Después de más de cuarenta años de democracia, se sigue sin conocer suficientemente la figura de Alberto Jiménez Fraud. Se sabe, como mucho, que fundó en 1910 la Residencia de Estudiantes —de la que se recuerda la presencia en ella de Buñuel, Dalí y Lorca—y que la dirigió hasta el estallido de la Guerra Civil en 1936. Al huir de España en esta fecha, y al ser una persona moderada, pertenecería, al parecer, a la llamada Tercera España. Eso es todo lo que sabe mucha gente.
Los que nos dedicamos a estudiar la obra de los intelectuales, ensayistas y filósofos del exilio republicano español encontramos su figura casi siempre de refilón en variados contextos y circunstancias, pero no nos topamos de bruces con ella. Qué duda cabe que debido a haber publicado solamente tres (buenos) libros (la Historia de la Universidad española, Varela y la generación de 1868 y, por ultimo, su Maquiavelo) —de difícil acceso y compra desde los años ochenta— y al exiliarse en Inglaterra, alejado de los grandes núcleos del exilio (Argentina, Francia y, sobre todo, México) suele estar fuera del radar.
Cuando recibí en mi casa, hace pocos meses, los tres volúmenes de la correspondencia de Alberto Jiménez Fraud, editados primorosamente por la Residencia de Estudiantes, no podía imaginarme la galaxia humana tan sumamente rica en la que iba a adentrarme durante varias semanas. Mi impresión inicial fue que su lectura iba a romper los esquemas tanto a los estudiosos del exilio republicano como a los partidarios de la Tercera España. Y no me equivocaba. La lectura apasionante de unas 2500 páginas de epistolario nos permite ahondar con bastantes más herramientas, y con mayor finura, en su singular trayectoria humana e intelectual, en el significado de la tragedia española y en el exilio, y, por último, en el sentido de ese retoño poderosísimo, y algo singular, de la ILE que fue la Residencia de Estudiantes. Organizaré por este orden este ensayito que, por el momento, no tiene pretensiones académicas, pero si divulgativas y sobre todo de invitación a la reflexión y al debate.
Alberto Jiménez Fraud (1883-1964) provenía de una familia acomodada de Málaga. Cuando, de joven, llegó a Madrid a proseguir sus estudios universitarios, tuvo como profesor a Francisco Giner de los Ríos. Fue él el que le incito a viajar a Inglaterra y Alemania con el fin de aprender su sistema educativo; fue él quien le invitó a dirigir en la calle Fortuny una residencia de estudiantes en la que se acogería a jóvenes estudiantes de bachillerato, y preferentemente de universidad o de doctorado, en un clima propicio para el estudio y el enriquecimiento humano y moral. Desde sus inicios, Jiménez Fraud mostró un gran interés por el cristianismo modernista (tradujo a Loisy) y fue, en los primeros años del siglo XX, por lo menos hasta los inicios de los años veinte un gran admirador de Unamuno, al que invitó en varias ocasiones a la Residencia y cuyos ensayos fueron publicado en cinco volúmenes por esta casa. A través de sus cartas, se trasluce que lo que le preocupaba sobremanera era la “redención” humana, espiritual, de las clases medias españolas, que él juzgaba, en líneas generales, ociosas, superficiales y frívolas. Sus primeras cartas muestran una gran desconfianza tanto respecto al señoritismo “de whisky y enfermedades venéreas” como a las manifestaciones más vocingleras del anticlericalismo, republicano y socialista. De ambos movimientos políticos solo aparece en su correspondencia, en esta primera etapa de su vida, el nombre de su antiguo profesor, Nicolás Salmerón, figura señera del republicanismo, ligada estrechamente a la ILE, por el que guardaba un grato recuerdo. Otro elemento que llama la atención en sus cartas es el gran interés que tiene por comprender la evolución liberalizadora y democratizadora del régimen monárquico británico. Es algo sobre lo que apenas se explaya en sus cartas, pero basta con señalar que publicó varios artículos sobre este tema, que merecería, por cierto, reunir y publicarlos en un librito.
