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ArpaDiarios peregrinos. (Memorias del Camino de Santiago, en el verano de 2022)

Diarios peregrinos. (Memorias del Camino de Santiago, en el verano de 2022)

Santiago peregrino, en Santa Marta de Tera (En Las peregrinaciones, de Vázquez de Mella)

A manera de Introducción, antes de intentar expresar emociones e invenciones verdaderas

Al acercarme a las notas de viaje que tomé durante los días de camino siento la inquietud de quien teme no acertar con el tono, prisionero de la ilusión de recrear una experiencia tan cercana, verdaderamente, pero al menos quisiera dejar constancia de la emociones vividas en esos días, desde que el 25 de junio inicié el Camino, en Saint-Jean-Pied-de-Port, con el ánimo encogido, temiendo que mis viejos huesos y mi condición irremediable de solitario me vedasen el maravilloso compañerismo, la preciosa fraternidad que quizá había encontrado en otras ocasiones, venciendo la fatiga, el desánimo, la dura competencia con el camino mismo en su ámbito físico, terrible prueba para quien no se arme de valor, y un corazón generoso y abierto.

Desde los primeros momentos me encontré a gusto, lo que se mostraba en un deseo irrefrenable de cantar, de marcar el ritmo con una melodía, no solo con los latidos de mi pobre corazón. Las nieblas y lloviznas de los primeros días en los puertos de los Pirineos me hicieron creer que estaba en una especie de encantamiento, como en una leyenda nórdica de elfos errantes hacia el reino perdido, a la búsqueda de los puertos hacia Valinor; fantasía que se acrecentó cuando me encontré con los brillantes ojos de una muchacha que caminaba con la gracia de quienes apenas parecen tocar el suelo, misterio de una asunción que el filósofo Kierkegaard estimaba perfectamente plausible en la alada gracia de una doncella. Sentí coraje ante los cerramientos y pequeñas cancelas que obstaculizaban su leve marcha y me incliné a su paso para franquearle los dóciles postigos, como también dejé atrás la timidez y cortedad del solitario por un aire más alegre de viejo hidalgo trasnochado, papel que ya no abandonaría en todo el peregrinaje, arquetipo que me esperaba para entretener a mis amigos y animarles en las soledades castellanas, que ya se aproximaban; pero es bien cierto que quise dejar a la muchacha, y a unos jóvenes que enseguida la adoptaron, en una de nuestras paradas para reponer fuerzas camino de Zubiri –el puente del destino–, en que su amabilidad y unos vasos de vino acabaron con mi hipócrita resistencia. El italiano para la diplomacia, el alemán para pensar, el francés para el amor y el castellano para hablar con Dios, recordaba, ante el pequeño tráfago, la maravillosa Babel en que me sumergiría ya durante el tiempo extraño en que nuestra comitiva se enfrentó con alegría a todas las acometidas –las viejas tentaciones– del terrible calor, la fatiga, el dolor y las heridas que en el Camino reduplican sus fuerzas para poner a prueba nuestro coraje, y nuestros castigados pies.

Y, verdaderamente, sentimos a menudo el desarraigo, la desesperanza, la aridez de quien pierde el objetivo de su destino y solo puede prestar una atención dolorosa a su cuerpo fatigado y maltrecho, a la malevolencia de los tenderos y la inepcia de los responsables de que se nos hiciera a menudo caminar sobre el infame asfalto; penitencia contemporánea para quienes queremos vivir con pasión el mito de la redención, personal, claro está, sin excepciones, de un encuentro con el fondo de nuestro ser, apocado y triste en las carreteras y oficinas. Alex, Geneviève, Agathe, Inés, Simone…, serán ya para siempre los nombres de quienes me esperaban en el Camino para superar la tristeza de la inflexibilidad del destino, la tenaz memoria de las ocasiones perdidas, la terrible tarea de encontrar un sentido allí donde los signos y los significados se amontonan, ruido de fondo para un mundo en el que ya somos meros supervivientes. Después vendrán otros nombres, otros personajes de esta novela que es el propio Camino, cada día un capítulo, con sus afanes, sus pequeñas y grandes historias, pequeños y grandes amores, que brillan a veces con la fuerza de un instante fecundo y se apagan, o reverberan en nuestro corazón para siempre. Ojalá pueda al menos quedar un rastro de esa luz, de esa extraña fuerza, como del paso leve de la hermosa muchacha, en estas páginas.

P. D. Quizá deba dedicar estas páginas, además de a mis compañeros de aventura, a Ángelo, el viejo y dolorido peregrino llegado desde Roma, que se negaba a aceptar sus limitaciones, y mientras Alex le curaba nos decía que llegaría a Compostela vivo o muerto, o en un solo pie, con una vehemencia y una pasión extraña, como recuerdo de una fe fuerte que nos parece ahora quizá una aberración, un delirio, legado de otro tiempo.

(A continuación, transcribo las notas apresuradas y algo farragosas que tomé durante el viaje, también, consideraciones añadidas, fruto de lecturas y desengaños, antes que una memoria falsa, la del intelecto, quiera olvidar también las pequeñas miserias y las desgracias que siempre acompañan a los vapuleados héroes de las viejas novelas).

 

25 de junio, 2022

En coche desde Madrid, con un joven conductor, culto y gran conservador, preso en una de esas extrañas redes que nuestra administración extiende para cazar a sus servidores, también a los futuros diplomáticos como es el caso, perdiendo su juventud y sus fuerzas en el ruedo de las terribles oposiciones.

Paseé por Biarritz, a la espera de que un trenecito me condujese a Saint-Jean-Pied-de-Port y, en medio de una cierta vulgaridad, de un desorden arquitectónico, también en la racionalista Francia, encontré los jardines del Grand Hotel y las cúpulas acebolladas de la iglesia ortodoxa, ambos frecuentados por los Nabokov, que atravesaban una Europa feliz para veranear aquí; en ambientes semejantes sitúa el Nabokov escritor el comienzo de la terrible atracción de H. Humbert por las nínfulas, espina del dolor que nos causa ya el amor desde el inicio de nuestra vida sentimental, conspiración que atrapa en sus redes a los niños enamorados, pues deben ocultarse para escapar a la terrible vigilancia de los testigos de su pasión y al tumulto de sus propios, precoces corazones: “Es posible amar el tiempo y odiar el espacio”.

La misteriosa –y mística– Rusia en Biarritz

En Saint-Jean-Pied-de-Port encontré de nuevo la dulzura y el encanto francés en sus lindas calles y en los concurridos restaurantes. Para mañana, nos espera la que creo será una hermosa y dura etapa, para entrar ya en la España madrastra de sus hijos naturales.

[Nota Bene: Por qué hago el camino, me preguntaron algunas gentes durante la peregrinación, siempre con dulzura debo decir, como para entenderse ellos mismos: “Yo solo quiero caminar”, les contestaba a veces en un tono menor, como la canción misma, para escapar a las frases rimbombantes que se me venían a la cabeza, canción que se convertiría en uno de los motivos musicales de nuestra alegre banda. Pues era quizá un deseo secreto el que me llevaba de nuevo al Camino, una revolera de escepticismo risueño sobre nuestra incapacidad para sentir lo sagrado, y quizá encontrase un pequeño respiro, un sentido frente a la aspereza del significado con el paso de los días y las emociones. Fue después, como ocurre siempre que no nos guiamos por el pensamiento, como pude comprender mi destino; pues pude vivirlo].

 

26 de junio. Día segundo, en el albergue de Roncesvalles

Noche de insomnio, oyendo los solos de trombón de un peregrino, al parecer norteamericano, que en la mañana se disculpó. La propietaria del albergue, una amable y atractiva neerlandesa, Karen, me había dirigido hacia una cesta que contenía hermosas piedras blancas y me animó a escoger una para depositarla en la todavía lejanísima, cuasi mítica, Cruz de Hierro, especie de pequeño gesto que ayudan a los asustados peregrinos a mirar más allá del presente, también del futuro, hacia los ritos que configuran el Camino, granos de un gigantesco reloj de arena que midiese el tiempo de la aventura, como los que se usaban en los barcos para intentar ayudar a la observación con el sextante.

Tras un espléndido desayuno decimos adiós a las dulzuras y delicadezas de la dulce Francia para afrontar un día que se promete duro, acompañado de llovizna y brumas matinales; buena parte del camino se hace por una vieja carretera, verdadero mal comienzo y como una temprana traición al espíritu del camino mismo; volvemos a menudo las vista atrás, todavía temerosos y emocionados, pero sintiendo ya la alegría del camino recorrido, visible entre las brumas y nieblas.

Camino de Roncesvalles

Después, afortunadamente, caminamos por hermosas sendas a través de bosques de hayas, hasta trasponer el Col de Lepoeder, que alcanza los mil cuatrocientos metros, y ya bajamos hacia Roncesvalles por algunas sendas difíciles para desgracia de mis rodillas, que comienzan a protestar. Llego sobre las dos de la tarde a Roncesvalles, lugar del que tenía memoria de un viaje de hace muchos años y no era capaz de encajar en la mole de lo que debió ser un monasterio, después seminario, y ahora ya albergue de peregrinos, ejemplo de la reconversión de las iglesias en agentes culturales, tras las peripecias de revoluciones y cismas, para intentar “resucitar”, como todos los saberes, aquello que sin ese aliento estaría muerto. La verdad se desvanece y cede ante el peso de la propia historia, como ocurre con el mismo Camino, moribundo exquisito que adquiere una ¿última? vitalidad antes de desaparecer.

Aunque me encontré en buen estado físico para sobrellevar las duras rampas y la lluvia, a veces fuerte y bien fría, es al llegar al hospedaje y quitarse los arreos de peregrino, mi vieja mochila en este caso, cuando sentimos el peso de la fatiga, que ha esperado pacientemente para señalarnos nuestra fragilidad, al igual que en los silencios sentimos con más fuerza la intensidad de la música –nuestra mochila, imagen contemporánea de los viejos pecados, de las angustias que arrastramos, y quizá el Camino haga más llevaderas–. Ahora toca sobrellevar el tedio que invade al caminante después de haber cumplido los ritos de la ducha y quizá el lavado de la ropa, así como atender a las posibles llagas y dolores; nos miramos unos a otros con una leve sonrisa incómoda, como expulsados de la fiesta en que la mayoría de la gente convierte sus vacaciones, y sentimos el peso de una infelicidad que nos ha arrastrado hasta esta penitencia, a compartir los humores –y también los ronquidos–, de gente a los que no conocemos, como los fortísimos del viejo que hacía estremecerse las paredes del albergue, una verdadera fiera corrupia, como la que hacía imposible conciliar el sueño al poeta Neruda en su habitación madrileña. Incomodidad más aguda para los veteranos, pues los muchachos ingleses con los que compartí un camarín en las inmensas salas del albergue parecían divertirse con la situación, despreocupados y felices. Una de las maravillas del Camino, que ya casi no recordaba, es la facilidad con que esta vida un tanto espartana permite una rápida solidaridad entre los caminantes, como si con la credencial de peregrino se nos concediera también una clave para abrir todos los corazones a una rápida comunicación, una simpatía que nos permitirá defendernos contra las asperezas del camino mismo y la indiferencia del mundo; como me ocurrió con el joven inglés que se sentó a mi lado en la cena, primer contacto con la energía y la buena disposición con que tantos, jóvenes y viejos, afrontamos la aventura, frente a la aspereza de la vida misma, en este caso.

(También subsiste entre los alfilerazos de la memoria mi encuentro con un joven italiano, Stefano (¿?), a quien saludé brevemente en el camino y charlé en una especie de slang ítalo-inglés, primeras alegres sensaciones de la fraternidad que se crea entre los peregrinos. Alguien me comentó días después que caminaba muy rápido, a un ritmo imposible, como el Trancos de las leyendas de la Tierra Media, a quien por cierto se parecía en su aspecto montaraz, pues parecía poseer algo de sangre élfica, manifestada en su porte físico y su brillante mirada).

Mientras camino se me presentan algunas fantasías; así, ayer me imaginaba dirigiendo un grupo de peregrinos en una serie de improvisaciones musicales y entrando en los lugares como una alegre fanfarria; hoy, era un personaje a caballo, de sombrero alto y chaleco colorista, especie de alegre bohemio que acompañaba a los peregrinos y cedía su cabalgadura a las damas. Quizá enlazaba así con los juglares y músicos que harían también su penitencia entreteniendo a los caminantes en las posadas y en el camino mismo, animando la grisalla de un día como el de hoy, o en las resecas soledades castellanas; o quizá mejor, una especie de hidalgo tronado, divertido contrapunto a las durezas y asperezas de la peregrinación, personaje que encaja mejor en mi carácter.

El lugar y la iglesia de Roncesvalles hacen visible la polémica que desde el origen del mito jacobeo surge sobre el papel de los francos –y el propio Carlomagno en especial– en su aparición y desarrollo, con la crónica del arzobispo Turpín en el Codex Calixtinus como su manifestación más lograda; recordaba las leyendas de Roldán y los doce pares de Francia, enterrados en este lugar, y las hazañas del propio monarca en sus batallas contra moros. Así como su llegada a Compostela, que dieron lugar al contramito hispano de la figura de Bernardo del Carpio, poco exitosa en verdad. Es curiosa la historia del gallego “sin cabeza” que, en el juicio final del propio Emperador, arroja en el platillo de la balanza el peso de las iglesias y hospitales creados por aquél, lo que desde luego inclina el peso a favor de Carlomagno: sabiduría de cantero, que llevaron en su peregrinación el propio arte románico por la naciente Europa.

De todas las leyendas recogidas, señalaría la curiosa de las doncellas guerreras, llamadas en auxilio de un derrotado Carlomagno y en el cercano Valcarlos se dispusieron a enfrentarse al ejército sarraceno. Su belleza, el resplandor de sus cabellos y el brillo de sus miradas pusieron asombro en el ejército enemigo, que incluso aceptó bautizarse, con su rey al frente. Cuando por la noche las doncellas guerreras clavaron sus lanzas en el suelo y abrieron sus brazos en cruz, las lanzas se cubrieron de flores. Doncellas de todas partes portan ahora el báculo y la concha de Sant-Yago, a la espera de una nueva era donde los símbolos de la guerra y la historia misma florezcan en los de la paz y la concordia. “Esas cosas nunca sucedieron, pero siempre están presentes”, afirmaba el romano Salustio sobre los mitos.

Una última consideración: la cruz de Roldán fue destruida por los ejércitos de la Convención revolucionaria, imagen de la pretensión de acabar con los símbolos de una cultura que se sentía como una cadena, frente a un porvenir donde la razón produciría un mundo feliz. Pero, a menudo, el sueño de la razón produce monstruos.

 

27 de junio. Segundo día (Roncesvalles-Zubiri)

Día que comenzó con llovizna y un frío helador; el camino transcurría por pequeños sotobosques casi durante todo el día, a los que se accedía a través de pequeños portazgos. Iba cantando alegremente y me paré un rato para ayudar con su equipaje a una señora, llegada desde el Levante español, y ajustarle la capa pluvial que nos protege en estos maravillosos húmedos días; me contó cómo se había perdido el día anterior en las alturas de Roncesvalles y gracias a las indicaciones de unos paisanos pudo retomar el camino. Había corrido un peligro real, verdaderamente, pero su tono y su determinación eran tranquilos, sin darle mayor importancia a sus desgracias, que le hicieron llegar al albergue casi de anochecida y reflejan una disposición fuerte, peregrina.

