En muchos sitios pintan a la justicia con una venda y la mitología griega cuenta que la Justicia se subió a los cielos cuando los hombres empezaron a codiciar más bienes de los que necesitaban, dando así al traste con la Edad Dorada. Mi hija, aunque está todavía en la edad de la inocencia, me llama injusto cada vez que le niego un capricho, y lo mismo me pasa con algunos alumnos cuando les doy una mala nota. Justicia no es otra cosa que la voluntad de dar a cada uno lo que le pertenece, que es el argumento que yo esgrimo cuando un alumno me exige una A en lugar de una C o mi hija me pide un nuevo videojuego.
En mis años mozos yo era anarquista y estaba convencido de que el hombre es intrínsecamente bueno, pero con el paso del tiempo he ido viendo que el hombre no es ni bueno ni malo, sino interesado. A mí eso de vivir en una comuna y compartir los bienes con todos, sin el dichoso “tuyo” y “mío”, me parecía el mejor estado, hasta que empecé a darme cuenta de que cuando compraba zumo de naranja, no duraba ni un día en la nevera. Tras muchos zumos a mi costa me fui acercando poco a poco a Hobbes y alejándome de Proudhon. El hombre no es que sea un lobo para el hombre, pero tampoco es un perrito de lanas, especialmente cuando entra de por medio el interés.
Así que descartada la Arcadia como posibilidad real, no queda más que el imperio de la ley, sea cual sea. Más vale un estado con leyes injustas que un estado sin ley. Yo fui, ya digo, anarquista en su momento y guardo todavía algún que otro tic, pero desde hace mucho me he vuelto profundamente conservador o, por mejor decir, sigo a rajatabla todo lo que dicta el estado, sean las señales de tráfico o pagar los impuestos.
Claro que el estado es casi siempre injusto, mucho más que yo con mi hija o con mis alumnos, y mide con una varita mágica que aumenta o disminuye según el interés del poderoso. Al menos aquí, en los Estados Unidos, el estado de derecho, por así decir, funciona algo mejor que en otras latitudes, aunque no estamos ni mucho menos en un mundo feliz.
Por cierto, releí hace unos días Un Mundo Feliz (Brave New World) y quién sabe si dentro de muy poco esa distopía será una realidad de lo más real. Nacerá un niño y se determinará cuál es su historial genético, su coeficiente de inteligencia, sus gustos, sus disgustos, y hasta si merece que viva o no. El derecho a la vida, o el derecho a elegir si uno vive o si uno no vive, concita muchas emociones encontradas, pero si se considera que Ud. y yo estamos en el mundo por un puro azar, tampoco hay que rasgarse las vestiduras si en última instancia hay un señor o una señora que se encarga de dar el visto bueno a un nuevo nacimiento.
El filósofo se afana en llegar a la verdad, pero toda institución social tiene como obligación alcanzar un grado mínimo de justicia, que en el fondo no es sino escribir un contrato social que deje contento al personal, al de arriba y, sobre todo, al de abajo. Todos, los de arriba y los de abajo, vivimos de ilusiones, así que una sociedad justa debe ser aquella en la cual cada uno crea que algún día le puede tocar la lotería o encontrarse con el hombre o la mujer de sus sueños. La sociedad americana, con todos sus muchos defectos, sabe engañar muy bien a sus ciudadanos, aunque ahora en España, por lo que veo, andamos bastante avispados, y así nuestro presidente acaba de asegurar que “estamos mucho mejor de lo que parece”. Y es que ésa es la clave de la justicia social: que parezca que estamos en el país de la Jauja, aunque algunos se estén muriendo de hambre.