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Mientras tantoDon Alberto o qué es una institución (y III)

Don Alberto o qué es una institución (y III)

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

Seguramente, cuando uno se aproxima a la Residencia de Estudiantes y comienza a indagar en su historia, en su dinámica social y cultural, en su permanencia a lo largo del tiempo, lo que más impresiona es lo que los propios residentes y, en general, institucionistas, llamaron el “espíritu de la casa”. Cuando decimos que a algo le falta espíritu, alma, es que carece de lo esencial, de la sabia que nutre toda realidad humana. ¿Cómo definir o, cuando menos, cómo describir eso impalpable y tan necesario que definía a la Residencia y que fue su fuerza (casi) imperecedera? Las cartas de Alberto Jiménez Fraud (desde ahora AJF) a Ángel Establier, el director del Colegio de España en París, durante los años de la II República, nos dan unas primeras pistas valiosísimas. En ellas, el director de a Residencia le aconseja a su pupilo que hable, que departa frecuentemente con sus residentes. Y cuando le responde Establier que habla “durante unos minutos” en el salón, “todas o casi todas las noches”, AJF le reprocha que esa relación sea “escasa” y recalca que el “éxito de la obra dependerá de la relación diaria y extensa que mantenga usted con los residentes”. E insiste diciéndole que es “lo único fundamental de la Residencia”. Nunca ese “lo único fundamental” lo dijo con tanta convicción y rotundidad como en esa carta. Déjenme confesarles, en un pequeño paréntesis, que cuando estuve yo residiendo en el Colegio de España, en los años 90, creo que intercambié solo en una única ocasión unas palabras con su directora; dejénme decirles que hay bastantes estudiantes de Hispánicas con los que apenas he intercambio unas palabras en tres años…

AJF insistía con otros interlocutores en que el “trabajo de tutela” permitía adquirir autoridad moral e intelectual, que no bastaba solo con “tener clases” con los estudiantes. De ahí la importancia de los llamados “dones” (Moreno Villa, Luis Calandre, Juan Negrín, Ricardo de Orueta, etc), los tutores que, al modo de los colleges británicos, canalizaban las inquietudes de los residentes y les orientaban en sus creaciones e investigaciones. ¿Se trataba de adoctrinarlos, como decían sus detractares y enemigos, fuesen propagandistas o, más tarde, opusdeístas?  No. En realidad, no se trataba de inculcar en ellos doctrinas, sino de insuflar en los residentes “los sentimientos de tolerancia y de solidaridad social que son los que hacen al hombre apto para la vida civil”, como le escribe AJF a Castillejo en una carta fechada el 30 de junio de 1920. Detrás de la Residencia, como si fuera el motor escondido de su funcionamiento, había unos valores. Calificar a la Residencia de territorio neutral políticamente no era del todo exacto pues, y en eso no se equivocaban sus adversarios, había una proto-política que fundamentaba su existir, una proto-política que en muchos países civilizados, como Francia o Reino Unido, ya en los treinta se daba casi por supuesto en bastantes instituciones, pero que en España repugnaba a aquellos que ni toleraban a los ciudadanos que no fuesen católicos ni admitían que solo un país con una mínima solidaridad social podía avanzar con dignidad y tener visos de mantenerse articulado. Claro está, estos valores convivían con unos valores más conservadores, los de la “moralidad y refinamiento”, los de la “urbanidad”, tan alabados por Don Alberto en sus cartas, los de una especie de hidalgo humanista, eso sí, cercano al gentleman, tal y como lo ha analizado con perspicacia Luis G. Martínez del Campo, y muy alejado del hidalgo falangista, sosegado, pero no por ello menos defensor del honor y de los valores asociados al linajudo conquistador, o del hidalgo nacional-católico, amigo de imponer un “Imperium Catholicum” pretendidamente “pacífico y fraterno”, de cuya semblanza hablarán con igual detallismo que anacronismo García Valdecasas y Laín Entralgo en la posguerra, oponiéndose frontalmente a las ideas de la Residencia, aunque no la mencionasen.  Son probablemente estos valores de “urbanidad”, de “decoro”, de “refinamiento”, “los valores espirituales”, los que convencieron al dictador Primo de Rivera y, sobre todo, a los aristócratas protectores de la Residencia de la bondad, o del carácter inofensivo de la Residencia. Ahora bien, no se daban cuenta del todo que también lo eran la tolerancia y la solidaridad social, algo que lo olían, les dejaba escépticos, pero que claramente lo ponían entre paréntesis, agarrándose solo o preferentemente a los primeros valores, cosa que no harán los franquistas.

