Parece como si en Lanzarote la Naturaleza hubiera abierto la tierra en canal, mostrando sus entrañas sin que el tiempo haya disimulado piadosamente los estragos de sus orígenes volcánicos. Apenas unos líquenes se atreven a recubrir los parajes desolados de Malpaís, la meseta de escombros basálticos formada en la última erupción, que tuvo lugar durante el siglo XVIII. Los cráteres de sus volcanes, como el de El Cuervo, aún no se han colapsado y en su borde dentado se intuye la violencia de la lava y la presión del magma. Alrededor, las rocas de varias toneladas, lanzadas a centenares de metros como pelotas de golf, permiten efectuar un cálculo aproximado de las posibilidades de supervivencia de un cuerpo humano bajo tales circunstancias.
En la cumbre del Timanfaya, origen de esa última oleada de erupciones, hoy se cocinan carnes y pescados en una parrilla tendida sobre un brocal que procura, mal que bien, dar un aire cívico al abismo abrasador. Aquí la civilización, apabullada por las fuerzas de la Naturaleza, es un estado visiblemente frágil y transitorio. Elocuentemente, la lengua de lava del Timanfaya se detuvo a escasos metros de la localidad de Yaiza, como un indulto de última hora. No olvidéis quién manda aquí.
Puede que esa crudeza, ese sentido de devastación y aislamiento, haya sido uno de los grandes reclamos para numerosos escritores y cineastas, que han escogido la isla como residencia o escenario de sus obras. José Saramago, Fernando Arrabal, Alberto Vázquez-Figueroa o Michel Houellebecq son algunos de los que han mantenido una relación estrecha con esta tierra misteriosamente hospitalaria en su desnudez. Sin embargo, es este último quien, con su ‘nouvelle’ Lanzarote –puede que desangelada y poco ambiciosa pero germen de sus obras mayores– y posteriormente en La posibilidad de una isla, más interés haya demostrado por estos parajes. El autor francés, también fotógrafo amateur, incluye en la primera de ellas algunas instantáneas de los paisajes lunares del parque natural de Timanfaya.
Entre sus múltiples incursiones artísticas, que le han llevado a ejercer de actor (El secuestro de Michel Houellebecq, “Near Death Experience”) y director de cine (la adaptación de su novela La posibilidad de una isla) con irregular fortuna, también se cuenta la de cantautor. Es en su único disco hasta la fecha –Présence Humaine– donde nos topamos con la canción ‘Playa blanca”’. Este tema, en clave de reggae heterodoxo para bailar cual playboy crepuscular, está dedicado a la localidad homónima de Lanzarote, y bien puede servir de banda sonora para la lectura de este texto.
La extrañeza quintaesencial de estas tierras, como una especie de preludio de la existencia humana, invita a preñarlas de historias, a fabular con homínidos prehistóricos buscando refugio en sus cuevas, a imaginar la conquista de otros planetas, a rastrear en sus cráteres el conducto hasta el centro de la Tierra o a trasladar un romance furtivo a sus agrestes calas. Este es un inmenso decorado en el que reverberan las inquietudes humanas más profundas. “El origen volcánico de [Lanzarote] convertía el paseo en un viaje interior, emocionante y emocional”, contaba Pedro Almodóvar acerca de sus primeras visitas antes del estreno de Los abrazos rotos. Y añadía: “Para mí no era un paisaje, sino un estado de ánimo, un personaje”.
Todas esas vertientes quedan recogidas en la exposición Paisaje de celuloide. Cine rodado en Lanzarote, inaugurada a principios de este año en Arrecife, la capital de Lanzarote, y que da cuenta del ingente número de películas que han aprovechado sus parajes como telón de fondo. Desde 1965 hasta el momento se han rodado medio centenar de largometrajes, nos confirma Mario Ferrer, unos de los responsables del archivo Memoria Digital de Lanzarote y comisario de la muestra, que permanecerá abierta al público hasta finales de julio de este año. El contador se inauguró con Más bonita que ninguna y Hace un millón de años, en 1965. Los dos filmes trajeron, respectivamente, a dos estrellas bien dispares a una isla por aquel entonces eminentemente agrícola y pesquera: una Rocío Dúrcal travestida por exigencias del guion y una Raquel Welch como icono erótico prehistórico. El catálogo se cierra con Vacaciones en Lanzarote, una película alemana estrenada en 2015. En el ínterin, han pasado por aquí toda suerte de actores y directores: Alain Delon, Lee Van Cleef, Penélope Cruz, Omar Sharif, Wolfgang Petersen, Werner Herzog o el citado Almodóvar.
