El protagonista de O luto de Elias Gro, la novela más reciente de João Tordo (Lisboa, 1975), alquila un faro fuera de servicio en una isla escasamente habitada. Cuando Elias Gro, el padre de Cecilia, una niña a la que atropella accidentalmente con una vieja bicicleta, se presnta al pie del faro el falso farero abandona a disgusto la cama con resaca. Apenas quedan dos dedos en la botella de whisky que se bebió la víspera. No permite que el visitante entre en la torre. Hablan fuera, a merced del viento. Desde el inicio de la conversación trata de deshacerse del intruso con un socorrido subterfugio:
«Porque estaba haciendo unas cosas.
¿Cosas?
Sí. Cosas.
¿Va a poner de nuevo en funcionamiento el faro?
¿Yo?
Vestido de esa forma.
No. Nada de eso. Pero me tengo que ir.
Repetimos esas frases muchas veces, ¿no?
¿Qué frases?
Tengo que irme. Tengo prisa. Tengo cosas que hacer.
No le entiendo».
Elias Gro hace las veces de pastor, pero no parece tener una gran fe en lo que predica. Tal vez ni siquera crea en Dios. Lo hace por los isleños, «porque pierden fácilmente el entusiasmo por las cosas». Cuando se quita el alzacuello en la única taberna del pueblo, La calma antes de la tormenta, le dice que es como «la horca». Pero eso será después de invitar al inquilino del faro a que se presente en la iglesa la tarde del domingo y le lleve flores silvestres a su hija como disculpa. Camino de la iglesia hay un cartel, seguramente colocado por Elias Gro, que reza: Dios 2km.
Cuando Elias Gro se explica al pie del faro lo hace también para el autor, João Tordo, y, por supuesto, para nosotros. Es la página 47. Tiene que ver, imagino, con la esencia de la novela. La compré en Oporto el 2 de enero. Apenas he leído un tercio. Dice Elias Gro que parece como si el lugar en el que estamos nunca fuera lo bastante agradable. Y cuando vamos a comprobar si en otro sitio estamos mejor nos damos cuenta de que la vida estaba sucediendo en el lugar donde antes estábamos. Pero ahora ya estamos en otra parte y no podemos regresar. Porque la vida también está sucediendo en ese otro lugar.
Cuando me escapé de casa por segunda vez llegué hasta Copenhague. Recuerdo que una noche estaba sentado en el escalón de entrada a una casa en una de las calles más concurridas de la ciudad. Era domingo. Me había ido lo más lejos posible (mi destino final era Nueva Zelanda, aunque nunca llegué. No en ese viaje), y me di cuenta de que fuera donde fuera siempre me iría conmigo. No fue un gran descubrimiento, pero tuve que llegar a la capital de Dinamarca (dormía en Christiania, y lo que mejor recuerdo es que el olor de las casas de los hippies se me metía en la pituitaria y no me dejaba conciliar el sueño) para darme cuenta.