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Sociedad del espectáculoLetrasDiez años después. Un prólogo a ‘Llámame Brooklyn’

Diez años después. Un prólogo a ‘Llámame Brooklyn’

 

1. Todo comenzó en julio de 1985 en un hotel de Katmandú. Por las mañanas, cuando bajaba a desayunar al comedor, me resultaba imposible apartar la mirada de un póster en el que se podía ver la línea de rascacielos que rodea la Bahía de Hong Kong. Era una foto cuarteada, de gran tamaño y colores estridentes. Por alguna razón, la imagen me hacía pensar no que nunca había estado en Hong Kong, sino que no conocía Nueva York. Al cabo de una semana de contemplar el póster, tomé la decisión de viajar a la ciudad americana. Cuando volví a Madrid a finales de verano, escribí a una amiga que llevaba un año viviendo en Nueva York. Me dijo que podía ir a su casa cuando quisiera. Llegué la víspera del día en que se iba a España a pasar las Navidades. Cuando llamé al timbre de su casa, en Astoria, Queens, mi amiga me dijo desde la puerta que tenía que matricularse en un curso antes de irse de viaje y en aquel mismo instante salía hacia Manhattan. Si no estaba muy cansado, tal vez me apeteciera acompañarla. Fuimos en metro hasta la parada de Hunter College, en la calle 68. Mientras hacía los trámites de la matrícula, mi amiga me sugirió que esperara en P. J. Clarke’s, una taberna irlandesa fundada en 1884. P. J. Clarke’s, el único edificio bajo que queda en una zona donde sólo hay rascacielos, es una de las tabernas con más carácter de la ciudad y uno de los últimos supervivientes de una época en que la vía elevada del metro discurría a lo largo de la Tercera Avenida, entonces una inacabable sucesión de pubs irlandeses.

 

2. La primera imagen que conservo de Nueva York es una perspectiva de la Avenida Lexington al anochecer, vista desde el pasadizo de cristal de Hunter College que atraviesa la avenida a la altura de la calle 68. Los faros de los coches descendían desde Spanish Harlem formando un reguero de destellos blancos que al salir por debajo del pasadizo se transformaba en un parpadeo de luces rojas que se alejaba hacia Manhattan Sur. La configuración de la luz cambia dramáticamente cuando uno se traslada a otros puntos de la ciudad. La apoteosis es el violento estallido de luces de Times Square. La manera en que converge allí la totalidad de estímulos ópticos posibles es un resumen del carácter de Nueva York. Times Square bombea hacia el resto de la trama urbana de Manhattan toda la energía luminosa que la ciudad precisa para que en ningún momento se interrumpa el ritmo de la vida ciudadana. La luz de Nueva York es un repertorio de símbolos abstractos que resumen el espacio urbano. Índices bursátiles, reclamos publicitarios, titulares de periódico que giran en torno a la parte superior de los rascacielos… Todo (la línea del cielo, el perfil de los puentes y los edificios, el trazado de los parques, las siluetas de los árboles y los barcos, la trayectoria que describen los helicópteros) sirve de excusa para que la luz se condense en torno a las imágenes esenciales de la ciudad reduciéndolas a sus rasgos más esquemáticos. Haces de luz deshilachada recorren las calles como líneas de fuerza convirtiendo la ciudad en una expresión del movimiento en estado puro. Superpuesto a las infinitas modulaciones de la luz, el caos acústico circundante se adentra en todos los reductos de Nueva York creando un estertor de fondo que no es posible dejar de percibir en ningún momento. Al igual que ocurre con la luz, la conmoción resultante del choque entre todos los ruidos que genera la ciudad se expande en todas las direcciones fundiendo en una todas las franjas del espectro sonoro, fenómeno conocido como ruido blanco. La expresión tiene valor metafórico. Barrios, etnias, nombres, humanos de Nueva York, todo se funde en una explosión de ruido y luz. Cuando llegué, la ciudad era objetivamente peligrosa, sólo que yo no lo percibí. El tumulto de imágenes y sensaciones que veía estallar en derredor tenía sobre mí un efecto que no acababa de entender. El delirio de Nueva York me calmaba. Ningún otro lugar podía ser ya mi ciudad.

