3: El copo de nieve
El amor es una forma de olvido.
Richard Hell
Mientras se la llevaban de nuestro apartamento aquel día de lluvia, ella sentía dolor e iba descalza, así que se volvió hacia mí y me dijo que le llevara “un par de zapatos”. Yo cogí los primeros que encontré. Conducía detrás de la ambulancia camino del hospital e iba mirando aquellas deportivas blancas en el asiento del copiloto. Oía la lluvia y el sonido monótono del limpiaparabrisas. Las deportivas de tela no son para los días de lluvia. Sanja estaba en el vehículo rojo que corría delante de mí, y su calzado la seguía.
*
En la ambulancia, dos médicos se coordinaban para hacerle preguntas, y a ella le tocaba responder. Abriendo los ojos como platos, hablaba sobre la alergia y sobre su historial de enfermedades frente a la autoridad de dos hombres con bata blanca. Parecía que estuviera haciendo un examen oral. Entonces uno de los médicos le preguntó:
—Do you smoke?
—Sí –contestó ella–. Pero solo dos o tres cigarrillos al día.
No sabe mentir, en situaciones como esta siempre dice la verdad. Cuando respondió a la pregunta, pensé que lo que decía era cierto: probablemente se fume dos o tres cigarrillos en el trabajo y no me haya dicho nada para que no me entren ganas de volver a fumar (en el pasado, yo era bastante adicto). Después de que yo sufriera un ataque de corazón hace cinco años, ella también dejó de fumar en solidaridad conmigo, o al menos no lo hacía en mi presencia. Toda la vida ha fumado “dos o tres cigarrillos al día” y ese hábito nunca se ha convertido en adicción.
Han pasado más de veinticuatro horas desde que mantuvo este diálogo con los médicos de urgencias y ahora ya se ha descubierto por qué ha dicho que fumaba: ha sufrido una embolia cerebral, y una de las consecuencias es la pérdida de memoria. La embolia ha destruido parte de la llamada memoria a corto plazo, así que se ha olvidado de los cuatro años que lleva sin salir a fumar al balcón.
*
Mira su propia mano, que solo consigue mover haciendo un gran esfuerzo, y me pregunta:
—Seme, ¿qué me ha pasado?
—Ayer –le digo yo– te estaba haciendo el café y tú fuiste al baño. Todo iba bien. Fuera llovía. Estaba poniendo agua en la máquina de café cuando te oí soltar un grito en el baño. Pensé que te habrías caído, pero no era así. Te dolía el brazo y me dijiste que notabas un hormigueo, que no te sentías los dedos de la mano. No querías que llamara a la ambulancia pero, como la situación no mejoraba, al final lo hice. Vinieron y, después de hacerte un examen rápido, te llevaron al hospital.
“Yo iba con nuestro coche detrás de la ambulancia roja que te conducía al hospital y, cuando llegué, ya estabas tumbada en la cama. Una enfermera te daba morfina y te habían puesto una vía intravenosa. En esa misma cama te llevaron enseguida a una sala donde te hicieron un TAC. Vieron que estabas muy anémica y te trasladaron a Oncología, porque creyeron que tenías cáncer.
“El TAC reveló que se te había formado un trombo en esta arteria de aquí, junto al hombro izquierdo. Dicen que fue eso lo que provocó la embolia. Bueno, en realidad no fue una sola embolia, sino varias embolias pequeñas, minúsculas, en las terminaciones microvasculares periféricas del hemisferio izquierdo del cerebro. Como tienes anemia, ahora mismo no saben qué hacer para tratarte. Las embolias se tratan con anticoagulantes, pero la anemia puede estar causada por una hemorragia interna. Si es así y te dan anticoagulantes, la hemorragia podría crecer. Y eso sería un problema…
Me mira preocupada. Pero enseguida ha olvidado tanto la pregunta que me acaba de formular como la explicación que yo le he dado como respuesta. Me pregunta otra vez:
—¿Qué es lo que me ha pasado?
*
Primera noche de hospital. Duerme y se despierta cada poco rato. Tiene el sueño ligero. Abre los ojos, me mira con una expresión decepcionada y me pregunta:
—¿Se ha enfadado papá?
—¿Que si tu padre se ha enfadado?
—Sí, se ha enfadado conmigo y por eso no vuelve a casa.
—Querida, tu padre murió hace cuatro o cinco años.