Poco después acabé en las redes de una hermosa muchacha, Agathe, con quien debía emplear mi pobre francés, olvidado y cubierto de polvo en algún lugar de mi memoria, y que jamás había usado como lengua de expresión; me sentía como si recitase un guion escrito hace mucho tiempo, una historia de servidumbre caballeresca, para obtener la aprobación, y alguna que otra sonrisa, de la dulce y serena mirada de sus bellos ojos (“Ágata, ojo de gato”, recordé la aliteración de un título, quizá un verso). Poco después, en un bar, los preciosos mojones  del camino, nos encontramos con un muchacho ítalo-belga y una pareja de quebequois que la adoptaron con tranquila disposición y naturalidad, a los que se añadió una tímida miniatura alemana; tras otra parada, sentí el nerviosismo de quien ve interrumpido su ritmo y me lancé a caminar con la idea de dejar ya a la hermosa muchacha en buena compañía, lo que creó una cierta tirantez en el grupo que enviaba de vez en cuando un heraldo para conocer mis intenciones; entre ellos, la muchacha francesa même, un tanto  sorprendida por mi castellana brusquedad. Caminamos hacia Zubiri por un bosque de boj, pero con la presencia amenazadora de los pinos.

Al llegar a Zubiri, el puente –símbolo precioso–, me descubro feliz y expansivo en este grupo de gente alegre y valiente, que parecen encantados de escuchar mis boutades y peregrinas observaciones, como si se tratase de una escena teatral escrita hace mucho tiempo y ahora –o nunca– debiera representarse. Hay algún malentendido con albergues y demás, pero una alegre camaradería parece establecerse y, un tanto avergonzado por haber perdido tan pronto la libertad, me dejo arrastrar por esa historia que parecía ya escrita, o soñada al menos.

 

30 de junio. Tercera jornada, de Pamplona a Puente la Reina

[Mis notas comienzan a embarullarse, pues a menudo era incapaz de recordar el día en que estábamos, e incluso de averiguar los lugares mismos en que recalamos, prisionero de un sueño y de la fatiga que apenas me dejaban expresar sino fugaces visiones y sentimientos. En realidad, la narración se corresponde a varias jornadas, la primera de Zubiri a Pamplona]

Ayer, día extraño y duro para el grupetto de caminantes al que acabé sumándome con extraño remordimiento por mancillar su juventud, su alegre camaradería, que me llevó a su mismo albergue y a compartir una cena de pasta y vino, con la presencia de Anne, una muchacha norteamericana de origen asiático y dotada de una aparentemente inocente sorna. La jornada debía llegar hasta Cizur Menor, pasada Pamplona misma, un lugar de toponimia latina pareciera; el camino era agradable de andar, con las inevitables zonas de asfalto, y me sentí alegre para iniciar el que sería nuestro himno mañanero: Oh, what a beatiful morning!/ Oh, what a beautiful day!, llegado desde Oklahoma para recrearse en los bosques navarros. También Inesita tuvo su canción, y cuando caminaba solo cantaba a voz en grito, como energía obtenida del silencio y la pesadilla de estos años atrás, y ahora podía dilapidar alegremente mientras atravesábamos algunos hermosos lugares de pequeñas iglesias y casonas hidalgas, con algo de castillo. Algunas serían seguramente refugio de viejos carlistones, soñando con la imposible tarea de vencer a las avasalladoras ideas de la ilustración y el progreso que se habían colado por la cercana frontera en forma de libros y panfletos; más tarde, aparecerá como voluntad de poder, con planos de máquinas y fábricas, adelantado de aire más british.

Con nuestra simple mecánica peregrina no conseguimos llegar más allá de Pamplona, pues los muchachos comienzan a tener ya los primeros y dolorosos problemas de los caminantes: Agathe, en sus lindos hombros, despellejados por las sujeciones de la mochila; nuestro Zeus alegre, Alex, lleno de heridas en sus pies, cosa extraña en un peregrino veterano, como sabría después; su delicada y cariñosa pareja, Geneviève, así como el filosófico Simone, con dolores en la rodilla… Así que llevé a mi Corte de los milagros a una farmacia para que les atendieran y su peregrinación no fuera verdaderamente un vía crucis. Después se verá como ese sufrimiento, los continuas dolores y penalidades, no lograron amilanar a mi brava compañía.

No me gusta recalar en ciudades cuando emprendo alguna caminata, y en este caso siento aún con más intensidad cómo el aura peregrina –especie de nimbo de sufrimiento, cariño y fuerza– parece difuminarse en medio del gentío y el asfalto. Pero eso bien poco importa a mis enfants, como a veces les llamo, que disfrutan de su asueto con entusiasmo, mientras cenamos en una terraza y admiran el ambiente de la tarde española, plena de vitalidad un tanto alcohólica. Ya están puestas las talanqueras para el cercano San Fermín, camino para que el campo bravo penetre en la ciudad.

Paramos en un albergue a la entrada de Pamplona, regentado por alemanes, puesta al día de los viejos hospitales de peregrinos, y donde algunos amables veteranos del Camino atendían las heridas y los estómagos de sus compatriotas, como seguramente los hermanos hospitalarios de nuestro hospedaje, un tanto sorprendidos por nuestra elección. Figuras que a veces alcanzan el premio de la santidad como el benedictino francés Adelelmo –el castellano San Lesmes.

Comparto habitación con un peregrino de edad avanzada –más cercana a la mía desde luego que la general–, hombre religioso y esforzado, que viene andando desde muy lejos; camina con prudencia, pues los veteranos en estas lides sabemos –o deberíamos- que una de las maravillas del Camino es esa especie de campana espacio-temporal en que el tiempo del origen remansa la furia del presente y forma como un pequeño refugio, un reino extraño donde rigen otras leyes, como tiempo de los relojes de arena, espacio que resiste a los embates de la historia. Frente a esta visión, otro compañero de habitación, de nación italiana, creo recordar, me comentaba cómo resumía las etapas en enormes caminatas, pues se angustiaba y aburría si llegaba pronto a los lugares, mostrándome su parafernalia de relojes y marcapasos.

 

De Pamplona a Puente la Reina 

Hoy, al caminar, pensaba con tristeza que el grupo se rompía, pues no creí capaz a algunos de ellos de continuar su peregrinaje con esas terribles heridas; cuando en un momento me vi solo una dulce melancolía llenaba mis ojos de lágrimas, como un adiós anticipado. Paré en un agradable lugar, al pie de las verjas de un jardín cubierto de rosas y al verlos llegar entoné mi himno mañanero; me sentí revivir y que mi coraje resucitaba, así que corté unas rosas para las muchachas, recuperando el personaje de extravagante y caballeroso español, mientras en mi teléfono sonaba ‘Solo quiero caminar’, con Paco de Lucia a la guitarra: segundo himno. [Creo que, algún tiempo después, señalé ese lugar, esa escena, como uno de los hermosos momentos, plenos, felices, del feliz Camino].

  1. D. Hoy, el camino hacia Puente la Reina se ha hecho más difícil, obligados a transitar por carreteras, o pistas de cemento, así como por el calor. Desde lo alto del Perdón se veían el negro panorama de los bosques recientemente calcinados; los malos caminos continuaban, así como un fuerte viento que nos obligaba a proteger nuestros ojos. Quise visitar la iglesia de Eunate, la de las cien arcadas, que recordaba de otra ocasión, pero había olvidado que flanqueaba el camino aragonés y para nuestro cansancio un par de kilómetros suponen un dispendio excesivo. Un fuerte calor ha desplazado a las brumas norteñas y algunos peregrinos parecen encantados de disfrutarlo, pero pronto agotados y colorados como camarones desplazados a estos mares de oro candeal. Las penalidades del camino y el terrible calor pondrán a prueba nuestras fuerzas a partir de ahora.

No nos atrevemos casi a salir de nuestros albergues, asfixiados por el cansancio y el calor, pero es siempre hermoso cruzar el puente donde el pajarillo limpiaba con sus alas sumergidas en el río el rostro de la imagen de la Virgen con el niño, despedida feliz a los caminantes, y ya algo más enteros nos lanzamos con alegría hacia nuevos retos. Ultreia!

 

Viernes, 1 de julio. En Torre del Río

Ayer caminamos desde Puente la Reina a Estella; en el viejo pueblo de Puente la Reina cenamos en grupo para acompañar a Agathe y Kevin, su fiancé, que transita con su camioneta por las playas del Norte en busca de la gran ola, como buen surfista. Así tejen un tapiz en sus fugaces encuentros, trama y urdimbre que solo se aclarará cuando termine.

(Me viene el recuerdo del bar en que creí haber perdido mi bastón, olvidado en una fuente cercana, y donde Simone bromeaba acerca de su encuentro con un pequeño pajarillo en el pretil de un puente y resultó ser nuestra Inés, sentada a su lado. Tiempo después, me sorprendió la lectura de una leyenda sobre el pajarillo que sumergiéndose en el agua limpiaba la imagen de la Virgen situada en el pretil del puente, precisamente en Puente la Reina, anuncio de paz y prosperidad para los vecinos del lugar. “Y aquel pajarillo lloraba de pena/ le di de beber/ agüita del río/ con hojas de menta”).

Respecto al camino mismo no recuerdo mucho, pero el paisaje se vuelve más árido y fuerte, con la presencia de campos de trigo, ya maduro por los terribles calores, así como viñedos y olivos, como en una estampa romana. Cuando llegamos a Estella, Geneviéve, Agathe y Alex deciden continuar hacia un pueblo vecino, a una especie de feo extrarradio, y no me animo a seguirlos; inmediatamente, mi humor, hasta entonces alegre, se vuelve melancólico y ácido: ¿qué debo pensar? ¿He creado ya, como de costumbre, mi propia novela de sentimientos y deberes? Hace bien poco hablaba de la pérdida de mi libertad ¿y ahora la temo?

Tras una cena un tanto fuerte mi estómago fracasa, resultado quizá de estos calores excesivos y de sentimientos encontrados; presiento si nuestra pequeña fraternidad se ha roto y no hallo consuelo en la atenta compañía de Simone e Inés. Varios peregrinos se sientan a nuestra mesa, con la familiaridad que da nuestra condición de compañeros de aventuras; así, una simpática pareja de hermanas irlandesas y después una señora inglesa de edad madura acompañada de un italiano que habla con fluidez el español; por unos momentos cambiamos el francés, nuestra lingua franca, por el inglés, sola lengua que Inés comparte con el grupo y, junto a su timidez, la aíslan a menudo de la alegría general. El señor italiano escandía excesivamente esa misma familiaridad, lo que generaba –en mí, desde luego– un cierto rechazo ante sus protestas de amistad y compañía, exceso que le colocaba entre los trombonistas, una de las especies del fracaso social, atronando a todo el mundo con su verborrea.

Otros personajes con un aire alienado, o simplemente desgraciado, aparecen también como contrapunto a la felicidad general y no encuentran acomodo en las pequeñas confréries que se van haciendo –y deshaciendo– a lo largo del Camino; creo era ayer mismo cuando abordé a un curioso personaje que caminaba con un paraguas enganchado de hábil manera a sus arreos para protegerse del sol; su exagerada respuesta, volviendo sobre sus pasos e iniciando una búsqueda extraña, la capa de crema protectora para el sol que cubría su cara y le daba aire de extraño clown, me hicieron retroceder en mis avances, asustado ante la perspectiva de cargar con tan estrafalario personaje; con el egoísmo de parvenu manifestaba así mi rechazo a cualquiera que amenazase nuestro pequeño grupetto. Recuerdo como poco después, en el alegre momento junto a la verja colmada de rosas, permanecía expectante, triste en medio de la algarabía general. Todos nosotros hemos sido ese personaje en algún momento de nuestra vida, cuando fracasamos en el amor, o en la amistad misma. Aquello que temes es aquello que finalmente consigues, reflexioné alguna vez con Agathe sobre este tipo de personajes a los que ambos éramos sensibles, pero distantes, verdaderamente.

Recordaba también entre los malhereux del Camino al muchacho francés al que mis compañeros, normalmente de una delicadeza extraordinaria, parecen evitar, de aspecto sucio y aire de intelectual tronado; “mais ces´t prope ça robe?” señalaba con ironía Anne la ropa del muchacho, colgada en un tendedero, cuando Genèvieve le enseñaba la expresión francesa para limpio y sucio.

El muchacho alemán, de una timidez explosiva y una sonrisa eslava de tristeza, que quizá necesitaba beber para entablar conversación con los generalmente bien dispuestos compañeros de viaje.

El pobre peregrino brasileño, aislado en su portugués, y que parece aburrirse soberanamente, también de aspecto desgraciado.

El Camino parece no aportarles nada, más bien agudiza el cariz de sus penas y las contradicciones que todos llevamos a cuestas, como la mochila, madeja que poco a poco quizá conseguimos devanar para que el hilo del destino pueda aparecer de nuevo –el destino tiene para nosotros, los soñadores, forma femenina, como las madres sonrientes que encontramos en las portadas góticas y llevan en su regazo al futuro mismo.

En Estella apenas caminé un poco por las viejas rúas, y recordaba una visita al lugar con mi amigo Jesús, en que rememoramos la filiación carlista de algunos de nuestros mayores, en los últimos estertores sangrientos de esa vieja política que creó una sociedad paralela a la oficial en muchos lugares de la pobre y asendereada España, último fulgor de un Antiguo Régimen idealizado; lo que le valió las invectivas y burlas de un Pío Baroja, o la melancólica militancia de don Ramón del Valle-Inclán, eterna disputa entre dos Españas: la una, heredera del fuego inquisitorial, la otra, de un milenarismo semítico, disputa “geomántica” que para don Ramón se asomaba todas las tardes a los balcones del Palacio de Oriente madrileño.

Lucha entre Roldán y Ferragut. Palacio Real de Estella

En uno de los capiteles del palacio real de Estella, maravilloso ejemplo de un románico civil que volveremos a encontrar en la Compostela de Gelmírez, un capitel muestra ese enfrentamiento que surge ya en el origen de nuestra tierra entre el caballero Roldán y el gigante Ferragut, en que las disputas teológicas se alternan con los lanzazos.

 

Camino de Torre del Río

Hoy mismo, por la mañana, en un día de calor fuerte, atravesamos las laderas del Montejurra, el monte sagrado de los carlistas, en una umbría por veces deliciosa. Mientras descansaba esperando a Inés en uno de los maravillosos bares tempraneros que nos dan acogida veo aparecer el resto del grupo y canto a pleno pulmón nuestro himno mañanero; en la hermosa mañana, verdaderamente, todo parecía perfecto: la compañía, el radiante sol, las bebidas frescas, e incluso mi estómago parecía mejorar, como si el valor perdido volviera por sus fueros.

Paisaje navarro

Después, el sol aprieta de firme y el caminar se hace duro en las soledades de los campos de cereal y olivos. En un momento, Agathe se extasía ante el oro de unos campos de trigo, el verde de los viñedos y olivos, y le señalo como se corresponden con el color de sus ojos al atardecer, plenos de recovecos y matices.

En un pequeño lugar al lado de un riachuelo, en la única sombra en leguas, un nuevo sentimiento de felicidad, de descanso merecido, a pesar de algunos solos del trombonista que no ceja en su empeño: “Guardia civil caminero/ que estás arriba en tu sala,/ tráeme un vasito de agua/ para limpiarme la cara”, entono.

