¿Qué podemos hacer contra el poder nosotros, los intelectuales?
No podemos hacer nada.
Paul Valéry
1.
“Nací en Postdam, el ocho de noviembre de 1909”.
Así arranca el libro Recuerdos de un alemán en París (1940-1944) (Fórcola Ediciones, 2012), del teniente alemán Gerhard Heller, quien en el periodo de la ocupación alemana de París se consagró desde su puesto en la Propaganda Staffel de sortear y/o minimizar –para beneficio de la literatura francesa, a la que amaba tanto como a la alemana- la censura literaria nazi.
Heller se libró de ir al ejército y, así, de tener que luchar en el frente (fue declarado inútil por causa de un reumatismo con complicaciones cardíacas y que, con el correr de los años, devendría en parálisis de los miembros). De hecho, ni siquiera tuvo que prestar el servicio militar obligatorio. Por ello, en septiembre de 1939, al enterarse de que Alemania está en guerra con Francia, se siente triste “y muy solo”, pues mientras toda resistencia armada caía en Francia, Heller sentía muy hondo el influjo que la literaria francesa ejercía sobre él. Nos dice que, por esa época, pasaba gran parte de sus días leyendo a autores franceses (Marcel Arland, Drieu La Rochelle, Malraux, Racine).
La suerte que tuvo Heller, y que se le presentó como una oportunidad inesperada, fue que el Ministerio de Propaganda estuviese buscando a alguien para que se ocupase de la censura literaria en París, ya que “la gente que está ahora allí ahora no sabe gran cosa de literatura”, le confiesa un amigo. Heller ocupará un puesto en la Propaganda Staffel, un organismo que era una suerte de continuación de las compañías de propaganda ligadas a las operaciones del ejército en campaña y que dependían de la Propaganda Abteilung de Francia.
A pesar de no haber sido soldado, por la razón del puesto a ocupar, le conceden a Heller el grado de teniente. Y es una situación rara para él (la de tener que llevar uniforme y pistola), algo que le desagrada (“no me gustaba ni dar ni recibir órdenes”, dice), y que intentará subvertir con un leve acto de sabotaje: en lugar de llevar la pistola reglamentaria de los soldados alemanes se hace fabricar una de madera. Además, consiguió algo impensable: no prestar nunca juramento a Hitler (juramento al que los soldados estaban obligados). En 1942, por suerte, se le da la opción de vestir habitualmente de civil.
El trabajo de Heller consistía fundamentalmente en leer los manuscritos de libros o publicaciones y autorizar o no su publicación. Además, era el responsable –junto con el servicio de papel de la Propaganda Abteilung-, de la concesión de papel para la impresión de libros. Sobre su trabajo dirá: “Me resultaba imposible oponerme frontalmente a esa línea oficial [la que trataba de apoyar a autores decididos a colaborar en la construcción de la nueva Europa], pero podía valerme de multitud de servicios, enfrentando a unos contra otros, por mi cuenta y riesgo, para favorecer a los autores de mi elección”. Su argumento fue siempre la calidad literaria. A Heller le debemos, por ejemplo, la publicación de El extranjero, de Albert Camus. Nos dice: “Tuve la suerte de que toda esa gente [sus superiores] no conociese gran cosa de literatura y podía, a veces, no siempre, imponer sobre ellos el prestigio de los grandes escritores”. La censura, en virtud del acuerdo Otto, una suerte de pacto de los alemanes con los editores franceses por la que estos últimos se obligaban a la autocensura, no publicando libros de judíos, masones ni autores anti-alemanes, fue aplicada a un millar de títulos y ello obligó a la destrucción de 2.242 toneladas de libros.
2.
Gerhard Heller llega a París el día siguiente a su treinta y un cumpleaños: el 9 de noviembre de 1940. Su destino es el número 52 de la avenida de los Campos Elíseos, donde se encontraba la sede de la Propaganda Staffel. Tras presentarse a su superior, Friedhelm Kaiser (quien será destituido en menos de un mes y a quien sustituirá Heller de manera interna), éste le explica sus funciones: censura y contra-propaganda, una tarea informativa y una tarea propagandística. Y las cuestiones prácticas: para su cometido, le dice Kaiser, contará con dos colaboradores, ambos romanistas, el Sonderführer Hans Hauswald y el ayudante en jefe Weishaupt. Y varias secretarias, una de las cuales, Marie-Louise, acabará convirtiéndose en su mujer. En una primera inspección de su despacho, lo descubre atestado de libros y manuscritos. Dice: “los había por todas partes: sobre los estantes, sobre las mesas, sobre las sillas… hasta apilados en el suelo”. En las siguientes semanas no hace más que leer, leer y leer. Heller, durante los cuatro años que pasó en Francia, leyó unos ochocientos libros franceses (unos doscientos por año, unos dieciséis por mes; es decir, de media un libro cada dos días).
