Estos días el dolor ha visitado otra vez a los moradores de Malabo. En rigor debemos decir que a algunos, y los extremos de la exclusión se explicarán enseguida. Los hechos. Unos señores que no vivían aquí, que se escaparon de Guinea porque en ella no se sentían seguros, fueron secuestrados en el país africano en que se asentaron, las informaciones más fiables hablan de Benín, traídos a Malabo, y tras unos meses en la cárcel, fueron sometidos a un consejo de guerra, sentenciados a muerte y fusilados horas después de la sentencia. Fueron fusilados, y por haber sido acusados de haber tomado parte en asalto al palacio presidencial, un hecho ocurrido hace unos meses.
En un país cuyos pilares estructurales, mentales y espirituales se corresponden con los que hemos descrito año tras año a través de obras de diverso contenido, hubiera sido excepcional que los sentenciados tuvieran una suerte menos aciaga. Lo esperable era el final. Pero todo el estamento de la estructura de poder de Guinea se expone con inusitada crudeza a la ignominia pública en un punto doblemente tenebroso, y es que los cuerpos de los guineanos fusilados, pese a la convicción oficial de su estado de convictos, no fueron entregados a sus familias para un duelo íntimo. Aquí sí que no hay una excusa que justifique el rigor extremo. Pero este extremo doloroso no es casual, pues pese a las lecturas sobre aspectos mágicos de la etnia de los que mandan, obligándonos a todos a una lectura étnica de los asuntos guineanos, las represalias constantes de los que detentan el poder, y el constante sacrificio de vidas que esto supone son el estado ideal de los regímenes que basan el acceso al poder a la capacidad individual o colectiva de sumisión al más poderoso o a la posibilidad de erigirse en jefe cuando lo aconsejen las fuerzas disponibles. Es, en definitiva, la consecuencia de una manera feudal de ejercer el poder.
Los recientes fusilamientos en Malabo tienen que servir para ahondar en la reflexión sobre el problema guineano. Y es que ya dejamos dicho que los individuos de la etnia fang estaban obligados a emitir su opinión y a buscar soluciones al secuestro del poder protagonizado por una facción de ellos, hecho del que se benefician largamente. Y no parece descabellado asentar la creencia de que solamente el que tiene en sus manos las riendas del poder puede decidir un reparto equitativo del mismo, con los beneficios políticos, económicos y sociales que esto conlleva. La pertinencia de este ejercicio de la equidad se relaciona con los recientes hechos en que el olvido constante de las demás etnias podría contribuir a banalizar hechos execrables, pues por su constante marginación, los individuos de otras etnias guineanas podrían tener la tentación de pensar que el asunto de los fusilamientos no les concierne, y allá los fang con sus peleas intestinas. De hecho, los fusilados y los condenados son de la etnia mayoritaria fang.
Pero el hecho de fusilar y enterrar a cualquiera en una fosa común no es un tema étnico, ni se discute el mismo por sus consecuencias políticas, económicas o sociales. Es un tema humano. Su abordaje, discusión, y condena debería ser general. Esto nos redimiría del carácter animal en que estamos sumidos por la manera irracional del ejercicio del poder en este país.
En una de las entregas anteriores hablamos de la irrealidad de que gobiernos democráticos presuman de las excelentes relaciones que puedan tener con el nuestro, habida cuenta de la disparidad de métodos en la resolución de los problemas. Como lo más probable es que, educados en la más fina cortesía, a los embajadores aludidos les hubiera parecido excesivo nuestro comentario, nos gustaría creer que al día siguiente de los fusilamientos no se hubieran asomado a ningún medio de comunicación para felicitarse por las excelentes relaciones que siguen manteniendo con el Gobierno guineano, porque allá en Francia, Estados Unidos, España, quizá les gustaría seguir fusilando a los disidentes, pero llevan años, muchísimos años sin decir que les gustaría hacerlo. Apelando a su finura de costumbres, no sabemos cómo se hubieran comportado si hubieran sido invitados a asistir como testigos a los hechos plúmbeos sobre el que reflexionamos, unos hechos por los que su contraparte diplomática, los que aquí mandan, reclaman la más estricta legalidad y de los que ya dieron una oficial cuenta. Creemos, francamente, que sería una injusticia terminar este artículo denostando del tremendo cinismo con que se establecen las relaciones diplomáticas en todo el mundo, y, sobre todo, con los países del África negra. Lamentamos que los embajadores extranjeros sean testigos, sin quererlo, de nuestros dolores.