Por un instante se queda pensativa y parece como si ya lo hubiera recordado. Luego deja caer la cabeza sobre el cojín y vuelve a dormirse. ¿Qué acaba de ocurrir? Se ha despertado en el hospital como una niña de cinco años. Es como una cápsula del tiempo, un trauma de hace cincuenta años que permanece vivo en su interior: su padre no viene a casa porque se ha enfadado con ella. ¡Mi niñita asustada!
Su padre. Jamás lo conocí, aunque vivimos en la misma ciudad durante dieciséis años. Jamás buscó a su hija ni mostró ninguna clase de interés por ella. Por supuesto que para mí era importante saber más sobre este asunto, pero nunca llegué a preguntarle: la dejé que decidiera por su cuenta si quería hablar o no hablar. Sin embargo, ella raras veces mencionaba a su padre.
Esta es la razón por la que no sé nada de ese hombre, salvo algunas escenas que ella me relató como de pasada. Una tuvo lugar cuando era muy niña. Estaban en algún lugar de la costa con la autocaravana familiar cuando, una noche, su padre llegó en compañía de una mujer desconocida. Despertó a Sanja y la hizo salir afuera, donde pasó la noche entera bajo la lluvia. Una niña. En la noche. Bajo la lluvia.
No hay nada que me una a él, excepto que ha marcado mi vida de forma indirecta. Ha influido en ella y, a lo largo del tiempo, ha cambiado mi personalidad. Por la relación que entabló con su hija, despertó en Sanja una animosidad contra todo el género masculino. Hace treinta años que vivimos juntos y, durante todo este tiempo, siempre ha desconfiado de mí. Jamás he visto a este hombre, pero lo llevo como una carga propia. Su peso me ha agotado y, a la vez, me he acostumbrado a soportarlo.
La otra escena que me contó sobre su padre está relacionada con Libia. Su recuerdo de África, donde vivió el delicado periodo de transición entre la infancia y la adolescencia, es confortante y alegre. Solía decir: “Me gustaría volver a África”. Fue allí donde pasó el último verano con sus dos progenitores. Cada vez que se acordaba de Libia mencionaba a su padre: “Se adaptó enseguida, aprendió rápido la lengua árabe y empezó a juntarse con la gente del país”. También en estas ocasiones hablaba de él con indiferencia, como si fuera un extraño. Después de que muriera jamás lo echó de menos.
Ahora estamos en el umbral de la vejez, pero eso no significa que al cumplir los cincuenta uno deje de ser un niño. Durante todo este tiempo, Sanja no lo ha echado de menos a él, a esa persona concreta, pero sí a un padre. A alguien que, por un imperativo biológico, esté siempre a su lado cuando necesite seguridad y protección.
Se ha despertado como la niña de cinco años que, hace ya cincuenta, se culpaba porque su padre llevaba días sin aparecer.
*
Cada vez encuentro sus deportivas blancas en un lugar distinto. ¿Quizás son las enfermeras quienes las mueven de aquí para allá? Yo no he sido, eso seguro. O quizás andan solas por esta habitación de hospital, con ganas de marcharse lo antes posible.
Ayer, con su bolsa y sus deportivas blancas en la mano, atravesé la puerta giratoria del hospital y fui a la sección de Urgencias, donde se encuentra ingresada. Iba a recoger un medicamento para aliviarle el dolor en el brazo. Luego mi idea era ayudarla a atarse las deportivas y llevarla de la mano por el aparcamiento hasta el coche. Conduciríamos despacio hasta casa y volveríamos a nuestro quehacer cotidiano. Yo terminaría lo que había dejado a medias en la cocina cuando todo ocurrió: encendería la máquina de café en la que ya había vertido agua, pondría café molido en el filtro…
Pero las cosas no fueron así, porque los médicos nos esperaban con noticias poco halagüeñas: tenían que ingresarla en la sección de Oncología. Me he pasado la noche entera despierto a su lado como un perro fiel.
Todo ha ido demasiado rápido. Según los médicos, es muy posible que tenga cáncer. Le cojo la mano mientras duerme y ella aprieta la mía con fuerza a causa de algo que está soñando. Yo me digo: “No se está muriendo, porque la gente que se muere ya no sueña”. En realidad es una idea absurda, pero me agarro a ella hasta el amanecer, porque aquí no hay nadie que pueda consolarme. La calidez del día y la de su cuerpo dormido son la única realidad que puedo aceptar.