Caminamos hasta un pequeño pueblo con una acogedora plaza y allí quisiera permanecer indefinidamente, pero de nuevo el grueso del grupo decide continuar hasta Torre del Río donde les espera una piscina, al parecer. Mientras descanso al lado de Inés vuelve a atronar el trombonista y le pregunto a mi castigada compañerita si sus pies abrasados le permitirían un último esfuerzo; nos ponemos en marcha en medio de un terrible calor por una extensión de campos de cereal, sin apenas sombra, sin agua. En un pequeño bar, ya en la entrada del pueblo, nos sumergimos, más que beber, en una botella de deliciosa agua fría y llegamos agotados al dichoso albergue, final de una tortura que la a menudo poco expresiva Inés agradece con un cariñoso abrazo.

Tomo un baño en la pequeña alberca, ya casi en sombra, y sentado al lado de Inés me encuentro relajado y fresco, ¡por fin! Agathe se sienta con nosotros e inicia una conversación un tanto extraña e íntima, sobre edad y sentimientos, que asusta a nuestra niña y, discretamente, desaparece. Estoy soñando, pienso, o quizá he muerto en la terrible caminata bajo el ardor del sol y mi alma ha vuelto a un lugar que amaba, como dulces prendas de la memoria mía.

Después, una conversación embarullada en la que participan un grupo de alegres muchachas catalanas, a una de las cuales nuestro “amoroso” Simone dedica especial atención. Como ángeles en traje de baño, curaron solícitamente las llagas de nuestro Alex y de Inés, una escena como de viejas historias. Nos permitimos una cena en el restaurante del hotel-albergue que casi no me atreví a probar.

Un día más, suplico, un solo día más, mi oración antes de dormir. A veces olvido que hace ya mucho elegí pertenecer a la extraña cofradía de los soñadores solitarios. Pero la sensación de vivir ha vuelto con fuerza. Todavía esperemos un poco más para que la cobarde melancolía haga más tolerable las despedidas.

 

2 de julio, sábado. Hacia Logroño

Despierto a los niños con nuestro himno mañanero, incapaces de entender el peligro de exponernos al durísimo calor que se avecina.

Efectivamente, el día fue también una jornada muy dura, pues salimos tarde del albergue y un sol fortísimo nos alcanzó en Viana, con Inés agotada y con los pies doloridos. Sin embargo, las primeras horas fueron felices, entonando la ‘Cançó del lladre’ para las muchachas catalanas, que conocía a través del maestro Serrat, y gozando de una espléndida vista de todo el valle riojano, con sus extensiones de viñedos casi al alcance de la mano. Me quedé con Inés, a pesar de su orgullosa reticencia, pues me sentía culpable por la terrible paliza que se había dado el día anterior para acompañarme al encuentro de nuestros amigos. Así que, juntos atravesamos Viana, ciudad de raigambre carlista y famosa también por ser el extraño lugar en que encontró la muerte César Borgia, duque de Valentinois, enterrado en la iglesia de Santa María; de todas maneras, estaba ciertamente ligado a la casa real de Navarra a través de la regencia de su hermano Juan, a cuyas ordenes combatía (mención para la saña poco cristiana del obispo que ordenó trasladar sus restos a una tumba en plena calle, para que los viandantes lo pisoteasen). Una amable señora que nos acompañó al templo de Santiago me comenta como el cantautor Joan Manuel Serrat, precisamente, es vecino e hijo predilecto del pueblo, en el que pasaba temporadas en su infancia y juventud, y donde posee una vivienda; yo aprecio en lo que vale el cariñoso orgullo que sus vecinos parecen sentir por esa elección pues, como para tantos españoles, su figura resulta cercana y entrañable.

Los últimos kilómetros antes de llegar a Logroño fueron ciertamente una tortura, en especial para los castigados piececitos de Inés, por carreteras y algunos caminos de tierra, sufriendo el inclemente sol, sin sombra alguna. En casi la única que pudimos encontrar me conminó a dejarla, de una forma un tanto brusca, y le pedí unos minutos para tomar una decisión, pues ambos estábamos agotados. Es una muchacha atractiva, ciertamente, pero parece arrastrar una tristeza que no quiere, o no puede expresar, excepto por sus ojos, y solo se borra en su radiante sonrisa.

Agotados de nuevo, llegamos a la ciudad, que recordaba fea y destartalada, y acompañado por Inés me acerco a una farmacia en un estado lamentable. La dejo, como al resto de la compañía, para irme a dormir un rato y esperar el resultado del cóctel de medicamentos recetado por la Artemisa boticaria y que, efectivamente, tuvieron un efecto rápido, lo que me anima a acompañar a Agathe e Inés por los bares de la ciudad vieja, que hervían de gente, y donde puedo al fin comer algo suave e invitar a las dos damas a probar algunas de las delicatesen que se ofrecían. También nos despedimos de las alegres muchachas catalanas, que aturullan con su tremenda vitalidad a la tímida Inés y van a continuar la ronda en compañía de Simone. La ciudad aparece ahora con un cierto empaque que no recordaba, ciudad de ladrillo carcomido en mi memoria, y parece se han rescatado de la incuria y el abandono los viejos barrios de la vieja ciudad. En las también viejas historias sobre su carácter peregrino, podemos citar su puente, construido por San Juan de Ortega, según la tradición, y a cuyo monasterio deberíamos llegar en breve, así como el rito de agradecimiento anual al santo en el humilladero próximo. También, la leyenda de San Francisco peregrino y la curación del hijo de un tal Medrano, señor de Agoncillo, que fundó un convento. Recordaba cómo la figura del fraticcello encuentra también acomodo en las lejanas Hurdes, donde se dice fundó otro convento. (Leído en Vázquez de Parga, Las peregrinaciones a Santiago de Compostela).

En el capítulo de buenas intenciones: recuperar mi buen humor, un tanto dañado por mis problemas estomacales y mis torpezas de galán tardío, y estar de camino ya a las seis de la mañana para alcanzar Nájera, una etapa bien larga.

 

4 de julio, lunes. En Nájera

Ayer perdimos a nuestra pequeña, Inés, que se detuvo en Navarrete para descansar un par de días y cuidar de sus torturados piececitos; al pronto, se me encogió el corazón, pues su sonrisa me llegaba al alma. Apenas caminamos juntos ese día, pues la abandoné al comienzo del camino un tanto bruscamente; no quería imponerle mi presencia después de nuestras últimas penalidades, pero con gusto la hubiera acompañado. Como para los protagonistas de infelices historias, todavía es tarde. Incluso, creí haber entrevisto su pequeña figura mientras me despedía de un curioso personaje que había instalado una pequeña tienda de refrescos y recuerdos del Camino a la salida de Logroño, Marcelino Lobato, peregrino impenitente que había recorrido todos los Caminos en hábito de tal, en compañía de Mora, su perra, y de Teodoro, un borrico, e incluso recordaba su paso por mi paraíso extremeño, Cañaveral de las Limas. Había en su porte y su discurso algo de loco maravilloso, un tanto de charlatanería divertida y original, así como un fondo de libertad y picardía, seguramente, familia de otros personajes incapaces de despertar del sueño de esta peregrinación, más intensa y amable que el discurrir de la vida misma, y más sufrida, también. Me acordaba de otro personaje de su misma estirpe y compañero en estas lides, el trujillano Alfonso Naharro, que realizó una extravagante peregrinación a Compostela desde la extremeña sierra de Gata, a través de Portugal, con un carromato; seguramente, ambos despertarían esa mezcla de asombro y diversión que Cervantes señalaba para los testigos de las andanzas y malandanzas de Don Quijote. Pero yo mismo no supe quizá continuar mi papel de caballero de la pequeña dama, atraído quizá por otros deberes.

Conversación con Agathe. Ella se da cuenta perfectamente de que yo admiro su porte, la peregrina luz de sus ojos, y mantenemos charlas donde ella reconoce hay un picante de admiración por parte de son vieux chevalier servent. También, en una nueva conversación en grupo, Simone diserta de una forma apasionada sobre ese “yo” que cree haber recuperado en el Camino y dejaría atrás angustias y temores, amores rotos y soledad; quizá este sea el milagro contemporáneo del Camino mismo, una posibilidad de redención de nuestras íntimas penas, de una soledad efectiva o afectiva, a la que creímos estar condenados para siempre y de la que logramos escapar en esta hermosa burbuja espacio-temporal y puede curar nuestras íntimas penas, nuestro viejos sufrimientos. El sueño de amar nos persigue, así como seguimos el camino a Compostela, a tuertas y derechas, como la dolorida Inés.

Arte en el Camino, en Ventosa

En Ventosa, una iniciativa extraña y curiosa, un pequeño museo itinerante, como nosotros mismos; fotografías resaltando sobre los campos de trigo y viñedos, o pequeños tocones convertidos en esculturas entre los olivos y las huertas, jalonan nuestro paseo y nos invitan a una meditación más allá de las soledades del paisaje y las estadísticas de desamparo de tantos lugares de nuestra geografía interior, en su sentido más amplio, como la que reproduzco. La oscura y curtida mano, como de campesino, parece acariciar el recuerdo de las alegres muchachas en sus atavíos con aire de fiesta, prestas para la diversión y el amor.

“¿Callaremos ahora para llorar después?”. En el cuello del cisne, el poeta Rubén Darío leía una interrogación sobre el futuro de la Hispania fecunda, como las imágenes de las alegres damas nos hacen pensar en una vuelta atrás imposible, o solo en la memoria, en la poesía: “Ou sont les neiges d’antan?”.

Bien es cierto que la melancolía comienza de una forma agradable, “como el sonido de un corno en el bosque, como el canto de una sirena”, nos dice Thomas Burke, maestro en etas lides, pero, aunque a veces lloremos sin querer, no es bueno dejarse llevar por esa engañosa melodía, pues necesitamos de nuestro valor y alegría para hacer más agradable el camino a quienes queremos, frente a la tentación de lamernos las heridas del tiempo y el desamor.

La triste etapa nos llevó a Nájera, por un fuerte camino en su parte final, y alcanzaba una cima donde divisábamos los campos de trigo y los viñedos de la zona, también la vieja ciudad, destino final de los reyes de Navarra, dinastía que al desaparecer dejará siempre un halo de misterio, de poesía, recogida por el propio Shakespeare en su comedia de los Trabajos de amor perdidos. Visité entonces Santa María la Real, fundación donde se encuentran los restos de la dinastía, en el hermoso claustro en que se iba a celebrar no sé qué concierto, suspendido por una fuerte tormenta de verano y trasladado entonces a la airosa iglesia, de hermosas capillas y un magnífico retablo.

Pero antes, comida bien agradable con Agathe, que me hace revivir sin pena mi condición de agradable contrapunto a su juventud, bálsamo feliz para cualquier melancolía. Cenamos en compañía del resto del grupo entre risas y bromas, que limpian un tanto el cansancio del día y la pena por la pérdida de nuestro pajarillo, que a Simone le ha costado muchas lágrimas.

Encuentro con Max, el tímido muchacho alemán, desorientado y triste, a quien pude dirigir hacia mi albergue, tras ser rechazado en todas partes. A menudo, hosteleros y gerentes de albergues muestran una dureza cruel con los jóvenes peregrinos, y con los no tan jóvenes, como agentes de una confabulación contra el sentido íntimo del Camino; debe vencerse con camaradería y buena disposición, un tesoro poco apreciado por lo extraños, imagino, que nos consideran una especie de “turistas” pobretones. ¿Quién como Don Quijote defenderá hoy a galeotes, caminantes desventurados, muchachos golpeados por la fortuna? Más alegre, el propio Sancho Panza compartirá mesa y manteles rústicos con los peregrinos, como su paisano el morisco Ricote. Esta bonhomía será germen de historias galantes, aventuras, amoríos, desavenencias y maravillosas reconciliaciones, como en la propia novela del Camino.

En este lugar de Nájera habría tenido lugar un de los encuentros que la fantasía quiso convertir en historia y podemos leer en la ‘Historia del arzobispo Turpín’, entre las fabulosas trolas del Codex Calixtinus: el terrible combate de Roldán y el gigante Ferragut, que vimos reflejada en el capitel del Palacio real en Estella, interrumpido por sus largas conversaciones de carácter teológico, como la disputa sobre la Trinidad, que Roldán defiende tomando el curioso ejemplo de la cítara de tres cuerdas, pero creadora de una sola melodía; pues quizá en el principio era el ritmo.

Su primer párrafo: “Enseguida se le anunció a Carlomagno que en Nájera había un gigante del linaje de Goliath, llamado Ferragut, que había venido de las tierras de Siria, enviado con veinte mil turcos por el emir de Babilonia para combatirlo. Él no temía las lanzas ni las saetas, y poseía la fuerza de cuarenta forzudos. Por lo cual acudió Carlomagno a Nájera enseguida”.

No se pueden encontrar más maravillosas invenciones en apenas un párrafo. El ombligo del gigante será su único punto débil, como en viejas historias, como los pies llagados para nosotros, campeones a lo Roldán en batallas más amistosas y alegres.

 

5 de julio. Hacia Santo Domingo de la Calzada

Una dramática historia del Camino: al caminar por los dorados campos de la zona, hacia Santo Domingo de la Calzada, encontramos a un viejo tirado, literalmente, en una cuneta y no sabíamos bien qué papel darle, pues solo caminaba con una pequeña bolsa de plástico con agua y un teléfono, especie de puesta al día de los viejos zurrones peregrinos; y peregrino resulto ser, Ángelo de nombre, de nación italiana, que mascullaba quejas mientras Alex le hacía una cura en su maltratado pie y recitaba una especie de jaculatoria sobre las penas y calamidades que le habían llevado a iniciar la locura de un Camino que, a todas luces, parecía excesivo esfuerzo para sus años y sus dolencias. Su coraje quedaría bien pronto en evidencia cuando apareció un automóvil en que un muchacho de la zona traía a un compañero de peregrinación, para trasladarlo al menos al pueblo cercano: “¡Vivo o muerto llego a Compostela! ¡Vivo o muerto, o en un solo pie!”, repetía con la determinación de los viejos santos. Puesto ya el pie en el estribo del camino, comenzó de nuevo su extraña, bamboleante marcha, y allí le dejamos, con sus penas y su coraje. Pronto recordé la figura dramática de don Gaiferos, himno a la terrible fuerza y determinación que acompañaba a los viejos peregrinos: “Os pés teos cheos de sangue/ xa non pode mais andar/ malpocado, pobre velho,/ non sei se alá chegará”. (Los pies tiene llenos de sangre/ no puede apenas andar/ infeliz, pobre viejo/ no sé si allá llegará) ¡Que Sant-Yago le dé fuerzas!

En Santo Domingo, sin tiempo para visitas, recuerdo entonar el Sweet Molly Malone con las dos simpáticas hermanas irlandesas y un muchacho de su misma nacionalidad, que hacía el Camino a marchas forzadas. Cuando me preguntó sobre mi canción para este peregrinaje, le respondí sin pensármelo mucho, verdaderamente: ‘Yo solo quiero caminar’, que ahora me parece tiene algo de himno un tanto nihilista.

[Nadie, incluyéndome, se animó a visitar la catedral, exhaustos e indiferentes ante las pompas de la arquitectura, con su curiosa jaula avícola que recuerda el milagro del joven inocente condenado a la horca y sostenido por el Santo hasta la vuelta de sus padres de Compostela; los pocos viajeros que han dejado memoria escrita de la peregrinación se detienen a menudo en este suceso, entre extasiados e incrédulos. Un Santiago, de carácter guerrero para los españoles, presenta entonces su lado más humano, de protector de sufridos peregrinos, a menudo en compañía de la Virgen madre. En toda Europa, el milagro alcanzó una resonancia formidable, recogido en retablos o vidrieras, con el aditamento del castigo final al mal posadero, otro de los enemigos tradicionales del peregrino. En algún relato de viajeros se cuenta también cómo se obligó a los jueces del lugar a portar desde entonces un pedazo de cuerda en sus togas, como recuerdo de la incredulidad e inhumanidad de su oficio. Tampoco es mal consuelo. También, reseñar la figura del Santo que da nombre al lugar, protector de peregrinos, pontífice literalmente, pues arregló puentes y caminos, así como construyó albergues y hospitales para atenderlos].

