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Frontera DigitalDivagaciones magiares

Divagaciones magiares

Sólo conozco a una persona que lea y traduzca el húngaro. El escritor y magiarólogo Jesús Pardo, traductor del gran poeta Endre Ady. Mi amigo Jesús siempre me habla sobre el enorme sentimiento de soledad de un pueblo que habla una lengua, por decirlo con delicadeza, un tanto peculiar. Hace años en un viaje en tren atravesando la puszta, la gran estepa de Hungría, presté oídos a una conversación de tres horas entre un grupo de cuatro húngaros. No logré entender ni una palabra. Y, sin falsa modestia, no soy negado para los idiomas.

Tras el final de la 1ª Guerra Mundial y la consiguiente derrota de los Imperios Centrales y la desintegración del Imperio Austro-Húngaro, la Corona de San Esteban (Szent Itsvan) fue privada en aquella paz cartaginesa de la mitad de su territorio histórico y de millones de sus súbditos; parte fueron al nuevo Reino de los Serbios, los Croatas y los Eslovenos (la Vojvodina), parte a la nueva Checoslovaquia (todo el sur de la actual Eslovaquia), pero quizás la pérdida más dolorosa fue la de la joya de la corona: Transilvania, auténtica manzana de la discordia entre Húngaros y Rumanos hasta nuestros días. Erdely para unos; Ardeal para los otros.

Sus vecinos contemplaron siempre con aprensión los vientos que soplaban desde Budapest. El almirante Horthy, un marino en un país sin mar y sin flota, después de terminar a sangre y fuego con el régimen soviético instaurado por Bela Kun, gobernó el país con puño de hierro a título de regente. Todos los vecinos, y antiguos súbditos de la Corona, en particular los de origen húngaro, sabían muy bien que cuando un Rey de Hungría era coronado juraba defender la integridad de la Corona. Y eso afectaba a todos los territorios que Hungría había perdido. Por ello todos veían con preocupación una eventual reinstauración de la monarquía magiar.

La reducción de su territorio y de su población no contribuyó precisamente a atenuar esa sensación de soledad. ¿Pero de dónde viene esa melancolía magiar? Tal vez del hecho de que se saben solos, que su destino depende de ellos mismos. Están rodeados de vecinos, en muchos casos hostiles, germánicos, eslavos y rumanos que hablan lenguas que nada tienen que ver con la suya, una lengua de la familia ugro-fínica, muy remotamente emparentada con el estonio, el finés y el lapón. Una lengua que los jinetes magiares trajeron desde algún remoto marjal en la parte europea de Rusia (donde aún se hablan diversas lenguas de esa familia lingüística) hasta la gran llanura de Panonia, el Alföld de los húngaros (ese es un exónimo; ellos se autodenominan magyar, pronúnciese /móyor/).

Después de asolar gran parte de Europa con sus cabalgadas les llegó el momento de asentarse. Y allí siguen. Al parecer su caudillo Geza llegó a un acuerdo de permuta y arrendamiento con los eslovenos, que por aquella época del cambio de milenio habitaban aquellos pagos, y decidieron aclimatarse a la región. La leyenda cuenta que su hijo Vajk preguntó a alguien a quien suponía bien informado:

“¿Quién es el monarca más poderoso del vecindario?” Ese alguien, que no entendió bien la pregunta, o la entendió muy sutilmente, repuso: “el Papa de Roma”. Pues bien, Vajk meditó y obró en consecuencia. “¿Cuál es su religión? ¿El cristianismo, dicen? Pues que me envíe inmediatamente sacerdotes de ese culto que un servidor y toda mi nación nos vamos a convertir ipso facto a esa religión, que ha llegado el momento de adquirir respetabilidad”. Dicho y hecho. Llegaron los misioneros y el caudillo magiar se convirtió al cristianismo, fue bautizado como Esteban (llegaría incluso a santo), se casó con una princesa bávara de impecable ascendencia otónica y ―no está claro, como en el caso de Carlomagno, si el 25 de diciembre del año 1000 o el 1 de enero de 1001― el Papa Silvestre II le envió desde Roma una corona. La Corona de San Esteban.

Una corona que tiene una historia azarosa pero interesantísima. Para empezar no está claro su origen, pues, al igual que un yacimiento arqueológico, tiene varios estratos. ¿La carcasa es de origen romano o la envió el emperador bizantino? ¿Cuándo se hicieron el resto de añadidos, para empezar la cruz inclinada y las gemas? Los húngaros conservaron esa corona como los syldavos El Cetro de Ottokar  y forma parte de su tejido simbólico más profundo como pueblo. Cuando las tropas soviéticas invadieron Hungría, que, la verdad sea dicha, no eligió demasiado bien el bando durante la Segunda Guerra Mundial, e incluso se permitió participar en la Operación Barbarroja, la invasión de la URSS, sus dirigentes comprendieron que tenían que sacar inmediatamente la Corona de San Esteban del país. Dicho y hecho. En una rocambolesca aventura, digna de otro fragmento melancólico, la corona llegó a los EE.UU. Y allí estuvo celosamente bajo custodia hasta la caída del muro de Berlín  y la instauración de un nuevo gobierno democrático (del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, como dijo Lincoln) en Hungría. Una de las primeras medidas del nuevo gobierno fue reclamar la devolución de la Santa Corona de Hungría (Szent Korona), que desde el año 2000 está custodiada bajo la cúpula de la sede de la soberanía nacional del pueblo húngaro: el fastuoso parlamento neogótico de la República de Hungría.

Seguiremos. Queda mucho que divagar sobre los magiares. Habrá más divagaciones magiares.

 

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