*
Toda la vida cargo con el lastre de este nombre mío que no significa nada. Pero pronto lo asumí, convencido de que solo es un nombre; de que lo importante no es cómo se llama el barco, sino que navegue, y de que es el brillo de nuestro ser lo que llena el ser de nuestro nombre. Siempre me ha resultado un pensamiento consolador. Apenas hoy, a los cincuenta y seis años, me he quedado en paz y me he identificado con mi nombre. A continuación explicaré el motivo.
El médico le ha preguntado: “¿En qué año estamos? ¿Y en qué mes? ¿En qué lugar nos encontramos ahora?”. Ella lo miraba sin dar respuesta, porque había olvidado el año, el mes y el lugar. Yo estaba sentado junto a su cama. El médico me ha señalado y le ha dicho: “¿Quién es este hombre?”. De súbito, ha fijado la mirada en mí y he tenido la impresión de que me atravesaba sin verme. He notado como un frío pasaba por mi cuerpo, y me he dicho: “Se ha olvidado de quién soy”.
Pero entonces su rostro se ha transformado. Me ha mirado como si me rescatara de la inexistencia, como si me acabara de dar a luz, y, con la más pura expresión de amor, ha dicho: “Es mi Semezdin”. En ese instante mi nombre ha adquirido pleno significado. Soy su Semezdin. Esta es mi historia de amor, y mi vida entera.
*
En el hospital, los cuerpos humanos comienzan a deformarse de golpe. La enfermera que le administra la morfina tiene un cuerpo como de pera: su cabeza es diminuta en comparación con el tronco y las extremidades. Quizás sea algún trastorno óptico que desarrollo cada vez que estoy atrapado en un hospital: empiezo a ver los cuerpos como inacabados y defectuosos. Quizás la razón sea que, en el hospital, el cuerpo pasa de ser sujeto a objeto. En cuanto salgo a la calle, mi mirada vuelve a ser la de siempre y veo otra vez a los demás tal como probablemente son.
Así pues, para mí el hospital es como un espejo curvo que deforma los cuerpos. Es entonces cuando llego a la conclusión de que las personas, con su presencia, convierten en imperfecto este mundo bello y maravilloso.
*
H. Gallasch, una amiga del trabajo, nos ha traído comida de un restaurante italiano al hospital y me ha llevado afuera para que me dé el aire. Por la gran puerta giratoria, hemos salido bajo la lluvia. En el hospital todo se ralentiza, queda supeditado a los movimientos de los enfermos. El tiempo también se ralentiza. Para llegar de la habitación hasta la lluvia hemos tenido que cruzar un laberinto de corredores. “Es una suerte que no fumes –me dice H.–; si no, estarías saliendo cada dos por tres a fumarte un cigarrillo”.
He estado poco tiempo fuera porque hace un día frío de abril. Me he despedido de H. y he vuelto a entrar por esa puerta que gira con tanta parsimonia. Me he quedado mirando la bolsa de papel del restaurante, en la que había una representación de Venecia: un palacio y un puente bajo el cual pasaba una góndola. De pronto, la puerta giratoria de vidrio se ha vuelto una máquina del tiempo.
Venecia. Anteanoche leí un texto de Sergio Pitol en el que hablaba de su primer encuentro con la ciudad, a la que vio revestida de niebla por la simple razón de que había perdido las gafas. Lo leí hace solo dos noches, pero es como si lo hubiera hecho en un pasado remoto o en una vida anterior. Mientras seguía la descripción de Pitol, me llegaba un olor de cemento porque, unas horas antes, en el trabajo, mi amigo Santiago Chillari me había estado enseñando unas fotos de interiores del viejo edificio veneciano –situado junto a un canal– que estaba restaurando con su familia. Tenían la idea de reconvertir el palacio en un hotel. En las fotos de Santiago, los albañiles raspaban las paredes y arrancaban la pintura envejecida. A su alrededor, por el suelo, había esparcidas bolsas de cemento y otros materiales de construcción.
Tras leer lo que Pitol decía sobre Venecia, escribí acerca de Aleš Debeljak, un amigo que murió hace dos meses en circunstancias trágicas. Me acordé de varios detalles de nuestros encuentros y los anoté. Nos veíamos a menudo, hablábamos por teléfono e intercambiábamos correos electrónicos. Nos conocimos a principios de los ochenta, pero creo que nuestra relación no se convirtió en amistad hasta el pasado año. Concretamente fue en octubre, en un congreso literario celebrado en Richmond. Allí compartimos durante varios días una terraza de hotel y hurgamos en nuestros pasados a través de largas conversaciones.