Hay razones de sobra para visitar Lanzarote, pero verla a través de los ojos de los directores de cine que han rodado en ella sus películas aporta una curiosa perspectiva al viaje. Estos son algunos de sus parajes más cinematográficos.
Parque natural de Timanfaya
Aquí Raquel Welch vistió el “primer bikini de la humanidad” en Hace un millón de años, una obra en la que coexistían sin demasiado rigor científico unos cavernícolas y los dinosaurios creados por Ray Harryhausen. Y no sorprende la localización elegida: aunque sólo se puede apreciar en visitas guiadas –en un autobús lleno de turistas como de safari marciano con banda sonora de Wagner–, se trata del paisaje más descarnado de Lanzarote. Si hubiera que imaginar el mundo en sus primeros compases, probablemente sería esta la imagen que nos vendría a la cabeza. Las laderas de grava volcánica también acogieron el rodaje de un subproducto de ciencia ficción como Órbita mortal (1967), que ubicaba allí un alunizaje –en el sentido clásico del término, no en su acepción más quinqui– y el encuentro con unos alienígenas; Náufragos (2002) aprovechaba igualmente esta cualidad extraterrestre para desarrollar aquí una aventura espacial. Por último, Fata morgana (1971), ese espejismo fílmico dirigido por Werner Herzog, y La isla misteriosa (1973), dirigida por Juan Antonio Bardem con Omar Sharif en el papel del capitán Nemo, transcurren parcialmente en este parque. Presidiéndolo se encuentra el restaurante circular diseñado, cómo no, por César Manrique, el omnipresente escultor, pintor, arquitecto y cuasi demiurgo de Lanzarote.
Salinas de Janubio
En el suroeste la cartografía costera revela unos trazos ortogonales; se trata de unas salinas en uso desde finales del siglo XIX, y de las que se extrae la sal artesanalmente. Alberto Vázquez-Figueroa, ese híbrido entre aventurero, inventor, escritor, cineasta y bon vivant, rodaría aquí parte de Oro rojo (1978), una película que cabría calificar como “guanchexploitation”, la versión canaria del blaxploitation afroamericano. Argumento: unos tiranos sin escrúpulos trafican con la sangre de los pobres nativos. Como se podrá advertir, una metáfora que no peca por el lado de la sutileza. La ruta de Salina (1969), con Rita Hayworth como protagonista, retrata también la blancura cegadora de este paisaje domesticado por la mano del hombre.
Charco de los Clicos
Wolfgang Petersen, el director de Das Boot (El submarino, 1981) y La historia interminable (1984) se llevó un gran recuerdo de Lanzarote. Y esta vez no se trata de una metáfora. Al parecer, al culminar el rodaje lanzaroteño de la fantasía alienígena Enemigo mío (1985), y para disgusto del Cabildo insular, decidió “distraer” un camión de rocas volcánicas que le permitieran completar el filme en los estudios de Múnich. Además de las laderas del Timanfaya, uno de los escenarios principales de esta película de culto, en la que Dennis Quaid practica sus habilidades sociales con un extraterrestre, es el Charco de los Clicos, o Lago verde, una extensión acuática a la que las algas confieren un vivo verdor. Y parece que este lugar tanto vale para representar un planeta extrasolar como para filmar un espagueti western al estilo de Por la senda más dura (1975), que trajo a Lee Van Cleef, el sempiterno villano del Oeste, de visita a Lanzarote.
El Golfo
El Charco de los Clicos se encuentra en el término municipal de El Golfo. Esta localidad, además de albergar varios restaurantes donde sirven excelentes pescados y arroces, fue el lugar donde Almodóvar afirma que el abrazo de una pareja anónima le inspiró Los abrazos rotos (2009). La Iguana (1988), una película protagonizada por Michael Madsen y basada en una novela de Vázquez-Figueroa, incluye la playa de este pueblecito entre sus localizaciones. Es aquí donde desemboca parte del mar de lava del parque de Timanfaya, configurando una línea costera angulosa y a ratos temible.
