

 

 

domingo, 18 de julio

 

La ciudad no ha sido reducida a escombros. Es como si un pájaro monstruoso se dedicara a picotear los edificios, los quioscos, las alamedas, los monumentos, los cementerios y la nuca o las extremidades de los transeúntes. Es una destrucción lenta y minuciosa. No es que los habitantes de Sarajevo se acostumbren al horror, sino que lo sobreviven.

 

 

lunes, 19 de julio

 

Los días transcurren bajo una presión absurda: corremos de una punta a otra de la ciudad tratando de confirmar rumores sobre circunstancias bélicas y políticas, número de impactos y declaraciones que puedan cambiar el curso de las cosas. Así llegamos a un momento crítico, entre las tres y las cuatro de la tarde, en que hay que convertir esa basura en crónica periodística para envolver conciencias y pescado viejo. Así perdemos el tiempo precioso que pasamos en Sarajevo, tratando de entendernos a nosotros mismos en medio de esta vorágine, una sociedad que sigue sobreviviendo milagrosamente. Así no puedo estar contento, ni con mis ojos ni con mis manos. Anoche cené solo, en el comedor irreal de este hotel, con las cortinas corridas, el panorama del crepúsculo y los edificios reventados por las bombas. ¿Cuántos muertos más hacen falta para que el mundo diga que ha llegado el momento de parar? Corremos de un extremo a otro de Sarajevo, jugándonos la vida por unas migajas de información que apenas consiguen acercarse a lo que pasa. Este es un juego mortal. Y yo participo en él con estas crónicas que desde Madrid me piden y que yo escribo como un gato obediente y estúpido. Maldita sea.

 

 

Algunos disparos en medio de la noche impenetrable. Sombras, edificios y casas y terrazas y calles: todos muertos. La única luz proviene del cielo. Pero aquí, en este hotel, escribo bajo una luz robada, mientras las ráfagas se suceden en el gran oído nocturno. Escribo como puedo, sentado a mi pequeño pupitre de niño irresponsable al que no le va quedando más remedio que asumir su propia vergüenza y su propia culpa. Escribo con la mano derecha, como siempre, con el pecho inclinado hacia delante y algunos recuerdos –el libro encontrado en Mostar, los mapas recuperados de la Biblioteca Nacional de Sarajevo, encontrados con Edo hace unos días en medio de un charco de escombros- y con los pies firmemente abrazados a este hotel que parece tan sólido y a salvo. Tal vez los dueños, alimentados por la marea de dólares que cada día entrega la legión de periodistas, han pagado al enemigo para que se abstenga de seguir encañonando el edificio. Son las doce de la noche. Tiempo de vigilia o tiempo de dormir. Tiempo de recordar, o tiempo de olvidar. Escribo con mi mano de escribir, mientras la hojarasca de los días cae sobre mis hombros y yo me defiendo como puedo: con mis palabras y mi miedo, con mi pequeña exactitud y mis cuadernos azules, con mis ojos miopes y las oraciones de mi madre, con mi chaleco antibalas y algunos gramos de prudencia solubles en la atmósfera de Sarajevo: han talado los árboles y ahora entra más luz, y el verano es más pesado, y más amplio el cuadrante de que disponen los francotiradores emboscados. Esta es la clase de vida que llevan aquí. Gabriela, la abuela de 82 años que vive en el mismo edificio que Jasminka, se ha lavado y se ha puesto sus mejores galas porque viene a visitarles un escritor español, Juan Goytisolo. Gabriela dice que su alma está muerta, y que desde que empezó la guerra dejó de escribir poemas. Pero a su nieta en Polonia le escribe que la luna llena se asoma sobre la montaña de Trebevic par ver cómo sigue Sarajevo, y le pide que no olvide su ciudad. Y la nieta le contesta con un poema en el que dice que nunca olvidará Sarajevo. Ha venido a visitarles un escritor español, y todos están graves y emocionados, menos Gabriela, que disfruta como una niña, mueves sus manos y recita sus poemas, una de sus acuarelas de Split, escritas antes de que se muriera su alma. Ha venido a visitarles un escritor español y han desafiado a los enemigos abriendo el salón que da al Miljacka y a la montaña de Trebevic, donde se agazapan los que martirizan Sarajevo. Pero las sombras caen y hay que marcharse. Aquí está toda la vida, empezando por el alma de Gabriela, que es un símbolo del alma de Sarajevo, a la que nunca, nadie, por muchas granadas que arroje, conseguirá asesinar.