 

3. En junio de 1987 volví para quedarme. Pasé el verano en un “piso ferrocarril” de la calle 12, cerca de Alphabet City. Tras una breve estancia en el Seventeen, un hotel decrépito situado en las inmediaciones de uno de los barrios más elegantes de la ciudad, Gramercy Park, me fui a vivir a Brooklyn. Brooklyn: Recuerdo el impacto que causó en mí la sonoridad de aquel vocablo la primera vez que puse un pie en el barrio, las imágenes que despertaba el mero hecho de pronunciar el nombre estando allí. Los edificios, los parques, las gentes y las calles de Brooklyn tenían un carácter propio, distinto y ajeno al de Manhattan. La aspereza del entorno, el aire que se respiraba al otro lado del río, no tenían nada que ver con la vida en la isla que se asoma al Hudson. Más que a otra ciudad, me pareció que me había ido a vivir a otro planeta. Fue el espíritu de Brooklyn lo que buscaría captar en una novela que, sin darme cuenta, había empezado a nacer en el momento en que me fui a vivir allí. Sin saber muy bien por qué, estaba persiguiendo la historia de una huella que habían dejado en la memoria colectiva nombres, lugares, individuos que habían dejado de existir. La historia que quería escribir sería la crónica de algo que había empezado a desaparecer hacía tiempo y que seguía haciéndolo ante mis ojos cuando llegué. Nombres necesarios, que no es posible pronunciar sin escuchar el eco de una historia: Gravesend, Sunset Park, Red Hook, Brownsville, Brighton Beach, Fort Green, Prospect Park, Coney Island, Bushwick, Williamsburg. Todos son Brooklyn.

 

4. Desde que tenía ocho años siempre he escrito, pero fue mi llegada a Nueva York lo que marcó mi nacimiento como escritor. Conservo cientos de cuadernos que he ido escribiendo ininterrumpidamente desde que llegué a Brooklyn hace ahora casi treinta años. Nunca los releo, de modo que no sé muy bien qué habrá en ellos. Los cuadernos cobraron una importancia inusitada desde el primer momento. Para mí era cuestión de urgencia intentar registrar todo lo que sucedía a mi alrededor. Cuando fijé mi residencia en Brooklyn empezaron a crecer de manera torrencial. La escritura que iba surgiendo en ellos era de signo antitético a la que se hace con el teclado de un ordenador. Las señas de identidad de mi escritura están todas en los cuadernos que empecé a escribir a mediados de los ochenta. Los ejes de coordenadas del primer año que pasé en Brooklyn eran la George Westinghouse Vocational and Technical High School, donde daba clases de español por las mañanas, y el Montero Bar and Grill, donde veía a mis amigos por la noche. La sombra de Manhattan siempre estaba ahí, de un modo u otro, pero era un punto de referencia un tanto remoto, un estorbo casi.

 

5. Escribía porque no me quedaba otro remedio y lo hacía sin intención de publicar. En este sentido cabe decir que durante muchos años los cuadernos de Brooklyn se fueron escribiendo solos. De cuando en cuando, la escritura magmática que se iba acumulando en ellos se asomaba casi por su cuenta al exterior. Fue así como aparecieron los primeros cuentos. El origen de muchos estaba en mi lectura diaria del New York Times, ritual que para mí tiene algo de sagrado. Leyendo las noticias del Times me tropezaba inesperadamente con embriones de cuentos, historias cuyo contenido parecía pedir a gritos que alguien las convirtiera en relatos. Fue así como surgió Little Man, la historia del traficante de drogas que fue abatido a tiros en White Castle, condado del Bronx, cuando contaba sólo 14 años. La historia de Little Man no está en Llámame Brooklyn, como tampoco la de Richard Ramírez, el violador y asesino en serie que mantuvo en vilo a los habitantes de California a mediados de los ochenta. Otras irían a parar a la novela, como la de Daniel Rakowitz, el mendigo que asesinó a una bailarina holandesa y dio de comer un potaje con sus restos a los indigentes de Tompkins Park, o la de April Olivia, la recién nacida a quien su madre abandonó junto a un cubo de basura envuelta en una mantita de color rosa en la que prendió con alfiler una nota cuidadosamente redactada pidiendo que alguien se ocupara de ella, o la crónica del suicidio de Rothko. No todas las historias eran tan oscuras como las que acabaron en el Cuaderno de la Muerte. Las había también luminosas o agridulces, como la de Sam Evans, el negro ciego que memorizó el texto completo de la Biblia; la crónica del Hotel Chelsea, donde celebraba sus anticumpleaños míster Tuttle, alias la Sombra; o las historias protagonizadas por Thomas Pynchon, Jesús Colón o Felipe Alfau; o las pesquisas detectivescas de Robert C. Carberry, cuyo fin era seguir los pasos de Nadia Orlov; o las crónicas que escribió el abuelo de Gal, David Ackerman para el Brooklyn Eagle. Desde el andén elevado del metro, en Kings Highway, vi muchas veces el reclamo publicitario de una agencia de detectives que decía, escuetamente: “¿Conoces bien a tu pareja?”. El capítulo ocho de la novela se titularía así.

