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Dignidad

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

Durante la fase final de su enfermedad, se diría que para ellos lo importante era conservar la dignidad. Su obsesión, que la dolencia creciente no privara al enfermo de su dignidad. Y ello hasta el punto, me temo, de que la postrera decisión de dejarse morir tuvo tal vez algo que ver con su temor a perder ya del todo esa presunta dignidad.

 

Pero ¿qué se está entendiendo en ese sentido ordinario por «dignidad»? Si hago caso a mi oído, se quiere decir algo así como mantener una imagen bien aderezada o no desagradable, ofrecer una apariencia discreta y más o menos noble, no abandonarse  ante la mirada ajena, evitar la exhibición de lo bochornoso o vergonzoso (¿), presentar una figura que dé muestras de autodominio, no entregarse al griterío quejumbroso o al lacrimeo, etc. Por decirlo en una palabra, me parece que se está confundiendo dignidad con compostura. Alguna relación guarda esto con la verdadera dignidad, no hay que negarlo: la que atañe al autodominio y al control de la conciencia sobre la descarnada brutalidad de la naturaleza que trata de imponerse. Hasta en la fabricación de una buena apariencia, porque ese esfuerzo también revela que uno sigue cuidando de sí y toma en cuenta la opinión de los demás sobre él. Sí, ahí se encierra alguna dignidad. Pero me parece que predominan otros elementos y sentimientos que poco o nada tienen que ver con aquella idea moral.

 

Por de pronto, y básicamente, el rechazo del cuerpo y de sus rigores extremos, identificados con algo que a toda costa hay que esconder porque nos degrada a la vista de los otros; sobre todo “a la vista” ajena y, por tanto, a la nuestra que se mira en esta ajena. No hay lugar a otras consideraciones. Pero entonces se está reduciendo la “dignidad” al mantenimiento de esa apariencia limpia o algo así; el impulso al que responde es el orgullo o el pudor heridos y, en último término, la vergüenza. Sospecho  que ahí está la clave. Nos avergonzamos de nuestra degeneración, de nuestra descomposición corporal y, al final, de morirnos. Eso se entiende; nos avergonzamos de ser tan poca cosa y de morirnos por ser tan poco. Pero intuyo que eso no debe llevarnos a escamotear la muerte y, a un tiempo, la dignidad humana.

 

Escamoteamos la muerte porque la ocultamos y nos la ocultamos a cualquier precio. El morir tiene que darse con todos sus signos de desgracia y desesperación, por mucho que duela o abrume a quienes contemplan la agonía. Espero que el otro, mal que le pese, sea capaz de aceptar mi muerte y yo de aceptar la del otro. Escamoteamos también la dignidad porque ésta, a pesar de todo, pese a nuestra apariencia miserable y degradada…, se revela en que no sólo somos sino que valemos. Pues valemos precisamente por eso mismo: somos preciosos por patéticos y patéticos por preciosos, como escribió Borges. Ser digno significa que el hombre, gracias a su conciencia, está tan por encima del resto de seres vivos que debería estar libre de la suerte común a los mortales. Por esa misma conciencia, sin embargo, es sin duda el que más la sufre por ser el único que conoce su finitud y se sabe moriturus. Pero sus gritos postreros o sus heces no le privan de un átomo de su dignidad, eso que quede claro.

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