 

 

martes, 20 de julio

 

No es mi ciudad, pero ya forma parte indeleble de mi vida. Juan Goytisolo parte mañana, y esta noche se sentía melancólico. El invierno llegará pronto a estos barrios, y la mano de nieve arrastrará consigo a muchos vivos, tal vez a algunos de los que aquí conocemos, de los que contribuyeron a que esta ciudad que no es la mía, y que apenas si había despertado mi interés cuando pasaba sobre las casillas de la historia de Europa, forma parte para siempre de mi vergüenza y de mi memoria, de mi quebrada idea de Europa y de lo que esperaba de la razón y los frutos del porvenir. Los relojes rápidos de Occidente cuentan muy despacio aquí: ¿Qué unidad de cuenta es precisa para el dolor, para el heroísmo de la población civil, para la miseria de los que se ocultan en las montañas para bombardear la mejor cristalización de la convivencia interétnica de todo Occidente: un ejemplo demasiado precioso para permitirle florecer? Me iré de Sarajevo con mi mochila de culpa. Y su peso no habrá disminuido con mi tercera estancia aquí.

 

 

miércoles, 21 de julio

 

De la melancolía de Juan Goytisolo a las manos de niña de Gabriela. De los francotiradores que rompen en pedazos la tarde a un gato que desgarra el silencio de la gran nave central del Holiday Inn. Del avión de Goytisolo salvando el cerco de Sarajevo a la media voz de Vera, una serbia atemorizada, vecina del escritor Abdulah Sidran, que por estar limpiando en casa no puede recibirnos. Del terror pintado en el rostro de Jasminka al estruendo cercano de los bombardeos a las doce de la noche, cuando estoy solo en la habitación 322. De las bromas sexuales de Slobodanka (nuestra Dora) a la intensidad de Susan Sontag en Sarajevo. De las antenas parabólicas a los satélites de comunicaciones, capaces de burlar la pericia de todos los artilleros, al Puente sobre el Drina, de Ivo Andric, que quiero terminar aquí. Del Esperando a Godot que quiere montar Susan Sontag a mi Sin Maldita Esperanza que quiero estrenar en Madrid. De los labios de Slobodanka a los labios de Mina. De mi deseo, sus orificios y cancelas tristes a la estación de ferrocarril donde nació Gabriela. De la vigilia de ese francotirador que no deja de disparar a la una y veinte de la madrugada a la despedida de Juan Goytisolo al pie de la tanqueta. Pero ahora voy a intentar conciliar el sueño, aunque el tiempo en Sarajevo se concentra como una especie de dinamita para el alma.

 

 

jueves, 22 de julio

 

El experimento criminal de Sarajevo. ¿Cuántos días como el de hoy podrías resistir aquí? ¿Cuántos sin que se te partiera en pedazos tu retícula cerebral de defensa? La femoral es la vena favorita de los toros, por ahí entran a matar a los toreros. La femoral era la arteria seccionada por una granada. El joven soldado tenía el rostro y las manos embarradas. Botas de campesino y un reloj de acero que, cubierto de barro, seguía funcionando. Entre los catorce médicos tranquilos y eficientes, era un Ecce Homo ante mis ojos, que crecen muy deprisa aquí. ¿Pero cómo soportar sin alterarse esta lluvia de fuego que recalca tu impotencia y tu sometimiento a una violencia diabólica? Este es el experimento criminal que están practicando desde hace 500 días en Sarajevo ante la mirada pasiva, y por eso cómplice, del mundo.

