No hay un sólo guatemalteco que no conozca esa cifra, icónica, de 17 muertos al día debido a actos violentos. Pero ¿qué sucedería si planteamos que, según datos de la Procuraduría de Derechos Humanos de la nación, han muerto 6.575 niños por hambre en 2010? ¿Cómo reaccionamos si haciendo una simple división descubrimos que en Guatemala mueren 18 niños al día por hambre? No sucede nada. La reacción es mínima.
Ni Otto Pérez Molina ni Manuel Baldizón, enzarzados en sus propuestas de mano dura e implantación de la pena de muerte, consideraron que fuera dar prioridad a “la seguridad alimentaria” presentado un programa político y económico de intervención sobre un hambre que hipoteca no sólo el presente sino el futuro de Guatemala.
Un 49,8% de desnutrición infantil crónica en el año 2011 no parece suficiente para desatar una reacción categórica por parte de la opinión pública guatemalteca. En el contexto de la campaña electoral casi perenne que inunda la prensa del país, no es, ni de lejos, uno de los temas más debatidos. En el taxi, en el café o en la mesa con amigos, se suceden los relatos de asaltos, robos o extorsiones. A todo el mundo le ha sucedido, todo el mundo conoce a alguien a quien le haya sucedido. Uno siempre espera que pueda sucederle.
Pero ¿conocen los habitantes de la capital a alguna familia que haya perdido un niño por hambre? ¿El hijo de algún amigo sufre de desnutrición crónica? ¿Qué tipo de muros separan a los guatemaltecos para que todo el mundo conozca algún caso de violencia armada pero casi nadie uno de hambre con indicadores que demuestran que la sufre la mitad de los niños y niñas?. Guatemala es, en realidad, dos países. La capital, con sus problemas, y el resto con los suyos. Por si fuera poco, la tasa cercana al 50% de desnutrición infantil crónica en el país se incrementa al referirse a la infancia indígena, situándose en torno al 65,9%.
Tampoco las propias comunidades afectadas han logrado organizarse de manera efectiva para exigir una solución inmediata a un problema que las diezma. Como una antigua responsable de una institución del sistema de seguridad alimentaria nacional ha declarado, eso sí, discretamente: “Tras 250.000 muertos en un conflicto armado, no es fácil volver a organizarse”. Recordemos que según todas las estadísticas, el retrato robot del desnutrido es, abrumadoramente, femenino, indígena y rural. Porque Guatemala, y su población, se han acostumbrado al hambre. Lo ocultan.
Luis Enrique Monterroso, el responsable de la Unidad Alimentaria de la Procuraduría de Derechos Humanos es un hombre hiperactivo, un activista altamente especializado que trabaja desde hace años por situar el hambre en la agenda política, añade factores de comprensión del problema: “La lógica intelectual que preside el debate sobre la desnutrición en Guatemala pasa por comenzar achacándolo a causas naturales o divinas. Posteriormente se cae en la culpabilización de la víctima” (llamémoslo “cierto tipo de mujeres son demasiado prolíficas”). “Para terminar generando mecanismos de supervivencia que niegan las realidades de atrocidad y sufrimiento que nos rodean. Considerarlas normales (normal en tanto cualidad estadística) es un mecanismo de justificación, ocultación, indiferencia y minimización de sus consecuencias éticas y políticas”. Para él se ha construido el hambre “como fenómeno ajeno a partir de la falta de un contrato social entre las élites y los hambrientos, que lo convierte en un problema no apremiante”. Es evidente que existe “escasa organización e incidencia política de los hambrientos, que los pobres rurales no generan sensibilidad en el poder, que las élites no perciben el hambre como una amenaza a sus intereses. Que comprendiendo la diferencia entre los problemas apremiantes y los problemas elegidos, el hambre no es un problema apremiante ni un problema elegido”.
Por eso Monterroso planea “traer la guerra a casa” (y la expresión no es suya). Promueve el uso de las redes sociales para sensibilizar en torno al hambre –propone convertir en trending topic de Twitter el hashtag #guatesinhambre-. En estos momentos coordina grupos de estudiantes que se organizan para la movilización. El próximo 16 de octubre celebrarán un ayuno y encenderán una vela por cada una de las 6.575 víctimas por hambre del año 2010. Su objetivo es ocupar con miles de luces el Obelisco de la capital. Sacar el debate del ámbito de los profesionales al de la opinión pública. Visibilizar la situación en el medio urbano. Incidir en el debate político, forzar a Otto Pérez Molina y a Manuel Baldizón a tomárselo en serio.
Porque según Monterroso, que en esto coincide con el resto de especialistas consultados, la situación del hambre en Guatemala es mucho peor aún de lo que se cree. “Hemos denunciado desde marzo de 2011 que hay sub-registro de casos, por falta de recursos o por motivos que comprendemos pero no podemos demostrar”. Sin ir más lejos, explica que “este año, el barrido nutricional que desarrolla anualmente el Ministerio de Salud ha comenzado con 3 meses de retraso. La consecuencia es clara. Sus datos son incompletos y tardíos. No representan la realidad”.
