¿Cómo celebrar la fiesta religiosa del Domingo de Ramos si no es soñando, incluso para un descreído y rata asocial y cobarde como yo? Dicho y hecho. Me despierto con buen talante y me preparo para encender mi retroproyector cerebral, una especie de moviola del tiempo que me traslada incluso hasta la noche de Walpurgis si lo pretendo. Me lo vendió a un precio de susto un tal Sigmund hace muchos años. No digo ya si lo que busco hoy, por ejemplo, sea rememorar una escena en particular de mi pasado infantil. Eso es pan comido. Pulso el botoncito rojo y a volar.
Voy a la terraza, saludó al mar, tan calmo esta mañana. Vaya, en el salón está mi madre riñéndome por ser tonto y resistirme a estrenar las prendas que compramos el jueves en el establecimiento de ropa Calixto, un polo blanco ribeteado de azul y un pantalón gris, y unas sandalias color crema en la tienda de calzado Muro. Toma, por ser un niño tan bueno, una pelotita verde. Era el regalo añadido con que la zapatería promocionaba sus artículos. Qué sabría la dependienta si yo era bueno o malo. Mi rostro, obviamente infantil, no significaba necesariamente que fuera el espejo de mi alma, como decían los curas del colegio.
Mi resistencia a estrenar fue tan extrema que mi madre me dio un par de cachetes, suaves, porque sabía que si se empleaba a fondo conmigo comenzaba la llantina cargante e insufrible del niño mimado que era yo por aquella época. Coge la palma que compramos ayer y que tanto te gustó. Ni hablar, respondí. Qué vergüenza. Otro cachete para obligarme a desistir de mi tozudez y a la calle que nos fuimos, yo con mi palma y ella con su misal y mantilla, hasta la iglesia de Santa Engracia. ¿Qué pensaba ella? Ni idea. Yo, en cambio, intuía mi miedo a lo desconocido, a no atreverme a pisar tierra hostil.
Luego, la vida me hizo cambiar aún sin quererlo y sin darme cuenta. Muy deprisa. Demasiado. Y ahora, teniendo que luchar contra mis demonios del inconformismo, descreimiento y afectos y, además, uno nuevo, feroz y despiadado, llamado Covid-19. Lo de co es porque, según me han dicho, tiene forma de corona; la vi es de virus: la d de la palabra inglesa disease y el 19 por el año cuando apareció en China. Pero a lo mejor estoy equivocado y la d es de diciembre.
Últimamente digo tantas estupideces, me descontrolo con los sueños y cometo más equivocaciones de lo normal -ayer, por ejemplo, confundí defunciones con contagios en la clase médica- que no sé bien si ya me he marchado del planeta y sin ninguna gana de retornar porque cuando leo o me hablan de los bigdata, de la vigilancia digital totalitaria me viene el sudor frío. Con qué facilidad nos hemos convertido en soldados disciplinados, sometidos a confinamiento el tiempo que haga falta, sin rechistar de que muchos de nuestros derechos fundamentales hayan sido temporalmente suspendidos. Qué fácil es prohibir pero que tentador para el poder es no restablecer libertades por el bien de la humanidad, naturalmente. ¿Tanta diferencia cultural hay en las sociedades asiáticas comparadas con la occidental a la luz de lo que acontece?
Pero, centrémonos de nuevo en el sueño infantil de la festividad dominical. Allí en la plaza de Santa Engracia, donde fue construida la basílica renacentista, había más gente, adultos y niños, muchos de estos portando ramos pequeños decorados con golosinas y luciendo vestidos nuevos y zapatos acharolados. Mi espíritu de elite comenzaba a despuntar. Mi palma, pensaba yo, era mejor, sobria pero más alta y sin ningún agregado artificioso. A lo mejor la asemejaba a un falo. Claro que mi mente todavía desconocía eso pues era virgen e infante y no había tenido el gusto de que alguien me hablara de las ideas de un médico judío vienés.
No consigo evocar lo que sucedía después. Vaya, no hay nitidez en la imagen. Debo protestar sin demora a los herederos del que me vendió el retroproyector, aunque tal vez la culpa es mía por no haberlo cuidado bien y limpiado diariamente. Soy un poco descuidado. ¿Permanecía todo el tiempo con mi palma y si es así, a la hora de la comunión marchaba hasta el altar con ella? Lo dudo puesto que era enfermizamente tímido. Pero sí tengo fresco el recuerdo de que terminada la misa salíamos todos los congregados a la plaza y realizábamos una corta procesión en círculo. Luego ella y yo regresábamos a casa tras comprar una docena de merengues en Sánchez, la pastelería que se encontraba en uno de los soportales del céntrico paseo de la Independencia. La felicidad de las cosas pequeñas, creo yo que pensaría mi buena madre.
Me pregunto a quién puede interesar esto más que a mí. Seguramente a nadie. Sin embargo, confieso tener un sentimiento acentuado por la vicisitud presente, un deber de repasar escenas, imágenes de mi vida como si no las volviera a ver más. Esas escenas que uno recuerda cuando coge un álbum de fotos familiares antes de tener que deshacerse de ellas sin saber la razón por las que tiene que hacerlo.
Una sensación de que el tiempo se me escapa. De ahí que más allá del aburrimiento, del cansancio que me puede causar el confinamiento, tenga la necesidad de leer libros que no tuve momento o ganas de leer, de volver a ver pelis de hace años, partidos de fútbol históricos…
Quisiera estar equivocado y seguramente lo estoy. De momento, aunque no creo en nada de ello, esta mañana hice mi propia procesión para conmemorar la efemérides religiosa por mi terraza. Sin palma, claro. No sé bien si fue un pequeño homenaje a mi madre o por miedo a que no la repita más. Saldremos de esta pero a veces no tengo muchas ganas de salir.