 

 

viernes, 23 de julio

 

La culpa del mundo, y las preguntas que cabe hacerse aquí, esta misma noche, las dos de la madrugada del sábado, cuando hace apenas dos o diez minutos que han cesado los bombardeos. Ahora ladran los perros como en cualquier ciudad del mundo. Pero no es el caso, Sarajevo no es cualquier otra ciudad del mundo. ¿Para qué escribo? En cualquier caso, como un flujo incontenible, no dejo de hacerlo: cada noche, cada día. Contra la barbarie y a pesar del pesimismo de la inteligencia, como recuerda Susan Sontag que recordaba Antoni Gramsci. 

 

 

sábado, 24 de julio

 

Vísperas del mar. El mal, mientras tanto, sigue ganando enteros aquí. ¿Con qué Sarajevo me voy? Abdulah Sidran me pregunta si sé qué ideología es la responsable de lo que ocurre en Bosnia. Y le respondo sin dudar: “Sí, el fascismo”. En casa de Sidran, entre escritores. Pero él dice que no es tiempo de tertulias sobre literatura. Entonces le respondo que me dan cien patadas en el culo las tertulias sobre literatura, que lo único que me interesa es saber cómo combaten, si con la escritura o con el fusil. Pero la tarde avanza y Sidran no quiere entender. Aprovecha la menor oportunidad para largar sus grandes parrafadas políticas en las que repite lo que estamos hartos de oír. Parece un maldito político. Sin embargo, al despedirme le digo que tiene la virtud de cabrearme, pero que le aprecio. Él me responde que perdone a un bosnio desesperado, “que sabe que va a morir”. “Todos vamos a morir”. ¿Qué otra cosa puedo decirle? Le prometo que no le olvidaré. Como a tanta gente aquí: Alma, Dina, Jasminka, Jerko, Gabriela, Kemal, Gordana, los padres de Dado, Vildana, Amela, Senada, Edo, Dora, Mina, Misrad Babic, Faruk, la doctora Oruc, Lidia en la ventana y tantos y tantos otros. ¿Qué hacer? Aunque no sirva para cambiar el estado de las cosas, seguiré escribiendo.

 

 

 

 

domingo, 25 de julio

 

El sentimiento es el de Juan: melancolía. Volvimos al hotel por calles que se iban quedando desiertas. En algunas ventanas vi rostros que aprovechaban las últimas briznas de un hermoso día quebrantado por los disparos. No es más que otra tregua rota. ¿Quién confiaba en ella? Melancolía y culpa cuando esta mañana volvimos a la casa de Almasa y Resad Koro en la Avenida 27 de Julio, batida por los francotiradores, a 300 metros de las líneas serbias, en el barrio de Grbavica. Los vi más consumidos que hace un año. Recordamos a Zlata y Dado, ahora en Viena. Vi los rastros de los francotiradores en la salida y vi sus rostros destruidos por la desesperanza y el terror. “El segundo invierno va a matarnos”. Estos son los legítimos representantes de Bosnia, como Gabriela, como toda la gente que voy a dejar otra vez aquí. Melancolía, cuando el sol desmenuza las ruinas y sume a la ciudad en una noche insondable. Aquí duermen muchos que no quieren volver a despertar. Nos despedimos de Slobodanka (Dora), nuestra traductora, y su madre; como nos despedimos de Gabriela y Jasminka; y de Almasa y Resad Koro. El alto el fuego saltó en pedazos recién firmado. La noche empeora, como toda mi Bosnia o todo mi Sarajevo, mi ciudad, porque está recorrida por mucha gente a la que nunca podré olvidar. Pero eso tengo que volver. Escribir no es un alivio, no sirve para nada. Pero escribo, contra el olvido del mundo y contra mi propio olvido. Mi Sarajevo.