 

Viernes, 8 de julio (días después)

De Santo Domingo de la Calzada a Belorado viví una etapa espantosa, entre el asfalto y el tráfago de los camiones arreglando carreteras, y que caminé solo, sin encontrar mi ritmo ni un solo momento; al llegar, spleen, tristeza profunda por veces.

En la bonita plaza del pueblo, otro de tantos al que el Camino ha insuflado algo de vida, me encuentro con la simpática pareja de North Carolina, a quien parece encantar mi personaje de atrabiliario caballero y a los que saludo siempre con algo de vieja cortesía española. Con otros norteamericanos, hacen un Camino upper class, diríamos, con apoyo de chauffers y demás, supongo que a manos de alguna de las empresas que van poco a poco minando la inocente credibilidad con que renació este último sueño de acercarnos al origen. Por otro lado, son gente animosa y fuerte, como los pioneros de su nación, y caminan con ánimo en las más adversas circunstancias; en su grupo transita otro personaje que me honra con su simpatía, Thimothy, Thim para mí, así como yo soy Roger, un gigantón de ojos claros y mirada franca, y yo le devuelvo esa simpatía de buena gana.

También charlé unos minutos con las dos simpáticas peregrinas irlandesas, que resultaron ser hermanas, de ojos claros y aspecto céltico –si eso existe– una de ellas, así como su hermana es de carácter más fuerte y maneras más bruscas, saboreando ambas con gusto el premio de una cerveza después de la caminata que, me dijeron, pasaron alegremente, contestando con descaro a los pícaros bocinazos de los camioneros; es así como se superan esos momentos en que todo el peso del tiempo se nos cae encima, en un espacio que parece imposible de celebrar, y sentí si acaso mi esplín tendría algo de pose, como si mi papel de atrabiliario español me superase. La simpática dama céltica inició después una conversación un tanto fúnebre, sobre la extrañeza que le causaban los muros de los cementerios, frente a su cuasi inmersión en el paisaje en los dulces prados de la verde Eyreen; ritos para la muerte de los pueblos mediterráneos, por tanto, que intentan por todos los medios ignorarla y desarrollan así una magia que les libre de las asechanzas de los espíritus. En el mundo céltico se establece una comunidad entre vivos y muertos, expresada en ritos hoy tan desprestigiados como los que rodeaban la festividad de difuntos y todos los santos. Pensaba también en la Santa Compaña de las parroquias gallegas, con su equivalente entre los bretones, creo, y donde la distancia entre muertos y vivos se suaviza para permitirles un tránsito menos cruel hacía las puertas de la eternidad a través de la Vía Láctea, imagen celestial de nuestro camino.

Por la atardecida, en el tempranero horario peregrino, me reencuentro con el grupo y celebramos una cena un tanto desabrida, discordancias en una melodía que a veces se difumina; solo se alegró un tanto la velada con los ya tradicionales “chupitos” de aguardiente de hierbas, anticipación de las sutilezas célticas en estas soledades castellanas.

(Me olvidaba de reseñar la alegre charla en el café de la mañana con una preciosa muchacha de Austin, Jackie, que se reía con mi interpretación de extravagante y chiflado gentleman británico, stammering incluido. Creí que nos acompañaría en esta jornada, pero quería tomarse un descanso y debí consolarme con el recuerdo de sus grisáceos, hermosos ojos, de mirada dulce y alegre, cuando Dios quería. ¡Un hurrah por las hermosas muchachas del Camino! Pues son la sal de la vida).

Apuntes sobre el día de antes de ayer, en el camino de Belorado a San Juan de Ortega –en el hermoso español de Castilla–, por caminos forestales, y donde los pinos apenas dejaban asomar la cabeza a los tímidos robles. El albergue estaba situado en el hermoso claustro de la iglesia y en las viejas dependencias del monasterio, fábrica imponente y hermosa en medio de la nada; una pena que su interior recordase al de una prisión de país tercermundista, regalo de nuestras autoridades a quienes quieren
escapar a la mediocridad de los oficios turísticos.

Capitel de la Anunciación, en San Juan de Ortega (En la página de la Archidiócesis de Burgos)

Quisiera señalar la curiosa figura del santo que da nombre al lugar, discípulo de Santo Domingo y también arquitecto, así como el curioso capitel con la imagen de la Anunciación, que se ilumina en los equinoccios, a las cinco de la tarde. Las imágenes celebran ya una nueva visión que se muestra en el arte románico: los terrores milenaristas dan paso a la confianza en el futuro, expresada en una maternidad que traería un mensaje de esperanza, y adquirirá su expresión plena en el pórtico de la Gloria, pórtico de la Luz. El personaje masculino, figura de san José, que nos recuerda al propio apóstol con su bastón en tau y su sombrero tan de peregrino, nos mira con la sabiduría un tanto escéptica de los viejos, pero vejez que siente todavía el pálpito de la vida. También doncellas y ángeles me recordaban las alegres fraternidades que alegran el camino mismo.

En el único bar del pequeño lugar, y donde afortunadamente aceptaban nuestras tarjetas de crédito, comimos algo así como una espantosa pizza y después, en la pequeña terraza aledaña, se formó una tertulia con las ladys irlandesas, un tanto alegre la de aspecto céltico, nuestro Simone, y un grupo de valientes muchachos daneses, los vikingos les bauticé inmediatamente; uno de ellos parecía muy versado en cuestiones lingüísticas y me hubiera gustado charlar sobre el asunto, pero la algarabía general me lo impidió. En otro momento, días después, apreciamos como en contraposición a nuestra idea religiosa fundamental, la gracia salvadora, nuestra idea del destino tiene un origen nórdico, establecido por las Nornas, tejiendo la urdimbre que la historia –la trama – desvelará, ya en el Ragnarök.

Todos parecían conocerme, como me ocurre con otros peregrinos, quizá por mis conciertos a voz en grito mientras camino, pero al parecer se debía al cariñoso elogio que Max les había hecho de mi sorprendida persona; en general, quizá mi natural amabilidad les agrada, pues no olvidemos su condición de doblemente extranjeros, en el espacio y en el tiempo, como buenos peregrinos, y yo asume ambas embajadas con gusto de atrabiliario español y feliz caminante.

Mañana estaremos en Burgos un par de días, con la amenaza de una nueva ola de calor, para descansar y despedir a Simone, que debe regresar a Bruselas por motivos infelizmente laborales y se encuentra verdaderamente perplejo ante el fin de su peregrino sueño.

 

9 de julio. En Burgos

Como decía, hicimos un pequeño break en la ciudad de Burgos, para descansar y despedir a Simone. Siento cierto perplejidad y disgusto por mis torpezas y mi apocamiento ante los planes de nuestro comandante, que ahogué en alcohol en un horrible antro con una horrible camarera, indiferente ante mi copa vacía.

Por la mañana me di un pequeño paseo por la ciudad, así como adquirí una versión de la visera cañí, que será ya mi compañera en los paseos y veladas al atardecer. Quería visitar el castillo de la ciudad, ruina que había emocionado al hispanista Waldo Frank, atento a descubrir el alma de nuestra ruinosa España, y sintió allí con fuerza el nacimiento de una visión del mundo que se extendería por su amada América: “el castillo hecho España se mueve por toda Europa; atraviesa los mares”. No participé de esa su profunda intuición, más bien sentía la aridez espiritual de quien guarda sus emociones para otro destino y rumiaba en cambio la terrible indigencia de los restos de nuestra grandeza pasada, manifiesta en las ruinas y en varios carteles donde se insistía en situar el momento cumbre de su historia en la resistencia contra los franceses; un final, no un principio. El origen precede al comienzo.

(Mis notas a vuelapluma insisten en señales ominosas: “acritud y pensamientos negativos”, así como remordimientos y pena por el abandono de nuestra pequeña. “I miss you”).

Fue hermosa la subida a la vieja mole arruinada y el descenso hacia las blancas iglesias, herméticas para los visitantes, así como el encuentro con la puerta arábica, hermoso contrapunto a la altanería del gótico castellano. Por la tarde, duermo excesivamente, y llego tarde a la visita de la catedral, en que el suave y luminoso gótico vence a la vieja escuela de las iglesias-fortalezas. El grupo no da señales de vida y ceno solo, aunque me encuentro a Simone, en la compañía de la hermosa Nathalie; una nueva historia de amor en el Camino, tardío en este caso, y que deben apurar por tanto hasta el último instante, pero sentí en esos momentos como resaltaba todavía más la vieja soledad cuasi olvidada: qué temo, qué envidio, me preguntaba.

[Sentí no poder conocer el famoso Cristo, peregrino él mismo, que se encuentra en una capilla de la catedral y al que también dedican muchos comentarios los viajeros escritores. Recorrí algunas iglesias, como la dedicada a San Nicolás de Bari, a quien el santo Domingo tenía particular devoción, creo, y la maravillosos portada del palacio de Castilfasle; pero tampoco pude acercarme al monasterio de las Huelgas, fundado por el rey Alfonso VIII y su esposa Leonor de Plantegenet, nombre que vuelve a resonar en nuestra historia, y corazón de una espiritualidad nueva. También, señalar la figura de San Amaro, peregrino de origen francés y protector de sus compañeros después, especie de Hércules cariñoso que no dudada en cargar sobre sus hombros a los heridos y desfallecidos –leyenda que encontré en la obra de Vázquez de Parga.]

 

En Hornillos, el día 10 de julio

¿O era el día nueve? De todas maneras, se cumplen ya dos semanas de peregrinación. (Origen mítico del nombre: aquí, el ejército de Carlomagno, después de su expedición contra el rey moro Marsilio, encendió los hornos).

Hoy por la mañana despedimos a nuestro enamorado Simone, que debe dejar la pequeña confrérie y al amor que encontró en su último día, hermoso regalo de una despedida, no por ello menos emocionada, manifestada en el fuerte abrazo con el confrère Max, bañado verdaderamente en lágrimas, así como nuestra reine. Cuando se despide del “maestro” –así me bautizó en nuestra convivencia– y agradece mi papel en el teatro de nuestra alegre compañía, le señalo que todos debemos interpretar un personaje, sea el que sea, con cariño, sin desmayo. Todo lo profundo ama la máscara, decía el filósofo de la decadencia, pero la máscara puede ser alegre.

Un tanto cariacontecidos, dejamos atrás la blanca ciudad para afrontar otro día que se espera de terrible calor, y no hará sino aumentar en las próximas jornadas, verdadero suplicio en estas soledades castellanas. Nos refugiamos pronto en un pequeño albergue de Hornillos y compartimos un rato la alegre conversación de Alex, así como el recuerdo del compañero perdido, de quien esperamos la curación de su coeur brisé con la ayuda de la hermosa muchacha francesa, a quien, por cierto, me encontré llorosa en una pequeña ermita que unas monjitas mantenían con la ayuda de estampitas y medallas; como la que ahora llevo al cuello, junto a la concha con el signo hermético de la pata de oca que un herrero fabricaba a pie de camino, cerca de la fuente que manaba vino, en Irache, compañera de la que regalé a Inés grabada con un pequeño corazón, como ella pícaramente me señaló.

En el albergue, que una señora regentaba con cierta elegancia de antigua peregrina, ¡por fin!, pude vivir uno de esos lindos regalos que el Camino nos hace a los destartalados caminantes, un pequeño interludio musical de la mano de un joven francés, y ya después, por un hermético y maduro señor llegado desde Japón, al que en alguna ocasión encontraba sumido en sus pensamientos encaramado en una roca, solitario por verdadera elección, me pareció. Ambos simpatizan inmediatamente, efecto de esa hermosa hermandad de los músicos, que no me atreví a compartir. A Johann, el muchacho francés, le regalé la calabaza de peregrino que el maestro de peregrinaciones, el sabio Marcelino, me había a su vez regalado, pues portaba un báculo adquirido al mismo atrabiliario personaje y remataba a la perfección su aspecto de mago, también de ángel, se verá; azares estupendos, regalos entrecruzados…, así sentimos una extraña fuerza en los momentos más inesperados.

Justo unos momentos antes, sentía otra de la fuertes melancolías a que nos exponemos los enamorados del Camino, tristeza de la especie de las viejas tentaciones, cuando se nos presenta toda una panoplia de horas por llenar, una vez cumplidos los ritos de la ducha y el cuidado de nuestras gastadas ropas, como si el cansancio físico solo ahora se hace presente y se acompaña de la aridez espiritual de quien ha perdido su camino, verdaderamente, y sentían con fuerza nuestros místicos. Pérdida del hilo el destino que solo puede curarse con la fuerza de otros camaradas, como el alegre Alex, feliz en medio del terrible calor y la indiferencia de los vecinos, bebiendo un español cubata y proclamando su felicidad y su alegre ivresse por encontrarse precisamente allí, en el Camino; también era fuerte la presencia del muchacho francés, Johann, y su compañera de peregrinación, Audrey, que llevan casi dos meses caminando desde el Puy francés, así como la maravillosa de las muchachas que se acercaron a presentarse con toda la gracia de su lindo italiano, pues rechazo ese desabrido inglés que quiere imponerse a la menor oportunidad. Cuando me encontré con Agathe saliendo de la iglesia del lugar: sabía que te encontraría aquí, me comentó entre veras y burlas, pues a mis compañeros les extraña mi deseo de visitar los restos de una pasada grandeza, felices en su juvenil burbuja. Así, los jóvenes cantan algunos hits con el acompañamiento de Alex a la guitarra, que tañe realmente bien, a pesar de su carácter de gaucher, zurdo.

En esta etapa quisiera señalar un momento de extraña comunión, en la pequeña iglesia ermita que se ha convertido en un curioso albergue, sin luz, ni agua corriente, iluminada bien de mañana con algunas velas y donde el gracioso hospitalero italiano me hizo el gesto de arracimar los dedos y besarlos, admirado de la hermosa figura de mi compañera de caminata.

 

Lunes, 11 de julio. En Frómista

Ayer, camino desde Hornillos hasta Castrojeriz, por pistas inacabables y siempre orladas con el oro de los campos de cereal, que han adelantado seguramente su maduración –mares de oro candeal, adjetivaba el filósofo Ortega, enamorado de Castilla, como todos los literatos de la generación del 98–. En un pequeño lugar, al que también el camino ha devuelto una cierta vitalidad, escondido entre anuncios y ofertas para los caminantes, como el propio pueblo lo está en una quebrada, Hontanas, tomamos el alegre café de las frescas mañanas, antes que el terrible calor de estos días nos obligue a concentrar toda nuestra energía en una carrera angustiosa con el Pére Soleil, presencia absolutista, como de vieja monarquía francesa. Seguimos el camino por una olmeda y arribamos a las ruinas del abandonado convento de san Agustín, donde se nos escatima el agua y no pude menos que protestar por el trato de una desabrida hospitalera y la horrible imagen de un metálico Cristo sangrante que profanaba verdaderamente la belleza melancólica del lugar; nada de felicidad, entonces. En Castrojeriz, la sorpresa habitual de encontrar todavía pueblos con cierto carácter, con sus enormes conventos e iglesias, restos de un pasado de riqueza y fuerza, presente también en las viejas casonas, como la reconvertida en el destartalado albergue donde recalo, con su pequeña saleta decorada con los muebles de un remate, pareciera, o de una decadencia.

