La historia de la representación del hombre se puede dividir en cuatro etapas, y se puede estudiar en función de obras literarias que se han echo cargo de las diferentes situaciones y de los riesgos propios de cada una de ellas. La primera etapa corresponde a la invención de la escritura, y se puede analizar mediante el mito de Narciso de la Metamorfosis de Ovidio. La segunda corresponde al nacimiento de la imprenta, y puede estudiarse a través del Quijote. La tercera corresponde al nacimiento de la fotografía, la radio y el cine, y puede analizarse a través de la obra de Pirandello. La cuarta corresponde al nacimiento de la televisión, y puede examinarse a través de la película Héroe por accidente, entre otras.
El fenómeno de la alienación del hombre en su representación ha sido analizado ampliamente por los filósofos, pero en la época de la hegemonía de los media hacen falta nuevos análisis para una adecuada comprensión de una serie de nuevos problemas del ser humano en su tarea de auto-realización.
1.- El mito de Narciso. La alienación en la escritura
La conciencia, en la cultura occidental, adopta una forma determinada por el esquema sujeto-objeto, y alcanza su estatuto emblemático en la figura de Narciso. Ulises y Narciso pueden verse como sus prototipos, como la existencia que se realiza en el relato y que tiene una estructura narrativa, en el caso de Ulises, y como la existencia que se destruye en la representación, en el caso de Narciso.
Narciso fue engendrado por el río Cefiso en la ninfa Liriope, y cuando nació era tal su hermosura que todas las ninfas quedaron prendadas de él. Su madre acudió al adivino Tiresias para saber el destino del niño y si viviría mucho tiempo. “Vivirá mucho si él no se ve a sí mismo”.
Se convirtió en un efebo al que todas las mujeres y todos los hombres deseaban ardientemente, y a quienes él rechazaba con implacable desdén. La ninfa que más le amó y la única que llegó a encontrarse con él fue Eco. Eco era de tal belleza, tan alegre y tan locuaz, que cautivó a Zeus.
Juno se irritó tanto por el adulterio que le impuso como castigo “no poder nunca más hablar por completo; su boca no pronunciaría sino las últimas sílabas de aquello que quisiera expresar”, es decir, su palabra no sería a partir de entonces imposición de un nombre, toma de posesión, ejercicio de poder; sería repetición parcial y reflejo impreciso, fragmento y resto arqueológico, sería palabra impotente .
Cuando se enamoró de Narciso sintió la necesidad de expresarle su pasión, pero las palabras le faltaban. En una ocasión en que Narciso se despistó de sus acompañantes y les buscaba, Eco se acercó sin que él le viera. “¿Quién está ahí?”. Eco repite las últimas palabras: “…está ahí”. Maravillado queda Narciso de esta voz dulcísima de quien no ve. Vuelve a gritar: “¿Dónde estás?”. Eco repite: “…de estás”. Narciso remira, se pasma. “¿Por qué me huyes?”. Eco repite: “…me huyes”. Y Narciso: “¡Juntémonos!”. Y Eco: ‘”..juntémonos”. Por fin se encuentran. Eco abraza al ya desilusionado mancebo. Y este dice terriblemente frío: “No pensarás que yo te amo…”. Y Eco repite, acongojada: “…yo te amo”. “¡Permitan los dioses soberanos –grita él- que antes la muerte me deshaga que tú goces de mí!”. Y Eco: “…que tú goces de mí!”.
Desesperada completamente, Eco invocó a Némesis, diosa de la venganza, y, a veces, de la justicia, con un ruego: “Ojalá cuando él ame como yo amo, se desespere como me desespero yo”. Némesis escuchó a la ninfa, y un día que Narciso se acercó a beber a una fuente que nunca había sido hollada por ningún animal, Cupido le clavó por la espalda su flecha. “Insensatamente creyó que aquél rostro hermosísimo que contemplaba era el de un ser real ajeno a sí mismo”.
Entonces una especie de voz interior le reprochó, “Insensato, ¿cómo te has enamorado de un vano fantasma? Tu pasión es una quimera. Retírate de esa fuente y verás cómo la imagen desaparece. Y, sin embargo, contigo está, contigo ha venido, se va contigo… ¡y no la poseerás nunca!”.
Narciso recibe el reproche y rompe en desesperación ante su desventura: “Yo veo al objeto de mi pasión y no le puedo encontrar. No me separan de él ni los mares enormes, ni los senderos inaccesibles, ni las montañas, ni los bosques. El agua de una fontana me lo presenta consumido del mismo deseo que a mí me consume (…) Pero… ¿si me amáis, por qué os sirvo de burla? Os tiendo mis brazos y me tendéis los vuestros. Os acerco mi boca y vuestros labios se me ofrecen. ¿Por qué permanecer más tiempo en error? Debe ser mi propia imagen la que me engaña. Me amo a mí mismo. Atizo el mismo fuego que me devora. ¿Qué será mejor: pedir o que me pidan? ¡Desdichado yo que no puedo separarme de mí mismo! A mí me pueden amar otros, pero yo no me puedo amar… (…) Mas no ha de aterrarme la muerte liberadora de todos mis tormentos. Moriría triste si hubiera de sobrevivirme el objeto de mi pasión. Pero bien entiendo que vamos a perder dos almas una sola vida”.
Narciso se quedó así, prendado de su imagen, mientras el ardor le consumía poco a poco, hasta que, al cabo de unos minutos, no quedaba al borde de las aguas sino una espléndida rosa que seguía contemplándose en el claro espejo. Antes de cumplirse la transformación pudo exclamar “¡Objeto vanamente amado… adiós…!”, y Eco: “¡Adiós!”, cayendo enseguida sobre el césped, rota de amor. Las náyades, sus hermanas, le lloraron amargamente mesándose las doradas cabelleras. Las dríadas dejaron romperse en el aire sus lamentaciones. Pues bien, a los llantos y a las lamentaciones contestaba Eco… cuyo cuerpo no se pudo encontrar. Y sin embargo, por montes y valles, en todas las partes del mundo, aún responde Eco a las últimas sílabas de toda la patética humana.