 

6. Viéndome escribir a todas horas, mis amigos me preguntaban si les podía dejar ver algo de lo que hacía. A veces les leía un fragmento en voz alta o imprimía unas páginas que tenían casi forma de relato. Aunque la cantidad de material que iba vertiendo en los cuadernos era ingente, creo que siempre tuve la oscura voluntad de escribir una novela que diera cuenta del impacto que tuvo sobre mí el hecho de instalarme en Nueva York dejando España para siempre. No se trataba en modo alguno de contar mi historia personal, sino de radiografiar una emoción común a muchas personas. Encontré el punto de contacto entre el país al que había llegado y el que dejé atrás en un episodio histórico lleno de idealismo y emotividad cuyo final acabó siendo doloroso: el de los jóvenes norteamericanos que fueron a España para luchar contra el fascismo en la Brigada Lincoln. El hecho histórico no era más que un punto de arranque. Cuando lo que escribía en los cuadernos empezó a orientarse hacia la creación de una novela sentí que las barreras que separan la realidad de la ficción se desdibujaban de manera imperceptible. Esa indefinición  es para  mí parte esencial  del proceso creativo y hasta hoy no sé muy bien qué hay a cada lado de semejante barrera. Ahora que han pasado diez años desde que se publicó la novela, no soy capaz de diferenciar con claridad entre los personajes que me inventé y los que conocí. Casi todos tienen una base real, sí, pero a lo largo del proceso que siguió sus rasgos se fueron desdibujando hasta desvirtuar sus orígenes por completo. El poder de la ficción consiste en eso.

 

7. Hay en el vocabulario de los cuadernos un término que tuvo mucha importancia desde el primer momento: semblanza. Los cuadernos mezclan las semblanzas de lugares con las de personas, como decía Capote que había que hacer. Se fueron fraguando lentamente a lo largo de los años. No era tanto lo que oía como lo que imaginaba, aunque no siempre. No hace mucho, hurgando entre mis papeles, me encontré una semblanza del Montero escrita en 1988. No recordaba haberla escrito. Cuando la descubrí hacía años que se había publicado Llámame Brooklyn, pero el germen de la novela estaba ahí. En junio de 1988, coincidiendo con el aniversario de mi llegada a Nueva York, hice mi primer viaje a México. Estando en Veracruz escribí de un tirón una novela para niños que permanece inédita.

 

¿Cuántos años estuve así, escribiendo sin tener la menor intención de publicar?

 

8. Cuando escribo necesito saber que hay un parque cerca. Desde donde vivo ahora puedo ver los árboles de Washington Square. En el otoño de 1988 empecé un doctorado en literatura. Entonces irrumpió en mis cuadernos Bryant Park. Entre 1988 y 1993, los espacios esenciales de mi imaginación fueron el Grace Building, un rascacielos de la calle 42 que tiene un elegante perfil curvo, y el edificio de mármol de la Biblioteca Pública. Bryant Park se encontraba entre uno y otro. Durante los primeros años del doctorado viví en un minúsculo estudio de la calle 44, muy cerca de Times Square, en un edificio donde había tantos solitarios que le puse el nombre de Torre de la Soledad. Allí escribí muchos cuentos, casi siempre a mano. Las aulas del programa doctoral estaban en el piso 40 del Grace Building. La vista de Manhattan Sur que se divisa desde allí es sobrecogedora. En los sótanos había una biblioteca que respondía al nombre de Mina Rees y unos pisos más arriba una sala de computadoras donde los estudiantes de doctorado escribían sus sesudos papers. Fueron años de lecturas incesantes y gozosas así como de aviesos experimentos con la escritura. Para huir del mundo académico buscaba refugio en los cuadernos. Localizaba una zona en la que sabía que había un relato en estado bruto, lo rescataba y me ponía a trabajar en él con el ordenador. Cuando lo daba por terminado lo imprimía y le regalaba un ejemplar a mis amigos del programa doctoral que se encontraran en aquel momento conmigo en la sala de ordenadores.

 

9. Tras un tiempo en la Torre de la Soledad volví a Brooklyn. Años después, en el otoño de 1993, después de haber vivido en muchos de sus enclaves, dejé el barrio para no volver. En cierto modo fue una traición, aunque para entonces mi imaginación había acotado para siempre el territorio de Brooklyn como el lugar en que habría de desenvolverse en el futuro la novela. En realidad, no hubiera sido posible precisar sus límites. Llámame Brooklyn era una más entre las innumerables historias de las que iba dando cuenta año tras año en los cuadernos. Como entidad real, la novela tardaría más de una década en cobrar forma. El Montero, que en el plano de la ficción pasó a llamarse Oakland, era uno de sus centros de gravedad, tal vez el más importante, aunque ni mucho menos el único. A su alrededor, e incluso independientemente de él, había toda una red de historias, cada una con su epicentro. Un año, no recuerdo exactamente cuál, reuní media docena de cuentos y los encuaderné. Sin decirme nada, GB, mi compañera, se lo prestó a un amigo pintor que había venido a exponer en una galería de Broadway. Unos meses después, estando en su casa de Colliure, el pintor amigo de GB me confesó que había leído mis cuentos y me preguntó por qué razón no los publicaba. No supe qué responder, pero me vi obligado a pensar y comprendí que no tenía un motivo claro. Seguí llenando cuadernos, de los que de vez en cuando rescataba un cuento, pero algo había empezado a cambiar y poco tiempo después tomé por fin la decisión de publicar. Lo primero que descubrí fue que encontrar editor no era nada fácil. Mi determinación no bastaba. Alguien tenía que creer en lo que hacía y apostar por mí.