El calor es todavía terrible a las siete de la tarde, cuando me decido a dar un paseo y visitar la iglesia de Santiago, reconvertida asimismo en una especie de museo de peregrinaciones; en las bóvedas se proyectan imágenes de ese camino de las estrellas que guiaba seguramente peregrinaciones más antiguas, hacia la tierra de los bienaventurados. Me encuentro con Nathalie, como me ocurrirá en otros lugares, única peregrina, con este servidor, que se atreve a hacer un poco de turismo cultural afrontando el cansancio y el calor; muchacha de antigua estirpe francesa, me parece, expresada en la dulzura de su carácter y en una sensibilidad a la manera de sus místicos: “dans le veritable amour, c’est l’âme qui enveloppe le corps”. Con mi estómago en un estado lamentable, nos reunimos para cenar los cuatro supervivientes de nuestra pequeña hermandad, intentando escapar a esos terribles menús del peregrino que degradan nuestra cocina, especie de asfalto culinario para asenderear los pobres estómagos de los caminantes, de la misma manera que el de las carreteras maltrata nuestros pies.

Hoy, lunes, 11 de julio, caminamos hacia Frómista, que deseaba visitar para encontrarme con la iglesia de San Martín, imagen que resonaba en mi memoria desde los tiempos de estudiante. Un poco antes, ya cerca del sueño ilustrado del canal de Castilla, el grupo se volvió a romper, pues nuestros monarcas decidieron quedarse en un alegre albergue; cierta tristitia me asalta de nuevo, como anticipo de otras despedidas, estas definitivas, pero espero reencontrarlos en Carrión.

En Frómista vivo una desagradable escena en uno de esos albergues “municipales” regidos por burócratas, en este caso una señora que se molestó por un comentario mío que iba dirigido a Audrey, la pareja caminante de Johann, sobre el trato desabrido de muchos de los gerentes, y que nos echó con cajas destempladas del lugar, junto con un curioso personaje, un muchacho italiano, Lorenzo, de aspecto picaresco, que hace pequeñas etapas a lomos de una bicicleta y será una de las extravagantes sorpresas del camino. En otro albergue, donde se me recibe con el mismo trato desabrido y seco, “privado” en este caso, me recompuse con la ducha y una pequeña siesta, mi yoga hispánico, para poder visitar el lugar –recuerdo tuve que negociar la ofrenda de un poco de jabón para lavar mis ropas. En una hermosa sala de un elegante hotel sorbí un británico té en compañía de unas señoras norteamericanas, que ya había conocido en algún otro lugar, pequeños lujos de mi papel como embajador caminero.

Cuando me acerco a la iglesia de san Martín, especie de chateau llegado desde el Loira a las estepas castellanas, debo superar el estruendo de la carretera cercana y el aspecto desabrido de las viejas calles, como el narrador de À la recherche…, el chirriar de los tranvías y el espectáculo de los cables de luz que enmarcaban su visita a la iglesia de Balbec, que le llega a parecer de carácter persa, superando esa primera desilusión con que se castiga a los soñadores en su encuentro con los lugares, los nombres, las viejas iglesias… Después de una cena solitaria, como anticipo de las que me esperan en mi retorno al mundo, me encuentro con Agathe y su chico, que ha dejado por un tiempo su periplo surfero para encontrarse en medio de los mares candeales de Castilla, y me tomo un vino con ellos, en una sobremesa inesperada. Muchacho de presencia serena, pero risueño ante las boutades que le dedico a la moza, así como como celebra también las pequeñas historias y desgracias de nuestra peregrina experiencia.

 

En Ledigos, 13 de julio, miércoles

En mitad de ninguna parte, verdaderamente, en otro día de espantoso calor; en el salón del albergue dormitan apaciblemente La Belle y la Reine, y Audrey, la dulce criolla, escribe a mi lado. (Ledigos: nombre que trasciende a céltico, verdaderamente).

Anteayer, creo, dormimos en Frómista, donde pude visitar las iglesias de San Martín y San Pedro, hermosa la primera en su desnudez, de un románico puro, arquitectura cerrada para guardar celosamente el misterio de la presencia de la divinidad en la ceremonia del pan y del vino en la mesa de piedra del altar, así como su muerte y resurrección; piedra que constituye el Santo Grial de los caballeros de Montsalvatge a los que se acercan los inocentes Parsifales, capaces de curar las heridas del Maestro Amfortas y arrebatar la lanza de Longinos de las manos del diablo mismo, de Klingsor. Esa lanza podría curar los males causados por otra lanza, la del dios nórdico Wotan, arrancada del fresno Yggdrasil, ciclos mitológicos recreados por el compositor Richard Wagner. Percival, como el dios germánico Balder, como Cristo mismo, pueden viajar a los infiernos para suturar las heridas que la historia nos causa, unir los dos polos opuestos de oscuridad y luz; cumplen así su misión de símbolo, de nudo, en su sentido prístino. Los inocentes peregrinos, ¿acaso no pretendemos otra cosa? Aunque solo sea para nuestra a menudo incomprensible existencia.

Capitel en San Martín de Frómista (de la web Lagarto Rojo)

En una de las imágenes de los capiteles de San Martín de Frómista aparece también la imagen de otra lanza que se clava en el costado de un personaje, en una aparente escena de ordalía guerrera, con el contrapunto del personaje central que parece intentar evitar el terrible golpe; sin embargo, a su vez clava una daga en el cuello del agresor. En un lateral del mismo capitel una mujer, horrorizada, tiende su mano al hombre agredido. En nuestra mitología germánica, la violencia y la guerra no pueden tener descanso hasta después del Ragnarök, con la llegada del dios Balder. ¿Esperamos nosotros también un descanso en nuestra historia, un final?

En algunos paneles se mostraba la reconstrucción del templo, sumido en el abandono tras la desamortización de Mendizábal, como tantos otros; en uno de ellos se señalaba la influencia de origen francés en el estilo de alguno de los capiteles, de sabor más clásico, a través de la obra de un escultor en no sé qué iglesia francesa; influencia señalada por el estudioso Serafín Moralejo, de una ilustre estirpe de profesores que pude disfrutar en mis años de estudiante, en Santiago de Compostela.

Vamos entonces hacia la iglesia de San Pedro, ya de estilo gótico, aire francés que llega desde la visión de la luz como emanación divina y consagró el pequeño gran abad de Saint-Denis, Suger. El templo es un ejemplo más de la conversión de la ligereza francesa a la imponente alma guerrera española, pues el gótico no logró deshacer las iglesias-fortalezas –con las excepciones consabidas–, en las que el misterio debía quedar resguardado, impenetrable, accesible únicamente en el oficio de tinieblas del Viernes Santo. Los propios canónigos sitúan a menudo el coro en medio de la iglesia, como cuerpo de guardia ante la distracción de la belleza y la luz; pueblos norteños la buscan, mientras en la árida meseta, o en los viejos oasis andalusíes, se la evita. La imagen de la Virgen se enseñorea de las portadas, bien es cierto, pero tendremos como patrón a Santiago Matamoros, incapaces de escapar al destino de la guerra y la violencia, pueblo indómito, de cerviz dura para arrodillarse, en que la razón palidece ante la voluntad y crea esa “dureza española” que les parecía a nuestros vecinos –e incluso a un alemán como Ernst Jünger– una característica de nuestras letras; pues el ser brilla únicamente en la victoria como señala el personaje de la tragedia calderoniana cuando sus súbditos acuden al rescate.

“Morir es perder el ser/ yo le perdí en una guerra;/ perdí el ser, luego morí;/ Morí, luego ya no es cuerda/ hazaña que por un muerto/ hoy tantos vivos perezcan” (El Príncipe constante, don Pedro Calderón de la Barca).

Recordaba, no obstante, cómo fue en tiempos de nuestro rey Austria, Felipe IV, que se quiso cambiar el patronazgo guerrero de Santiago por el de la mística Santa Teresa, proyecto olvidado ante la oposición de la nobleza. Mujer fuerte, también, adelantada a esa super-mujer a la que Salvador Dalí otorga las llaves del futuro y veía reflejada en el rito del Misteri de Elche, virgen que sube al cielo impulsada por la delicada fuerza de los antiprotones, levedad de los pasos de una muchacha que prefería al estruendo de la llegada del superhombre. También el citado Ernst Jünger consideraba si nuestros símbolos estaban cambiando, expresada en la decadencia del cetro y la corona, de las fronteras, la guerra, la patria misma, en favor de una matria más acogedora.

En el museo aledaño, además de la conocida panoplia de cálices y casullas, se mostraba un hermoso retablo, de la escuela de Pedro Berruguete me pareció, que había sido víctima de las hazañas del famoso desvalijador de iglesias Erik el Belga, y después devolvió, excepto un fragmento con una insólita imagen del entierro de la Virgen María. (La hermosa portada, manierista, creo recordar).

Ayer, hacia Carrión de los Condes, camino con Vanessa y su grupo; es una hermosa muchacha italiana, que va a iniciar el próximo curso un curso de doctorado sobre la cultura indígena de la Guadalupe caribeña; en especial, sobre su lengua. Hablamos un poco sobre el estudioso que ha llevado hasta la exasperación, como buen francés, el estudio de la mitología de los pueblos americanos, Claude Lévi-Strauss, que señalaba la pervivencia en esas culturas de un acuerdo entre el ejercicio de la libertad y sus signos, como ocurre en nuestro camino même, pues también quisiéramos dar a nuestras fallidas revoluciones, a nuestros fracasos, la grandeza de los comienzos. Le señalé una curiosa novela, un artefacto construido también sobre la búsqueda del origen, de la música en este caso, Los pasos perdidos, del gran Alejo Carpentier, que traza en uno de sus capítulos una curiosa exégesis de la mitología del pueblo caribe, empeñado en un viaje de vuelta hacia la tierra del maíz y que topa con las grandes naves llegadas de España; su derrota supondría la conversión del mar Caribe en mar Mediterráneo. Después de la tristeza y el silencio de la sumisión, los indígenas americanos quieren de nuevo señalar su mensaje, que el propio antropólogo francés resume en una contralógica que coloca la vida antes que el hombre, el respeto a los demás antes que el amor propio… Hastiados de una historia que nos parece grotesca, del eterno retorno de lo mismo, esperamos de nuestro acercamiento al origen el retorno de lo eterno. (Recordaba también en el escritor cubano unos vibrantes párrafos sobre el camino celestial de la Vía Láctea, en la espléndida El siglo de las Luces, en el momento en que la armada fletada por la Revolución se dirige hacia el mar Caribe y el protagonista, el joven habanero Esteban, la contempla a través del dintel de una nueva puerta que llega a América con las ideas de libertad y progreso, la guillotina).

Durante nuestra caminata charlamos en una especie de slang italo-español, pues ambos concordamos en ignorar el consabido inglés, la langue des affaires. También interpreté para ella algunos cantares gallegos, usando el pecho como pandeiro, a la manera que mi buen amigo Licho me había enseñado en la feliz bohemia compostelana. Ahora voy hacia allí como un peregrino, como un extranjero en su propia patria.

Creía haber estado antes en el pueblo de Carrión de los Condes, pero al llegar no sentí ninguna emoción traspapelada, ninguna referencia. Antes de buscar un albergue, charlé un rato con Johann y Audrey mientras me refrescaba en un bar, como hago de costumbre para suavizar un poco el duro nudo de la necesidad, y ante su pregunta sobre la conquista española –Audrey es de sangre costarricense– y sus motivaciones, contesté inmediatamente: la gloire, no solo la riqueza, como nosotros mismos buscamos ese instante cercano al origen, antes que el oro mismo se amonedase en la historia.

Monasterio de las clarisas, en Carrión de los Condes

Me instalé en un monasterio con un hermoso patio que ahora funge como albergue, en una ascética habitación, para librar a mis compañeros de viaje de mis rugidos, dada la condición de vieux lion que me adjudican. El lugar trascendía a la presencia de nuestros místicos fundadores de conventos, y aunque el nombre señalaba su origen franciscano, sentía la presencia de la santa Teresa de Ávila, que ayudaba a veces con sus monjitas a los albañiles y alarifes, en sus mínimos conventos.

Un trozo de verdadera fe parecía, imagen de la sencilla fuerza y empuje de los hombres y mujeres de la vieja Castilla, aún a pesar de su íntima convicción en la fugacidad e inutilidad de nuestros actos.

Por la tarde, luchando contra el terrible calor, visité la exposición de Las edades del hombre, que se había prolongado un año más, y Carrión comparte con Burgos y el vecino lugar de Sahagún, hacia donde caminaremos mañana, ejemplo de esa reconversión de la religión en cultura y que llena ahora las iglesias, vacías a la hora de las misas. La exposición misma en Carrión se demediaba entre las iglesias de Santiago y Santa María del Camino. En la de Santiago admiré en el pórtico la poderosa imagen del Pantocrátor, imágenes dispuestas en un friso que despedían aliento clásico. El conjunto de imágenes, ya en el interior, era una extraordinaria muestra de la imaginería religiosa castellana, comenzando con los maestros Alonso de Berruguete y Gregorio Fernández; me encontré con una preciosa imagen de la Inmaculada, de Rueda y su taller en Toro, a quien desconocía, vista como una mujer joven y hermosa que recordaba las figuras de Botticelli, en contraste con la misma imagen, madura y triste, de Gregorio Fernández.

La ascendencia de la Virgen

Me resultó llamativa la imagen tallada de los padres de la Virgen, en que una especie de cordón umbilical atravesaba sus corazones hasta llegar a la preciosa niña; imagen un tanto explícita de la fuerza de la descendencia, de la continuidad de la vida como poderoso chorro de sangre, cordón que se retuerce como en las imágenes helicoidales del ADN y señala la confluencia entre azar y destino para todos nosotros.

(En la iglesia de Santa María del Camino, la portada con el capitel que parece aludir al tributo de las cien doncellas, como vergüenza íntima de una sumisión, no de un mestizaje).

Ya a la anochecida, charlé un poco con el poco expresivo Johann, incapaz de adaptarse a los usos y costumbres de estas tierras, sobremanera a los guisotes, que le repugnan, como a otros muchos peregrinos, y forma parte de la vieja mitología del Camino, ya desde el inicio, pues en muchas páginas de diarios y memorias de viajes se identifica a los pícaros mesoneros como uno de los grandes enemigos del romero, y ya en el Codex Calixtinus avisaban de que “prometían todo lo bueno y daban todo lo malo”.

Me señaló el origen bretón de su nombre, y me dio pie para introducir un poco de aliento céltico en su melancólica depresión castellana, promesa de un paraíso galaico en su purgatorio. Cuando disfrutaba en soledad de un último cigarrillo en el precioso patio se inicia una nueva conversación, esta vez con Silvio, un maduro profesor italiano, con aire de play-boy, y que recorre el camino a lomos de una bicicleta, siempre en guerra con los caminantes. Su conversación era un reflejo de esos sentimientos fuertes que despierta el camino y nos sorprenden a los propios escépticos peregrinos, sentimientos de los que me habló con emoción y sinceridad, y quería transmitir en su trabajo como profesor; son las pequeñas oraciones que se crean de una forma sencilla y fuerte en el espíritu del Camino, como la propia arquitectura del lugar.