Narciso queda cautivado por la voz de Eco, que refleja las últimas palabras de él, pero cuando se encuentra con la imagen de ella la rechaza. Sólo cuando se encuentra con la imagen de él mismo, en el instante en que recibe por la espalda el flechazo de Cupido, se enamora. Ciertamente se enamora de su imagen sin advertirlo, y luego al ver reflejados unos movimientos que él hace, cae en la cuenta. “Debe ser mi propia imagen la que me engaña. Me amo a mí mismo”. Pero su imagen es igualmente un eco de su figura, es decir, una máscara de sí mismo, una marca visual que lo repite parcial e irrealmente, un reflejo sin vida y sin calor, es decir, una imagen impotente que existe sólo en el plano de la representación.
El ser representado, ha sustituido finalmente al ser real. A partir de ahora, en la historia de la cultura de Occidente, no cesará la suplantación y la pugna del ser real y el ser intencional.
Pero amarse a sí mismo es precisamente lo que Narciso no consigue hacer: sólo ama a su imagen pero no a sí mismo. De sí mismo no ama más que el reflejo y no tiene más que una especulación vacía. También los sentimientos que se le despiertan son reflejo de los que él despertó en Eco. Quiere unirse con su representación, fundirse con el objeto de su amor, que es él mismo en tanto que objeto, y al convertirse en objeto pierde la única vida que tenía, las dos almas pierden una sola vida, la del sí mismo. Queda solo un esquema, una figura, una apariencia sin realidad, pues la realidad viva ha sido succionada en una especie de vampirismo de la presencia intencional. Las marcas visuales y las marcas sonoras se han disociado de lo real y son meramente marcas de nada, mero ser intencional.
Narciso no quería ser sí mismo, quería ser su imagen, ser objetividad. Quería agotar toda su energía en acoger y sostener la imagen, ser objeto, y, por otra parte, quizá quería ser absolutamente objetivo, que es la pretensión de reflejar las cosas según las formalizaciones que tienen de suyo.
Rechaza a otra persona, desprecia el sí mismo real de Eco y la máscara acústica de ella, y queda recluido en su mera apariencia visual y enajenado igualmente de sí mismo. Queda castigado a ver su reflejo, a ser escenario, en el que representa el drama de consumir y anular su sí mismo en sólo uno de sus lados, en su imagen.
Eco también queda convertida en reflejo de ese consumirse y de esa anulación de la imagen, en reflejo meramente sonoro y sin cuerpo, primero por causa de Zeus, y después por causa de Narciso. La muerte de Eco es la muerte de los cuerpos reales y el comienzo de las metamorfosis. Así termina la escena y cae el telón.
Conócete a ti mismo, asómate y mira cómo eres. ¿Qué sabes de ti mismo? Averígualo. Exprésalo. ¿Estás satisfecho de tu apariencia? ¿Te basta con eso o deseas algo más? Para una criatura humana, para alguien que es subjetividad, ser significa, por una lado, densidad y substancialidad, y, por otro, superficialidad y apariencia. Lo que no se muestra y lo que se muestra, el principio del que todo brota, el autor, y la manifestación que los otros perciben, el papel, el personaje. Lo que se muestra, aparece con varias formas pero solamente para quien puede captarlo, percibirlo.
Cuando alguien capta y percibe mi apariencia, normalmente hace o dice algo en relación con ella, y la refleja de modo tal que yo puedo captarla. Entonces mi autoconciencia es conciencia de mi substancialidad por una parte de lo que está debajo, de lo “sub-stante”, del “fondo vital”, “ello”, “yo radical”, “lo dionisíaco” o como se le quiera llamar según el aspecto que se enfoque, y conciencia de mi apariencia, de mi puesta en escena; por otra, de mis actuaciones, de mi pasado, de lo que ya he sido, de la esencia, “lo apolíneo”, “conciencia moral”, “super-ego”, “otro generalizado”, etcétera.
Las formas en que pueden relacionarse mi ser y mi aparecer, y mi conciencia de ambas realidades, son muy variadas y complejas. Narciso parece tener un ansia similar a la de Edipo. También quiere conocerse y poseerse plenamente a sí mismo, pero no en las raíces de su ser, sino en la pantalla de su apariencia.
Eso era todo lo que quería y no quería nada más que eso. Si era más que eso, el excedente quedó cancelado, él lo yuguló. No quiso y no pudo ser más que lo que conocía, lo que reconocía, lo que se mostraba radiante de hermosura. Su historia es la historia de unas disociaciones entre substancia y conciencia, entre apariencia y realidad, y de las apariencias y signaturas entre sí. Una historia que desde entonces es recurrente en nuestra cultura, desde Ovidio hasta Cervantes, Pirandello y Borges.
Edipo se saca los ojos para no verse, para no aparecer ante sí con la mirada de los otros, para que el origen que hay que venerar con piedad no se muestre en el terror de los que le miran. Narciso no puede ya saber qué es el origen ni lo original porque las metamorfosis apenas dejan rastro del orden secuencial. Edipo se queda ciego y con eso preserva la referencia de las marcas visuales a la realidad. Narciso, que se vacía por completo en su mirada, pierde esa referencia.
El mito de Narciso es greco-romano y occidental, característico de una sociedad compleja en la que el individuo y el individualismo ya han iniciado su carrera.
El mundo greco-romano ha alcanzado una complejidad que genera una interioridad igualmente compleja, completamente insospechada no sólo entre los sapiens del paleolítico y las diversas razas del neolítico, sino incluso entre los héroes homéricos.
El plano de la representación abstracta ha generado una escisión entre realidad y objetividad que afecta a los grupos humanos y al modo en que ellos se entienden a sí mismos, una escisión que afecta a la autoconciencia humana. A partir de entonces la subjetividad escindida se despliega según múltiples registros.
2.- Don Quijote. La alienación en las novelas
La historia de don Quijote es lo suficientemente conocida por el público español como para dispensarnos de resumirla. Don Quijote vive en un mundo diseñado por novelistas y poetas, del que se despeña a veces para estrellarse contra esa extraordinaria y maravillosa amalgama a la que nosotros, en los momentos de flirteo con la metafísica de la dolencia, denominamos “doña cruda realidad”. Otras veces don Quijote padece en su vida aventurera sufrimientos y angustias que podrían ser pesadillas, y vuelve en sí a su paz cuando se encuentra de nuevo en lo que podría llamarse “la realidad”.
La realidad puede tener el valor de lo doloroso o lo gratificante, el de lo cierto y lo dudoso. Pero esa plasticidad de lo real, que en determinada perspectiva puede vivirse como nihilismo trágico, ofrece otras posibilidades desde el punto de vista de algunas personalidades tan coetáneas a nosotros como lo son don Quijote y Sancho.