Las estadísticas son muchas, difícilmente manejables, de diversas fuentes con diferentes métodos de medición y pueden engañar. Pero la tendencia es inequívoca. La situación no sólo es de largo recorrido. Se encuentra enquistada en índices inaceptables y no mejora. ¿O sí mejora? Teniendo en cuenta la infrarrepresentación de casos que denuncian tanto los expertos que trabajan en la capital como las personas que se implican día a día en el terreno, buscamos datos oficiales y locales, redactados en Guatemala, sobre la evolución del problema a lo largo de los últimos cinco años.
Si bien se habría producido un descenso porcentual de alrededor del 5% en los últimos 10 años, el número absoluto de casos se mantiene estable. En todo caso, no mejora. Es cierto que la población ha aumentado. Tanto como que las estadísticas se pueden manejar a voluntad de quien las realiza.
Crucemos los siguientes datos: el barrido nutricional de 2011 se olvida de tres de los doce meses del año (un 25%) y la cifra de 1,03 millones de niños desnutridos en 2002 se sitúa en 1,014 en 2009. El resultado no parece demasiado satisfactorio. Sumando todo esto con el dato de que el 84% de los niños mueren en sus casas, (¿cuantos de ellos sin que nadie registre la causa?) sírvanse en bandeja todos aquellos informes que defiendan que la situación mejora. A priori, a medida que nos alejamos del país ganamos independencia de criterio y precisión en el análisis. Abramos la investigación a los últimos 20 años y vemos que globalmente ha empeorado. El Banco Mundial no tiene dudas al señalar en sus investigaciones que Guatemala es el país del continente que menos ha avanzado en la lucha contra la desnutrición.
Tomando como ejemplo los informes de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) y buscando cifras y tendencias globales, mucho más profundas que variaciones porcentuales año con año, en los últimos 20 años Guatemala ha ascendido del 5º al 3º lugar del continente en cuanto a mortalidad infantil se refiere, situándose sólo tras Bolivia y Haití. Una mortalidad infantil para la que el hambre constituye su mejor caldo de cultivo.
Como me dijo un médico del departamento de pediatría del hospital Felipe Betancourt de Antigua y que tenía en el momento de la entrevista a cuatro pacientes desnutridos, “un niño con desnutrición es, para que lo entiendas, como un enfermo de SIDA, tiene el sistema inmunológico tremendamente debilitado”. De ahí los elevados índices de muerte por bronconeumonía, el 38% del total. Tras la neumonía, llega la diarrea, con un 12% . Y así llegamos a la causa de la muerte de la mitad de la infancia que se muere en el país. Los niños no se mueren necesariamente de hambre, pero el hambre destroza sus defensas y los convierte en presas fáciles de las afecciones respiratorias y las diarreas, enfermedades fácilmente erradicables, derivadas de su desnutrición. El médico apunta bronconeumonía. El niño ha muerto a causa de la desnutrición.
En todo caso, años de intervenciones y planes conjuntos de cuantas agencias internacionales en el mundo han sido, que las cifras guatemaltecas de desnutrición continúen siendo superadas sólo por 5 países africanos, da mucho que pensar. Luis Enrique Monterroso cree que Guatemala “dispone de capacidad analítica suficiente para establecer las causas del hambre, disponemos de medios técnicos para intervenir sobre ella, un marco normativo moderno, recursos económicos y experiencia para erradicarla”.
¿Qué sucede entonces? ¿Por qué la situación no mejora?
Lo que sí se puede demostrar es que todas las instituciones implicadas invierten dinero. Por dinero no es. Nadie se muere por unos cuantos quetzales. Faltaría más. Otra cosa es que ese dinero sea efectivo en su uso. Que se invierta en las partidas adecuadas. Ya lo hemos explicado, el problema es de fondo. Comenzaremos por poner un ejemplo que tiene que ver con el ámbito de la cooperación internacional.
Del presupuesto autorizado de la Secretaría de Seguridad Alimentaria de la Nación, aproximadamente el 85% llega del exterior. La cantidad donada por el mundo para invertirse en las políticas de seguridad alimentaria y nutricional del estado guatemalteco asciende a 147,3 millones dólares para el año 2010. Una cantidad que ha llegado a triplicarse desde 2008 y que sigue sin dar resultado. Quizás porque debido a una sorprendente realidad que caracteriza las finanzas públicas guatemaltecas, la mitad de ese dinero no llega a gastarse en el plazo acordado. La propia Secretaría de Seguridad Alimentaria recoge en su memoria anual de labores que el presupuesto ejecutado es el 49% del total del dinero recibido a través de donaciones internacionales.