Y así llegamos hasta hoy, en una marcha rápida a través de la vieja vía Aquitana, donde Agathe supo recuperar el camino perdido en la oscuridad y arribamos al pequeño albergue de Ledigos, donde había dejado dormitando a la Belle y a la Reine, con sus heridas recién curadas, con Audrey escribiendo a mi lado, en un momento mágico, de precioso silencio y gratitud.

Caracteres, tipos, personajes… El señor croata sigue terriblemente solo, cada vez más apagado y triste; son los tímidos de la fiesta, incapaces de atravesar esa extraña línea que los separa de los demás, como el narrador de À la recherche…, preguntándose si estaría verdaderamente invitado a la soirée del palacio-quimera de los Guermantes, horrorizado de la fuerza con que el portero –el aboyer– anuncia su presencia. También hoy mismo, en el maravilloso silencio del albergue, un personaje atacado de monologismo incoherente, de raptos de charla nerviosa, de la raza de los trombonistas, por tanto, intentaba atronar el reposo y la magia de nuestra pequeña saleta. Una sonrisa y una palabra amable serían una buena presentación, pero nuestros hábitos nos traicionan. Hemos perdido hace días al malhadado caminante irlandés, al que encontramos el hermoso día en que las rosas del camino eran como el telón de fondo de algo hermoso, como para una escena de peregrinos, gitanas y soñadores.

 

15 de julio. En Burgo Ranero, camino de Sahagún

Ayer, hacia Sahagún, a través de un camino que continuaba la Vía Aquitana, cruzábamos en la semioscuridad los pequeños villorrios dormidos y las suaves colinas coronadas de trigales y algunas vides. En un albergue, rentado por una simpática pareja italiana, pudimos tomar un tardío desayuno, exhaustos y felices, Agatha y yo mismo, mientras surgen algunas confidencias sobre mi triste carrera sentimental, para explicarle por qué, ante las insinuaciones entre bromas y veras de mis pequeños para que les busque una mamá, les hablo de mi corazón fatigado; también, como ya es habitual, se traslucía en la charla el cariño que me inspira y mi preocupación por sus inquietudes, por un futuro que quiere pergeñar lejos de las brumas célticas de su Bretaña francesa y de su familia, con la que se siente muy unida, por otra parte. Quizá el embrujo de su hermosa mirada, la calidez de nuestras confidencias, así como la idea de una despedida cada vez más cercana, traicionaron la distancia alegre con que nos tratamos y algunas lágrimas me sorprendieron en nuestra caminata; ella fue discreta y cariñosa, y pronto pude recomponerme. Para celebrarlo, tomé una fotografía suya en el lindo puente que nos acercaba a una hermosa pequeña iglesia de aspecto mudéjar, ya cerca de Sahagún, otro de los enclaves de mi pequeña mitología peregrina. Allí topamos con Audrey, con Vanessa, la piccola y graciosa Benedetta, las hermosas muchachas del Camino y sus acompañantes, Andrea y otro muchacho de origen brasileño, a la espera de los petits ou grandes amours que van surgiendo en el camino mismo, esa novela que gusta de estos interludios amorosos, de escenas de encuentros y desencuentros, como en un peregrino Quijote.

Llegada alegre a un albergue que nuestro roi había elegido para el grupo, un tremendo edificio regido por la orden, o lo que sea, de los maristas, a quien conocía de mis experiencias a través de mi periplo estudiantil, de gentuza en gentuza. Nos recibieron con una cierta amabilidad, disculpándose por la tardanza en acomodarnos, así como pergeñaron un programa que incluía reflexiones, misas y hasta una cena compartida entre los peregrinos y la propia clerecía y hospitaleros. Pude disponer de una nueva habitación individual, privilegio de mi condición de rey león, y me animé, después de mis abluciones y la obligada lavandería, a participar en una pequeña reunión en que los peregrinos deberíamos elegir entre una serie de símbolos para narrar nuestras experiencias; en mi caso, elegí una reloj de arena, mientras las dos damas con las que participé en la reunión, una estrella y un féretro; en este caso, Josefa, una señora española radicada en Francia desde niña, desveló todo un rosario de calamidades que había sufrido en los últimos años, entre ellos la imposibilidad de despedirse de algún familiar cercano, entre lágrimas que apenas le permitían atender a las untuosas palabras del moderador ni a las de su compañeros de charla, por cierto, que buscábamos una brecha en su torrencial discurso para señalarle que esa carga debía irse transformando en otra emoción a lo largo del Camino mismo, medio y fin de toda peregrinación. Como se puede apreciar, en mi caso la elección de símbolo obedece a una obsesión para comprender ese destino que se creó para nosotros en la nebulosa extraña del origen, como imagen de esa Vía Láctea que nos conduce a una peregrinación por la historia misma, como las que nos lleva ahora a los finisterres, antes de que ese destino se oscurezca, o se cumpla.

Por la tarde, vuelvo a mi paseo cultural bajo el inclemente sol de estos días y me dirijo a visitar la arquitectura mudéjar que se identifica a menudo con el lugar, con la salvedad del reino de Aragón, desde luego. Por la mañana, ya había visitado alguna iglesia, como San Tirso y San Lorenzo, donde admiré los restos de una antigua tracería que en tiempos dulcificaba el ascético aspecto de estas iglesias. Ya por la tarde, camino hacia la mole del santuario de la Peregrina, donde se encontraba la tricéfala exposición de Las edades del hombre, que había visitado en la vecina Carrión, y conserva en una capilla funeraria de los Gómez de Sandoval una hermosa decoración de yesería. La exposición, creo recordar, no tenía la calidad de la homónima, pero la señoreaba una pintura de José de Ribera con el tema de los Reyes Magos, con el maravilloso realismo del Spagnoleto en las figuras y en los gestos, barroco que se deleita en la expresión de nuestra compleja sensibilidad, dolor y esperanza unidos, como en el caso de la doliente peregrina. Las figuras y los personajes me hacían pensar en la pérdida del aura de aquellos que hoy intentan sostener ese cuerpo moribundo de la Iglesia, como sentía en los gestos y los violentos ademanes del nuestro introductor en el albergue, devenido a lo largo del día como perro de presa de incautos fumadores, y ya en la mañana especie de silenciador molesto, que creaba más ruido que los pobres semidormidos peregrinos. Mi memoria se volvía tristemente a la galería de todos esos personajes mediocres, o directamente sinvergüenzas y malvados, a los que la sociedad había encargado la tarea de corromper la inocencia de quienes cayeran en sus manos.

Hoy, entonces, llegamos al Burgo Ranero donde, con la complicidad de Agathe, esquivé el albergue local, un verdadero horno; desde mi habitación del pequeño hostal observaba cómo se mantenía bajo el tremendo sol a los muchachos con la excusa del registro y el papeleo. También con la complicidad de Agathe, escapé por la tarde a la inevitable dieta del spaghetti peregrino y celebramos una cena en un pequeño restaurante de sorprendente buena cocina, con la atención de una alegre muchacha, parisina de nacimiento, regresada quizá a la tierra de sus mayores. Un pequeño lujo para suavizar los días de terrible fatiga.

[Algún tiempo después leí en las memorias de un curioso peregrino dieciochesco italiano, Nicola Albani, entre pícaro e ingenuo, el encuentro con el cadáver de un pobre peregrino, devorado por los lobos en las afueras de este mismo lugar de Burgo Ranero, como historia feroz. Son curiosas también sus narraciones de encuentros con bandoleros; en una de ellas, escondido entre la maleza, debe soportar que uno de esos pícaros le orine encima, para no traicionar su presencia. A otro, ya en Portugal, le golpea y mata con su báculo de peregrino. Es graciosa, si se quiere, su resistencia frente a los avances de una hermosa peregrina, en algún lugar de Galicia, pues la castidad era parte de la promesa peregrina, lo que afortunadamente hoy no se estila, excepto quizá para moi même. Como he señalado, tenía también sus trazas de pícaro, y consigue hacerse con una buena bolsa de dineros, obtenida de limosnas y algunos trabajos en Lisboa, donde finalmente recala, pero al pobre hombre se los quitan unos malhadados británicos antes de llegar a su patria. Su historia señala ya el descrédito general de la figura del peregrino, que deviene un “profesional”, y encontró en la legislación avisos y penas para estos embaucadores por toda la Europa católica, ya desde el propio rey Felipe II español. También en la literatura se señala este descrédito, como en el propio Don Quixote cervantino en el capítulo del graciosos encuentro de Sancho Panza con el morisco Ricote y otro peregrinos alemanes, que ya hemos citado. También en nuestro camino surgen historias un tanto siniestras sobre falsos peregrinos, que aprovechan el cansancio y la fatiga de los caminantes para robarles en los albergues].

Compartí una parte el camino con Benedetta, una muchacha napolitana, profesora de griego antiguo y otros saberes delicados, y nos entretuvimos cantando algunas melodías de nuestras tierras, alegre intercambio que supera todas las barreras, idiomáticas incluidas.

 

Sábado, 16 de julio. Cerca de León

Otro día de un calor tremendo en que caminé de nuevo con Agathe, y del que no recuerdo demasiado, quizá la expresión seria y reconcentrada de la muchacha al llegar a la orilla de un río, cerca de Mansilla de la Mulas, nada menos, como encerrada en pensamientos negativos, en la exasperación por la fatiga, a la vez que confesaba haber caminado entre lágrimas los últimos kilómetros, tributo a las melancolías que no quieren ser olvidadas. Por la mañana, muy temprano, pude seguir apenas el ritmo tremendo de la grácil muchacha, pues recorrimos distancias enormes para mis viejos huesos en apenas unas pocas horas. Era bonito cantar en la noche cerrada, como en un viejo rito para celebrar la llegada de la luz: “Arbolea/ tú eres el aire/ que a mí me lleva…”. Cerca de un bien deseado café, un corzo nos recibe con una alegre danza entre los trigales; apenas veíamos su pequeña cabecita, como en un abrir y cerrar de ojos.

En el pobre albergue de un pobre lugar, cerca de León, nos recibe un mesonero superado por la avalancha de exhaustos y sedientos peregrinos, así como una música terrible, que al parecer se debía a la celebración de ¡un bautizo! Supongo que el niño sería sordo, o lo será.

Ya de tarde llegaron Audrey y Johann, en un estado un tanto lamentable, pues retrasaron su marcha para disfrutar de la sombra del melancólico río que nuestra bella habían recrecido con sus lágrimas; ambos defienden su presupuesto con uñas y dientes, como tantos jóvenes, y ella tuvo un pequeño rifirrafe con nuestro aposentador sobre plazos y precios, por lo que decidieron instalarse en una antiguo lavadero con su pequeño equipo de supervivencia y el plus de la mochila mágica de Audrey, inacabable, deliciosa despensa. Los fui a visitar a su pequeño chateau y pasamos un rato agradable; Audrey, muchacha atractiva en sus rasgos criollos, tiene un cierto aspecto de Diana, protegida por las fuerzas de una espiritualidad delicada, con aire de doncella medieval, como de la estirpe de los cátaros, los hermanos de la pureza. Cuando ya regresaba al albergue me llama sollozante por teléfono, pues ha encontrado un pequeño pájaro caído de un nido y no sabe muy bien cómo atenderlo. Unos viejos me aconsejan que lo acomoden cerca del lugar donde ha caído, y sus padres seguirían alimentándolo al oír sus quejidos; pero el pobre pajarillo ni siquiera lloraba de pena, seguramente conmocionado por la caída y el terrible calor.

 

León, 17 de julio

Por la mañana camino con la curiosa pareja por un espantoso paisaje de industrias y demás, que poco a poco nos deja penetrar en la ciudad hasta toparnos con la resplandeciente blanca catedral, un trozo de la vieja Francia trasplantado como por milagro a estos páramos.

Tumba en la catedral de León

Tras un café, paseamos morosamente por las naves y capillas, así como por el claustro, en un silencio hermoso que la curiosa pareja cultiva con elegancia y hacía aún más placentera la luz filtrada por los vitrales. En algún lugar del templo me encuentro con la tumba de un personaje en que la propia acción del tiempo corroyendo la piedra acrecentaba el sentido de las imágenes, de los símbolos de la pasión, y me recordaba que en algún momento debería tratar sobre los nuevos ritos funerarios surgidos en el Camino.

Tras un rato un tanto extravagante en que canté acompañado por un señor, gitano quizá, que tocaba la guitarra en la calle, así como había entonado nuestro himno mañanero en el encuentro con mis amigos, y tras instalarme en una pequeña y coqueta pensión, comí algo con Agathe, en un rato divertido y cariñoso, que borraba mis pasadas aprensiones.

Por la tarde duermo excesivamente, asustado por el calor, y no hago apenas planes esperando la llamada de Andrea, mi estupenda compañera del Camino del Norte, con quien había quedado en verme en su ciudad. Me reencuentro con jirones de nuestro grupo y me dirijo a un restaurante, o pizzería, donde nos encontraríamos para cenar; la cita con Andrea ha resultado un bluf, no sé si por mi torpeza a la hora de entender sus indicaciones, o por cualquier motivo que no se me alcanza; y es toda una desgracia que esa extrañeza comience ya su labor en el camino, pues la cena resultó un tanto penosa, con la presencia de un personaje que creía haber perdido ya hace mucho, así como me pareció un tanto desangelada y triste la despedida con Alex y Geneviève, pues quizá ya no volvamos a vernos –ellos van a quedarse un día más en León y sentía que debía comenzar otra novela diferente, con diferentes amigos, historias…

Sentí no visitar San Isidoro, con su exquisita bóveda pintada, imagen sobre piedra de un hermoso libro de horas, delicada joya de nuestro románico que ensaya para la gran obra de Compostela. Pero el terrible calor se cobra su impuesto, como avanzada de modernas profecías que suponen ya al menos un purgatorio en la tierra, castigo por nuestra pasión por la técnica, que nace también en el origen, en la invención de los relojes que se atribuye al papa Calixto, el pastorcillo de Aurillac. Enterrado con su súcuba, el estremecimiento de sus huesos en la tumba anuncia la muerte de un Papa, y quizá otras catástrofes.

 

Astorga, martes 19 de julio

Ayer caminaba solitario por unas sendas que se desviaban un tanto de las horribles carreteras y el ruido del tráfico, a través de algún bosquecillo y por tierras de cultivo de color rojizo –después de mucho, reencuentro con un hermoso roble. Volvían de nuevo mis viejas pesadumbres cuando recordaba a la gitanita bretona, insomne y agotada por el calor, que había decidido permanecer un día más en la ciudad.

Emocionados ritos del camino

[En la imagen, el hermoso recuerdo a un peregrino fallecido en este camino; los zuecos de porcelana, como un apunte de Delft en estas soledades, un Vermeer azulino, un brillo emocionado como el que sugería Marcel Proust para los últimos momentos del escritor Bergotte, y le traían una especie de redención].

Historias de muerte –y resurrección– se encuentran en la escasa aportación del Camino mismo a la literatura y con un tratamiento a menudo burlesco, que ya veíamos en las observaciones que le dedicó don Miguel de Cervantes. Sin embargo, una narración, que se refiere a este duro paso y alcanzó gran popularidad, es la historia narrada en el propio Codex… acerca de los amigos que viajan juntos y, al fallecer uno de ellos, el otro se compromete a llevar a su cuerpo a Compostela, para lo que encuentra la ayuda de un caballero que los transporta en un abrir y cerrar de ojos al Monte do Gozo, donde el amigo reposa ahora en la pequeña iglesia de san Lorenzo. El caballero Sant-Yago, pues no es otro el personaje, deja así su papel de guerrero para asumir el de psicopompo, de acompañante de los muertos en su camino a la eternidad para que puedan penetrar en un Pórtico de la Gloria, entrada al reino de la luz para quien ha sido tan fiel y valiente como el amigo. Recordamos también la historia de don Gaiferos de Mormaltán, a quien dejamos al lado del dolorido Ángelo, y tiene ahora su final, pues Don Gaiferos, con la ayuda del coplero de la Virgen de Bonaval, su ángel, llega finalmente a su destino para morir a los pies del apóstol.