El mundo en el que vivimos los occidentales del siglo XXI no es un mundo menos diseñado por novelistas que el de don Quijote. Está más diseñado, y además, por un tipo de sabios que encantan y desencantan manadas de carneros y molinos de viento, que a cada poco nos dicen que esa materia que creíamos inerte y mecánica, “en realidad” vive y piensa, que las máquinas son más listas y mejores que nosotros, y que nuestra mente, que nosotros creíamos autónoma y libre, “en realidad” está programada por las leyes de la mecánica y por las leyes de la evolución. Esos son los expertos en ciencias, los científicos, los conoceros de lo verdadero y lo falso. Pero además están los expertos en humanidades, en letras, los intelectuales, que son los conocedores del bien y del mal, como Dios. Ellos también encantan y desencantan nuestro mundo. Junto a ellos, los artistas, los que fabrican monstruos, hadas, guerreros, mendigos y diosas.
Hay una explicación para dar cuenta de esa actividad de los encantadores, de los científicos, los humanistas y los artistas absolutos. Esa explicación son las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio hasta que la mente solo entiende un tipo de asuntos. Esa explicación son los hábitos mentales, los guiones de puesta en escena para la inteligencia, que una vez aprendidos se automatizan.
Las ciencias son controles de calidad para los procesos de adquisición de conocimiento. El conocimiento es algo de tanto valor, sus controles de calidad son tan fascinantes, y los monopolios sobre ellos tan gratificantes, que casi resulta inevitable creer que el conocimiento que uno tiene y sus controles son los únicos, y que su monopolio le asegura a uno el señorío sobre toda realidad. Casi es inevitable creer que los libros de caballería son los únicos libros que merecen tenerse como tales, y que la única realidad que vale la pena es la que se describe en los libros.
Las ciencias, las letras y las artes generan en sus cultivadores hábitos muy difíciles de superar, y a veces imposible. Esos hábitos, que constituyen las teorías científicas, y las preceptivas humanísticas y artísticas, condicionan la percepción de la realidad de un modo que a veces llega a ser absoluto, de tal modo que llega a pensarse que lo que no está en los libros no es real, o, al menos, no suficientemente verdadero.
Don Quijote no tiene criterios para el combate con los yangüeses porque no son caballeros y un caballero sólo combate son sus iguales. Tampoco tiene criterios para aplicárselos a Sancho porque los libros de caballería no contemplan ni regulan las peleas entre la gente del pueblo. Las ciencias, las letras y las artes solamente se ocupan de lo ejemplar. Las teorías y los relatos estilizan, embellecen. No todo lo que pasa merece la pena, no todo lo real es relevante. Sólo lo excelso es digno de fama, de ciencia, de relato, de peana y de marco.
¿Qué tipo de estrechez es esa que conduce a aceptar como real solamente lo que es un ideal excelso, la imagen perfecta que Narciso veía en las aguas? La estrechez proviene de que no hay acceso a lo real más que a través de la representación. Los hombres maduran y forman sus mentes aprendiendo a hablar, y aprender un lenguaje (o generarlo en sus comienzos) es nombrar las cosas con las que se encuentran y, con ello, definir los valores de lo real y ficticio, efectivo y posible, verdadero y falso, útil y nocivo, hermoso y horrible, bueno y malo, etcétera, es decir, determinar en concreto y para esa lengua y esa cultura lo que los filósofos llaman los trascendentales del ser. Lo comprensible es lo que puede ser procesado dentro de esos parámetros, y lo incomprensible e imposible lo que no. A su vez, esos parámetros resultan modulados por cada grupo social e incluso por cada individuo, dando lugar a las mentalidades de grupos, mentalidades profesionales, etcétera, y a las mentalidades individuales.
Dentro de los parámetros de una cultura y un lenguaje ordinarios, surgieron las ciencias como controles de calidad del conocimiento, como procedimientos para asegurar que sólo se adquirirían conocimientos verdaderos, y las humanidades quedaron inmediatamente contaminadas por ellas. Ese era el sueño de Descartes.
Al elevar tales controles de calidad a criterio para aceptar o rechazar todo conocimiento, toda verdad, toda realidad, mucho más de la mitad del conocimiento ordinario, de la verdad y de la realidad, quedó excluido del ámbito de lo verificable, y con ello de lo digno de ser aceptado, de ser tenido por verdadero, fiable, pensable e incluso posible. El campo de lo ideal perfecto y de lo pensable, que es mucho más restringido en el ámbito científico que en el del sentido común, en el del lenguaje ordinario, quedó contraído a una angostura insólita, y se perdieron para el saber inmensos territorios de realidad y de conocimiento.
La aportación de la filosofía del siglo XX ha sido elevar a la dignidad de conocimiento, de expresión pertinente y relevante sobre la realidad, no solamente lo que dicen el cura y el barbero, sino también el ama y la sobrina, e incluso la propia Maritornes, como hizo Cervantes en el siglo XVI. El logro de sus cultivadores fue apercibirse de la insuficiencia del cauce por el que había discurrido la racionalidad a lo largo de la historia, percatarse de la extrapolación y aplicación extrema del trascendental verum por parte de la ciencia, recuperar para el saber los territorios perdidos de lo no-demostrable científicamente, y devolver su legitimidad gnoseológica y ontológica al sentido común y al lenguaje ordinario. Desde este punto de vista, la filosofía del siglo XX exhibe una asombrosa unidad y coherencia, desde la fenomenología a la hermenéutica y desde el psicoanálisis a la analítica del lenguaje. Pues bien, el Quijote se puede leer desde esa perspectiva y según esa clave.
El encantamiento que produce la ciencia mediante la mentalidad cientificista, y el que producen las humanidades con la mentalidad “idealista”, instalan a las mentes cultivadas en unos campos de lo pensable y pensado mucho más estrechos que los de la mente común (a cambio de lo cual pueden llegar mucho más lejos que ésta en el conocimiento de determinados asuntos), y por eso, las mentes cultivadas durante noches de claro en claro y días de turbio en turbio, al aplicar sus controles de calidad al conocimiento y lenguaje ordinarios, resulta que pueden aceptar mucha menos verdad y realidad que las mentes comunes.
Los resquicios y los márgenes de lo pensado y lo pensable según sus controles le resultan a las mentalidades cultivadas despreciables, o le dan vértigo, o bien en otros casos tienen un especial daltonismo que les protege contra esos abismos.