 

10. En el año 2000, no bien habíamos entrado en el tercer milenio, vieron la luz dos volúmenes muy delgados. Su forma y origen no pueden ser más diferentes. Uno de ellos salió directamente de los cuadernos y fue un regalo de cumpleaños que le hice a GB. En julio de 1995 había viajado con ella a Chiapas. Su cumpleaños es en septiembre. Cuando le pregunté qué quería que le regalara me pidió que diera forma al diario de lo que había ocurrido durante el viaje a Chiapas. Tardé varios meses en acabar aquel proyecto. Cinco años después, una editorial de Zaragoza, Prames, publicó mi Cuaderno de Méjico [sic]. El otro libro fue también un regalo, en este caso de un amigo mío, lector exquisito y excelente editor. Mi amigo había publicado un librito exiguo, de portada delicada en la que aparecían minúsculas reproducciones de la flor de lis en oro con un fondo de color amarillo claro. Utilicé la misma portada para la edición de los seis relatos cosidos a mano que había leído sin autorización mi amigo el pintor de Colliure. Le puse un título meramente descriptivo: Cuentos dispersos. “Little Man” y “¿Quién quiere las cenizas de Richard Ramírez?” fueron a parar ahí. La edición, publicada por Turner, constaba de un total de 200 ejemplares. Regalé la mayoría. Cuando volví a Nueva York me quedaba una veintena de libros que llevé a las librerías Macondo y Lectorum, que estaban en la calle 14. No se vendió ninguno. Recuerdo el día en que los fui a recoger bajo la mirada compasiva de los encargados. Del Cuaderno de Méjico se editaron 1.000 ejemplares, una cantidad exorbitante, y creo que todavía quedan algunos. De vez en cuando un amigo me sorprende diciendo que lo ha pedido y la editorial de Zaragoza se lo ha hecho llegar.

 

11. Cuando escribí la semblanza del Montero en 1988 no tenía conciencia de la historia que quería contar ni de cómo habría de hacerlo. Las historias tienen vida propia independientemente de quien acabe por escribirlas. Desde el primer momento saben qué camino van a seguir en el futuro, pero el escritor encargado de contarlas no siempre está seguro de cómo debe proceder. No le queda más remedio que permanecer en una actitud de escucha poética, como aconsejaba hacer Dante, aguardando a que lleguen hasta él señales que no siempre es fácil detectar. Cuando por fin ocurre esto, su misión es ser fiel a ellas reproduciéndolas en el texto sin interferir demasiado. Si no se obra así, lo que sale a la luz corre el peligro de ser un ente forzado, artificial, sin vida propia, algo que ningún talento es capaz de enderezar.

 

12. El germen de la novela estaba íntegro en la semblanza del Montero. Sólo faltaban los protagonistas. Siempre supe que serían dos. La novela que quería escribir era una elipse cuyos focos tenían que ocupar los portadores de la historia. Tardé mucho en dar con ellos. Un día vislumbré en mi imaginación la escena en que por fin se encontraban. Fue en el Oakland. Uno de ellos era un hombre de unos cincuenta años, un ser oscuro destinado a ocupar el centro de la narración, el incognoscible Gal Ackerman. El otro, Néstor Oliver­Chapman, periodista de profesión, era un ser luminoso de algo más de treinta años. Cuando Ackerman se cruza en su camino, Chapman se convierte en testigo involuntario de su trayectoria y, comprendiendo el destino trágico que lo aguarda, se resigna a ser el continuador de su legado. Por supuesto, el proceso no fue consciente, sólo el paso del tiempo me permitió verlo con suficiente claridad. Gal no tenía que cambiar, no hacía falta. Huérfano de la Guerra Civil Española adoptado por un matrimonio de brigadistas de Brooklyn, él era el portador del misterio. Fue Néstor quien poco a poco fue adquiriendo el perfil que le correspondía. Tardé mucho en conseguirlo, pero cuando por fin me resultó creíble que también él fuera español, se puso en marcha el engranaje de la novela.