Quien busque en sus cartas materia abundante para aquilatar y definir con toda claridad su ideario filosófico y, sobre todo, político, tendrá buenas pistas, pero no suficientemente explícitas. Como le dijo Américo Castro, don Alberto era lacónico, reservado, mas bien tímido. Huía como de la peste de cualquier afirmación u observación política que permitiese a su interlocutor clasificarlo o etiquetarlo de un modo o de otro. Esto se hace a veces un tanto enojoso y no extraña que algunas personalidades de izquierdas lo calificasen de “tibio”, lo que es, solo parcialmente cierto. No creo, por cierto, que de vivir ahora hubiera tenido una cuenta Twitter. Uno se suele mojar demasiadas veces…En el fondo, no le faltaba razón porque una cosa es arengar en un mitin, impartir clases desde una catedra, exponer una filosofía o intervenir públicamente en los problemas de una sociedad y otra cosa muy diferente es dirigir una institución educativa en la que él procuró que lo político, como abrigo embarazoso y pesado, se dejase a la entrada de la Residencia, y solo lo sustantivo (una probidad humana donde imperase el respeto y el dialogo) reinase dentro. Su papel fue el de ser, de manera sutil, un educador en la trastienda, por así decirlo. La historia política española de la primera mitad del siglo XX es suficientemente atropellada como para que el lector de estos tres libros, peculiar intruso afectuoso en su vida privada, pueda esperar algún juicio de sus eventos más marcados, aunque sea de soslayo. Poco hay. No encontrará el lector en sus cartas (sí en algunas de sus amigos) consideración alguna sobre la Guerra de Marruecos, la Gran Guerra, la triple crisis de 1917, el golpe de Primo de Rivera en septiembre del 23, el advenimiento de la II República, el golpe de julio de 1936, el franquismo, el exilio republicano español o el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Expresa en algunas de sus cartas, con gran preocupación, los palos que ponían en las ruedas de la Residencia los círculos de propagandistas, jesuitas en especial pero no solo, afines al régimen de Primo de Rivera. Es también explícito cuando se trata de reprobar con natural indignación la incautación y sustracción que hizo el régimen franquista de los bienes de su vivienda particular en la colina de los Chopos y, en general, de los edificios de la Residencia. Y muestra su esperanza, en la inmediata posguerra por un gobierno provisional republicano que incluya a los monárquicos y, más tarde, por una regeneración futura de España, que podría encarnar don Juan, eso se intuye, aunque casi nunca se lo nombre. ¿Era apolítico don Alberto? No lo pensamos. Sencillamente, había considerado siempre que dicha regeneración no era tarea directa del Estado, sino de una educación pausada y sosegada de las clases directoras del país que iría irrigando progresivamente, como en una cascada, en las clases menos pudientes. Hay una mezcla curiosa, aunque sea simplista decirlo, de “revolución” desde arriba a lo Antonio Maura y de elitismo de las minorías selectas al modo de Ortega y Gasset. Volveremos mas tarde sobre este tema.