Al llegar a ese punto, o quizá bastante antes, uno ya ha llegado a la conclusión de que el diálogo con estos caballeros andantes es punto menos que imposible, de que su delirio casi paranoico no permite una mínima apertura a lo demás. Y no pasa nada por eso, basta con no hacerles caso. Ya se les hace demasiado cuando hablan de ciencias o de letras, no hay que hacérselo cuando hablan de otras cosas.
Por lo demás, ¿quién ha dicho que la libertad, o la moral, o la religión, o el derecho, o la política, pueden o deben tener sentido y ser comprensibles desde el punto de vista de la ciencia, desde un determinado punto de vista humanístico, o desde el de cualquier otro encantamiento? ¿Quién puede creer que el punto de vista de los intelectuales absolutos es a su vez tan absoluto como para que todo haya de tener valor y sentido si y solamente si lo tiene en y desde él? Eso lo pueden creer ellos y cuantos tienen una mentalidad como la suya. Pero la mentalidad común, con todo lo corrompida que está por la ciencia, queda en buena parte a salvo de eso.
Hubo un tiempo en que la única instancia cultural legitimadora era la religión, de manera que todo producto cultural tenía que ser sancionado por ella para ser aceptable. De ese modo, no solamente tenía que ser religiosa la religión, también tenía que serlo el derecho, la política, el arte, la filosofía y la ciencia, y en caso contrario sufrían la excomunión o la hoguera. Posteriormente la instancia legitimadora pasó a ser la ciencia, y sólo ella tornaba aceptable los productos culturales, de manera que no solo tenía que ser científica la ciencia. También tenía que ser científica la ética (more geométrico), la religión (dentro de los límites de la razón), el socialismo (que dejaba de ser utópico para ser científico), etcétera.
El siglo XXI se ha inaugurado con el pluralismo de las instancias legitimadoras, de manera que quizá empezamos a ser capaces de conformarnos con que sea religiosa la religión, científica la ciencia, y artístico el arte. No obstante, el poder legitimador del arte, del diseño en general, se ha alzado por encima de todos los demás, con unos ademanes dictatoriales igual de peligrosamente restrictivos que los de las dictaduras de la ciencia y de la religión.
Nuestra interpretación pública de la realidad, aunque muy marcada por los científicos, y los humanistas absolutos, y especialmente por los artistas absolutos, es con todo bastante fragmentaria, y está entreverada con las interpretaciones “privadas” de la realidad. Por eso nuestra noción misma de realidad se ha hecho problemática y el sentido de ella también. Y todo ello dota de una peculiar luz a los dragones y monstruos con que los encantadores han poblado nuestro mundo, de manera que tenemos que aguzar la vista y la inteligencia para percibir quienes son “en realidad”. En el ámbito de la crítica literaria se llama “realista” a la literatura que representa lo que no tiene ningún valor de ejemplaridad, es decir, que representa lo que no es digno de ser representado o no debería ser representado, lo que no merece ser elevado a paradigma, a modelo ideal, y que, en todo caso, merece reservarse solamente para el ámbito de lo privado.
Esta dualidad que Cervantes abre y despliega en el siglo XVI, marca el campo de batalla en que “la realidad” ha tenido que hacerse valer en la modernidad y en la posmodernidad.
3.- Pirandello. La alienación en los media y la autonomía del personaje
El interés y la actualidad de Pirandello no provienen, a mi modo de ver, de que su teatro y sus novelas abordan el tema de la subjetividad, sino de que lo abordan desde el punto de vista de la representación, y en una sociedad mediática como la nuestra, ser representado (tanto estética como políticamente) es el modo de ser más común, y a la vez mas distante de los otros modos de ser. Además, los diversos modos de ser se solapan con las clases de existencia que una cultura de la representación genera: oficial y oficiosa, presunta y sentenciada, auténtica y pirata, legítima y fáctica, pública y privada, famosa o desconocida, calumniosa o verídica, actual o en diferido, etcétera.
Ser representado, ser conocido o ser famoso no es ser más real, pero es un modo de ser realmente, y aunque no todo pueda y deba interpretarse según la modalidad de lo que es ante los ojos, el hombre sí puede entenderse a sí mismo según ella si ese es el modo de ser que estima como más valioso o si es el modo en el que transcurre la parte más importante o más amplia de su existencia.
Los elementos y momentos del teatro pueden considerarse categorías de la existencia humana –“existenciarios”, como las llamó Heidegger-, en la medida en que la existencia se muestra en la representación dramática de modo más claro que en ninguna otra parte. En efecto, como señala von Balthasar, en cuanto que la metáfora del gran teatro del mundo “no es una pura metáfora, sino que está fundada ontológicamente”, “el teatro se convierte en una reserva frente a todas las filosofías acabadas”.
La metáfora en cuestión abre dos temas. Uno, el de que “el individuo tiene que ejecutar en el teatro del mundo una función determinada que le ha sido asignada por alguien”, ¿por las circunstancias?, ¿por Dios?, ¿por sí mismo? Y dos el de que “él, en algún punto misterioso, no es idéntico con el papel que representa y que sin embargo tiene que identificarse con él para ser verdaderamente él mismo”.
No ser idéntico con el papel que se representa pero tener que identificarse con él, ¿requiere una identidad completa?, ¿qué pasa si en ese proceso se pierde el individuo?, ¿y si fuera un proceso en el que en lugar de perderse se ganara?
Cabe que cada uno haga una buena o una mala interpretación de sí mismo, ¿cómo puede uno saber que es buena o mala y cómo pueden saberlo los demás? Se trata en cierto modo del problema de la autenticidad.
En efecto, podría darse una identificación con el papel, unas veces de modo auténtico y otras de modo inauténtico, y no quedar en absoluto resuelto el problema de ser sí mismo porque no sabemos qué grado de identificación es requerido para ser sí mismo. El examen del problema mediante el instrumental dramático, al poner de manifiesto la complejidad de la relación con el papel, la complejidad de las mediaciones, pone también de manifiesto que el programa de la identidad personal no se agota en la relación con el papel, cuando es el caso de que dicho programa está bien construido.
La complejidad en cuestión puede ilustrarse como hace von Balthasar, apelando a las diferencias con las que el actuante se encuentra, y que son, 1) la diferencia entre el yo y el papel encomendado, o lo que es equivalente, la diferencia entre el actor y el personaje, que ha de salvarse mediante una identificación con el papel en la que es cuestionable si desaparece la diferencia, si el actor queda anulado totalmente por el personaje o si mantiene siempre un remanente de sí mismo, en parte disponible para sí mismo y en parte disponible para hipotéticas actuaciones aunque nunca se produzcan.