La Geria
En España hay varias regiones vinícolas con una orografía bastante idiosincrática –sirvan de ejemplo las escarpadas laderas del Priorato catalán– pero probablemente no hay ninguna tan singular como La Geria. Aquí las vides, mayoritariamente de la variedad malvasía, se cultivan en pequeños hoyos individuales, parapetadas por muretes de piedras (las gerias) y sobre un terreno recubierto de picón negro, una grava volcánica que contribuye a preservar la humedad. Bodegas como El Grifo, fundada en 1775, muestran el arraigo histórico de unos vinos muy apreciados desde la antigüedad. Tanto que podemos encontrar menciones a ellos en obras de Shakespeare. Pero, retomando el hilo cinematográfico, en estos parajes se rodó parte de Mararía (1998), una de las primeras películas de la actriz lanzaroteña Goya Toledo. Y, por supuesto, También los enanos empezaron pequeños (1970), de Werner Herzog.
Tías
El grueso de esta perturbadora película del director alemán se rodó en un caserón de Tegoyo, una pedanía de Tías, pueblo de interior antaño dedicado a la agricultura. En este ejercicio de enajenación colectiva se puede advertir el estilo colonial de los caserones de las familias pudientes de la isla. La finca-reformatorio donde transcurre la película de Herzog está engastada en una colada volcánica de Malpaís, lo que potencia la sensación de aislamiento de los enanos protagonistas. A modo de anécdota, en el accidentado rodaje, que incluía prender fuego a varias plantas impregnadas de gasolina y filmar una destartalada furgoneta dando vueltas a lo loco por un patio, varios de los enanos sufrieron quemaduras y magulladuras. Herzog prometió que, si nadie más sufría un percance, se arrojaría sobre un cactus. Aún hoy tiene algunas espinas alojadas en la rodilla. Mararía y su romance truncado también transcurren en otro caserón de esta zona.
Jameos del agua
En Lanzarote, un jameo es la cavidad subterránea que deja un río de lava en su camino hacia el mar, una especie de cauce horadado por el magma. Con el tiempo las bóvedas se colapsan y dejan al descubierto estas cuevas de origen volcánico que César Manrique aprovechó para alguna de sus incursiones arquitectónicas más espectaculares. En Jameos del agua hoy encontramos un museo vulcanológico, un auditorio subterráneo, una zona de cafetería donde se celebran conciertos y un estanque poblado por cangrejos albinos. Además de en algunos planos de Fata Morgana, los Jameos del agua aparecen en la recientemente estrenada Un verano en Lanzarote (2016), que narra el romance entre una alemana y un lugareño. Aunque en un escenario así tampoco desentonaría la guarida de un villano de la saga Bond.
Arrecife
En líneas generales, y gracias en gran medida a la labor de vigilancia infatigable que desempeñó César Manrique, Lanzarote ha logrado mantener un equilibrio encomiable entre su desarrollo y la preservación del entorno. Sin embargo, lo que no se salvó de cierta deriva desarrollista fue su capital. Quizá por eso, cuando Daniel Calparsoro buscó una localización que representara un pueblo iraquí azotado por la guerra optó por Arrecife, donde arranca su película Invasor (2012). Oro rojo y Mararía aprovecharían del mismo modo este núcleo urbano que se configura en torno al Charco de S. Ginés, un brazo de mar convertido en puerto para las barcas de los pescadores. Está circundado por numerosos establecimientos donde tapear, comer o tomar alguna copa, y durante el verano alberga un espectacular concierto de música clásica que se desarrolla sobre una plataforma acuática.
Memoria digital de Lanzarote, una cápsula del tiempo
A veces, de un árido proyecto estadístico puede surgir una apasionante realidad cultural. Cuando en 2007 recibió una beca para documentar los indicadores estadísticos de Lanzarote, Mario Ferrer no imaginaba la envergadura que habría de alcanzar la iniciativa. Porque empezaron a llover las contribuciones en forma de textos, vídeos y fotografías por parte de ciudadanos particulares, asociaciones e instituciones, y al final hubo que lanzar una web capaz de alojar la avalancha de documentos. Ahora mismo las fotografías de este repositorio digital se cuentan por decenas de miles, desde el siglo XIX hasta la actualidad. Cuenta Mario que sólo un fotógrafo de la isla, el nonagenario Javier Reyes Acuña, ha donado cerca de treinta mil fotografías, de las cuales se ha digitalizado ya una tercera parte. Entre ellas encontramos imágenes de los años cincuenta en Lanzarote en clave neorrealista y de una gran naturalidad, puesto que el fotógrafo era un vecino más que se mimetizaba con su entorno.