 

E o vello das brancas barbas

caíu tendido no chan,

Pechou os seus ollos verdes

verdes como a auga do mar.

(Y el viejo de blanca barba/ cayó tendido en el suelo/ Cerró sus ojos verdes/verdes como agua de mar).

También hay algunas historias de una fantasía un tanto truculenta en la literatura del Camino, como las del peregrino sienés y la extraña compañía en la que recala en su viaje –publicada ya en el siglo XVIII– pues se encuentra en un castillo donde le sirven garras de oso para cenar, que le parecen manos humanas, mientras un hombre se balancea colgado de la chimenea y una mujer ciega come su sopa en una calavera humana. Se enterará por el castellano que son castigos por haber mutilado a su propio padre, en el caso del pendu y la triste mujer es la suya propia, a quien cegó como castigo por su adulterio. Después, peregrinará a Compostela, en compañía de un amigo que encuentra en el camino, y le sucede la misma peripecia que en la historia que ya hemos contado. Y aún más, pues su amistad le lleva a sacrificar a sus propios hijos para curar la lepra del amigo, resucitados después por el propio apóstol, eso sí. Como vemos, la inocencia original se convierte en una especie de folletín sangriento.

La adúltera de puerta de Platerías ( A. G. Olmedes)

Para algunos estudiosos, la terrible imagen de la adúltera y la calavera recuerda la bien conocida de la portada de las Platerías, en la catedral de Compostela, en que la pecadora debe sostener para toda la eternidad el cráneo de su amante. Quizá, como en el episodio de la Divina Comedia, los amantes no pueden olvidar el fuerte lazo que los unía, ni siquiera en el infierno donde están condenados: ‘Amor constante más allá de la muerte’, titula don Francisco de Quevedo un decidido soneto.

Más delicada y tierna es la historia de la pastora Adega, que recoge Don Ramón del Valle-Inclán en su Flor de Santidad, pobre muchachita de una aldea remota a quien seduce un peregrino de luengas barbas y hermosa figura; el hijo que concibe le parece haber sido obra del propio mesías. Deberá ser llevada a la ermita de San Baya de Cristamilde y recibir los siete golpes de mar en la playa de la Lanzada, símbolos de los siete pecados capitales, que curarían a las muchachas poseídas por el “ramo cativo”, por el demonio.

¡Feliz quien pueda encontrar la mano de un amigo para un tránsito tan duro! Pero ahora debemos guardar nuestras fuerzas para seguir el camino, también para ayudar con otras historias a los que quieren llegar a ese pórtico de la luz, con la ayuda de sus alegres compañeros.

Volviendo al camino, me encuentro con Nathalie, con su paso lento y gracioso, y comentamos sobre las pérdidas y ganancias de nuestra aventura; también, la esperanza de que alguien enjugue esas posibles pérdidas. Poco después las palabras cobran vida, pues me la encontré volviendo angustiada sobre sus pasos y pude devolverle la visera que su amor peregrino le había entregado como prenda de cariño, perdido cerca de alguna de las acequias –regueras, en territorio leonés– donde nos refrescábamos para combatir el terrible calor.

En Hospital de Órbigo encontramos un precioso albergue, regentado por unas señoras alemanas que han recuperado una vieja casa lugareña, con su hermoso patio de entrada, sus balconadas y un alegre jardín donde reposar de la terrible dureza de estos asfixiantes días; las curiosas hospitaleras, atentas y simpáticas, para quienes entoné una estrofa de otro himno, de cariño en este caso, ‘Gitanita y canastera’, también para el recuerdo de mi querida niña.

Me reencuentro con Audrey y Johann, con quienes celebramos una pequeña cena preparada por un curioso calabrés, Matteo, con quien practico mi cinematográfico italiano, aprendido en los maravillosos cineclubs de la época universitaria. Tras atender las dolencias de Justo, un maduro peregrino navarro, de esencia roqueña, como de la vieja España, apareció en escena un personaje a quien encontré lloroso en el fresco vestíbulo del lugar e invité a sumarse a nuestra mesa, y a un vaso de vino; pero no lloraba de pena, como el pajarillo, ni de felicidad, como yo mismo hago a veces, sino de una rabia seca y sucia de odio y escándalo por la vida de los jóvenes peregrinos; quiso incluirnos a los más veteranos de la tertulia en su siniestro halo, pero ni siquiera el fuerte Justo se dejó arrastrar a la suciedad que emanaba de su discurso y pronto se dio por vencido. Una vejez alegre es el premio de una vida para quienes alguna vez han amado.

Por la noche, no podía conciliar el sueño, desvelado por las sacudidas eléctricas de las emociones vividas, la alegría de volver al camino, la pena por los ausentes, aunque la valiente muchacha francesa me había comentado que ya se encontraba mucho mejor y volvía al camino. ¡Bravo, gitanita!

En las memorias peregrinas, el hermoso puente del lugar conserva el recuerdo del quijotesco caballero Suero de Quiñones, que retó a todo aquel que quisiera cruzar el puente y venció a infinidad de rivales. Después, portó la cinta de la dama por la que combatía hasta Compostela, como algunos de nosotros la pequeña piedra para depositarla en la Cruz de Ferro, y quizá pensar también en nuestros duelos y amoríos.

Por la mañana, en camino hacia la vieja Astorga con una muchacha de aspecto oriental, norteamericana de Chicago, pero de ascendencia armenia, Natalie, con quien desayuno en un curioso y destartalado garaje que nuestro huésped, Gumersindo, ha preparado con cariño para atender a los peregrinos, una de las bonitas alegrías del camino, pequeños espacios que condensan un tiempo cercano a los viejos ritos.

Y no sería el último en el día, pues en medio de un dorado campo de trigo, un lecho que trascendía las fantasías de un Dalí, hermosa imagen surrealista, anunciaba un oasis en que un muchacho catalán, David, atendía a los caminantes con un espléndido refrigerio de fruta y zumos; un lugar verdaderamente mágico, de cuento oriental, en que Johann pulsaba una guitarra y después unos simpáticos muchachos italianos, y yo mismo, nos animamos a tocar y a cantar, en mi caso una ‘Llorona’ dedicada a la emocionada Audrey. Mi pulso estaba agitado y mi corazón se desbocaba como si fuera a despedirse, pero pensaba que era un hermoso día para morir y quizá alguien colocase también para mí un recuerdo emocionado, como para el caminante holandés.

Oasis caminero, con sombra y lecho.

Para despedirnos, y a capella, entoné ‘Yo solo quiero caminar’, que suponía un reto de nuestra hermosa hermandad a las dificultades y el calor del vibrante día. Ya después, Natalie y sus amigas, una pequeña y valiente muchacha suiza, de aspecto agitanado, y una cálida joven, llegada de la Bohemia de los poetas, entonaron de camino un Utreia que sonaba a coro de ángeles, antes de llegar a la vieja ciudad donde me busqué un hotel para esperar a la hermosa gitanita, y así decirnos adiós.

Triste y cariacontecido después de una experiencia desagradable en el albergue, de nuevo con el viejo amargo, me busco un hotel. Duermo una larga siesta y me levanto casi de anochecida, separado de la vida fuerte y solidaria de mis compañeros, pero me acerco al albergue en un penoso estado y el maravilloso azar de este tiempo congelado me ofrece la compañía de Audrey, con quien paseo por la ciudad cogidos del brazo, como en una escena de la vieja vida provinciana de la que hablábamos, no en la dura versión balzaquiana, sino con algo de la memoria de los amores adolescentes. Me acompaña en mi cena y todo vuelve a su ser, a este diapasón fuerte de las emociones que señalan el verdadero espíritu de los corazones peregrinos, de este extraño sueño en el que vivimos desde hace ya tantos días.

Y ya solo quedaba reencontrarme con la hermosa muchacha, y decirnos adiós. Paseo por la ciudad y visito la catedral, buscando quizá alguna señal que pueda ayudarme en el trago amargo que me espera y recorro la imaginería del museo aledaño y de la propia iglesia, pero solo me detengo con admiración ante la imagen de un sarcófago; quizá ante el sueño de amar, las cenizas declaran su fuerza con más énfasis: “serán ceniza, mas tendrán sentido/ polvo serán, mas polvo enamorado”.

Sarcófago en el museo de la catedral de Astorga

Las escenas de Viejo y Nuevo Testamento flanquean las figuras de Adán y Eva junto al árbol de la ciencia del Bien y del Mal, en el Paraíso, cuando ya los primeros humanos se avergüenzan de su desnudez. Únicamente, un Cristo extrañamente imberbe puede revertir ese terrible castigo, aquello que nos hace humanos, como en el milagro de la resurrección de Lázaro; también nosotros podemos volver por momentos, o en el exafaines platónico, a ese paraíso donde no existe la necesidad, el duro trabajo: “Allí el gran árbol le da su fruto/ al que el nombre del fruto diga”, paraíso del lenguaje en que podemos, como en el amor, retornar al origen, a la idea de un inocencia en que ya nos avergonzaríamos de nuestra desnudez, de la dolorosa exposición a que están condenados los amantes: “dans le véritable amour, c’est l’âme  qui enveloppe le corps”.

 

En Cacabelos, viernes, 22 de julio

Antes de ayer me despedí de la hermosa muchacha, a quien no veía desde hace días, y me sentí como un adolescente torpe y sentimental. “Il faut partir, il faut partir”, repetía, y mis ojos se llenaban de lágrimas, también sus hermosos ojos, y comencé a caminar, lastimado por mis emociones y un sol inclemente. Las lágrimas no me dejaban apenas reparar por donde iba, reconcentrado en mis penosos sentimientos; me hubiera gustado estar más alegre y cantarle alguna canción de despedida, un repique de pequeñas campanas flamencas para su amabilidad y su linda figura: “¡pero qué bonita eres!/ ¡pero qué bonita eres!/ por donde tú vas pisando/ nacen rosas y claveles…”, y así hacer más tolerables esos extraños momentos del adiós, pero fui incapaz; el corazón no envejece, dicen los poetas, como debo colocar un punto y aparte en mis emociones, incapaces también del punto y final.

Llegué de atardecida a Rabanal y me encontré con la presencia serena de Johann, el D’Artagnan con que le había bautizado un simpático madrileño. Pude recomponerme en una pequeña sala al aire libre en el tranquilo camping, tomando un vino con el bravo muchacho, así como cenar algo. Es un joven muy amante de su país, de su música y de las costumbres de la vieja Francia, pues se crio en el campo con sus abuelos, creí entender en mi cariacontecido francés, pero en el Camino busca una orientación para su futuro, pues ya no entiende su existencia en un París salvaje, entregado a peleas y a una delincuencia feroz; terrible brecha en la conciencia de una gente que se sienten extranjeros en su patria, peregrinos verdaderamente.

En un momento, con su habitual tono serio, me preguntó si yo llevaría una pequeña piedra para Agatha, en la Cruz de Hierro, y me conmovieron su perspicacia, su delicadeza. Después, pude contestar a un mensaje de la hermosa muchacha con cierta serenidad: “Il faut soufrir, parfois…” asumía, pero agradeciendo a la vida y al Camino el hermoso regalo que me había hecho; volver entonces a ser su chevalier servent, en la distancia, en las emociones, sin el nudo en la garganta y en el corazón de las tristes despedidas.

Muy temprano, de nuevo, inicié la subida a la Cruz, por hermosos caminos, y allí deposité la hermosa piedra blanca que me habían destinado en Saint-Jean Pied-de Port, junto con otra pequeña piedrecita blanca con tonos verdâtres, como Johann había adivinado. El camino se volvió difícil una vez se hace cumbre, aunque me entretuve un rato charlando con el curioso hospitalero templario, uno de los maravillosos locos del Camino; le recordé cómo me había dado hospitalidad, verdaderamente, hace muchos años, en un día frío y desapacible, que pude combatir con su amabilidad y su café. Ahora, su conversación era un rosario de quejas amargas sobre la ingratitud humana y la conversión del propio peregrinaje en un asunto de negocios; también, de una delincuencia astuta que explicaba, según él mismo, la presencia de la Guardia Civil caminera, o a caballo.

Descendiendo por caminos difíciles, me encontré verdaderamente mal, pues mi estómago volvía a fracasar, y tras un interludio de charla y alguna canción con Josefa, la brava peregrina oriunda de Baena, los últimos kilómetros se me hicieron terribles. De nuevo, el maravilloso azar del Camino me deparó un amable hospitalero, en el albergue del Oso, ya en el hermoso lugar de Molinaseca, que me atendió con cariño y me hizo beber y descansar, consciente de mi lamentable estado; había llevado incluso a plantearme abandonar mis ilusiones de llegar a Compostela. La presencia de la delicada Audrey, que había caminado una barbaridad de horas bajo el terrible calor de este día, así como de Johann, a quien reencontré verdaderamente exhausto, y la de mi compañero de albergue, el gentil y sensible Rafael, fueron también una verdadera brisa fresca para mi agotamiento y mi exhausto corazón.

Hoy mismo, vamos hacia Cacabelos, en una tranquila caminata con Audrey y Rafael, mientras el agotado Johann nos sigue en una obligada marcha lenta, y donde volví a encontrarme al encantador grupo que ya bauticé como Ultreia, con la pequeña Natalie. Al llegar a Cacabelos, pasamos un agradable tiempo en un bar donde conseguimos retener a Audrey, dispuesta a continuar su velocísima marcha, a pesar de que sus pies no están precisamente en buen estado. En un curioso albergue de estructura efímera, en los aledaños de la iglesia de la Virgen de las Angustias, nos recuperamos de nuestro cansancio, incapaces siquiera de aprovechar las aguas de un río cercano para refrescarnos; por la tarde, paseamos por una feria “medieval” con sus mercadillos y demás (Audrey me preguntaba extrañada por el gesto adusto y serie de los participantes: ¿Nadie sonríe? Quizá la industria de la diversión ha acabado con la alegría de la fiesta, convertida en una obligación más). Ya tarde, el estado de Johann parece empeorar y quizá deba permanecer algún día más en el lugar.

En una charla telefónica con mi amigo Jesús, que se encuentra recuperándose de un nuevo ataque del dichoso virus, no consigo engatusarle con mis historias y emociones del Camino; pues, quizá como en el amor, vivimos en una especie de encantamiento que se vuelve incomprensible, o incluso ridículo, para los demás.

Sentí encontrar cerrada una vieja taberna que recordaba de otra excursión, precisamente con Jesús, verdadero lugar añejo, donde el vino se distribuía desde los propios bocoyes, como en las míticas tabernas de la propia Compostela, donde nos emborrachamos a gusto ¡y seguimos caminando! Y no recuerdo más.

 

25 de julio, día de Santiago Apóstol

Desayunando en un bar, en el lugar de Triacastela, un tanto frustrado y perplejo.