 

 

Split, lunes, 26 de julio

 

 

 

 

La despedida de Sarajevo. Una vez más. No será para siempre. Mientras el automóvil avanza entre ciclistas, milicianos, gente acarreando agua, edificios calcinados, contenedores contra los francotiradores, me despido en silencio. El sol es manso como el trigo, no como el hombre. Pero no voy a cometer la injusticia de condenar a todos por igual, de lamentarme de la crueldad del hombre, de dejarme maniatar y oscurecer la razón por el cloroformo de la piedad. Hay pena, pero también rabia, aunque me conmueva hasta los huesos y lo disimule la consunción de la familia Koro. Como tantas otras de Sarajevo, agotadas de resistir sin dejar de pensar. El avión se elevó súbitamente, dejó atrás el barrio de Dobrinja, la torre del Oslobodenje, las pequeñas vidas de los que siguen viviendo este y el resto de los días que van a seguir transcurriendo indefectiblemente desde hoy.

 

 

Medjugorje, martes, 27 de julio

 

¿De qué está hecho el suelo del sueño cuando cesa el fuego con el que se calientan los artilleros? Aquí hay grillos y voces tras el muro, y cuando un automóvil atraviesa la noche no es perseguido por el tableteo de una ametralladora. Pero este Las Vegas de la mojigatería (Medjugorje) católica no está lejos de otro frente encarnizado, el de Mostar. ¿Qué hacer de nuestros sueños, cómo alimentarlos?

 

 

jueves, 29 de julio

 

¿Era esta la clase de vida que anhelabas vivir? Aquí están entremezclados el peligro y la escritura, el sufrimiento humano y la oportunidad de sacar a la luz algunos aspectos del mal que lo provoca, la vida intensa y las pasiones humanas, paisajes y luces cambiantes y el tiempo que no se detiene un solo instante mientras no deja de cargarse la memoria. ¿Era así la vida que soñabas cuando mordisqueabas una pipa de plástico y creías en un bien por encima de todas las cosas? El automóvil avanza a todas velocidad por carreteras casi desiertas mientras la noche avanza y con ella el toque de queda. El amor sigue ausente, pero esta sí parece una vida digna de ser vivida.

 

 

 

 

El automóvil que devora kilómetros y modifica con su velocidad y el tiempo que transcurre el perfil del horizonte, la naturaleza del paisaje y la consistencia de la luz, es como un embajador de mis más secretos sueños. Como cuando pasa ante una larga hilera de postes de la luz hincados a la vera del camino. Porque tal vez era esta una de las imágenes que había imaginado para mi propia vida. Y luego estar solo. Escribir. Cenar. Escribir para un periódico. Escenas de la vida y de la muerte. Y escribirlo para mí mismo, alimentar una conciencia, prepararme para el teatro, la vida, lo que sigue al término de cada viaje, una especie de amor. Pero mañana empezamos a regresar a casa. Hoy es casi la penúltima noche. Empiezan a apagarse los restos. Por esta vez. También eso me hace un poco feliz. Aunque no pueda ni quiera arrancarme Sarajevo de la memoria.

 

 

Split, sábado, 31 de julio

 

Es todavía muy temprano para desasirse del sueño después de un día agotador. Pero no consigo acomodarme al olvido. El tiempo me hiere a cada instante. Las ventanas son altas: como si la habitación hubiera crecido durante la noche o yo me hubiera convertido en niño. Pero si me pongo de pie, no de puntillas, puedo ver cómo se ha iluminado el mar. Me pesan los párpados, pero ahora no me sirven para aliviar el escozor que siento en las córneas. Ayer me vino todo el recuerdo vivo de Sarajevo, de toda la gente que he ido conociendo en Bosnia. No sé aún a qué clase de acuerdo llegaron en Ginebra, ni siquiera puedo pensar con claridad en todo ello. Tan sólo me pesa el tiempo, todos estos días tan intensamente vividos aquí, que ya se terminan, ya se desvanecen, tinta que huye, como tantas otras veces. Yo creo tener un lugar a donde ir, y en él acabo por refugiarme, y en él acabo por pensar que tengo algunas cosas, una especie de vida, ilusiones, como el teatro, incluso leves sospechas de amor. Pero ahora sé que aquí está la realidad.

