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Dimitir


Ha dimitido Boris Johnson, y he recordado como en gran parte el “Brexit” fue solo un ardid para que su ambición de ser primer ministro fuera satisfecha. Este tema de la majestad caída, probablemente el gran tema literario de todos los tiempos, es algo que llena columnas, metáforas y ripios entre los plumillas más predecibles. Pero lo interesante de todo no es tanto la melancolía, sino aquello tan pascaliano del “yo” como “tirano de otros”. El dato es tan obvio como necesario, ya que una de las taras de la generación política presente es la vanidad infinita. Ya no puede ser posible, entonces, un viaje discreto a Nueva York a tejer alianzas o buscar inversiones. No, este periplo busca el “selfie”, el “community manager” que suba la foto y, por supuesto, el periodista pensionado que diga “aquí, con Ayuso/Montero”.

«Esta pal Facebook…»

Los propios políticos se cavan sus propias tumbas de desprestigio más rápido que nunca porque erosionan su imagen banalizándola. En tiempos pasados se solían buscar los gabinetes más grises, más socialdemócratas, que hacían las evidentes tareas de portero de casino a gran escala propias de un político. Es impensable proyectar al orondo Joaquín Almunia, hombre que probablemente duerma todavía con camisetilla interior, haciéndose un “selfie” en Times Square. Pensaría: “voy a quedar horrible, tengo que vender corcho a una delegación iraní en la ONU a las 8 de la mañana y luego comprar tres trazas `I Love NY´ para mis nietos antes de que salga el avión a las 9, que me echa tremebunda bronca `Chencho´ Arias”.

En ese tiempo, la dimisión era un trámite más, una superchería, que aceptaban de buen grado por lealtad al que los nombró. Los humanizaba de veras, puesto que no hay nada más humano que reconocer la disonancia cognitiva (¡Qué maravillas habría escrito Leon Festinger de existir Internet!). Una dimisión, en más de un sentido, no deja de ser una renuncia grandilocuente y de estas está llena cualquier jornada: desistir de cobrar una factura, dejar en paz a esa chica que no te responde o, incluso (¡quizá la más dolorosa!), abandonar la búsqueda de esa comida que te gusta. La renuncia cotidiana, el meridiano de la vida y madurez, supone conformarse con límites adecuados al tiempo, el dinero y vagancia (Paul Lafargue, profeta de nuestro tiempo).

«I’m sexy and I know it, Check it out, check it out»

Pero ¿Cómo puede conformarse un político con esa renuncia? Todos los días, a todas horas, cada minuto y segundo, tiene cortesanos que lo juzgan genial, infalible y demiurgo. Aunque no conozcan el tópico, todos ellos son los Bruto del César que adoran: engordan con epítetos y falsedades al cerdo para la matanza. Los medios solo certifican al muerto.

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