He repasado nuestra correspondencia electrónica para encontrar la última frase que me dijo. Su último correo destinado a mí termina del siguiente modo: “Esta noche sacaré al perro en nuestro paseo rutinario junto a la vía que une Venecia y Budapest”. ¡Eso es ser un poeta! Cómo sintetizó todo un espacio cultural en un “rutinario” paseo vespertino con su perro.
La puerta giratoria ha completado su vuelta y he entrado otra vez en el hospital.
*
Esta mañana, mientras me lavaba la cara, me he visto canas en la frente. Llevamos aquí dos días y ya estoy encaneciendo.
*
Cuando entra la enfermera para ponerle la inyección, Sanja le dice: “You smell nice”, para complacerla. A través de este pequeño piropo establece un contacto humano antes de que llegue el dolor.
Creo que, en la estructura del tratamiento que reciben los enfermos en el hospital, hay algo profundamente cuestionable. Cada diez minutos viene alguien a comprobar su nombre y su año de nacimiento; a escanear el código de barras de la pulsera de plástico que lleva en la muñeca derecha; a medirle el pulso y la presión; a tomarle la temperatura; a sacarle sangre; a golpearle la rodilla con un martillito de goma…
Es una tortura por insomnio y, en mi opinión, todo podría sucederse a un ritmo más pausado. Así el enfermo tendría tiempo de recobrar el aliento, de dormir, de descansar, aunque fuera un poco durante la noche. Las habitaciones de hospital son cámaras de tortura. Sostengo que los hospitales deberían firmar la Convención de Ginebra y cumplir sus normas escrupulosamente.
*
Le pongo mis camisetas porque son más holgadas y cómodas que las suyas. Tengo una camiseta del mismo color que el cielo de septiembre en Sarajevo, cuando luce el sol y no hay nubes. Bien, pues esa es su preferida.
*
Son las tres de la madrugada. Miro por el ventanal de la habitación y voy contando los aviones que bajan al aeropuerto desde el cielo nocturno. Las luces de sus ventanillas se funden con las de las pocas casas iluminadas que hay a esta hora en Arlington. Sanja ha abierto un momento los ojos y me ha mirado. Luego se ha dado la vuelta en la cama y ha seguido flotando entre el sueño y la vigilia. Me ha mirado, sí. Pero no estoy seguro de que me haya reconocido.
Son las tres de la madrugada. Siempre me ha gustado verla despertarse temprano. Alguna que otra vez, mientras yo escribía de noche, la despertaba sin querer porque había olvidado quitar del fuego el hervidor para el té antes de que pitara. Incluso habiéndola despertado a las tres de la madrugada, ella estaba contenta y con ganas de bromear. Todavía puedo verla en el umbral del escritorio. Me mira, hace como si negara con la cabeza y exclama: “Anda que… ¡cincuenta años y aún escribiendo poemillas!”.
En una de estas ocasiones en que la desperté, me dijo aún medio dormida: “Los chinos creen que a los dragones les gusta oler el cobre”. Su momento del día es el alba, por eso recuerdo tantas de sus frases matutinas. A veces, recién duchada y con el cabello húmedo, lista para ir al trabajo, abría los brazos para preguntar: “¿Es que nadie me va a decir lo guapa que estoy?”.
*
Lo ha olvidado todo. Me pregunta: “¿Cuántos años tengo?”, y se cree el número que le digo, sea cual sea. Yo le pregunto qué día nació, porque es una respuesta que debe dar cada diez minutos a algún miembro del personal médico: “¡Diecisiete de septiembre del sesenta!”. Le digo: “Ahora estamos en el año dos mil dieciséis. ¿Sabes cuántos años han pasado desde mil novecientos sesenta hasta dos mil dieciséis?”. Ella cierra los ojos y calcula. Al fin los abre y dice: “¡No puede ser que sea tan vieja!”.
Mareada por los analgésicos, cae fácilmente en el sueño y sale de él incluso con mayor facilidad. Se despierta un momento y me dice preocupada que solo duerme, que si no se levanta de una vez no va a llegar a tiempo al examen de la universidad. Yo no tengo arrestos para decirle que nuestra juventud universitaria ha quedado muy atrás: en un pasado que, por nuestro propio bien, deberíamos olvidar para siempre; en un país que oficialmente ya no existe, en un mundo que ya no es.
*
He vuelto a nuestro piso para coger varias cosas básicas que nos harán falta en el hospital: ropa, dentífrico, un cepillo de dientes y un poco de fruta por si le entra hambre. También he recogido el correo del buzón. En el camino del buzón al apartamento, he abierto un sobre que contenía un libro. Lo he hojeado por encima y he leído una frase del primer párrafo: “La infelicidad del hombre se basa solo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación”.