Es indudable que esta “solidaridad social” era algo crucial para AJF, pero nos podemos preguntar si su proyecto de generar una “clase directora” (también suele hablar de “minorías directoras” o de “minorías escogidas”, nunca de «minoría selecta», al modo orteguiano) contribuyó realmente a esa “solidaridad social”. AJF en su carta, tan importante, a un colaborador de The New Statesman, fechada el 20 de julio de 1950, le insistía en que el error de las minorías privilegiadas había sido siempre el de desdeñar el pueblo, el de aislarse de él y que este divorcio no podía ser reparado por la tolerancia o inteligencia de esos “humanistas ilustrados” desdeñosos, sino por la restauración del “código de honor moral” por el que se sabe qué es lo bueno y qué es lo malo. Y añadía que eso era evidente para Giner y sus amigos, que tenían plena conciencia de que había que equilibrar la vida del intelecto con un amor cristiano por todos los hijos de Dios, con un amor “a la masa, a la multitud, al pueblo español”. Sinceramente, no sé si este planteamiento lo hubiera aprobado Francisco Giner de los Ríos. Una cosa era el profundo y palpable interés y afecto por las costumbres, leyendas, tradiciones y obras milenarias del pueblo, algo que constituyó el romanticismo humanista de la inmensa mayoría de los institucionistas y otra cosa que experimentasen todos un amor cristiano (cuando en Giner veo más Schelling, Spinoza y Krause que modernismo católico) o que pretendiesen restaurar una tabla de valores o de mandamientos para el pueblo. En la Historia de la Universidad España, AJF concibe esas minorías directoras como el elemento reflexivo y el pueblo como el elemento espontáneo, forma y materia, al modo aristotélico, podríamos decir. Entre democracia y aristocracia no veía contradicción alguna, si se entendía que ésta era la aristocracia de los mejores, no la aristocracia de los privilegiados por la sangre. Lo que hacía la democracia era elevar la espontaneidad del pueblo a una espontaneidad superior, creadora, no ya inconsciente, la cual —añado— podía ir de concierto con el carácter reflexivo de las minorías no desdeñosas. El riesgo de este planteamiento era el de caer en un bienintencionado y equivocado paternalismo moral. Algo podía también ocurrir en el elitismo orteguiano que si bien permitía comprender un poco mejor la interacción entre masa y minorías —basada según Ortega en el prestigio que emana de éstas, en su autosatisfecha conciencia de no ser masa, de valorarse a sí mismos, de exigirse más a sí mismos que los demás— no comprendía la dinámica histórica, arrolladora, subterránea, de la democracia y comprendía aún menos al pueblo, cosa que sí era evidente en los institucionistas.

Recordemos ahora el reproche durísimo que les hizo Araquistáin en el exilio (él que había sido un entusiasta del proyecto institucionista hasta el punto de que contribuyó a realizar un hermoso documental en 1930) cuando afirmó que la ILE había formado buenas personas, pero malos ciudadanos. Yo le hubiera corregido afirmando que formó extraordinarios profesionales, buenas personas, seguramente en la mayoría de los casos, y ciudadanos que frecuentemente, aunque no siempre, tuvieron la tentación de retraerse respecto a la cosa pública, incluso manifestando una tendencia a la perplejidad, sin ser nunca ciudadanos desdeñosos. La ILE no fue, en efecto, la École Normale Supérieure de París en donde se formaban buenos profesores e investigadores y buenos ciudadanos (de espíritu crítico, claro está) de la III República, ¡tan buenos ciudadanos que, gracias al examen de entrada, se convertían, y se convierten, todavía hoy en día, en funcionarios, en estudiantes-funcionarios ! Su método de selección era diferente pues no había examen de entrada y hay que reconocer que pese a que don Alberto tuviese buen olfato para seleccionar a los más de 500 residentes que pasaron por su residencia y pese a que de él salieron dos premios Nobel y excelsas y universales personalidades del mundo del arte y de la ciencia (lo que, desgraciadamente nunca ha logrado institución alguna en los últimos cuarenta años de monarquía parlamentaria), los que recibían el visto bueno para entrar formaban parte, en su inmensa mayoría, de las clases medias más que acomodadas, de la gran burguesía.  Las Misiones Pedagógicas pilotadas por su suegro en los inicios de las II República, Manuel Bartolomé Cossío, vinieron a corregir, en cierto sentido, o a completar, según se mire, el elitismo declarado del proyecto de la « Colina de los chopos », con un acercamiento valiente y humanista, pero profundamente idealista, a las clases populares, en especial el campesinado de las zonas más apartados. El problema consistió en que las clases medias más modestas, la menestralía, la clase obrera, quedaron fuera de las atenciones debidas. ¡Cuando eran ellas las que estaban forjando la España del futuro, la del pequeño comercio y la de la forja, la de la pluma estilográfica y la del martillo! La República y la ILE en particular tendrían que haber incidido también en estos sectores tan dinámicos, por ejemplo, construyendo más institutos de bachillerato, abriendo plazas y convocando becas para este tipo de alumnado. La profunda tragedia española radicó en que bastantes miembros de la clase media, no pocos del campesinado (en algunas regiones) e incluso de las clases obreras abrazaron el franquismo, traicionando la República, tal vez porque ésta no había tenido una sensibilidad y un tacto suficiente con respecto a la cuestión religiosa, tal vez por cierta impunidad que dejó transparentar a la hora de hacer frente a determinadas actitudes criminales, tal vez por un miedo indómito al desorden, a la inseguridad, al comunismo, que habría que analizar en detalle.