Paisaje de celuloide. Cine rodado en Lanzarote es la segunda exposición organizada por La Casa Amarilla –centro que también la aloja– basándose en los fondos de Memoria digital de Lanzarote. La primera estuvo dedicada a otro fotógrafo de la isla, Jacinto Alonso, que a finales del siglo XIX y principios del XX, recorrió Lanzarote retratando a campesinos y lugareños. En este caso, nos hallamos ante una fotografía de posado formal, como era costumbre en aquella época protoselfi de nitratos de plata. Las familias humildes aparecen ataviadas con sus mejores galas para ser inmortalizadas por Alonso, que también documentó la realidad arquitectónica de un lugar y un tiempo donde prácticamente el único objetivo era sobrevivir.
Mario hace hincapié en la repercusión internacional de la web, a la que llegan peticiones de información desde lugares como Cuba o Uruguay. También se han interesado por el archivo en San Antonio de Texas (Estados Unidos), localidad fundada por lanzaroteños que hicieron las Américas. El reto consiste ahora en digitalizar miles de películas en Super 8. Y todo ello con un proceso de riguroso etiquetado y con los respectivos textos explicativos que faciliten la labor de los estudiosos (y curiosos) que visitan la página.
El hombre que siempre estuvo allí
Lanzarote estuvo habitada por gigantes. Y esta vez no hablamos de una fantasía cinematográfica. Nos referimos a una estirpe que apareció en la revista National Geographic por su parentesco con el hombre de cromagnon. A principios del siglo XX, una mujer de dos metros de altura pisaba las tierras volcánicas de Lanzarote calzando una talla 47. Cuentan sus descendientes que, cuando su marido se emborrachaba en la taberna, ella acudía al lugar, se lo echaba al hombro como un fardo y se lo llevaba de vuelta a casa. A veces, los niños huían despavoridos ante su desmesurado cuerpo. Se llamaba Felipa Masa, y era la madre de uno de los personajes más estrechamente vinculados al mundo del cine en Lanzarote. Un hombre al que la prensa de la época describió como “la máquina de lucha perfecta” y que respondía al apodo de “el pollo de Arrecife”. Se trata de Heraclio Niz, el que fuera sargento jefe de la policía de Arrecife y una de las grandes figuras de la lucha canaria. Su talla física –rozaba el metro noventa– y humana –no dudaba en acoger en su propia casa a los extranjeros de visita a la isla que no encontraban alojamiento– así como su don de gentes pronto le granjearon un lugar en las grandes producciones cinematográficas rodadas en Lanzarote. A veces se encargaba de encontrar figurantes, localizaciones o equipos; en otras ocasiones aparecía como un personaje más, ya fuera ataviado con unas pieles en Hace un millón de años o tocando el timple en una película de Werner Herzog.
Se calcula que figuró en más de cuarenta filmes, incluyendo Más bonita que ninguna, La ruta de Salina y Oro rojo. Su hijo Heraclio, que además del físico ciclópeo ha heredado la profesión policial y la afición a la lucha canaria, le recuerda como un hombre serio, riguroso y trabajador que jamás pidió una baja en toda su carrera laboral. Le acompañaría en alguno de los rodajes, como el de Hace un millón de años, en el que participó junto con su hermano Bernardo. Heraclio junior rememora con una precisión fotográfica a sus padres utilizando una ensaimada como reclamo para que su hermano pequeño corriera de un lado a otro en la playa de los Clicos, donde un pterodáctilo creado por Ray Harryhausen se llevaba en volandas al personaje de su madre, interpretado por Raquel Welch. El viento que levantaba las alas del dinosaurio se simuló con la turbina de un avión. “Yo tenía apenas seis años, pero aquella mujer me impresionó por su espectacular belleza. Recuerdo sus uñas manicuradas y el sofisticado ademán con el que desenvolvió un azucarillo con una mano mientras sujetaba un café con la otra”. La carrera cinematográfica del “pollo de Arrecife” se extendió hasta la década de los ochenta del siglo pasado y, además del afecto de los lanzaroteños, cosechó diversos reconocimientos como la Medalla al Mérito Turístico, que le entregó Fraga en 1964.
David C. Williams (Ciudad Real, 1978) es periodista, traductor y cofundador de la empresa de biografías por encargo Memoralia. Ha colaborado en medios como Público o El Estado Mental y ha editado el libro Veinticinco poemas por el precio de uno (Ediciones 4 de agosto). Ha hecho varias incursiones en el mundo del cortometraje y en la actualidad prepara un documental.