Tras la tormenta número 16, a finales de 2008, y como puede comprobarse a través de una mirada a los datos, España, principal donante de ayuda a Guatemala, decidió responder a una llamada de emergencia y destinó 1 millón de euros a un programa de compra de insumos agrícolas y semillas para los campesinos afectados. Ese dinero sufrió el mismo destino que tantas otras donaciones. Permitiéndonos pensar, que junto a la tragedia, existen los responsables de la misma. Uno pudo quedarse en la tormenta. Todo el mundo sabe que las tormentas destruyen cosechas, tanto como la sequía. Los fenómenos naturales son inevitables y en ese caso no hay responsables. Dios, en todo caso, que casi nunca atiende al teléfono para dar su versión.
Pero no, no es suficiente. También se puede señalar que instituciones débiles y procedimientos kafkianos se convierten al menos en co-responsables de que, cuando en junio de 2009 el dinero de la ayuda llega físicamente al país, se encuentre con una de las realidades más criticadas en cuanto tiene que ver con la efectividad de los esfuerzos por paliar el hambre.
En Guatemala, como en cualquier democracia liberal, los diferentes departamentos de la administración pública, el órgano ejecutivo, debe contar con la aprobación del Congreso Nacional, el órgano legislativo, para ejecutar un gasto. Las donaciones en el ámbito de la lucha contra el hambre no iban a ser menos. Y no disponen de espacio de ejecución sin ese requisito. Correcto. Todos los países aplican los mismos mecanismos.
En Guatemala existe siempre una explicación más. Siempre. El Congreso Nacional no se da demasiada prisa en agilizar los trámites, ocupado como está en menesteres más urgentes. Tardó meses en aprobar el gasto del dinero que llegaba de España. Varios meses después del ingreso del dinero, los receptores de la donación, Ministerio de Agricultura e Instituto de Ciencia y Tecnología Agrícola, debieron devolvérselo al Ministerio de Finanzas ante la imposibilidad de gastarlo. Un ministerio que se lo devolvió, a su vez, un año más tarde, a mediados de 2010. Al llegar diciembre y no haber terminado, por segundo año consecutivo, su ejecución, ambas instituciones estaban obligadas a devolvérselo de nuevo al Ministerio de Finanzas, que volvió a aprobar el gasto y transferir los fondos a mediados de 2011. El pasado 22 de septiembre terminó, por fin, de gastarse el dinero que España había donado en diciembre de 2008 respondiendo a una ayuda de emergencia que Guatemala requería para paliar la seguridad alimentaria de parte de su población.
Rocambolesco es un adjetivo suave en un caso como este. Uno sólo de tantos ejemplos que podrían ayudarnos a ubicar los problemas que rodean la solución del hambre en el ámbito de la voluntad política y la priorización de unas determinadas políticas públicas frente a otras.
Edgar Escobar es una de las personas que ha trabajado durante más años en el ámbito de la Seguridad Alimentaria en Guatemala. Actualmente se desempeña como Jefe de Misión de Acción contra el hambre en el Corredor Seco. Pero en 2004 fue uno de los redactores de la Ley Integral de Seguridad Alimentaria. Para él “es necesario comprender que el hambre en Guatemala no se va a terminar aplicando cuidados paliativos, lo que se necesita son acciones de desarrollo a medio y largo plazo”. El sistema alimentario guatemalteco se encuentra desarticulado “por una falta evidente de voluntad política”. El razonamiento es simple “si el gobierno no interviene más y de manera más efectiva es porque no existe voluntad política real de atajarlo”.
Un sondeo entre personas interesadas en el fenómeno ofrece respuestas a esa dolorosa pregunta que nadie puede evitar. ¿Por qué el hambre en Guatemala no ha saltado a las portadas de los medios de comunicación internacionales como un escándalo?
Selecciono una, recibida de una persona que nunca en su vida ha pisado Guatemala y que sintetiza el sentir general de los europeos consultados. El historiador español Francisco Padín piensa que “el mundo occidental, liberal y capitalista sólo concibe el hambre fuera de sus fronteras. Lo contrario sería reconocer el fracaso del sistema. Somalia es un estado fallido, africano, negro, musulmán y en guerra permanente, incomprensible desde el exterior, fuera de nuestro ámbito económico, político, cultural o religioso del que podría esperarse cualquier barbaridad (desde los piratas a la ablación pasando por las siete plagas de Egipto) mientras Guatemala pertenece a nuestro mundo. Es una democracia liberal, capitalista y occidental en la que hasta sus dirigentes son miembros de la Internacional Socialista. Cabe esperar hambre de un país negro, musulmán, incivilizado y en guerra permanente, pero no de uno de los nuestros”.
Este artículo, primero de una serie de seis, se publicó inicialmente en la web guatemalteca www.plazapublica.com.gt
Alberto Arce es periodista. En FronteraD ha publicado Memoria de Gaza I y II y Antifotoperiodismo