Lo que en este primer capitulito nos interesa subrayar es que AJF tuvo amistades variadas, de diferente pelaje ideológico, amistades a las que fue muy fiel hasta el fin de su vida. Esto lo humaniza puesto que todavía hoy en día estamos acostumbrados a ver personas que solo buscan amigos o amigas en la cuerda política mas afín, lo cual —añado—es bastante empobrecedor. El fue desde su juventud muy fiel a su cuadrilla, como diríamos en el Norte, de Málaga, a los hermanos Orueta, a García Morente, a Moreno Villa, todos ligados estrechamente a la Residencia y al “espíritu de la casa”. En la Residencia se hizo muy amigo de Juan Ramón Jiménez, con el que prepararon numerosas publicaciones, todas exquisitas. También estrechó cordiales y afectuosos lazos con Américo Castro, que era miembro del Centro de Estudios Históricos, muy vinculado, como la Residencia, a la órbita institucionista, y con el musicólogo Bal y Gay. Con estos tres el intercambio epistolar fue abundante en el exilio, cuando unos estaban en los Estados Unidos, o en Puerto Rico, o en México. También tuvo un contacto estrecho con María de Maeztu quien dirigió la Residencia de Señoritas, institución gemela de la dirigida por don Alberto. El pedagogo Luzuriaga, del círculo de la ILE, el hispanista Federico de Onís, otro admirador inicial de Unamuno, así como Bernardo Giner de los Ríos Morales, sobrino del “abuelo”, del fundador de la ILE, y el matrimonio Gloria Giner y Fernando de los Ríos fueron también muy buenos amigos suyos, en especial esta ultima pareja. Subrayemos que estas tres últimas personas procedían de los núcleos iniciales de la ILE y tuvieron un compromiso infatigable, antes, durante y después de la Guerra Civil en favor de la legitimidad republicana, don Bernardo desde el liberalismo republicano, ministro de Negrín, y don Fernando desde el PSOE, ministro de Azaña y, más tarde en el exilio. No quiero olvidar, pese a que la relación sea mucho menos estrecha, a Marañón y sobre todo a Ortega al que publicó su primer libro, Meditaciones del Quijote, y con el que tuvo una relación cordial, pero que no me atrevería a calificar de amistad, vistas las cartas entre ellos, en especial desde la Guerra Civil, a través de las cuales se ven traslucir algún que otro desencuentro e incluso amonestación despreciativa del madrileño. Jiménez Fraud no fue, por lo tanto, el Eckermann de Ortega, una especie de solícito amanuense, contertulio cercano y discípulo apagado. En las cartas del malagueño no hay comentario alguno sobre sus libros. Cuando muera el filosofo madrileño, en 1955, AJF no escribirá nada sobre él, ni públicamente ni en privado, algo que sí hicieron numerosos exiliados, antiguas discípulas desavenidas con él, como María Zambrano, o, incluso, verdaderos adversarios políticos como Araquistáin, todos en tono elogioso. También es digno de recordar su gran relación con el restaurador y arquitecto Torres Balbás, uno de tantos antiguos residentes que o bien no tuvieron otra opción que “apechugar” con el régimen franquista, soportarlo con mayor o menor estoicismo y sarcasmo, como Julio Caro Baroja, otro gran amigo suyo de los años cuarenta y cincuenta (lo que no tiene mucho que ver con una presunta “resistencia silenciosa”), o bien apretaron los dientes ante tanta tropelía, protestando como pudieron, en sus poemas o en sus actos, como los poetas Celaya y Valente, otros dos grandes amigos, esta vez bastante más jóvenes que él, de la última época del malagueño. Capitulo aparte merecen los aristócratas: el XVII duque de Alba, el V marqués de Palomares y el II Marqués de Silvela, que jugaron el papel de pararrayos y de protectores cuando recibió la Residencia una serie de ataques, durante la dictadura de Primo de Rivera, ataques que presagiaban el hachazo franquista de 1939. Fueron estos distinguidos amigos los que, en aquellas épocas de vacas flacas ayudaron a fundar el Comité Hispano-Inglés (1923) y la Sociedad de Cursos y Conferencias (1924), instituciones paralelas y hermanadas de la Residencia de Estudiantes, que permitieron sufragar conciertos de eminencias musicales del momento (Darius Milhaud, Falla, Poulenc, Stravinsky) y toda una serie de conferencias impartidas por verdaderas celebridades en el mundo entero como Madame Curie, Howard Carter, Bernard Shaw, Paul Valéry o Paul Claudel. Pero no olvidemos que ya antes de esas fechas ya habían hablado en la Residencia, Ortega, Unaununo, D’Ors y Zulueta, entre otros pensadores e intelectuales. Por último, tenemos una serie de amigos británicos, conocidos, bastantes de ellos, ya antes de la Guerra Civil, de los que destacaría el animoso, generoso y perspicaz hispanista Trend, musicólogo en sus inicios y primer catedrático de literatura española en la Universidad de Cambridge. Este hombre de simpatías seguramente laboristas, contribuyó poderosamente no solo a la instalación de la familia Jiménez Cossío en Inglaterra, sino también al conocimiento de la literatura española de la llamada Edad de Plata en el mundo anglosajón y al Premio Nobel de Juan Ramón Jiménez. Sea dicho de paso, fue el artífice de la conferencia de Keynes en la Residencia. Convendría reeditar alguna de sus obras y rendirle un merecido homenaje.