¿Se agota el yo en las funciones sociales, es eso posible?, ¿se puede pensar la realización y la identidad personal en esos términos?, ¿se puede programar en esos términos? Incluso aunque el yo se constituya en un proceso social como el señalado por George Herbert Mead, y se mantenga mediante la reiteración de las actividades sociales, tal como señala Peter Berger, puede oscilar entre la actitud de creer excesivamente en lo que hace (las diversas formas de fanatismo) y no creer en absoluto en lo que hace (hipocresía y cinismo), tal como lo analiza Erving Goffman, y aún así, al margen del problema ético, queda la cuestión teórica del tipo y grado de identificación propia del ser humano, en absoluto y en una cultura o una época determinada.
Esta primera diferencia apunta ya a otra, a saber, 2) la diferencia entre la responsabilidad del actor ante sí mismo y ante el director y el público, porque, ¿puede el yo estar satisfecho de su actuación ante sí mismo si no lo está el director o si no lo está el público, si no lo están las personas con más ascendiente sobre él, su grupo de referencia, y si no lo están los demás en general?, ¿en qué medida el estar satisfecho de sí mismo requiere refrendos y complicidades y de qué tipo?
Pero, ¿qué pasa cuando los testimonios que refrendan no son concordes y no puede lograrse que se avengan a un consenso? La dificultad de armonizar los testimonios proviene de que el juicio del director puede sencillamente no concordar con el del público, pero también de que puede haber muchos directores distintos y muchos públicos distintos cada vez que se interpreta el yo de alguien en contextos que difieren en el espacio y en el tiempo, de manera que hacerlos concordar todos entre sí no es viable más que como postulado teórico, postulado que, por lo demás, aparece en la dogmática cristiana del juicio universal y quizá en la mayoría de las religiones.
Finalmente, esta segunda diferencia alude todavía a otra, 3) la diferencia entre el juicio que cada uno hace de sí mismo y la aparición de la verdad absoluta de cada uno que se mostraría en el juicio de Dios.
Los personajes tienen un proceso de constitución autónomo y son autónomos una vez constituidos, de manera que el autor no tiene en ellos más participación que la que tendría un espectador imparcial o incluso parcial.
¿Qué autor podrá nunca decir cómo y por qué nace un personaje en su fantasía? El misterio de la creación artística es un misterio idéntico al del nacimiento de una criatura. Una mujer puede desear, cuando ama, ser madre; pero el deseo en sí mismo, por intenso que sea, no basta. Un buen día se dará cuenta de que ha concebido, sin que haya podido advertir con certeza cuando sucedió. Del mismo modo un artista, simplemente viviendo, acoge en su interior gérmenes de vida y, sin que pueda decir nunca cómo ni por qué, en un momento dado uno de esos gérmenes se le insinúa en la fantasía hasta convertirse en una criatura viva, en una esfera de vida superior a la voluble existencia cotidiana.
No es esa la única manera de generarse los personajes, pero sí es la propia de Seis personajes en busca de autor y de Enrique IV. Los seis personajes son descritos por el dramaturgo siciliano como compareciendo una y otra vez en su mente, cada vez mejor perfilados, cada vez con más fuerza y consistencia, con discursos más convincentes, cada vez con mayores exigencias de representación, de tomar cuerpo en una historia y vida en un escenario.
A Pirandello nunca le satisfizo crear una figura, por peculiar que fuera, por el simple gusto de representarla, narrarla o describirla. Hay escritores que sí lo hacen, y “son escritores de naturaleza fundamentalmente histórica”, pero hay otros que “al margen de esa atracción, sienten una necesidad espiritual más profunda, en virtud de la cual no admiten figuras, hechos o paisajes que no estén, por decirlo así, embebidos de un particular sentido le la vida mediante el cual adquieren un valor universal. Son escritores de naturaleza fundamentalmente filosófica”, entre los cuales Pirandello tiene “la desgracia de encontrarse”.
Los personajes tienen las características de lo que Jung llama “complejo autónomo”, es decir, de sistemas significativos dotados de dinámica propia y que cumplen su ciclo, como las estructuras delirantes, o incluso como los delirios genuinos, que se imponen al autor y lo arrebatan. Es en este sentido como cabe entender también lo que decía Shakespeare de Mercuccio, el amigo de Romeo, cuando afirmaba que mató a Mercuccio para que Mercuccio no lo matara a él.
Mercuccio es un personaje con tanta fuerza que podía monopolizar la atención y la fantasía de Shakespeare impidiéndole desplegar otras potencialidades creativas, pero no solamente eso, podía seducirle hasta el extremo de hacerle acabar viviendo completamente según el carácter y el estilo del personaje. Eso es también precisamente lo que le ocurre a Alonso Quijano con don Quijote de la Mancha, personaje que ya ha generado un delirio genuino en el hidalgo manchego y que se ha impuesto con plena autonomía a Miguel de Cervantes, autor por otra parte en quien Pirandello confiesa inspirarse y por quien profesa la máxima admiración.
Los personajes tienen fuerza suficiente para arrastrar a las personas, ya sean autores o actores, lo que significa que tienen cierta preeminencia sobre ellas, que el lenguaje y el texto tienen una primacía sobre los sujetos que a veces raya en la prepotencia, lo cual Pirandello lo explica porque el personaje tiene un tipo de existencia superior en algunos aspectos a los de las personas.
Los actores, como las personas, están dispuestos a representar muchos papeles, y puede ocurrir que en sí mismos no tengan ninguna consistencia, que sean personas insustanciales, que puedan dejar de existir sin que su extinción sea siquiera perceptible, pero el dolor y el remordimiento no pueden no existir. En este sentido, el padre protesta ante el director que ellos son “seres vivos, más vivos que los que se ven por las calles. Quizá menos reales, pero más verdaderos”. Ahora se muestra con la máxima claridad que “ser verdadero”, es decir, ser representable y estar representado, significa tener más vida que simplemente “ser real”.
