Siempre me ha parecido que, al hablar de la Guerra Civil, lo de situar a las personas en una u otra España de manera tajante corre el riesgo a veces de simplificar las cosas. Manuel García Morente forma parte de la España de la Edad de Plata, de la llamada Escuela filosófica de Madrid, del espíritu que llevó a la II República. Sus ensayos sobre el progreso, más que interesantes, su contribución a la divulgación de autores (Bergson, Husserl, Kant) que nadie en su sano juicio consideraría como cercanos al franquismo, lo sitúan ahí donde tiene que estar. Otra cosa es que a raíz de la Guerra Civil termine cayendo en una actitud pusilánime, patética, que le conduzca a abrazar con no poca ceguera el franquismo y a ordenarse sacerdote—¡teniendo en su celda conventual nada menos y nada más que las obras completas de Giner de los Ríos!— algo de lo cual tenemos un testimonio bastante estremecedor en sus cartas a Alberto Jiménez Fraud (desde ahora AJF).
Ahora bien, es cierto que muchos intelectuales, artistas, profesores y clases liberales, tomaron partido claramente en favor de un bando, el republicano o el nacionalista, porque su trayectoria política previa les conducía a ello, por lo menos desde 1934. En otros —pienso, por ejemplo, en Unamuno, Ortega, Marañón, Pérez de Ayala, Pío Baroja— las cosas fueron más complicadas, o bien porque se comprometieron en favor de una república que no era la esbozada en el Pacto de San Sebastián, la cual no era nada presidencialista y nada « nacional-corporativa » sino integral, es decir abierta a estatutos de autonomía (caso de Ortega y de bastantes intelectuales que apoyaron la Agrupación al Servicio de la República), o bien porque mostraron un gran escepticismo con respecto a la II República desde casi sus inicios por distintos motivos (Baroja, Unamuno) : política religiosa, social, autonómica, etc. Calificar a este grupo heteróclito y minoritario de « Tercera España » me ha parecido siempre un reduccionismo empobrecedor, empezando por la variedad de sus planteamientos políticos y terminando por el hecho de que si hubiese una tercera España sería únicamente la de aquellas personas, normales y corrientes, que se vieron dramáticamente sacudidas en sus vidas por la Guerra y que sin estar politizadas tuvieron que tomar partido o no lo tomaron en absoluto. Algunos comentaristas incluyen también en esta Tercera España a Madariaga, Azaña, Zulueta, Mendizabal, Castillejo, y algunos más, pero que yo sepa los dos primeros mantuvieron hasta el último momento responsabilidades emanadas de la República, el tercero hasta el 36 (fue amenazado y expulsado de la embajada española por los falangistas), y los otros dos, ligados al catolicismo modernista o al institucionismo, no fueron furibundamente antirrepublicanos y aún menos partidarios del franquismo. Veo incluso diferencias políticas entre todos ellos, por ejemplo entre Castillejo y Zulueta, dos hombres muy centristas e imbuidos del espíritu de la ILE, el primero más conservador.
Las lecturas en favor de la llamada Tercera España empiezan a ser claramente sesgadas y partidistas cuando se añade que esta España fue la única moderada, liberal y no violenta, poniendo frente a frente las dos Españas en lucha, como machos cabríos desalmados y totalitarios o como un trasunto de Caín y Abel, algo que les viene inconscientemente de la lectura de Laín Entralgo en España como problema, en las versiones más elaboradas, o del simplismo hipócrita de Cela que hablaba de « hijos de puta de los dos bandos », en las versiones más caricaturales. Evidentemente en las lecturas más elaboradas la figura de Chaves Nogales, escritor de inmenso talento, es claramente manipulada para hacer de él el único escritor moralmente intachable y visionario de la Guerra Civil, lo cual es más que cuestionable. Detrás de esta idea, o más bien de esta “metáfora” de la Tercera España, está la idea subyacente, como dice Eve Fourmont-Giustiniani, de hacer de la España actual la síntesis de ambas y la continuadora de la tercera, como si la historia se comportase mecánicamente al modo de la dialéctica hegeliana y como si la constitución del 78 tuviese más que ver con unos españoles refugiados en París que con la constitución del 31… Estos planteamientos ocultan de manera sibilina que hubo liberales que defendieron hasta el 39 y también en el exilio la legitimidad republicana. Señalemos, por ejemplo, Ferrater Mora, Ayala, Ruiz Funes, Giral y el mencionado Francisco Giner de los Ríos Morales, por poner solo algunos ejemplos. Y, claro está, obvian que hubo numerosos nacionalistas (vascos o catalanes), socialistas, comunistas y anarquistas a los que les horrorizaba la represión indiscriminada ejercida por milicianos y algunos funcionarios o responsables de la República, en especial durante el verano del 36, y que hicieron lo indecible para salvar vidas inocentes. Olvidan también estas «bellas almas» que en toda guerra la traición, el espionaje o la beligerancia son siempre severamente castigados, que el número de víctimas provocadas por el franquismo es de más del doble que las provocadas en el bando legítimo y que el Estado republicano quedó desarbolado literalmente en julio del 36, teniendo que ir los carabineros y los guardias civiles a defender Madrid, dejando la seguridad interna de lado.
