Venezuela ha perdido el tiempo. Desde 1998, cuando Hugo Chávez llegó al poder, el cambio de la matriz productiva ha figurado en todos los programas de gobierno y jamás se ha acometido con seriedad. La dependencia total del maná del petróleo es tan golosa como peligrosa. Tanto Chávez como Maduro han podido desplegar una poderosa política de redistribución de riqueza que ha sacado de la pobreza a millones de venezolanos, pero que ha tejido una red clientelar y corrupta de difícil freno.
Ahora, las cosas son diferentes. Sin Hugo Chávez -mago en el manejo dialéctico de su revolución a medias- y sin el dinero del maná, Maduro se encomienda a Dios. «Él proveerá». Venezuela no produce casi nada y eso afecta profundamente a los precios de los productos básicos y a las posibilidades de futuro de una sociedad enzarzada en una bronca política que parece no tener límites.
El ocaso «oficial» del proyecto bolivariano de Venezuela no significa que abajo, en las bases, no siga vivo. Pero la realidad es que la década mágica del crecimiento económico sin límites aparentes (que ha beneficiado a Ecuador, Brasil, Venezuela, Colombia o Panamá) está terminando y habrá que ver si Dios tiene músculo suficiente para sostener a los proyectos progresistas en el poder una vez que muchos de ellos han tomado una peligrosa distancia frente a los movimientos sociales que los apoyaron históricamente.
Vivimos un momento interesante, pero muy peligroso. En la mayoría de países donde la llegada al poder de líderes de corte nacionalista y popular generó todas las ilusiones posibles, pero éstos no supieron zafarse del desarrollismo como estrategia económica y del discruso hegemónico como monopolio político. Si la economía falla y el monopolio se resquebraja pueden pasar dos cosas: o el progresivo regreso de las derechas cavernícolas o el enfrentamiento político frontal entre partidos de Estado y movimientos de base. Dios no pelea en esas trincheras.