Aparte de la lectura, de lo primero que se ocupa Heller es de las gestiones necesarias para reflotar la NRF (Nouvelle Revue Française), vinculada a la editorial Gallimard, que dirigirá Pierre Drieu La Rochelle y que cuenta con la bendición de las autoridades alemanas. De hecho, será la casa del propio La Rochelle la primera vivienda francesa que visitará Heller. Y será en esa cena en casa de La Rochelle donde éste le habla del estado de la editorial Gallimard, cerrada y precintada (“secuestrada”, de hecho). Le pide que interceda. Y así lo hace Heller. Y lo consigue: su primer gran logro en beneficio de la literatura francesa. Al poco de la reapertura de la editorial, sale el primer número de la NRF de la Ocupación (año 28, nº 322), con fecha del 1 de diciembre de 1940. Muchos vieron ese gesto como una genuflexión frente a los nazis. Sin embargo, todavía en los primeros números aparecen las firmas de Valéry, Éluard o Gide. Pronto, no obstante, tomaron conciencia de su posición (de participación en una revista colaboracionista) y sus firmas desaparecieron. Hubo en 1942 un intento para que Valéry dirigiese la revista, y en un primer momento es verdad que éste aceptó (a condición de que también aceptase Gide), pero las gestiones para sustituir a La Rochelle y crear un nuevo equipo de dirección fracasan y es La Rochelle quien sigue dirigiéndola (“con morosidad y desencanto”, ya persuadido de la futura derrota de los alemanes) hasta que deja de publicarse, en julio de 1943. La Rochelle, a pesar de haber tenido ocasiones para huir, decide quedarse en Francia y se suicidará en marzo de 1944. Sobre la NRF, y es un comentario que da fe de las tensiones y luchas de la revista y una razón o argumento para participar en ella, dirá el escritor Marcel Arland: “Quizá lo más importante de esa guerra [el participar en una revista colaboracionista] era que luchábamos por Racine…”.
3.
En los salones literarios de la época se difunde el rumor de que en la Propaganda Staffel “hay alguien con el que se puede hablar…”. Y esto le abre las puertas de diferentes domicilios. El primero, el salón de la señora Boudot-Lamotte, donde conocerá a Jean Cocteau y a su compañero, el actor Jean Marais. Pero también el domicilio del escritor Ramon Fernandez, en la calle Saint-Benoit. Ahí será donde Heller conozca por vez primera a Marcel Arland. Paso a paso va conociendo a sus admirados autores, los que leía con fervor y devoción antes de llegar a París. Y será gracias a Fernandez que Heller se introduce en casa de Marie-Louise Bousquet, en la plaza Palais-Bourbon, donde conocerá al francés “con quien quizás” estuvo “ligado de manera más íntima”, Marcel Jouhandeau. En casa de Bousquet conocerá igualmente a Florence Gould, esposa de un multimillonario americano y quien se había inspirado en la señora Bousquet para crear un salón literario, con un valor añadido: “su mesa ignoraba las restricciones”. El salón de Florence Gould estaba instalado en un suntuoso piso de la avenida Malakoff y las reuniones eran los jueves. Se caracterizaba porque no solo se hablaba de literatura, sino que “a su mesa se sentaban también hombres importantes de la economía y la política”.
