El verano encuentra siempre distintas formas de quemar; dependiendo de dónde nos pille, ocurra donde quiera ocurrir. También de refrescar, pero esa es otra historia. Ahora, en plena ola de calor europea (esa ola de calor ininterrumpida que comienza en junio y acaba en septiembre), somos más conscientes del asunto; pero tampoco es que nos llegue a preocupar. A estas alturas, desgraciadamente, nada nos preocupa demasiado; y aunque haya nubes en el cielo nos vamos a quemar.
Desde luego, no es lo mismo pasar las vacaciones en Londres que pasarlas en Torremolinos; y eso lo sabía Julio Camba, cuando escribió en uno de sus artículos diarios que «el sol inglés no tiene dignidad» ni «orgullo ninguno», pues deja que otras cosas más inofensivas y esmirriadas le planten cara y se rían de él, como nosotros mismos al observarlo directamente y sin necesidad de usar gafas de sol; o que calienten más, incluso, como una estufa encendida o los restos de unas ascuas. «El sol español [sin embargo] me hubiera abrasado ante una ofensa tamaña». Aunque de todos modos no es el único.
En 1970, el artista estadounidense Dennis Oppenheim también exploró una de las caras más perniciosas del verano en su obra ‘Posición de lectura para una quemadura de segundo grado’, en la que, después de permanecer tumbado en la misma posición durante más de cinco horas, echado sobre la arena de una de las playas de Long Island, dejó a merced de los rayos ultravioletas todo su cuerpo salvo el pecho, que protegió con un grueso tomo dedicado a la caballería militar. Así, Oppenheim se convirtió en uno de los pioneros del Body Art, criticando la peligrosa costumbre americana de pasar demasiado tiempo bronceándose, demasiado tiempo al sol; un vicio adquirido por culpa de las campañas propagandísticas y la publicidad, que se encargaban de mostrar el antes y el después de todo el proceso estético a un público entregado, pero nunca mostraban el sacrificio -ni el malestar, ni la falta de buenos hábitos o la insalubridad- que podía haber detrás.
Por su parte, Iñaki Uriarte nos hablaba en sus ‘Diarios (2004-2007)’ (Pepitas de calabaza, 2011) de otra clase de ardor, de otros quemazones internos; pero también encontraba un hueco -en 2006, al menos- para hablarnos fugazmente de la tierra baldía, de las quemaduras del suelo que tan comunes se vuelven en verano. El hecho en cuestión sucedía en Lanzarote, adonde había llegado de vacaciones procedente de Bilbao y que, en cierto sentido, le decepcionó; pues no era una isla tan «preciosa» como había escuchado. Era, en realidad, «rara y algo desolada», volcánica, y sólo ahí residía su encanto; ahí, y en que, «como todo está quemado, se pueden tirar tranquilamente las colillas por la ventana», que es otra forma distinta de quemar. Porque, al final, hay lugares en el mundo donde siempre es verano y donde la gente ya está acostumbrada a ir por la calle con los rostros colorados y con el sudor en la frente, precipitándose al vacío como si fuera un equipo de saltadores olímpicos profesional.
El verano, como digo, tiene distintas formas de quemar: por fuera, como a Oppenheim; por dentro, como a Uriarte, que al regresar de Lanzarote colocó una foto del mar y de las palmeras que había tomado desde la terraza de su habitación para mirarla con «nostalgia»; pero siempre encuentra la manera. Es, a fin de cuentas, como esa táctica de tala y quema que se emplea en algunos puntos de América latina para regenerar los campos de cultivo: primero una cerilla; luego, bienvenida sea -de nuevo- la biodiversidad. ¿Acaso no es en esto en lo que consiste esta época del año? En hacer una pausa, desconectar, borrar las malas sensaciones y encarar septiembre con una nueva mentalidad, con otra serie de propósitos inabarcables. Así que, bueno, qué les digo: pónganse crema, mascarilla y resguárdense del sol; pero déjense quemar.