He caminado por el rellano que anteayer ella recorrió en sentido inverso, este rellano nuestro, tan largo que no parece tener fin. Desde el ascensor hasta nuestra puerta hay una distancia mayor que la longitud de dos campos de fútbol. Una vez estaba de pie en la puerta del apartamento, porque tenía que hacer un recado urgente en la ciudad, pero me notaba cansado. Cuando vi ese rellano interminable se me pasaron las ganas de salir de casa y no me vi con fuerzas para caminar todo el trecho hasta el ascensor. Di media vuelta y cerré la puerta tras de mí.
*
No llevo ni siquiera dos días enteros fuera de nuestra casa, pero al entrar en ella me ha asaltado una oleada de recuerdos. Primero, de la mañana de ayer; y luego de todos los días que hemos pasado aquí, porque cada objeto me ha recordado el movimiento de su mano al colocarlo en su sitio. Me he duchado y me he cambiado de ropa.
Sentado al ordenador, he intentado averiguar qué asuntos domésticos tenía que resolver de manera urgente, pero no sé cómo se hace nada de eso, porque hasta ahora ella se ocupaba de todo. ¡Mi sistema ha colapsado por un exceso de contraseñas! ¿Debería reconstruir desde cero toda nuestra realidad o es mejor esperar a que Sanja se acuerde?
En la cocina he pensado en el sábado por la mañana, antes de que le empezara a doler el brazo. Yo me había puesto a hacer café para los dos: primero eché el agua en su compartimento, luego el café molido en el filtro… Solo me faltaba apretar el botón de la máquina. Lo he hecho ahora y el agua, al entrar en ebullición, ha mitigado el silencio. He preparado café para dos. El mío lo he puesto en un vaso de vidrio, pero… ¿qué hago con el suyo?
No sé cómo salir del sábado por la mañana. En mi recuerdo quiero congelar el tiempo, mantenernos en la habitación, alargar todo lo posible aquella paz en la que un matrimonio se dispone a tomar el primer café de la mañana. Quiero detener el curso de los acontecimientos antes de su embolia, antes del dolor. ¡Y así nunca más saldremos de casa!
*
Trataré de describir otra vez la impresión que me ha llenado de angustia. Al entrar en nuestro apartamento, he mirado los objetos conocidos que tenía a mi alrededor y enseguida he pensado que cada uno llevaba incorporados los movimientos de la mano de Sanja. Era ella quien había puesto todas esas cosas en su lugar, y eran los movimientos de su mano los que las mantenían impecables. Ha sido una idea peligrosa porque, de manera inconsciente, he visto un mundo en el que ya no estaba Sanja, sino solo los movimientos de su mano. De ahí que se despertara mi angustia y, a causa de ella, se me hinchara el corazón.
*
Sus venas invisibles, sus manos heridas, toda la sangre que le han sacado para hacerle una prueba tras otra, el dolor enorme que le causan las agujas…
En los años ochenta era alérgica a todo: al polen, al polvo de los libros y quizás incluso a mí. Para mantener la alergia bajo control debían administrarle dos inyecciones por semana. Su cuerpo entero era una herida abierta. Mi Frida Kahlo.
Daba la impresión de que solo podría sobrevivir en un mundo sin plantas. Ni siquiera en su infancia tardía, antes de que las alergias se manifestaran, había tenido buena relación con ellas: entre otras cosas, siempre se había negado a tomar infusiones. Su loro, Charly, repetía cada mañana la única frase que sabía decir: “¡Sanja, bébete el té! ¡Sanja, bébete el té!”.
Cuando nos mudamos a Washington D. C., los vientos que arrastran el polvo y el polen del territorio que hay entre el Atlántico y los Apalaches resucitaron su alergia, y ella se sometió a pruebas para averiguar la causa. Buscando identificar todas sus alergias, en Vienna el médico le clavó cuatro largas hileras de agujas en la espalda. Parecían un tatuaje de Angelina Jolie.
¿Dónde está ahora el dolor de su pasado? ¿Y dónde el dolor que le he causado yo?
*
La mujer que le saca sangre a las cinco de la mañana anuncia al pasar la puerta, lo bastante alto como para despertarnos: “Blood work!”. Se llama Dora Castro.
Hoy el brazo derecho de Sanja ha perdido toda la sensibilidad. Ya ni siquiera nota el dolor cuando le clavan una aguja. Me gusta que no le duela, pero me gustaría más que le doliera. Todos mis sentidos están confusos.