 

13. En 2000, año en que se publicaron el Cuaderno de Méjico y Cuentos dispersos, yo vivía en la calle 20, en Chelsea, y el parque más cercano era el del Seminario Episcopal, que abría sus puertas al público sólo a ciertas horas. En la esquina con la Novena Avenida había un local comercial que cambió varias veces de dueño y siempre acababa fracasando hasta que lo compró un joven francés que abrió una repostería que inmediatamente tuvo éxito, La Bergamotte. Allí escribiría muchísimas páginas, tal vez dos terceras partes de lo que habría de ser Llámame Brooklyn. Una semana (recuerdo que fue la de los óscars) tres personas me sugirieron que me pusiera en contacto con Antonia Kerrigan, una agente de Barcelona. Años antes yo había sido amigo de su hermano Camilo, que entonces vivía en Brooklyn. Durante las vacaciones de Semana Santa, aprovechando un viaje a Madrid, me acerqué a Barcelona con la intención exclusiva de conocer a Antonia. Me recibió con gran amabilidad y atención. Me costará trabajo olvidar el rincón de Travesera de Gracia donde tenía su agencia. En la esquina había un bar que me gustaba. Le hablé a Kerrigan de la ingente cantidad de cosas que había escrito a lo largo de décadas. Me escuchó con paciencia y cuando terminé me dijo que sólo podría ayudarme si yo le daba una novela. Tengo una, le dije, y le hablé del Cuaderno de Brooklyn, la novela que llevaba más de diez años escribiendo, aunque ya no se podía llamar así, pues había publicado el Cuaderno de Méjico, con lo cual había gastado el título.

 

Con instinto certero, Antonia me dijo: “Si llevas tantos años escribiéndola será algo muy irregular. Ahí tiene que haber todo tipo de voces y estilos. Lo mejor sería que empezaras algo Nuevo”. O palabras a tal efecto.

 

 

14. Había peregrinado a Barcelona porque necesitaba que me llegara una señal desde fuera, algo que me obligara a anclar de manera objetiva mis esfuerzos. Cuando regresé a Nueva York comprendí que lo acumulado en los cuadernos no servía. Tras más de diez años dedicado a la novela, era como si jamás hubiera escrito una sola línea. Destruí todo lo que tenía dispuesto a empezar desde cero. En junio, terminado el curso académico, fui a Madrid y, en la casa que tenían mis padres cerca del Retiro, escribí el primer capítulo de una novela nueva. Para gran sorpresa mía, la historia de la que creía haberme deshecho afloró con fuerza inusitada. La novela que creía inservible seguía viva fuera de la página, intacta, al igual que sus personajes. Escribí el primer capítulo con una facilidad que me sorprendió. Gal Ackerman, que entonces tenía algo más de treinta años, conoce a una mujer que cambiará su vida para siempre en la terminal de autobuses de Port Authority. Tras un mes de escritura desenfadada imprimí el capítulo y regresé a Manhattan. Teniendo todo el verano para mí, decidí escribir el siguiente capítulo en Oaxaca, donde un grupo de amigos iba a pasar el mes de julio. En Oaxaca me alojé en un hotel pequeño y muy tranquilo. Cuando le dije que era escritor, la dueña me instaló en una habitación que daba a un jardín interior al que no llegaba ningún ruido. Parecía la celda de un monje. En el cuarto no había más que un catre, una mesa baja y una silla. Me pasaba el día escribiendo allí y al caer la noche bajaba al Zócalo, donde se reunía la bohemia del lugar. Mi idea era escribir el capítulo titulado Cuaderno de la Muerte, en el que Gal copiaba noticias del New York Times que daban cuenta de hechos horrendos y las transformaba en relatos, tratando así de encontrarles sentido. El infierno de la escritura se me reveló en toda su plenitud entonces. Le había dedicado años a aquella parte de la novela. Tardé algo más de tres semanas en redactar un borrador del capítulo. No teniendo más que hacer en Oaxaca, adelanté el regreso a Nueva York. Cuando leí lo que había escrito tan laboriosamente aquellas semanas comprobé con desazón que no funcionaba.

 

15. Decidí dejarlo de momento y ocuparme de otros capítulos de la novela. De tanto en tanto volvía al Cuaderno de la Muerte e intentaba resolver los numerosos problemas que me planteaba el texto. Lo reescribí un total de setenta veces y acabó siendo el capítulo séptimo. La historia de Gal que había escrito con tanta facilidad en la casa del Retiro acabó siendo el segundo. En el infierno de la escritura en que se convirtió la novela cuando me adentré en ella, la tortura mayor fue dar con la estructura adecuada.

 

Me pasé un tiempo infinito haciendo mapas a fin de no perderme yo mismo en el proceso. Reordené los capítulos mil veces, los reescribí de mil maneras, hasta que la novela logró por fin hallar la forma que necesitaba. A veces tardaba un año en completar un capítulo. En mi vida pasaron cosas que me afectaron profundamente, como la muerte de mi madre y seis meses después la de mi hermano menor. Sólo el capítulo dedicado a Coney Island supuso un año y medio de investigación y redacción. En su forma final tenía 80 páginas, de las que mi editor me dijo que era necesario sacrificar la mitad. Lo cierto es que la estructura se impuso por sí misma. Por compleja que fuera, la que le di al final era la única posible.