Ser personaje es, sugiere Pirandello, la máxima forma de ser vivo, que es ser verdadero y ser eterno. “Porque quien tiene la fortuna de nacer como un personaje vivo puede incluso reírse de la muerte. ¡No ha de morir! Morirá el hombre, el escritor, el instrumento de la creación; pero no ha de morir su criatura. Y ni siquiera es necesario que posea dotes extraordinarias, o que realice prodigios, para vivir eternamente. ¿Quién era Sancho Panza? ¿Quién era don Abondio? Y viven eternamente sin embargo: porque, vivas semillas, tuvieron la fortuna de hallar una matriz fecunda, una fantasía que supo alimentarlos y hacerlos crecer, darles vida eterna”.
Es comprensible que Shakespeare quiera ser Mercuccio y, a la vez, lo tema, y que Alonso Quijano quiera ser Amadís de Gaula y se convierta en don Quijote, pero ¿quién puede querer ser Sancho Panza o don Abondio? No se trata de eso. El personaje no es un modelo ideal, no es un héroe, no es una instancia ética, ni un imperativo moral, político o religioso. Eventualmente puede serlo, pero no es por eso por lo que se es personaje. Se es personaje cuando se es obra de arte, individualidad plena, consistente, viva, que se impone a cualquier posible autor en virtud de su propia necesidad intrínseca. Así es como son también personajes las criaturas de la comedia del arte. Pierrot es una criatura tan viva, tan verdadera que resulta asequible adivinar lo que haría o lo que diría, igual que don Quijote y que Sancho, y eso es precisamente representarlos, actuar como ellos actuarían.
¿No pertenece a la experiencia humana común encontrar apoyo en los papeles o en los personajes para actuar en momentos desacostumbrados cuando uno no encuentra en sí mismo criterios para comportarse? No pertenece también a todos los humanos la experiencia de haber sido atrapado por la dinámica de la situación y sorprenderse luego de sí mismo, de lo que uno ha hecho y de cómo ha reaccionado? No pertenece asimismo a todos los humanos la experiencia de “ser arrebatado” por la dinámica del éxito, la fama, el lujo, la fiesta, el halago, el rol, en definitiva, de haber sido arrebatado por el papel, por el personaje? En ese caso, la experiencia del personaje, del complejo autónomo operante en uno mismo, la experiencia de la realización y del extrañamiento al mismo tiempo, de la identidad y de la alteridad, es también la experiencia que la persona tiene de sí misma, a saber, la experiencia de la diferencia entre el papel y el yo y la de las mediaciones por las que la diferencia se salva.
4.- Estudio de la película ‘Héroe por accidente’
La película Héroe por accidente (dirigida por Stephen Frears en 1992), pertenece a un momento de la cultura occidental en el que se vislumbra que hay otras formas de ser, como el ser real no representable, que pueden tener un valor superior. A un momento en el que incluso puede entenderse la verdad como no representable.
Casi no hay ecos del mito de Narciso en el relato cinematográfico. Geena Davis, en el papel de la periodista Gale Galey, no es Narciso, ni lo es Dustin Hoffman en el papel del héroe vagabundo Bernie La Plante, ni tampoco Andy García en el papel del vagabundo impostor John Bubber. Geena Davis es, si acaso, Pigmalión, el artista que se enamora de la obra salida de sus manos. Y tanto Andy García como Dustin Hoffman se afanan por ser el héroe, el caballero andante, solamente por los beneficios económicos que eso les puede suponer.
La que es arrebatada por la fuerza del personaje, por el “complejo autónomo” o por “la estructura delirante” que es en realidad la figura del héroe, es Geena Davis, la autora, que cree sincera y profundamente en su criatura, pero no los actores. Los actores pugnan por asumir un papel en el que no creen por una serie de beneficios que les puede reportar. El sí mismo de ambos actores no está atrapado por el personaje como lo está el de la autora.
Desde el principio la película cuenta cómo un personaje de una fuerza inusitada, como podía ser Amadís para los contemporáneos de Alonso Quijano, como esos de los que habla Pirandello, toma cuerpo y se impone, a través de la periodista, la radio, la prensa y, sobre todo, la televisión, a una audiencia compuesta por un público general, que luego se va viendo integrado por los gente corriente, los parroquianos de un bar, los lectores de la prensa, los periodistas mismos, y posteriormente los marginados, los niños enfermos de un hospital, a los que el héroe les alegra y les potencia las ansias de vivir. Pero el personaje tiene tal potencia que incluso eleva el espíritu de la comunidad y es capaz de insuflar vida a todos sus miembros desde las mismas raíces de la nación. El personaje se convierte en la sustancia ética de la sociedad personalizada y representada en imagen, en el alma de la constitución política.
No solamente lleva a cabo obras de misericordia con los más desvalidos sino que despierta las ansias de mejora, de hombría de bien e incluso los deseos de santidad en las personas corrientes.
El verdadero héroe sabe desde el principio que ese personaje es falso, y por eso desde el principio se manifiesta escéptico con lo que puedan decir la ciencia, las humanidades y, sobre todo, el arte y los media, y vive la verdad como la tragedia de lo que no puede ser reconocido. Ciertamente a Bernie no le importa nada la verdad, y gustosamente renuncia a ella cuando obtiene el beneficio económico que le permite llevar una vida digna y el reconocimiento de su hijo. Y solamente en relación con él es cuando parece importarle la verdad. Entonces sí pelea por la verdad, en ese ámbito privado y familiar, del afecto doméstico. El ámbito de lo público es demasiado complejo y artificioso para que un hombre solo pueda proporcionarle verdad.
Tampoco la periodista Gale se toma molestias para llevar la verdad a la audiencia. A partir de un determinado momento se da cuenta de que el personaje no está interpretado por el protagonista real de los acontecimientos, sino por el impostor John, del que ha llegado casi a enamorarse y con el que inicia un romance superficial, motivado por la admiración hacia él y frenado por la prioritaria dedicación de ella al trabajo.
La periodista sabe que lo importante para ella es su trabajo, y su trabajo no es comunicar la verdad, ni difundir ningún otro valor moral, sino cautivar a la audiencia y ampliarla. Subsidiariamente se emociona y, ante la grandeza de su personaje, ella también siente el deseo de ser mejor persona y mejor ciudadana, incluso mejor periodista, pero sabe siempre que mejor periodista quiere decir captar más la atención, más audiencia.