Las dos relaciones más personales con franceses que tuvo Heller fueron las que le unieron a Marcel Jouhandeau y a Jean Paulhan. El uno se convertirá en amigo íntimo, y cómplice el otro de una suerte de figura paterna. De Johandeau nos dice que le fascinaba su conversación: “sus palabras y sus silencios esculpían algo similar a un espacio a nuestro alrededor y se convertían en un maravilloso teatro de sombras chinescas que él poblaba de todos los seres que había conocido”. Jouhandeau lo llega incluso a convertir en el personaje principal de una pequeña obra maestra llamada, El viaje secreto (publicada en edición confidencial en 1949) e inspirada en la estancia de ambos en lo que se conoció como Los encuentros europeos de Weimar y que consistía en una suerte de congreso que pretendía reunir a un gran círculo de escritores europeos (franceses incluidos). Jean Paulhan, por su parte, le sirvió de maestro. Gracias a su influencia pudo librarse “de todo resto de antisemitismo”, dice Heller, que se sentía fascinado ante los conocimientos enciclopédicos de Paulhan, alguien “exigente y malicioso, irónico y tierno”. Paulhan, que formaba parte del comité de lectura de la NRF, se convirtió en uno de los jefes intelectuales de la Resistencia, uno de los fundadores del Comité Nacional de Escritores, de Lettres françaises, junto a Jacques Decour y de Éditions de Minuit, con Vercors. “Un auténtico místico”, cuya personalidad tenía algo de franciscana, nos dice Heller de Paulhan. Con él aprendió también a apreciar el arte moderno, ese arte que, “frente a las abominaciones hitlerianas, fue una de las defensas más altas del honor del hombre”, dice Heller.
El modo de comprensión del arte moderno, según Paulhan, consistía en los siguientes estadios: primero librarse al asombro o la inquietud que suscita en nosotros la visión primera, la sensación bruta. Después, enfrentar todas las problemáticas posibles del objeto, someterlo a una especie de inquisición, a la vez de una lógica rigurosa y de un humor desconcertante. Y una tercera etapa que, por encima de toda lógica, pero integrándola, encontraba a la vez la riqueza misteriosa del objeto y una nueva ingenuidad del sujeto, en su contemplación maravillada.
4.
Entre los escritores más importantes que conoce Heller está Jean Giono, hombre caracterizado por su pacifismo humanitario y que cerraba los ojos a la ideología nazi. También Giraudoux, que ponía al servicio de la paz su conocimiento de la nación alemana, mostrando “hasta qué punto las virtudes germánicas y francesas son complementarias”, o François Mauriac, de quien Heller había autorizado para su publicación La farisea, permiso que le costó el reproche de sus superiores y la amenaza (que finalmente consiguió evitar) de un arresto. Heller conoció igualmente a Valéry, a quien pregunta cómo es que no alude nunca “a la ardiente actualidad tan emocionante de nuestra época”, a lo que el escritor francés le da la siguiente respuesta genial: “los acontecimientos me aburren, los acontecimientos son la espuma de las cosas”. También traba contacto Heller con Cèline (a quien Jünger llamaba Merline), de quien no escatima elogios al decir que “su creación alucinante de un mundo dominado por las fuerzas destructoras de la muerte y la locura, su estilo revolucionario, en completa ruptura con siglos de hermoso lenguaje, su prodigiosa invención verbal hacen de él, junto a Rabelais y Víctor Hugo, uno de los gigantes de la literatura francesa”. De entre los alemanes, quizá su amistad más relevante sea la que mantuvo con Ernst Jünger, a quien conocería en París en enero de 1942 y quien se convertiría en “una especie de padre espiritual”. Jünger, que tenía una apariencia de dandi y de esteta, era, ante todo, “un moralista que se sentía junto a todo su pueblo responsable, en parte, de las fuerzas demoníacas desatadas en el mundo”. Pero Heller también tuvo más amigos alemanes en París, y todos ellos estaban de una u otra manera en contra del nazismo: Otto Abetz (embajador ante las autoridades militares de Ocupación e igualmente alto comisionado para la zona ocupada), Carlo Schmid, Gerhard Nebel (discípulo de Jünger), el conde Podewils (vecino de habitación de Heller en el hotel Berkeley), Carl Rothe o Paul Hövel (responsable de la difusión del libro alemán en el extranjero).
5.
Tres son los fracasos que Heller consigna con mayor pesadumbre.
Al poeta Jean Caryrol no consiguió salvarlo y lo deportaron a Mathausen (aunque salió de allí con vida). El surrealista Robert Desnos fue detenido el 22 de febrero de 1944 y deportado a Buchenwald; murió de tifus en Checoslovaquia días después de la llegada de las tropas aliadas, sin que Heller pudiese hacer nada. Max Jacob, el poeta, amigo de Picasso y Apollinaire, fue detenido por gendarmes franceses el 24 de febrero de 1944 y muere de una congestión pulmonar en el campo de Drancy; tampoco aquí fue Heller eficaz con sus gestiones.
6.