¿Situaríamos a AJF en esta etiqueta tan socorrida como simplista de « Tercera España » ? Es cierto que en algunos aspectos particulares de su trayectoria podría tener algunos visos de credibilidad esta etiqueta. ¿Sería precisamente AJF el representante por antonomasia de esa España que se quedó con el pie cambiado, descolocada, en un enfrentamiento fratricida que les era ajeno ? Me atrevería a decir que, en sentido estricto, nunca estuvo apegado a régimen político alguno, por mucho que sus ideas fuesen liberales y democráticas. Era un profundo accidentalista, en el sentido institucionalista del término, es decir, alguien para quien la « España buena », « la de la obra » (la de la ILE) era la destinada a transformar el país, paso a paso. Si la monarquía avanzaba en la profundización liberal y democrática, la II República podía esperar. El republicanismo quedaba como principio político a realizar a largo plazo. Veo aquí, no obstante, una diferencia de estilo o de talante entre don Francisco, el fundador de la ILE y don Alberto, el director de la Residencia de Estudiantes, que no veo reflejada en los numerosos estudiosos de este movimiento pedagógico, tan importante para comprender la España anterior a la Guerra Civil. Si el «abuelo» solía decir que estaría encantado con que el rey, Alfonso XIII, visitase la sede de la ILE, pero que él saldría por la otra puerta antes de que entrase su majestad, el discreto y educado malagueño lo recibió con la debida consideración y departió con él. En don Alberto había una convicción doble: que los residentes no debían estar politizados, que no debían organizarse conferencias o actos de marcado carácter partidista y, por otro lado, que la Residencia sólo podía sobrevivir, solo podía llegar a buen puerto, por los mares procelosos de la política española, si se apoyaba en determinados políticos, en determinadas personalidades (fuesen de la monarquía constitucional, de la dictadura de Primo de Rivera o de la II República). Esta fue la profunda ambigüedad de su proyecto.
El problema gordo es que la monarquía borbónica no avanzó suficientemente en libertades y en conquistas sociales y democráticas y ahí sí que se encontraron muchos institucionistas con el pie cambiado. 1917 y sobre todo 1923 tiraron por la cuneta toda esperanza de ver una monarquía parlamentaria en la que el rey dejase de ser co-soberano. Bastantes institucionistas abrazaron el proyecto republicano, y tuvieron que exiliarse, y otros se quedaron con la nostalgia de no ver una monarquía plenamente «british», tal y como Melquiades Álvarez hubiera querido desde 1913. Acaso AJF esté, en cierto sentido, en esta sensibilidad política, al menos hasta el golpe del 23. Pero, claro, no era lo mismo tener una pequeña red de elitistas y privadas Public schools cuando la alfabetización en Gran Bretaña había alcanzado a más del 60% de la población, ya a comienzos del siglo XIX, una alfabetización que realizó diligentemente las diferentes iglesias anglicanas y presbiterianas y que no tiene parangón alguno con la desidia generalizada de la Iglesia católica española con respecto a los más desfavorecidos de la sociedad. Recordemos que ese 60% de alfabetizados lo logró España en los años veinte del siglo XX. Y no olvidemos que las clases medias en las dos islas alcanzaba entre el 20% y el 30% de la población a primeros del siglo XX, cosa que España logró tener treinta o incluso cincuenta o sesenta años más tarde, según las regiones. No era lo mismo construir capiteles y decoraciones magistrales sobre pilares sólidos que sobre ladrillos de adobe…No sé si AJF era plenamente consciente de ello.