 

 

 

 

Trieste, domingo 1 de agosto

 

El puente de Maslenica volvió a ser bombardeado hoy. Ayer pasamos sin novedad, escoltados por un enjambre de casas mudas, destripadas, elocuentes como sólo saben serlo ya los muertos. Fue un largo e intrincado camino desde Split hasta Trieste, casi ocho horas contra la luz y el mar, con todos los recuerdos de Bosnia en carne viva. ¿Cómo no ponerse triste primero en Split, después en Trieste, donde he querido quedarme un día más, a solas conmigo mismo, para pensar en Sarajevo, en lo que escribo, en el sentido del tiempo que estamos viviendo? Yo sigo estando a salvo. El hotel Savoia forma parte de la cara con la que Trieste tienta al mar. Yo me asomo a ese rostro con los párpados que tuve hace tiempo, tal vez cuando era niño, y me acerco al faro porque en ellos alumbra parte de lo mejor de nuestra especie y el de Trieste es uno de los más hermosos del mundo.

 

Si viviera en Trieste bajaría al atardecer al espigón del muelle número 42, y me quedaría como en Bergen, a solas con el mar. Pensé en Lidia, en Sarajevo, en todo lo que allí rompe cada día, en la familia Koro, en la noche de terror que sigue a un día de terror. Yo he podido salir, y quedarme en Trieste, con la luna llena sobre el canal. Y la comida en el café San Marco, adonde iría a leer a Joyce si me quedara aquí. Pero la ciudad es su fantasma en este mes de agosto que acaba de desplegar sus banderines: verano y hastío. Al menos tengo algo que recordar.

 

 

 

 

 

 

Madrid, martes, 3 de agosto

 

 

 

 

El periódico comprado, leído y abandonado en Trieste se refería a la tormenta monetaria y a la crisis de la Europa fraguada en Maastricht, peo para mí las causas de la muerte del sueño europeo –como para mi amigo existencialista de Travnik- murieron en el sitio de Sarajevo. 

 

Bosnia es mi amor y mi vergüenza, por eso quiero volver pronto a Sarajevo.

 

 

 

 

Esta flor fue arrancada en Almería la tarde de la verdad, antes de atravesar el puente sobre el ferrocarril y de derramar unas lágrimas secas de pena y desesperación. Esta flor estuvo sobre un retrato que en Bosnia ni siquiera tuve tiempo de contemplar. Nada como Sarajevo para reducir los sentimientos a su verdadera dimensión.

 

 

 

 

He vuelto a casa, es cierto. Pero eso no quiere decir que vaya a dedicarme a olvidar. Bosnia y Sarajevo forman parte indeleble de mi vida, de lo que soy.

 

 

martes, 10 de agosto

 

Era un rito cada vez que volvía a Bosnia. Nos deteníamos en aquel bar a la entrada de Caplinja, en la carretera de Mostar, y le preguntaba al dueño si quería venderme el cuadro. Era un cuadro de otro tiempo. Un muelle veneciano algo naif, como la pintura en Yugoslavia, patinado por el polvo y por el tiempo. Pero el propietario no daba su brazo a torcer por un puñado de dólares. Pero ya no estaba. Esta vez no. Fue expulsado del lugar con su familia, dicen los vecinos. Los vecinos croatas. Ellos eran musulmanes. ¿Expulsados o asesinados? ¿Quién sabe? El cuadro ausente dejó un rectángulo de ausencia en el muro blanco. El bar cerrado, no destruido, como muchas otras casas en Caplinja. 

 

Jim Priddeaux, uno de los personajes de El topo, de John le Carré, dice que el artista tiene una sensibilidad que le permite ver lo que otros no ven. ¿Es así? ¿Para eso sirven los artistas? ¿Entonces no conviene desdeñar la importancia de los artistas a pesar de toda la sangre que está corriendo? ¿Qué soy?