*
Con Asim, un médico que cree en la medicina tradicional china, hacemos chi kung en la habitación del hospital. Una enfermera nos ha encontrado en plena sesión de esta disciplina que tiene algo de rito tribal sacro— y ha salido caminando hacia atrás para no perturbar la ceremonia. Cuando ha vuelto para medir las pulsaciones a Sanja, me ha alegrado el día al preguntarme: “Are you a Native American?”.
*
Buena parte de nuestros recuerdos comunes, una de las perlas de nuestra relación, han desaparecido por completo. ¿Cómo puedo devolver a su recuerdo esos días importantes que uno no olvida jamás? No son grandes acontecimientos, ni sucesos fundamentales, sino pequeñas cosas que, desde hace años, nos vamos recordando el uno al otro.
Una vez íbamos en coche por el norte de Nuevo México. Si uno miraba por la ventanilla izquierda, hacía un día soleado y radiante; en la ventanilla derecha llovía a cántaros. Fue un momento único de pura belleza. ¿Qué ocurre si lo ha olvidado para siempre? Y, a la vez, es un alivio que no se acuerde de tantos días penosos y tristes. Lo justo sería que quedaran olvidados a perpetuidad.
“¿Son parientes?”, pregunta la enfermera. “Es mi esposa”, respondo yo. Pero estoy simplificando, porque es mucho más que eso. Por ejemplo, en 1993, durante el sitio de Sarajevo, un asesino puso el cañón de su kalashnikov contra mi pecho. Pues bien, Sanja se interpuso entre el fusil y yo.
*
—¿Qué me ha ocurrido?
—El dos de abril, de buena mañana, llovía fuera y yo decidí hacer café. Tú te acababas de levantar del sofá y fuiste al baño. Eché café molido en el filtro, vertí agua en la máquina y luego oí un grito en el baño: era tu voz. ¡Y eso que diez segundos antes te estabas riendo!
Fui hasta el baño y te encontré paralizada. Me dijiste que tenías el brazo insensible y que no te sentías ni la mano ni los dedos. Te pregunté si querías que llamara a la ambulancia y me respondiste que no. Volviste al sofá, pero al intentar tumbarte empezó a dolerte aún más, así que te enderezaste y te quedaste sentada. Entonces llamé a urgencias.
Vinieron rápido y, al abrirles la puerta, se quejaron de lo largo que era el rellano. Nuestro edificio tiene un rellano interminable. “En el tiempo que se tarda en cruzar este rellano el paciente puede morir”, dijo un joven con uniforme azul. Te llevaron al hospital, te hicieron un TAC y descubrieron que habías tenido una embolia. Ahora estamos en la sección de Oncología. Pensaban que tenías cáncer, pero al final no…
*
Los dedos de mi mano derecha están hinchados. Aguanto bien el dolor, he aprendido a hacerlo. Por culpa del frío que pasé en Sarajevo durante el sitio desarrollé una artritis que ha empeorado bastante en estos últimos dos años. Me ataca en el hombro o en la cadera y me deja inmovilizado de ocho a diez horas. ¡El dolor es espantoso! Otras veces, como ahora, los dedos se me inflaman y se me paralizan.
En octubre del año pasado estuve en un congreso literario en Richmond. El tiempo era magnífico —estábamos en el indian summer— pero, la primera noche, la artritis me despertó. Tenía el hombro izquierdo hinchado y el dolor se me hacía insoportable. Me quedé de pie rígido, junto a la ventana de mi habitación de hotel, observando la calle iluminada. Una multitud de jóvenes sonrientes e intoxicados regresaban de los clubes nocturnos. Llevaban toda la noche pasando bajo mi ventana, ebrios y gritones, y les envidié tanto los pocos años como la buena salud.
A la mañana siguiente, cuando Sanja se despertó y ya se preparaba para ir al trabajo, la llamé para contarle cuánto me dolía el hombro. Le expliqué que no veía la hora de que abriera la farmacia para comprar los hot patches que alivian el dolor. Sanja me dijo que abriera la mochila, porque ya había puesto unos cuantos allí por si me hacían falta. Así es como he vivido yo durante todos estos años. La llamaba para saber qué tenía en mi propia mochila.
*
Cada día consulto los documentos de Sanja, porque me suelen pedir que rellene formularios con su información personal. Así es como me he ganado el derecho a hurgar en su monedero y en su backpack. Suele ir con mochila, jamás ha querido llevar el clásico bolso femenino. Desde que la conozco prefiere un cesto de tela o un backpack. Durante todos estos años en los Estados Unidos ha llevado mochila: al trabajo, en los viajes e incluso cuando vamos al restaurante o a tomar un café.
