Lo tenía tan claro, tan previsto, tan programado, que cuando llegó el momento era noche cerrada, me había cogido el frío en la paletilla y en la parte de los brazos donde los que saben se ponían las puñetas y los escribanos siempre se manchaban de tinta para que las doñas les riñeran y tuvieran algo de qué hablar (como una errata) cuando la sopa boba y la tacita de ron antes de acostarse, de acobardarse juntos contra el aguacero exterior y los jinetes que el gobierno y sus secuaces alertan y mantienen despiertos para que los súbditos ya empadronados y los que les habrán de nacer sepan a qué atenerse dentro de sus cuchitriles de lo que se cuece ahí fuera, esa intemperie tan disuasoria siempre, en esta penumbra tan copiosa que ha venido a cuajar aquí justo en el momento en que yo sabía qué era lo que había que escribir esta noche para que el mundo se parase nomás en este instante un poquito para que el caballo que no existe abrevara en el pilón que solo recuerdo y yo mismo pudiera refrescarme la nuca para que este frío tuviera algo de razón, un sentido, y no esta melancolía sorda de los que creen que la vida tenía que haberse convertido ya en otra vaina cuando la verdadera vaina es que sigamos haciendo los mismos aspavientos cuando la noche nos coge sin confesar y todavía hemos de urdir una tramita para que el cancerbero de la decencia nos permite empacar la balsa y partir. Vénganse con nosotros a la próxima batucada, que hay lugar, en la troja y sobre todo en el corazón.
No estaba previsto que el cardo borriquero se convirtiera en árbol, y mucho menos en emblema. Que entre un surco y otro, una tarea y la siguiente, viniera el catálogo de la exposición que a Roberto Bolaño le han dedicado donde no hace tanto tiempo casi le ignoraban, mientras él iba a los concursos como un picapedrero a buscar su atado de polvillo para los pulmones, su atado de mercancía para decirle al mundo: ¡Óiganme! Que me traje este mecanoscrito con estas y estas circunstancias y peripecias que no les voy a explicar para que no se me amortajen, porque el libro se sostiene solo, o colgado de una pinza como el de astronomía de aquel gallego tan raro llamado Rafael Dieste, que Bolaño lo colgó del tendal del patio de una casa de Juárez que no pude encontrar cuando era Santa Teresa e hicimos escala mientras buscábamos en zig-zag el rumor de la frontera.
Hay tanto extravío alrededor que no me aclaro. En el periódico donde me sigo desempeñando y en otros aparentemente poco afines nos vamos hundiendo minuciosa, concienzudamente, renegando del periodismo que era lo que le había dado sentido a lo que hacíamos. Ahora nos vamos suicidando cada día, aunque esté prohibido hablar del boxeo y del suicidio, ¡qué paradoja! Bolaño se debe estar riendo a mandíbula batiente en algún cenotafio con vistas a los campings catalanes y la identidad ahora que hasta lo celebran con un catálogo que yo me he apresurado a atesorar porque soy un fetichista y pienso que así, en noches de lluvia, como esta, tan irreparables, voy a poder llevármelo a la cama y resistir otro embate de la marea, de la nostalgia feroz del mar que parecía decirnos en Alcabre o en Nemiña cuál era el siguiente paso, el siguiente tren, el siguiente golpe de viento peinando el maizal y lo que somos.
Dicen que los posts tienen que ser cortos para que los que no leen no tengan que leerlos. Lo peor es cuando son lo que son porque no tenías nada que decir y la madre moral te puso de cara a la pared, te hizo meter los dedos en el tintero y escribir en el paredón. Con esos dedos sucios, azules, me voy a la cama, no sin antes comprobar que en la calle ya no queda nadie, ni siquiera la lluvia y sus caballitos de juguete.