 

Atravieso la Puerta del Sol a la una de la madrugada después de asistir, solo, a la proyección de Stalingrado. Vengo de Panticosa y de Sarajevo. Soy un completo extraño. No reconozco mi ciudad. ¿Mi ciudad? Es ya una urbe del futuro: la miseria y la violencia van ganando terreno en el centro. No condeno, solo describo. Toda clase de rostros, orígenes, miradas turbias. Pero no es miedo lo que siento. A veces pienso que los africanos deberían invadirnos y tomarse su parte por la fuerza: es decir, todo.

 

 

 

 

Epílogo en Dayton (Ohio), quince años después

 

 

 

Dayton, martes, 28 de octubre, 2008

 

 

No imaginaba que la ciudad que podría hermanarse con Sarajevo iba a ser víctima de un cáncer tan atroz. Dayton es tristísima. Y parece condenada: como las sombras de sus negros solitarios que la recorren al atardecer, bajo un frío que solo invita a desistir.

 

 

miércoles, 29 de octubre

 

El día transcurrió entre una anciana, Patricia Langford, una historiadora de su propia ciudad, que languidece ante sus ojos, y una muchacha, Baby Girl, negra y minusválida, que sufre en sus propias carnes el endurecimiento de una ciudad que por la noche parece deshabitada y que castiga a los negros por serlo. Curiosamente, ambas votarán por Obama. Solo ese lazo las une. A la primera la abordé en el café al que fui a desayunar. La segunda me abordó mientras en un banco del Oregon District (que Patricia me había aconsejado que visitara) hacía tiempo antes de cenar leyendo The New York Times. Le compré una pulsera de lana de las que ella hace para sobrevivir. Mientras Patricia Langford no quiso ser fotografiada, Baby Girl, pese a su cuerpo deforme, no puso la menor objeción. Ellas son dos frágiles puntales de un Dayton que se desvanece, enfermo acaso de respirar el plutonio con el que contribuyó a fabricar las primeras bombas que arrasaron Hiroshima y Nagasaki. Pero yo me porté como un cobarde cuando no hice nada cuando en el café en el que hacía la sobremesa tomando manzanilla no dejaron que Baby Girl usara el servicio. Podía haberla invitado a mi mesa y convertirla en cliente, con lo que habría callado al camarero cubierto de tatuajes hasta la compasión.

 

 

jueves, 30 de octubre

 

Es la hora de Edward Hopper, a juzgar por la textura de la luz, el decaimiento del azul celeste, la presencia ominosa de las sombras, dispuestas a devorarlo todo, y mi propio punto de vista: aquí, agazapado en mi torre, que es como un parapeto que pago con el dinero que me han proporcionado para hacer lo que hago. Confían en mí. No tengo que pernoctar en pensiones de mala muerte, comer lo que los pobres, ocho pisos mas abajo y a una manzana de aquí: Main and Third. Pero si después de tanto tiempo vuelvo a Hopper no es por la naturaleza melancólica de la Luz en esta época del año, sino por mi punto de vista, que es el de la imaginación, el del hermetismo, el de la torre, el de la compasión a una saludable distancia, el de la cómoda ilusión del deseo que no se compromete, y que ilustraría mejor que nada la mera transcripción de la llamada que acabo de hacer a Mombasa. El dibujo de Head of State (¿así se llama el artista, o el grupo de artistas?) ilustraba un artículo del New York Times del martes sobre el título: ‘Amor, sexo y el cambiante paisaje de la infidelidad’. Parecía inevitable que atrajera mi atención. Como la luz de Hopper.

 

 

 

Alfonso Armada es periodista y editor de FronteraD, donde ha publicado Tres episodios de barbarie y miedo: Sarajevo, Ruanda, Nueva York, Sombras sobre Kapuscinski, Adiós a Matiora y La huella de Heidegger en España, y mantiene el blog El mirador. 

 

Diarios de la guerra bosnia. Primer cuaderno

Diarios de la guerra bosnia. Segundo cuaderno

 

 

Las fotografías que ilustran este texto pertenecen a la exposición antológica de Gervasio Sánchez que se puede visitar hasta el 10 de junio en Tabacalera (Embajadores, 53 Madrid) y están incluidas en el libro Antología publicado por la editorial Blume. Para más información se puede consultar este enlace

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