La mochila pesa bastante porque contiene una multitud de cosas prácticas y además –según su propia explicación– una decena de pequeños objetos que la hacen sentir segura. Por ejemplo, tiene que llevar pendientes de recambio, ya que los pendientes son fáciles de perder y, si está en un lugar público sin pendientes, se siente desprotegida.
Una conocida de Sanja me confesó que a veces arranca un botón de su blusa adrede solo para pedirle a ella que se lo cosa. Por supuesto, en la mochila lleva una aguja e hilos de distintos colores. Hasta que la conoció, la joven estadounidense que se arranca los botones de la blusa jamás había visto a nadie coser a mano, acostumbrada como estaba a comprar una nueva prenda y tirar la que había perdido el botón.
Pero este no es el único motivo por el que necesita ver cómo Sanja enhebra la aguja. Cuando Sanja me cose un botón de la camisa yo también la observo fascinado, así que entiendo los motivos de esta chica. En mi caso, ver a alguien cosiendo un botón es una estampa de mi infancia que devuelve la armonía al mundo. Este acto posee una naturaleza tan simple que despierta en mí una memoria primordial.
En su cartera tiene una foto mía. No sabía que la llevara consigo. No es ni un retrato, ni una foto para el pasaporte o el carnet de identidad como las que suelen terminar en las carteras de la gente, sino una imagen alegre en la que salgo abrazando un perro. No se sabe quién de los fotografiados está más feliz y es más bobo, si el perro o yo.
La gente guarda en la cartera retratos de sus seres más próximos por inercia, pero luego… ¿los miran alguna vez? Hay momentos en que nos dirigimos a esas fotografías: cuando estamos de viaje, cuando nos sentimos solos, cuando estamos separados de los nuestros. Trato de imaginarme cómo, en el pasado, Sanja abría el monedero y miraba esta foto. ¿Qué significaría para ella entonces?
*
Llega un mensaje a su teléfono: “Querida Sanja, hoy las oficinas de correos están cerradas. ¿Dónde más puedo encontrar sellos?”. Es una pequeña enciclopedia práctica.
*
Hago guardia junto a su cama de hospital. Ya han pasado tres días. Jamás la había querido tanto como ahora. Aunque, pensándolo bien, no es verdad; solo que lo había olvidado. Sentía lo mismo durante la guerra y cada vez que alguna catástrofe irrumpía en nuestra relación. Esto es una paradoja solo en apariencia: los acontecimientos trágicos aumentan nuestra vitalidad y nuestra capacidad de amar. Hago guardia junto a su cama. Soy un soldado viejo y sentimental.
*
No tengo biografía. Un amigo me ha escrito un correo electrónico desde Zagreb en el que me pregunta: “¿Cómo está S.?”. A ella no la conoce o, mejor dicho, la conoce solo como S., que es el nombre con que suele aparecer en mis textos. No se interesa por la salud de mi esposa, sino de mi personaje literario. Todo lo importante que me ha ocurrido ya lo he descrito en mis prosas y poemas. De esta manera, he transformado mi vida en ficción. Ahora es un conjunto de ilusiones bastante poco fiables: resulta difícil reconstruir a partir de ellas los sucesos de mi vida. Durante años he transformado tu cuerpo en texto. Esa es otra más de mis traiciones.
*
El sonido del escáner al pasar sobre el código de barras de la pulsera viene acompañado de una pregunta:
—¿Nombre y fecha de nacimiento?
Se queda callada.
—¿En qué año estamos? –pregunta el doctor.
Ella calla.
—¿En qué mes?
Nada.
Yo le pregunto:
—¿Quién escribió “Abril es el mes más cruel”?
Ella responde:
—T. S. Williams.
Es interesante que haya fusionado a T. S. Eliot con William Carlos Williams. Debe existir algún motivo concreto, pero ya lo buscaré después. Ahora me apresuro a corregirla:
—No es Williams, sino Eee…
—¡Eliot! ¡T. S. Eliot! –exclama.
No es capaz de recordar ni el mes ni el año en que estamos, pero sí un verso y el nombre de su autor.
Cuando nos quedamos solos, se convierte en una chiquilla que reclama atención y se queja:
—¡Me dolía tanto esta mañana!
—¿Qué es lo que te dolía? –le digo yo con preocupación.