 

16. Lo primero que hice en Madrid nada más terminar el primer capítulo de la novela fue enviárselo a Antonia. Había pasado más de un mes desde que había vuelto de Oaxaca y mi agente seguía sin decirme nada. Para mí era importante conocer su opinión. La llamé por teléfono y le pregunté abiertamente qué pensaba. ¿Qué quieres que te diga? contestó. ¿Que me parece bueno? Es demasiado corto como para dar un veredicto. ¿Y si lo que sigue luego contradice esa impresión? O al revés: ¿Y si no me gusta y luego resulta que lo que me envíes después me hace comprender que no podía ser de otra manera? Cuando tengas por lo menos la mitad de la novela, házmela llegar y entonces podré decirte algo.

 

Debí de enviarle a Antonia la media novela que me había pedido en septiembre de 2003. Pensé que la leería nada más recibirla, pero no fue así. Pasaron meses, llegaron las Navidades, fui a España y seguía sin decirme nada. Le hice prometer que lo haría para mi cincuenta cumpleaños, a finales de enero. Pasó mi cumpleaños y tampoco la leyó. Tardé unos meses más en conseguir que lo hiciera, a base de insistir. Entonces me dijo algo que cambió las cosas. Estás escribiendo una novela importante, no dejes de mantenerme al tanto, dime por favor qué necesitas. A partir de ahí, no es que se acelerara el proceso, la novela debía seguir su propio curso, pero todo parecía más encarrilado. El 1 de julio de 2004 falleció mi madre. Unos meses después, Antonia me llamó para preguntarme cuándo creía que tendría la novela terminada. Me puse de plazo el primer aniversario de la muerte de mi madre. El 1 de julio de 2005 le envié por fin el manuscrito. Has terminado tu trabajo, recuerdo que me dijo Antonia. Ahora déjame a mí hacer el mío.

 

Su intención era leer la novela en su casa del Ampurdán, donde pasaría el verano. A mi vez, imprimí el manuscrito, lo leí de un tirón, y constaté aterrado que el texto tenía muchísimos problemas. Tendría que pasarme todo el verano corrigiéndolo. Tras una revisión exhaustiva, a finales de agosto terminé una versión que me pareció satisfactoria. El 1 de septiembre, Antonia me llamó por teléfono, como había prometido.

 

No te llamo como agente, dijo. Te llamo para decir que la novela me ha impresionado mucho desde el punto de vista personal y humano.

 

Le expliqué que el texto que había leído no se podía publicar. Los cambios que había introducido eran tantos que la novela era irreconocible.

 

Mujer inteligente y práctica, Antonia dijo inmediatamente: No quiero saber qué has hecho. Házmela llegar como esté y empiezo a mandarla.

 

17. Hubo editoriales importantes que mostraron poco entusiasmo por la novela, pero la mayoría de las respuestas fueron abrumadoramente positivas. La primera editorial que la quiso se especializaba en bestsellers. Pensamos que no convenía que se asociara mi nombre con una editorial comercial, aunque el sello en cuestión es el que siempre ha publicado en España a Doctorow. Las semanas siguientes fueron un tanto frenéticas para mí. Antonia me dijo que eran bastantes las editoriales interesadas en publicar el libro. Había que pensar muy bien las cosas. Un amigo que dirigía una importante institución asociada a uno de los sellos españoles de mayor prestigio me había propuesto colaborar con él en un proyecto. Cuando lo fui a ver llamó a su secretaria, que apareció con una bandeja en la que se sostenía una alta torre de folios. Me explicó que era el manuscrito de mi novela.

 

Ésta es la obra de un escritor con talento, me dijo mi amigo. Pero ¿aceptará ese escritor de talento que se introduzcan cambios en su texto?

 

De regreso en Nueva York, AK me dijo:

 

Hay varias editoriales de prestigio interesadas en publicar tu novela, pero creo que lo mejor es presentarla al Premio Nadal. Me consta que no tienen manuscritos aceptables y están buscando desesperadamente una novela digna. No hay garantía de que vayamos a ganar, pero las probabilidades son muy altas.

 

¿Y si no gana?

 

Publicamos la novela después de que se falle el premio, en enero. Lo único que tengo que hacer es estirar un poco la entrega estos meses que faltan. Ya me inventaré alguna excusa.

 

El 28 de diciembre recibí una llamada telefónica en la que se me comunicaba que el jurado había decidido premiar mi novela. Había que mantener el asunto en secreto. Tendría que ir a Barcelona y revisar el texto a fondo con mi editor, pero nadie me podía ver con él. La víspera del premio la propia editorial empezó a filtrar la noticia de manera muy camuflada. Yo estaba en el Hotel Ritz cuando me pasaron la llamada de un periodista de El País que me había pedido innumerables colaboraciones a lo largo de los años.  