La gran utilidad de un epistolario es también conocer de cerca lo que piensan en la intimidad, sin tapujos, claro está con la mediación y debidas prudencias que el interlocutor determinado exige. El vocabulario político, que no ético o filosófico, de AJF parece a priori más bien aséptico. Nunca habla de « rojos » cuando se trata de republicanos, sólo en un esbozo de carta, siendo por lo demás una palabra tachada en el pasaje. Tratándose de franquistas habla de «nacionalistas », sobre todo su mujer, Natalia, mucho más incisiva, sin pelos en la lengua y antifranquista que su marido. Nunca habla de «nacionales». El marcado rechazo del tufo opresivo clerical de la España franquista, en doña Natalia, contrasta con una espiritualidad muy respetuosa con la religión, la de su marido. AJF acompañaba los domingos a los residentes a las seis de la mañana para que fuesen a misa, antes de llevarlos de excursión a la Sierra. Él se quedaba en el dintel. Por otro lado, nunca pone en el membrete, como hacen sus amigos más franquistas, «año de la Victoria». Nunca hay en sus cartas referencias explícitamente negativas con respecto a la II República, por el contrario sí las hay con respecto al franquismo, al que califica de «sucio artilugio» y de «régimen de corrupción beocia que se derrumba por el mismo peso de su brutalidad y estupidez», y a los franquistas los califica de «bandidos». Por una vez no hay medias tintas ni exquisita diplomacia en don Alberto.
Punto y aparte son las negociaciones entre el Gobierno republicano en el exilio, dirigido primero por Giral (el de la esperanza) y luego por Llopis, ambos muy cercanos al institucionismo y con los que se llevaba bien AJF, especialmente con este último. Francisco Giner de los Ríos Morales, secretario de uno y de otro, jugará un gran papel —y esta correspondencia es testigo interesantísimo de esto— junto a su amigo AJF, en las negociaciones con los monárquicos, al principio franquistas, no todos, y luego antifranquistas y donjuanistas, como Julio López Oliván. Cuando Don Juan envíe a Juan Carlos a estudiar en España se desencantarán éstos y le quitarán su apoyo al padre, quedándose en la resignación con respecto al franquismo. ¿AJF es un mediador a sueldo de los republicanos o de los monárquicos? Por mucho que él sintiese gran respeto por don Juan, todo apunta a que la balanza se inclinaba más bien en favor de los primeros. De hecho, el sobrino-nieto de Francisco Giner de los Ríos le ofrece dinero para sus desplazamientos a Londres, algo que desestima AJF, educadamente. Es cierto que no se encuentra ni una sola vez con Juan Negrín en Londres, por mucho que se conociesen, que no viviesen lejos uno del otro y que éste estuviese tan ligado a los laboratorios de la Residencia de Estudiantes. Puede explicarse esto por el hecho de que AJF no simpatizaba para nada con los comunistas o con los antiguos aliados del PCE, algo que se intuye en sus cartas, aunque nunca tenga palabras críticas explícitas con respecto al comunismo y mucho menos con respecto a residentes comunistas, como Luis Buñuel, durante un lapso de tiempo, o Gabriel Celaya, a los que aprecia y valora sobremanera.
Punto y aparte es lo que ocurrió en la Residencia de Estudiantes en el verano del 36, algo sobre lo que tampoco es muy explícito AJF en sus cartas. Después de estar unas semanas bajo pabellón británico, albergando a personalidades como José Ortega y Gasset, su director partió con su esposa el 12 de septiembre y embarcaron en Alicante para Francia. Para primeros de noviembre ya estaban en Cambridge, luego en Oxford. En París residieron en el Colegio de España donde se encontraron con ese grupo de escritores e intelectuales, unos escorados claramente hacia el bando franquista y otros (Mendizabal, Zubiri) tratando de organizar iniciativas que redundasen en favor de una tregua, de un armisticio o de una paz definitiva entre ambos bandos. El contacto con los del Colegio de España lo fue perdiendo AJF a lo largo de la Guerra Civil. Precisamente, en 1937, en una ocasión, AJF le dice a Lorenzo Luzuriaga, gran pedagogo exiliado en Argentina y cuyo hijo las había pasado moradas en un campo de concentración franquista en Extremadura, que compartía sus ideas de mediación y de búsqueda de una paz, y es que el pedagogo estaba en contacto con los del Colegio de España de París. Sea dicho de paso, su director, Ángel Establier, había sido aconsejado y guiado por AJF en sus tareas de dirección, en los años treinta. Padecerá un verdadero calvario años más tarde al ser torturado en la DGS de Madrid por los franquistas y mostrará una gran impericia y un gran angelismo político al pretender seguir siendo director de dicho colegio durante los primeros años del franquismo, lo que le ocasionará críticas de unos y otros.