La pretensión de crear una Residencia en Zaragoza al modo de la Residencia “madre” de Madrid mostró a todas luces que bastantes de las universidades provincianas miraban con mucho recelo la casa de la “colina de los chopos” (la rebelión fascista contra la obra de la ILE fue una rebelión paradójicamente anti-centralista y protectora de los privilegios de la casta universitaria en provincias) y que el catolicismo intransigente se metía por todos los poros de ella desde el momento en que se instalaba fuera de la capital. Tal vez una obra de zapa en todas las capitales de provincias, con Residencias del mismo espíritu de la de Madrid, y, como acabo de decir, una nueva red de institutos de bachillerato complementaria hubiera atraído a las clases medias y a las clases populares que no podían permitirse pagar la Residencia de Madrid para sus hijos y les hubiera llevado al redil de la tolerancia y de la solidaridad social, no al cerco de la beatería y de la intolerancia o al pantano de la resignación. En cualquier caso, faltaba un desarrollo económico y social homogéneo y poderoso.

Decía el jurista francés Hariou que una institución se distingue de una simple relación contractual porque la primera hace inútiles las leyes sin destruirlas. Una institución es una dinámica colectiva por la cual el deseo (Deleuze seguirá el planteamiento de Hariou), la simpatía (David Hume), el afecto, de los que quieren seguir juntos es más que suficiente para mantener unido un constructo social. Si el contrato supone la voluntad de los contratantes y define entre ellos un sistema de derechos y deberes, sin oponerse a terceros y siendo su duración limitada, la institución, por el contrario, tiende a definir un estatuto de larga duración que es involuntario e intransferible y constitutivo de un poder cuyo efecto puede perjudicar a terceros que no comulgan con ese dinamismo colectivo. Toda institución es la expresión de una resonancia pasional de las tendencias humanas en el ámbito de la potencia imaginativa. El 15-M fue seguramente la institución más genuina de las últimas décadas en España. Su atmósfera impalpable sigue viva, aunque no lo parezca. El contrato, por el contrario, y valga la redundancia, es la institucionalización jurídica de las instituciones, su amordazamiento en una lógica de la permanencia y del poder.

Sin ninguna duda, encontramos en este planteamiento filosófico una clave de la permanencia del espíritu de la casa, de su contagiosidad, de su dinamismo extraordinario, que es seguramente una de las cosas que más asombra y admira en la bien llamada Institución Libre de Enseñanza y en su retoño, algo más conservador, que fue la Residencia de Estudiantes. Creo que es esto lo imperecedero de su labor: vivificar el aprendizaje, la cultura, el saber, en un espíritu compartido, que permita crear, investigar, poner en duda permanente sus propias ideas, dialogar y dialogar en la diferencia, en definitiva avanzar y dejar huella, esparcir por el tiempo una poderosísima cola de cometa, como esos residentes de la colina de los chopos que se refugiaron en la embajada chilena, los hermanos Ontañón, los hermanos Romeo del Valle, y que escribieron, en dos hermosos volúmenes encuadernados, la revista El Cometa. La tuvieron que destruir, que quemar, llorando de “emoción”, en la embajada, al establecer Chile relaciones diplomáticas con el nuevo Estado “nacional”, pero esa cola pervivió a lo largo de sus vidas y pervive en nosotros.

Nuestras Universidades —ya lo habrán supuesto—por muchos esfuerzos encomiables que hagan y hacen no tienen espíritu. Vivimos y trabajamos en Universidades contractualizadas, profesionalizadoras, hiper-especializadas, en las que la sociabilidad es baja, por no decir insatisfactoria. Tenemos profesores que se ignoran entre ellos, no siempre, y estudiantes que desde el momento en que entran en la Facultad, solo desean hacer cosas prácticas e integrarse en la vida profesional —¡tan idílica, verdad!— lo antes posible, aunque no sea siempre así, afortunadamente. Para ellos la Universidad no es un universo autónomo de su vida, digno de ser apurado hasta la última gota, una feliz época de la que siempre se tendrá cierta nostalgia, sino un simple paréntesis o un simple trámite enojoso durante el cual hay que estudiar o pensar…algo.

Es indudable que habrá que inspirarse de la Residencia de Estudiantes si algún día queremos fundar juntos, como ocurrió en el siglo XVIII, otras instituciones (paralelas e independientes o complementarias de las Universidades) que sean verdaderamente instituciones, es decir, con espíritu, con vida, lo que necesitamos siempre como agua de mayo.

 

Ricardo Tejada, Le Mans, a 27 de febrero de 2021.

 

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