 

Has ganado el Nadal, me dijo en un tono que no indicaba si lo que decía era una pregunta o una afirmación.

 

Me hice el loco y se rio.

 

Es que según el reclamo difundido por la editorial es un desconocido que vive en Nueva York, y sólo puedes ser tú.

 

18. He tenido el privilegio de entrevistar a algunos de los escritores norteamericanos más importantes de nuestro tiempo. Hablar con ellos acerca de los misterios inherentes al proceso creativo ha ejercido una influencia inconmensurable sobre mi escritura. Varios han fallecido ya: William Maxwell, Norman Mailer, John Updike, Frank McCourt, E. L. Doctorow, Czeslaw Milosz. A Milosz, que era polaco y jamás escribió en inglés, pero vivió cincuenta años en Estados Unidos, lo entrevisté en su casa de Cracovia. El momento clave del encuentro fue cuando le pregunté:

 

¿Cómo nace un poema?

No lo sé. Me viene dado, respondió.

¿Por quién? incidí.

No lo sé, repitió. Yo no Lo nombro.

 

Hay un momento comparable en una de las entrevistas que le hice a Don DeLillo, la primera. Al arrancar la entrevista le pregunté si creía que la literatura es un intento de derrotar a la muerte. Guardó silencio mucho rato antes de contestar que sí.

 

En una conversación con un artista, la clave es que hable del proceso creativo. Al describirlo, la mayoría de los narradores a quienes he entrevistado coinciden en señalar que, en sus aspectos más profundos, la creación literaria es un misterio sobre el que el escritor no tiene demasiado control. Su papel consiste más bien en seguir las indicaciones de una voz que no se sabe muy bien de dónde procede.

 

19. Llámame Brooklyn comienza en los acantilados de Fenners Point, cerca de un lugar llamado Deauville. En Estados Unidos no hay ninguna población que se llame así. El nombre lo tomé de Proust. A fin de que el lector no se llame a engaño, al principio del capítulo hay una cita de Melville que dice: No está en ningún mapa; los lugares de verdad nunca lo están. Cuando presenté el libro durante la gira del Nadal, muchos periodistas querían saber si el cementerio de Fenners Point que aparece al principio de la novela era un lugar real. No lo es, les explicaba. El autobús en el que Gal Ackerman sale de Manhattan se adentra en el Lincoln Tunnel, pero, cuando emerge, en lugar de aparecer en Nueva Jersey aflora en un lugar imaginario. Al menos eso es lo que siempre creí yo. Por alguna razón que se me escapaba, cuando se presentó el libro en Galicia los periodistas insistían en preguntarme si el cementerio danés de Fenners Point tenía algo que ver con el cementerio inglés de Camariñas, un pueblo de la Costa de la Muerte. No sabía de qué hablaban.

 

Meses después de la publicación de la novela, un amigo me llamó por teléfono a mi casa de Chelsea.

 

Estoy en Fenners Point, me dijo, y describió con toda precisión el lugar donde se encontraba, un pequeño cementerio marino rodeado por un muro de piedra en el que hay una lápida en la que se conmemora un naufragio.

 

Es todo exactamente igual que la novela, incluidos los arrecifes donde se estrellan los barcos, siguió diciendo mi amigo. La única discrepancia es que aquí no hay acantilados. El cementerio donde estoy se encuentra al nivel del mar.

 

En el siguiente viaje que hice a España fui a Camariñas. Asombrado, comprobé que el cementerio inglés que hay en la Costa de la Muerte es idéntico al cementerio danés de Fenners Point, incluso en los detalles más mínimos. ¿Cómo era posible una coincidencia semejante si yo no había estado nunca allí? Pensé en lo que me dijo Milosz acerca del lugar en el que nacen los poemas.

 

20. Entrevisté a Frank McCourt unas semanas antes de que falleciera. Un día, estando en la Feria del Libro de Madrid con mi editor, nos encontramos con una conocida crítica literaria, amiga de los dos. Echadle un vistazo al último libro de Frank McCourt, nos dijo, y señaló con toda precisión la página que debíamos buscar. Asombrados leímos: “Por aquel entonces yo vivía en los altos del Montero, un bar español de Atlantic Avenue cuyo dueño alquilaba habitaciones en el piso que había encima del local”.

 

Mi desconcierto fue total. Que yo supiera, encima del Oakland nunca había habido cuartos de alquiler. Es cierto que Gal Ackerman vivía en un estudio que le había alquilado Frank Otero, el propietario del Oakland, en el piso de arriba del bar, pero se trataba de algo que yo me había inventado. Ni yo ni mis amigos tuvimos jamás la menor noción de que hubiera un lugar así encima del Montero. El motel que aparece en mi novela es totalmente imaginario, como también la pista de baile y las puertas giratorias que comunicaban el bar con la escalera que daba al motel. El testimonio de McCourt revela que hace muchas décadas hubo cuartos de alquiler encima del Montero, pero eso es algo que yo desconocía. Como en el caso del cementerio danés, yo estaba completamente convencido de que aquellos lugares que luego resultaron ser reales eran pura invención mía.