Si nos detuviésemos en la trayectoria vital y política de cada uno de estos amigos, nos podríamos dar cuenta de que incluso dentro de cada grupo (pensemos en el grupo juvenil de malagueños) hubo disensos políticos fuertes. Algunos dieron la espalda a la II República, apoyando con mayor o menor convencimiento el franquismo (García Morente, María de Maeztu, Marañón), otros nunca la apoyaron realmente por ser monárquicos e inicialmente franquistas (Alba, Palomares), otros, como hemos dicho, la apoyaron con devoción y sacrificio hasta el final de sus vidas (Fernando de los Ríos, Bernardo Giner de los Ríos), otros se mostraron más antifranquistas que verdaderamente republicanos (Américo Castro, Luzuriaga, Moreno Villa), sin ser en absoluto monárquicos. Jiménez Fraud era amigo de cada uno de ellos, pero seguramente no lo eran, ni mucho menos, amigos entre ellos. Pese a los inmensos desengaños, a los amigos que se alejaron de él o él de ellos, siempre trató de ser “señorilmente fiel a los lazos de la amistad”,
El pensador Giorgio Agamben, leyendo con finura los textos de Aristóteles sobre la amistad, dijo hace unos años que los amigos no comparten algo, como las ovejas un pastizal, sino que se sienten compartiendo la experiencia de la amistad, un compartir el hecho de vivir juntos, en las diferencias y en la cercanía. La amistad sería así —de esta manera lo entiendo— un sustrato pre-político, existencial, de la vida en sociedad. Don Alberto fue fiel a todos aquellos que de forma desinteresada colaboraron en el proyecto de la Residencia, aunque luego la Guerra Civil y el exilio los separase. Con ellos compartió penas y esperanzas.
Intercedió en favor de varios amigos cuyos hijos o ellos mismos se encontraban en una situación difícil en la zona republicana o en la zona nacionalista. No obstante, a veces se tiene la impresión de que fue excesivamente generoso y bueno. En una conferencia que impartió el duque de Alba en Oxford, en 1946, AJF no quiso acercarse a él porque estaba con el que le había sucedido en la embajada franquista en Londres. El malagueño sabía ya perfectamente que el régimen se había apoderado de sus bienes en la Residencia. Los había robado, como dice él en plata. El duque, al verle, se sintió avergonzado y “le chilló a gran distancia”—como le escribe en una carta a su amigo Pepe Moreno Villa— diciéndole: “¡Alberto, Alberto, no le he hecho a usted nada!”. La amistad tiene sus límites y sorprende mucho constatar que don Alberto le reiteraba siempre en sus cartas ulteriores su gran afecto. Don Alberto, urdidor de una España transversal que no pudo ser, la de la ILE, no pudo lograr que su política de la amistad (que no hay que confundir con la política del amiguismo) se convirtiese en una política federadora de las clases populares y de las élites económicas. En realidad, no había mucho que compartir con los que te sonreían y te abrazaban y, de forma paralela, colaboraban con los que te robaban.
La amistad es tejedora permanente de vínculos humanos, sin la cual no podríamos vivir, pero siempre en un círculo muy limitado y con no pocas dificultades para que dure; no es nunca hebra de paz suficiente para un país descoyuntado e injusto.
Ricardo Tejada, Le Mans, a 19 de febrero de 2021.