Por su parte, la Residencia de Estudiantes sirvió durante el conflicto fratricida de cuartel y luego de hospital de carabineros, teniendo siempre a su cargo personas como Lizcano y Torrens, al principio, o como el científico Calandre, después, ligadas desde hacía años a la Residencia. No hubo robo alguno ni destrucción de los bienes ahí guardados. Es más, Gloria Giner y Álvarez Santullano le iban informando a AJF de que esos hombres se ocupaban de la preservación de las instalaciones. Bien es cierto que en el pabellón destinado a su vivienda particular habían instalado laboratorios, lo que ocasionó un roce entre el biólogo Antonio de Zulueta y el exdirector. ¿Exdirector? En realidad, los Jiménez Fraud se habían ido, estando de vacaciones, cuando había pocos residentes y algunos estudiantes ingleses que aprendían el español. En agosto de 1937, Álvarez Santullano le escribe una carta en la que le notifica que la República ofrece, a él y a los que se fueron en el 36, reintegrarse a su plaza. No quiso hacerlo. Ninguna autoridad republicana le destituyó. Otra cosa es que habían tenido miedo. El miedo es legítimo. Margarita Sáenz de la Calzada, en su magnífico libro sobre la Residencia de Estudiantes, afirma que le amenazaron con darle el paseo. No obstante, Pablo de Azcarate desmintió años más tarde que hubiese habido amenazas contra él. Tenemos así una situación, como la de Ortega, difícil de calibrar en el detalle. Natalia, su esposa, en carta al embajador británico, Henry Chilton, fechada en abril de 1938, pedía protección para su madre, esposa de Cossío, en el caso de que los “nacionalistas” entrasen en Madrid y añadía que tuvo “que abandonar Madrid porque Alberto y sus colegas fueron perseguidos”.
Don Alberto no se sintió exiliado. Se sintió desterrado. Siempre habla del “destierro” y nunca del exilio. Pero ¿quién lo desterró? Nadie, en sentido estricto. ¿No era esta idea de destierro una forma de desvincularse de un exilio colectivo? Nunca quiso formar parte de los emigrados políticos ni de México (con los que por cierto tuvo muchos contactos epistolares) ni de los de Francia. Nunca quiso vivir en dichos países, ni tampoco en los Estados Unidos. Quería preservar su vida en una especie de terreno neutral, ni en México, que encarnaba la rama republicana de la ILE, ni en España, donde se quedaron los residentes más jóvenes y menos politizados, por ser en buena medida científicos y sobre todo ingenieros y arquitectos. Siempre declinaba todo ofrecimiento de afincarse en México o en España. Y solo fue a su país natal durante unos meses, al final de su vida, a finales del 63 y en el 64, sin perder su casa de Oxford y su trabajo en Ginebra, para ocuparse de la correspondencia de Francisco Giner de los Ríos que, por cierto, había guardado celosamente Julio Caro Baroja. La ILE, siempre la ILE.
En una carta de AJF al editor de The Times afirmaba que muchos españoles serían de la opinión que “el centro político” ha sido el factor principal en el “proceso histórico nacional” de España desde la Restauración (1875) y llegaba a hablar de un “renacimiento español”. Pero ese renacimiento había sido esencialmente cultural y no había estado acompañado de las necesarias y suficientes medidas sociales y políticas modernizadoras. Las élites políticas, religiosas y económicas, sin olvidar la monarquía, no estuvieron realmente a la altura de los tiempos. El “centro político” del que hablaba no era, a mi modo de entender, un partido político concreto, aunque pudiese situarse cerca del Partido liberal o de los reformistas de Melquiades Álvarez, sino el propio movimiento de la ILE, conjugado con los sectores políticos más proclives a su ideario, pero todo cambió desde el 23 y, más tarde, desde el 31. La “Tercera España”, palabra que AJF solo pronuncia para decírselo, como elogio, al hispanista inglés Trend no era otra España, sino la España humanista que desde los erasmistas y Vives hasta los krausistas había blandido la libertad de conciencia y los valores espirituales. Esa España, había sido también la de Fernando de los Ríos, la de Cossío, la de Llopis, la de tantos docentes, la de tantos hombre y mujeres comprometidos con la República. Don Alberto no se movió de esa tradición, de la “tradición crítica y razonable, moderada y tolerante”. Ejemplar humanista, de marcado carácter idealista, como el escritor Stefan Zweig, no calibró bien la significación trágica de los totalitarismos, subestimó completamente los factores económicos en las transformaciones sociales, no supo comprender la profunda escisión del sujeto moderno. Su liberalismo no era, en el fondo político, y mucho menos mercantilista, economicista o neoliberal. Era una especie de pietismo a la española o de puritanismo humanista. Su España, la de un krausismo marcadamente elitista, en su caso, fue una de las ricas tradiciones filosóficas que irrigó el ideario republicano, junto a la masonería, el obrerismo y el feminismo. No hagamos tres Españas, cuando hay tantas Españas solo en la primera…
Ricardo Tejada, Le Mans a 21 de febrero de 2021