 

21. Unos meses después de la publicación de la novela decidí acercarme al Montero. Todo era exactamente igual que como lo recordaba. La mesa del capitán seguía allí con su placa, al igual que las fotos de los marineros daneses, los salvavidas que llevaban los nombres de los buques de los que procedían, los bustos de navegantes barbudos, las tallas policromadas en forma de sirena, las redes de pescar que colgaban sobre la barra, las escotillas de cristal y bronce, las dos cabinas de teléfono con sus paredes de madera y sus puertas de cristal, la sala de billar donde jugaban los jóvenes boxeadores después de los entrenamientos. No había pista de baile ni puertas giratorias que comunicaran con ningún motel. No había motel. La única discrepancia que advertí fue el color del tapete de la mesa de billar. No era verde, como yo creía recordar, sino de color granate. La tela estaba muy ajada, lo cual quería decir que probablemente fuera la original. En aquel momento alguien me dio una palmada en el hombro. Era Manuel el Cubano, mejor dicho el individuo en quien me inspiré para crear mi personaje. No era cubano, sino puertorriqueño, y no se llamaba Manuel, aunque no sabría decir cuál era su nombre real. Al igual que mi personaje, el parroquiano del Montero que se había acercado a saludarme iba impolutamente vestido y llevaba gafas negras a fin de que nadie se diera cuenta de que tenía un ojo de cristal.

 

Nos acercamos a la barra. Manuel el Cubano pidió un par de rolling rocks y me preguntó dónde me había metido. Ya no vienes nunca por aquí, se quejó.

 

De repente me fijé en un detalle que se me había escapado al entrar. En la vitrina de cristal que había encima de la mesa del capitán se veía una foto con un crespón negro.

 

Reconocí al hijo adoptivo de Montero. No recuerdo cómo se llamaba. En la novela es Raúl el Enano.

 

¿Cuándo murió? pregunté.

Hace cosa de un mes, repuso Manuel. Ven acá.

 

Agarrándome con fuerza del brazo me llevó hasta la pared del fondo, donde había toda suerte de objetos acumulados en las estanterías. Apartó unos libros polvorientos y me señaló una caja forrada con una tela de un color granate idéntico al del tapiz de la mesa de billar.

 

Eran las cenizas del hijo de Montero.

 

Volvimos a la barra. En la esquina, junto a la cristalera que da a la calle, estaba el anciano de pelo blanco en quien me inspiré para crear al personaje de Niels Claussen. No lo saludé. Jamás lo había hecho cuando iba a diario al bar.

 

El Montero es parte de la historia viva de Brooklyn. Hace años, leyendo el New York Times, me tropecé con la necrológica de la viuda de Montero. En realidad era una semblanza del bar.

 

Hace mucho tiempo que no voy. La última vez que lo hice fue con un periodista amigo que tenía mucho interés por conocer el lugar. Lo encontré cambiado. Había una horrenda marquesina de color granate en la fachada. Dentro, varios televisores retransmitían partidos de béisbol y fútbol americano. Parecía un sports bar.

 

La barra la atendía uno de los hijos de Montero. Me saludó con un gesto cordial.

 

¿Saben que has escrito una novela que transcurre en este bar?, me preguntó mi amigo.

Nunca les he querido decir nada, contesté.

 

Fui un momento al servicio. Al volver mi amigo me dijo:

 

Le he preguntado al camarero lo mismo que a ti.

¿Y?

Me ha dicho que algo ha oído, aunque no sabe muy bien de qué se trata.

 

Pedí dos rolling rocks.

 

 

 

 

 

Este texto corresponde al prólogo de la nueva edición de la novela Llámame Brooklyn, que acaba de publicar la editorial Malpaso.

 

 

 

 

Eduardo Lago (Madrid, 1954) es escritor, traductor y crítico, además de miembro fundador de la Orden del Finnegans. Vive en Nueva York desde hace 25 años. Doctor en Literatura por la Universidad de Nueva York y profesor en el Sarah Lawrence College, entre 2006 y 2011 fue director del Instituto Cervantes de esa ciudad. Ganó el premio de crítica literaria Bartolomé March por El íncubo de lo imposible, un análisis comparativo de las traducciones al español del Ulises de Joyce. En 2006 ganó el premio Nadal con su novella Llámame Brooklyn, que también se hizo con el premio de la Crítica. Es también autor de Ladrón de mapas y Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee. En FronteraD ha publicado Todos somos Leopold Bloom. Una relectura del ‘Ulises’La cuestión del realismo y Nunca las volveremos a ver.

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