Cuando se da cuenta de la impostura hace ya tiempo que está atrapada en la dinámica del personaje y sabe que esa dinámica es autónoma. Siente no estar en la verdad, y desea averiguarla, pero una vez averiguada en ningún momento se plantea comunicarla. No puedo hacerlo sin destruir al personaje y sin destruir la audiencia, privando a la sociedad de esa ejemplaridad estimulante y a los ciudadanos de su inmersión en sus raíces constitucionales. Lo importante es esta realidad y esta verdad del personaje, no la cuestión de la correspondencia con el verdadero actor.
En cierto sentido puede considerarse que, en este caso, el bien es más importante que la verdad. Eso es lo que consideran a veces los periodistas y los políticos y por eso mienten, pero, de un modo, más ajustado, la periodista, como el político, no miente porque anteponga el bien a la verdad, que lo hace. Pero eso es secundario. No revela la verdad porque eso es irrelevante para el propósito primordial del periodista, que es mantener la atención y ampliar la audiencia, como lo es para el del político, que es mantener convencidos al mayor número de votantes y aumentarlo.
El interés por la verdad se da en cierto modo en el verdadero protagonista de los hechos, el Bernie, pero más que en la verdad su interés se centra en obtener un benefició económico que le permita vivir en paz y recuperar a su hijo.
Donde de verdad aparece el interés genuino, moral, por la verdad, es en John, el impostor. A él no le tranquiliza saber que mediante el engaño esta haciendo el bien, mucho bien. Tiene mucho más peso en él el remordimiento de saber que está engañando y, si acaso, el perjuicio que está causando a su amigo, que el bien que percibe estar llevando a tanta gente. La ética de la convicción, el imperativo categórico de no mentir, tiene tanta fuerza que el actuar en su contra le hace la vida insoportable y por eso quiere quitársela.
Y es esa actitud moral del impostor lo que lleva a una cierta solución de compromiso. El verdadero protagonista cede su derecho de autoría al impostor en un pacto secreto, a cambio de que éste le ceda la mitad de los beneficios económicos. Solamente los razonamientos y las súplicas del vagabundo logran disuadir al impostor. El bien social y nacional merecen el esfuerzo de continuar con la impostura, asegurado que la impostura ya no hace daño absolutamente a nadie. Y así concluye la película.
El personaje del héroe es magnífico, como la imagen de Narciso, como Amadís, como don Quijote, como el Enrique IV de Pirandello, pero al final resulta que ningún actor quiere representarlo. Nadie quiere existir en la fama, en la representación. El impostor prefiere ser sí mismo recuperando su integridad moral, y el verdadero héroe prefiere ser sí mismo en su vida privada, en su familia, al margen de la fama. Solamente la periodista quiere seguir con la ficción del personaje por su propio interés profesional y por el bien social quizá, pero también con la conciencia de que el personaje se ha vaciado un poco de contenido y de grandeza, al menos para ella.
Los protagonistas de la película asisten a la disociación entre verdad, realidad, representación y bien. Prefieren ser sí mismos a ser representados y a ser famosos, y lo consiguen distanciándose del personaje o rechazándolo.
5.- Fenomenología de la fama y de la representación
Eróstrato fue un pastor que incendió el templo de Artemisa (Diana) de Éfeso, considerado una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, el 21 de julio del año 356 adC, coincidiendo, según Plutarco, con el nacimiento de Alejandro Magno. Su único objetivo fue alcanzar la fama que por otros medios le resultaba inaccesible.
La confesión del propósito de su crimen le fue sacada bajo el suplicio de la tortura, ordenada por Artajerjes. Al descubrirse la intención del incendiario, se prohibió bajo pena de muerte el registro de su nombre para las generaciones futuras, lo cual, evidentemente, no bastó para borrar de la historia ni el nombre ni tampoco la acción.
Cuatro siglos antes de que Ovidio recreara el mito de Narciso, Eróstrato había proclamado con su muerte que el objetivo final de la vida humana para un griego era la gloria, la gloria entre los dioses y los hombres, la fama, y que la forma más alta de ser era ser en los libros, en las crónicas, en el recuerdo de los hombres.
Desde ese siglo IV adC hasta nuestros días, los hombres de la cultura occidental han sido seducidos de múltiples manera por ese modo de existencia. Narciso ama su imagen más que a sí mismo. Don Quijote traza un plano de su vida según los cánones de los héroes de las novelas de caballería, según las hazañas de los caballeros famosos. Pirandello cuenta de muchos modos las vicisitudes de quienes, persiguiendo como Eróstrato, como Narciso y como don Quijote, el amor de su imagen sobre todas las cosas, se enredan, se descomponen y se destruyen en las múltiples formas del reality show.
Algunas producciones cinematográficas de las últimas décadas del siglo XX contraponen a ese modo de ser en la fama, de ser para la audiencia, para la representación, otro modo de ser para uno mismo, ser en la autenticidad, superando la alienación de la imagen.
No es que la imagen y la fama sean siempre alienantes, que no lo son. Más aún, son imprescindibles para la realización de la propia existencia, pero no son la única dimensión en la que la existencia puede y debe ser realizada. La existencia puede y debe ser realizada en varias dimensiones, públicas y ante la audiencia, y privadas y ante sí mismo. Y la plenitud propia del hombre consiste en la articulación congruente de las diversas maneras de ser.
Pirandello pone de manifiesto que la vida, o sea el autor y el actor, rompen las formas del personaje y se liberan siempre de cualquier papel, o bien se despeñan de él: “más allá de los límites que nos habían servido para formarnos a toda costa una conciencia, para construirnos una personalidad cualquiera, vemos ese flujo que en el fondo no desconocíamos, que se nos mostraba como algo distinto, pues lo habíamos canalizado con todo cuidado en nuestros afectos, en las costumbres a las que nos obligábamos; lo vemos desbordarse en una crecida magnífica, turbulenta, y desencajarlo todo, arrastrarlo todo” (Cada uno a su manera, p. 222).
El actor solamente lo es y sólo se conoce a sí mismo en cuanto actor si representa papeles, pero conocerse a sí mismo como actor no significa conocerse plenamente en esa dimensión de uno mismo, y tampoco conocerse en otras. Conocerse a sí mismo en cuanto personaje representado implica expresar y quizá realizar un aspecto de la propia vida como autor y como actor, pero no toda ella.
Si lo más radical de la propia vida pertenece al ámbito del sí mismo no representable, lo que ciertamente no dejaría de resultar cómico en un contexto cultural en el que la representación detenta la hegemonía, entonces el saberse y el ser uno mismo sería una empresa siempre precaria. Porque la diferencia entre autor, actor y papel resulta insalvable, y porque, además, el precario conocimiento y realización de sí que se logra mediante la representación de los papeles tampoco es unificable a su vez en una representación. Esto es precisamente lo que produce la vivencia de la dispersión y descomposición del sujeto, que los contemporáneos de Pirandello expresan con otro lenguaje pero no con otro sentido diferente.