Antes de ayer, recalé en Vega de Valcárcel, en un bonito albergue, a donde llegué después de una buena caminata desde Cacabelos por un paisaje de viñedos hasta llegar a Villafranca del Bierzo, donde apenas pude tomar un té; ya después inicié la ascensión por la montaña, paisaje que recordaba fresco y amable, ahora reseco y desolador, enmarcado por los omnipresentes y estólidos sembradíos de pinos. Al llegar a un pequeño caserío, en lo alto del recorrido, me repuse con una limonada recién hecha por la propietaria de un pequeño albergue, ¡aleluya! Contemplaba los huertos amenos y los bosques de robles desde una hermosa terraza en compañía de una estólida señora, de origen coreano; me pidió un cigarrillo y, al ofrecerle otro cuando me despedía, se lo colocó tranquilamente en la oreja. Audrey me llama y cuando le pregunto por el enfermo me dice literalmente que “es loco” y quiere seguirla en la dura ascensión, aunque yo creo que simplemente la quiere mucho. Todos estamos un tanto locos, algunos más que otros, la verdad.

En Villafranca, siempre lugar amable y con carácter, recordaba la historia contada a Nicola Albano del tabardo robado a un peregrino y que se le apareció arrollada alrededor de la estatua de Santiago, cuando estaba abrazándola; por lo que en Villafranca eran muy caritativos con los peregrinos, en especial con los frioleros, imagino.

Comienzo el descenso hacia la Vega por pistas que verdaderamente no están hechas para caminantes, y ya después por los caminos de cemento aledaños a las carreteras que nuestras autoridades consideran seguramente una opción plausible, sin sombra ni agua. Asqueado y hastiado, me recompongo en el limpio y alegre albergue, en una vieja casona de muros de piedra y techos sostenidos por enormes vigas de castaño, fresco y silencioso, verdadero oasis para la aridez del alma. Me acompaña en la cena en una linda terraza un muchacho catalán, Pau, que camina quizá demasiado aprisa, le amonesto, pues pasa de largo ante las alegrías y penas de los demás, sin tiempo para compartir las suyas propias; el camino mismo es también un destino.

Ayer mismo, inicié en solitario la subida hacia el Cebreiro, en un éxtasis tranquilo y feliz, para culminarlo en la pequeña iglesia, lugar de un Grial galaico, de mitos viejísimos que se renuevan por épocas, como la presencia de Don Merlín y doña Ginebra en la cercana selva de Esmelle, vuelta toda azul cuando el mago jugaba con los colores para delicia del encantado sirviente, el Calros de las historias de don Álvaro Cunqueiro. Son pequeños secretos inverosímiles, excepto para los soñadores. Después del purgatorio castellano –y leonés– llega una bocanada de feliz aire fresco desde el Paraíso, quizá, o desde los mares de los bienaventurados.

[Recordaba el milagro del lugar, relatado por un tal Molina a su paso por el lugar a mediados del XVI, con la conversión del pan y el vino en cuerpo y sangre divina para renovar la de del clérigo dubitativo, en presencia del campesino llegado en pleno temporal de nieve. En su Descripción del Reyno de Galicia, Molina cuenta que las pruebas del milagro se conservaban en ampollas y cómo el emperador Carlos no quiso verlas, pues parece afirmó solo los herejes necesitaban esa confirmación –aunque la anécdota respira cierto aire burlón. Un autor como Vázquez de Parga considera difícil enlazar el milagro con la idea del Santo Grial].

No quise quedarme en el lugar, demasiado atestado de visitantes, y continué mi camino hasta el lugar de Fonfría, poniendo a prueba mi oxidado “galego” con algunos paisanos, como el viejo que recogía hierba para el largo invierno de los rebaños y se quejaba del abandono y la indiferencia del mundo para los pocos infelices paisanos. En algún bar, vuelvo a encontrarme con el imprevisible Lorenzo, cultivando la amistad de alguna de sus enamoradas en el Camino, pero mi intención es llegar hasta Fonfría, donde recordaba un agradable albergue, en mi última –y muy corta– experiencia como peregrino. Allí me instalé, y me entretuve charlando con una agradable pareja de hermanos chilenos, Ignacio y Cecilia, para poner al día mis recuerdos de América, tan lejanos me parecen ya. También se sumaron otros huéspedes, un chico mexicano, con la mirada un tanto turbia de los mestizos, y una señora francesa que peregrina con sus dos pequeñas hijas en compañía de un extravagante italiano, Marco, y más gente aún, en torno a una vieja guitarra y unas cervezas. La presencia hispana hacía la conversación y el ambiente un tanto sobrecargado, como es de rigor, y las canciones apenas se escuchaban en el tráfago de las risas e historias de nuestra frágil comunidad, que remata en un baile aflamencado de Marco con una de las muchachas, jaleado por los demás. Ya casi empiezo a echar de menos mi triste soledad, pero aún no, todavía no, suplico en mi oración nocturna, con una hipocresía de avaro.

 

Miércoles, 27 de julio. En Melide

Mis emociones, mis fuerzas, comienzan un diminuendo, como el Camino mismo, invadido por hordas de familias y aún pueblos enteros, dirigidos por curas párrocos y/o empleados de tour operators, supongo. La pérdida de lo sagrado crea un contrapeso evidente en el aumento de las ofertas turísticas, en este caso la posibilidad de una meta espiritual ganada en cómodos plazos, imagino; en cinco, exactamente.

He caminado estos últimos días en la compañía de Audrey, la un tanto enigmática muchacha franco-costarricense, de trato a veces difícil, pues su franca amabilidad, su cariñosa preocupación por cuanto triste peregrino cae a su alcance, tienen a veces la contrapartida de súbitas decisiones y cambios de humor, tan difíciles de seguir como la extraordinaria velocidad de su caminar, cuando parece la imagen de una vibrante Diana, morena y grácil. También comparto trechos del camino con Rafael, que me aconseja en mis estupefactas consideraciones acerca de la huidiza muchacha y entiende que sus idas y venidas pueden indicar quizá un cierto miedo a cerrar el capítulo de la peregrinación; pues nuestra prioridad es seguir las flechas amarillas con algo de entusiastas autómatas, lo que deja en cambio suficiente espacio para que nuestro íntimo ser labore silenciosamente, devanando la madeja de las angustias, de nuestras íntimas esperanzas. Se acercan quizá tiempos en que los jóvenes deben soñar con su sacrificio de sangre, con sus anhelos más insensatos, y presienten si tendrán que hacerse la terrible pregunta del joven Hans Castorp cuando debe abandonar la montaña mágica y se arrastra por las trincheras en los campos de batalla: “¿Será posible que, de esta bacanal de muerte, también de esta abominable fiebre sin medida que incendia el cielo lluvioso del crepúsculo, surja alguna vez el amor?”.

En uno de esos cuasi secretos lugares que el Camino nos ofrece estaba la vieja casona del lugar de San Xil, que recordaba de otra ocasión, y adonde recalamos después de que, para mi sorpresa, apareciese Audrey en el café donde desayunaba y pergeñaba estas notas, en Triacastela, otro lugar ya presente siempre en mi memoria de caminante, justo cuando me colocaba los arreos para continuar mi solitario camino. En San Xil, unos curiosos jóvenes han medio arreglado una casona y han invertido los oficios de las tradiciones campesinas, los lugares que durante siglos cumplían otra labor; así, el cobertizo que se dedicaba a guardar los arreos, y también el pasto para los inviernos, es ahora un alegre recibidor para los peregrinos bohemios, con su mesa colmada de frutas y bebidas; así como el patio al aire libre, donde se devanaban en tiempos las mazorcas del maíz, o se mazaba el lino, es ahora una sala donde se devanan conversaciones, o se disfruta el silencio y la hospitalidad. Inmediatamente se me viene a la cabeza la ruinosa casa de mi abuelo, en la aldea gallega, que se ha degradado, como sus ilusiones mismas, y no encuentra quien sepa darle nuevos usos.

Después de un pequeño descanso en estos lugares que recrean un futuro distinto al del progreso, caminamos a menudo por hermosos sendas, hasta alcanzar los horrores del feísmo de la arquitectura moderna en uno más de los degradados lugares que marcan las etapas de esta última y superpoblada parte del camino; decidimos entonces continuar hasta un albergue que se encontraba en una hermosa colina, donde recalamos en compañía de la pareja chilena, harta de buscar alojamiento entre la marabunta de los “neoperegrinos”. Allí, Audrey fue raptada por un grupo de simpáticos muchachos italianos, entre los que se encontraba el magnífico y anarca Lorenzo, y yo conversé un tiempo con Ignacio, el serio y amable muchacho chileno, Hurtado de Mendoza de apellido, creo recordar, de vieja raigambre castellana, que quiere dedicar unos días a meditar en algún lugar de la costa, como su homónimo de Loyola, para quizás lanzarse después al mundo con un alma remozada.

Por la mañana, al abrir la puerta del albergue, multitudes de muchachos invadían la calzada, como en una visión de un éxodo, o de ese sendero ancho que era para los teólogos, como el seco Baltasar Gracián, la imagen misma del fácil camino hacia los pecados y tentaciones de los viejos catecismos. Yo me convierto también por unos instantes en un furibundo predicador de calamidades y les increpo desde la puerta de nuestra habitación, ante lo que algunos saludan alegremente y otros, supongo, se atornillarían la sien.

Caminamos abriéndonos paso entre el gentío y avanzamos rápidamente hacia Portomarín, donde volvemos sobre nuestros pasos para visitar la iglesia, pues Audrey había olvidado ese rito que sigue con escrupulosa fidelidad, buscando una iluminación, imagino, ganar el precioso tiempo del silencio, miniado como los viejos Libros de Horas. Nos encontramos con nuestro chef en Hospital de Órbigo, Matteo, que me da noticias de la preciosa Vanessa  –pienso en la nabokovia Vanessa, la mariposa llamada así en honor del escritor amante de las muchachas de pelo y tez morena– y también me conmina a cuidar de mi compañera de caminatas: “Io la defendo con la mia vita!”, le respondo, en una escena con la fuerza de la maravillosa teatralidad italiana, ante los estupefactos clientes de un pequeño supermercado; Matteo simplemente asiente, con el aliento trágico de la gente calabresa.

Seguimos hacia Gonzar, donde me encuentro de nuevo con Rafael, y también con nuestro versagliero Lorenzo, pues la pluma de un pavo real remata su estrafalaria montura, y allí me encuentro a uno de los maravillosos personajes que hacen honor al Camino, seres de una sangre muy vieja, como arrancados de un pórtico, y devuelven a la tentación del futuro la alegre melodía del origen: Roberto y su perro Totó. Mientas tomo un poco de agua y un pescado hervido en el restaurante, veo a este personaje maravilloso degustando un café y un postre por gentileza de una pareja brasileña, con quienes había charlado en mi portugués literario en Portomarín, y me acerco a saludarle, con la confianza de los camaradas de nuestra Irmandade das Estrelas. Me cuenta en su español chapurreado cómo había encontrado al can abandonado en un basurero, ya en el inicio de su camino, y lo había adoptado contra la opinión de los estupefactos veterinarios; con el cachorrillo coronando su mochila había caminado hasta que pudo seguirle en su peregrinación. Cuando le alabo por su valiente decisión, que había salvado la vida del pobre animalito, me responde que era Totó quien le había devuelto la suya propia. Siento el estremecimiento, la emoción que llega desde un corazón tan limpio, tan hermoso, y que me procura un instante de revelación, de verdadera epifanía, pues toda su presencia de ser traqueteado por la vida, de buhonero que no ha encontrado su destino, trascendía una alegría íntima, un alma noble.

Tras esta hermosa escena, las confidencias de Audrey sobre su enfermo compañero también se nimbaban con una literatura más alegre, pues sus encuentros y fugas recordaban las novelas cervantinas, en que las hermosas muchachas enamoradas, o los estudiantes calaveras, recalaban en los mesones para encontrar allí su destino, ante la presencia cariñosa y sabia de los viejos quijotes y los amables huéspedes. Amad a la dama, es el más hermoso de los palíndromos.

Con Rafael camino hacia Melide bajo las hermosas bóvedas de los viejos robles, y ya cerca del lugar saludo a una muchacha constituida en embajadora de la hermosa Borinquén; se sorprende de que alguien se presente como español, a secas y le respondo que me constituyo también en un estrafalario embajador, a tuertas y a derechas, de mi a menudo desgraciada patria. También hablo con mi hijo por teléfono, un padre tan cariñoso y entregado que quizá echó de menos esa figura en muchos momentos de su vida.

 

Santiago de Compostela, 29 de julio

(En el pequeño hotel con su jardín encantado, que alguna vez me ha ayudado a atemperar la melancolía sin remedio que me causa la vieja ciudad).

De Melide a Lavacolla camino más de cuarenta kilómetros en la compañía de Audrey, hazaña peregrina que me hizo presumir un tanto ante mis estupefactos –y sedentarios– amigos, pero que realicé con cierta soltura y alegría por la presencia de la encantadora dama y el a menudo agradable camino, même; pues en la noche de la villa de Melide volví a reencontrarme con la pareja, con Johann demacrado y agotado, pero siempre el chevalier servent de su querida dama. De todas maneras, nuestra primera intención era haber hecho parada y fonda en Pedrouzo, uno de esos lugares que han convertido al Camino en una sucursal de los horrores del merchandising y reflejan quizá como el final está cerca, el del Camino mismo y el de su hondo significado, también. Decidimos continuar hasta Lavacolla por caminos solitarios, ya cerca de la atardecida, y para distraer el paso de las horas le cuento a mi tímida y crédula compañera algunas historias de bandidos y aparecidos, que parecen despertar sus recelos, e incluso un cierto miedo; le recuerdo cómo había prometido a Matteo defenderla con mi vida misma, lo que no parece tranquilizarla mucho. Antes, en algún momento, a sus ojos asomaron las lágrimas y caminamos en silencio, rito de una maravillosa comunión que el peregrinaje nos permite, con una naturalidad cariñosa. También, en algún lugar meditamos ante uno de los pequeños altares que se van edificando a lo largo de los caminos, emocionado ritual que escapa a la terrible vigilancia de los mercaderes. Al llegar, celebramos con risas y pasos de baile nuestra hazaña.

Por la noche, en la pensión donde recalo, charlo con dos señoras italianas, la más alegre Francesca y la más tímida Lucía, que parecía sumida en un dolor profundo, trágico, y me comentó cómo su peregrinación obedecía a la conmoción de la pérdida de un ser muy querido; solo pude decirle como, si había vencido todos los obstáculos para llegar a Compostela, su espíritu estaría igualmente fuerte para arrostrar otra peregrinación, la de la vida misma. Todos nos emocionamos un poco. (De nuevo, aparece la incapacidad de explicar las razones de mi propia decisión, aunque quise expresar, como había sentido en tantas ocasiones, si no sería hacerle más llevadero y alegre el Camino a quienes, como Lucía misma, llevaban una carga más pesada).

Por la mañana, comienzo a caminar y sentimientos de rabia, de odio, de una profunda y turbulenta ira me envuelven, haciéndome incluso expresar mi estado con convulsiones violentas; son las últimas tentaciones de mi periplo y quizá mi buena disposición, mi cáritas personal, me deparan de nuevo un ángel en la persona de Johann, con quien departo y camino los últimos estadios de nuestro camino, venciendo la horrible pesadilla de perder la alegría casi arribando a puerto.

En la plaza del Obradoiro, saboreamos el triste y delicado momento en que las grandezas de la arquitectura nos devuelven a nuestra condición de atónitos actores de una historia, de un sueño comenzado mucho tiempo atrás, y se resiste a desaparecer.

 

(Revisitado en Robledo de Chavela, en febrero-marzo de 2024).

 

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