Ese año de 1944 estaba claro que no había nada que hacer. Y eso los nazis lo sabían. Pero su odio, “su sed de destrucción y de muerte no hicieron sino crecer”. Por esa razón se redactaron durante el mes de junio listas de personas a las que suprimir o deportar. Entre esas relaciones, y en el contexto de una retirada provisional, había una de escritores: de un lado, los que serían tomados como rehenes y, de otro, los que debían ser protegidos. La idea era que los nazis regresarían victoriosos “a un París aplastado y sumiso”. Heller se ocupó de robar esta lista y hacerla pedazos, e incluso de rescatar una copia guardada en la secretaría del Instituto Alemán y de hacerla desaparecer.
7.
Heller llevó una suerte de diario durante los cuatro años parisinos; asimismo tenía guardadas algunas cartas y una copia parcial del ensayo de Ernst Jünger sobre la paz. Todo este material lo puso en una caja y con una cuchara sopera en la mano se marchó a la explanada desierta de los Inválidos. Y al pie de un árbol comenzó a cavar.
El 14 de agosto, al alba, abandonó París.
Volvería en 1948. Pero no encontró su caja.
Durante diez años se negó a escribir sus memorias. No sentía la necesidad de justificarse, así como tampoco deseaba perjudicar a quienes había conocido íntimamente durante aquellos años y sobre los cuales, dice: “se esperaban de mí revelaciones escandalosas, que me negaba absolutamente a dar”.
Heller fundó una editorial y se dedicó a editar traducciones de libros franceses (unos 200 títulos hasta 1968). Según se iba agravando su enfermedad y se plantearon problemas económicos, Heller se dedicó a traducir con la ayuda de su mujer (por causa de su enfermedad, era incapaz de escribir a máquina).
En 1975 Marcel Arland y Dominique Aury le pidieron que participase en un número especial de NRF dedicado a los diarios íntimos. Escribió un texto titulado Fragmentos de un diario perdido, pero el artículo no le gustó a Gaston Gallimard (¡qué paradoja!) y no se publicó. De puro enfado, ocho semanas después (que fue cuando murió Gallimard), quemó no solo este texto sino muchas páginas que tenía escritas sobre sus días de París.
Un día de 1979 recibe una llamada de Antoine Spire, de Éditions du Seuil, que le ofrece la ayuda de un amigo francés (Jean Grand) para “evocar, grabar, ordenar y publicar por fin” sus recuerdos, y acepta. “Quería restablecer la verdad y hacer justicia a mis amigos”, argumenta. “Quería también escribir para agradecer a Francia y a los franceses todo lo que he recibido de ellos, no sólo durante los cuatro años de Ocupación, sino a lo largo de toda mi vida”.
Dice Heller sobre el volumen editado por Fórcola: “con sus lagunas y parcialidades, es un libro de buena fe, y a pesar de todo, una acción de gracias”. Jean Grand, que le ayudó a ordenar sus recuerdos, dice: “nos era difícil distinguir en nuestro trabajo la aportación de cada uno de nosotros. Por esa razón, el yo que se emplea en este libro es fruto de nuestra colaboración”. Entenderá pues el lector que el libro ha de resultar necesariamente inconexo y caprichoso, asistemático y, por momentos, frustrante. Pero no por ello menos necesario.
Y sincero.
Heller lo expresa de la siguiente manera: “seguramente es difícil de entender, de admitir que pudiéramos vivir esas horas de felicidad, mientras que a nuestro lado se extendía la hambruna, se fusilaban rehenes, vagones enteros de niños judíos viajaban a campos de concentración”.
Y es verdad que el lector sentirá ese candor iluso, esa fascinación por la cultura francesa, esa emoción de compartir una pasión por la literatura; esa felicidad, en suma, propia del contento de estar vivo en una ciudad que no se conquista, sino que se es conquistado por ella.
Gerhard Heller, Recuerdos de un alemán en París (1940-1944) [Crónica de la censura literaria nazi], Traducción de Juan Carlos Durán. Prólogo de Fernando Castillo. Fórcola ediciones, Madrid, 2012, 236 págs.
J. S. de Montfort (Valencia, España, 1977) es graduado en Estudios Ingleses por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid. Forma parte del consejo editorial de la Revista Literaria Hermano Cerdo y es miembro de la AECI (Asociación Española de Críticos Literarios). En FronteraD ha publicado María Zambrano: Algunos lugares de la pintura, Cartas del verano de 1926 (Tsvietáieva, Pasternak, Rilke) y Chaparro Madiedo: el Joyce del trópico. Este es su blog