Pero puede pensarse que estos pensadores no solamente tienen nostalgia de una época pasada, de la plenitud de la modernidad, sino también de una conmensuración plena entre autor, actor y personaje, entre vida y representación, entre ser y decir. La imposibilidad de un verbo en el cual la vida del que dice quede plenamente recogida y expresada está bien experimentada por buen número de literatos.
El trinomio de autor, actor y personaje proporciona una vía para examinar la estructura de la persona. El autor, el actor y el personaje pueden considerarse representaciones del sí mismo, del yo, y del papel social, o bien diferentes modalidades personales de una misma vida.
En nuestra cultura mediática, la modalidad del existir según el ser ante la audiencia tiene un predominio que pone en juego de un modo inédito las dimensiones de la subjetividad y los sentidos de la realidad. Los hombres quieren que se represente su vida, sus actos, sus productos y sus propuestas porque esas representaciones, en cuanto que son obras de arte, y precisamente por tratarse de arte en la época de su reproductibilidad técnica, no sólo no pierden sino que adquieren un aura que les consagra ante los demás. A su vez, los representadores quieren representar no ya obras de arte, sino vida en vivo y en directo. La videocámara, el reality show, la snuff movie, las diferentes especies de paparazzi, el reportaje directo y en diferido, y en general los variados procedimientos de representación, convierten al hombre en un personaje para sí mismo, no solo al hombre famoso, sino al hombre común.
La vida ordinaria se duplica mediante la publicación y se triplica mediante la retransmisión, y a partir de ahí se multiplica generando nuevas formas de realidad y de existencia: la realidad ordinaria y la transmitida, actual y en diferido, convencional y virtual, etcétera; la existencia notoria, ignota y de incógnito, oficial y oficiosa, presunta y sentenciada, justificada y calumniada, satisfecha y vergonzante, etcétera.
En semejante situación, el caos, la risa, lo sobrecogedor y el límite de lo representable comparecen cuando un actor tiene que representar algo realmente sucedido estando presente el protagonista en cuanto autor, y un director y un público que obligan a ordenar y repetir los acontecimientos, porque entonces lo verdadero se contrapone a lo real, lo bello se implica con lo falso o lo falseado, lo espontáneo se identifica con lo deliberado y ensayado, la tragedia acontecida se transforma en tragedia fingida y las ficciones en dramas.
La forma en que todo eso se representa ahora de modo más habitual, el reality show y las snuff movies como se ha dicho, y los problemas implicados en todo eso, son los que Pirandello anticipa en 1921. A saber, ¿no anula el carácter trágico de la tragedia su representación en directo?, ¿lo anula cuando es el dolor de La Madre por una hija?, ¿cuando es el amor del Padre por su mujer? ¿No se convierten los espectadores en cómplices del daño que se va a hacer o que ya se ha hecho sólo por existir como espectadores?
Hay acontecimientos que se hacen verdaderos y reales cuando se representan, como es el caso de la calumnia, la hipocresía, la belleza o la fama. Y hay acontecimientos que se falsean cuando se representan, como ocurre con la compasión, la tragedia, la sinceridad, la admiración, la muerte, la vergüenza. ¿Qué tipo de yo es el que emerge en la existencia cotidiana cuando ésta se despliega en el escenario?, ¿qué tipo de yo emerge en la existencia fingida, en la oficial, en la marginal?, ¿qué tipo de yo es el que comparece a uno y otro lado de la frontera de lo representable?
Uno es personaje para sí mismo en la medida en que hay distancia entre vida y conciencia, en la medida en que no se da un conmensuración perfecta entre ambas, como se da, según Rilke, en el animal, en el niño y en el héroe. El yo se multiplica en función de los escenarios, de las formas de existir en la presencia, pero también permanece cabe sí en función de lo que no puede ser representado. ¿Es posible para los seres humanos ser solamente personajes?, ¿es eso lo que máximamente desean?, ¿cuántos personajes verdaderos puede asumir un yo y cómo puede unificarlos?
El yo tiene que identificarse de alguna manera con algunos papeles para ser sí mismo, la cuestión es si se puede saber de antemano con cuáles y en qué términos (por ejemplo, si se puede saber para qué ha nacido uno realmente).
En segundo lugar, la cuestión es si lo que es el sí mismo al margen de la representación se puede unificar con lo que es en el escenario.
En tercer lugar, si la instancia que ejerciera la unificación, la voluntad libre generando hábitos en el tiempo de la vida, no sería aún más personal que las otras, que el autor y que el personaje.
El yo actuante, actor, es libre albedrío y conciencia y, en cuanto tal, conciencia de pluralidad, conciencia de muchas instancias y factores que le constituyen. El sí mismo del que emergen las formas, el autor, es vida inconsciente, sustancialidad irreductible a presencia, el sí mismo es libertad fundamental, irreductible a las otras dos instancias, al actor y al personaje, e inalienable en ellas. Los intentos de resolver una de esas instancias en las otras, en cuanto que ponen de manifiesto la imposibilidad de lograrlo, genera un caos que resulta cómico.
La tragedia y el desengaño se producen respecto de la pretensión de ser uno en términos modernos o representativos, en clave barroca. La risa que aparece en el Quijote, en Pirandello o en Héroe por accidente, no significa nihilismo, significa comprensión de que el modo de ser para la audiencia es menos relevante que el modo de ser para sí mismo y el modo de ser para los demás al margen de la representación. Significa referencia a otro paradigma en el que la unidad del sujeto resulta configurable según el modelo de una subjetividad pluripersonal, de una subjetividad que se constituye como tal en la relación dialógica, en su ser sí mismo con los otros.
Jacinto Choza es catedrático de Antropología Filosófica de la Universidad de Sevilla. Estudió en las universidades de Sevilla, Madrid y en la Columbia University de Nueva York. Sus libros más recientes son Locura y realidad. Lectura psico-antropológica del Quijote, Historia cultural del humanismo, Breve historia cultural de los mundos hispánicos e Historia de los sentimientos. En FronteraD ha publicado Sanidad: Reducir presupuesto para mejorar servicios y Bienvenida a la crisis