—Ahora no me acuerdo, pero seguro que algo me dolía.
*
Cada diez minutos vienen a sacarle sangre, le auscultan el pulso y le miden la presión arterial. A medianoche se la llevan ocho plantas más abajo para volver a hacerle un TAC del corazón y luego la devuelven a la habitación donde está ingresada (la cama es un medio de transporte con el que recorrer el dédalo de pasillos).
Recopilan con esmero datos sobre ella, pero no estoy seguro de que haya alguien que los observe y realice algún seguimiento, porque cada nuevo sanitario que aparece formula las mismas preguntas y recoge toda la información desde el principio. Repetimos una y otra vez el relato de los acontecimientos que nos han traído hasta aquí.
Al encontrarle el trombo en una arteria del brazo izquierdo, el cardiólogo insistió en limitar cualquier actividad en ese brazo. Eso significa que no lo pueden emplear ni para medirle la presión ni para sacarle sangre. El problema es que cada diez minutos viene a sacarle sangre una persona nueva o se presenta otra enfermera que le quiere medir la presión y, de forma inexorable, le agarran el brazo izquierdo. Cada vez tengo que advertirles sobre una prohibición que ya deberían conocer. En otras palabras, si yo no les informara acerca del diagnóstico de Sanja, no dejarían de cometer errores.
La database es una obsesión americana. El personal entra en la habitación cada cinco minutos para recoger nuevos data, y gracias a eso Sanja ya lleva cuatro noches sin dormir. Desde hace tres días no bebe agua ni ingiere comida, así que le deslizo a escondidas terroncillos de azúcar para que los chupe. Le pregunto al médico:
—¿Por qué no puede beber agua ni comer?
—Porque ha tenido una embolia y esperamos a que el logopeda (speech therapist) nos diga si puede tragar alimentos y líquido.
—Y ese logopeda ¿por qué no viene de una vez?
—Tiene la visita prevista para mañana.
En el hospital el cuerpo se encuentra sometido a un abuso sistemático: cada diez minutos se recogen nuevos datos para elaborar una base que, según todos los indicios, nadie consulta ni tiene la menor utilidad.
Además, ¿por qué los médicos tienen que escribir las recetas con esa letra ilegible?
*
Aprieto sus pequeñas deportivas en mis manos. He buscado en ellas alguna información sobre la empresa que las fabrica, pero no he encontrado nada. Desconozco tanto su fabricante como su lugar de fabricación. No hay datos sobre su origen.
Son de tela blanca, de la gama más barata y sin marca alguna: ¡se parecen tanto a ella! Porque compra las cosas sin prestar atención a la marca. Por ejemplo, si el teléfono móvil más popular es el iPhone, ella elige adrede otro, a poder ser el menos conocido. Este criterio no siempre resulta eficaz. Por ejemplo, ahora tiene un teléfono absurdo e innecesariamente complejo y, desde que pierde la memoria, cada vez le cuesta más usarlo.
Se ha despertado y me interroga: “¿Qué le estás haciendo a mis zapatos?”. Buena pregunta. Examinando con tanta atención unas deportivas debo parecer alguien fuera de sus cabales. Para ella son solo unos zapatos. Y es así: utiliza el mismo nombre para referirse a todo su calzado, sin diferenciar entre el formal y el de deporte. Para ella todo son zapatos.
*
Ahora que lo pienso con calma, la primera vez que la vi lo que me atrajo de ella fue su absoluta falta de esnobismo. Estábamos en un mismo grupo de gente que hablaba sobre arte, incluida una chica, cuyo nombre he olvidado, que acababa de volver de París. Esta chica hablaba entusiasmada sobre una galería donde había visto un cuadro de Toulouse-Lautrec, su pintor favorito. Con idéntico entusiasmo por el mismo pintor y la misma obra, Sanja fue hasta la estantería, volvió con el libro Historia del arte universal abierto y señaló el cuadro.
La chica dijo: “Sí, pero no es lo mismo”. En su concepción esnob de las cosas ella había visto el lienzo en vivo, mientras que en el libro solo había una reproducción. Ya había perdido todo interés por hablar sobre arte cuando Sanja apretó la pintura con la yema del dedo y, ante la incomodidad de su interlocutora, exclamó: “¡Y una mierda!”. Y siguió hablando de Toulouse-Lautrec. My kind of girl. Mi cerebrito. ¡Mi antiesnobs!
Este fragmento pertenece al libro del mismo título que, traducido por Marc Casals, ha publicado la editorial Deleste.