En los cambios de clase hacíamos el escándalo que se espera de unos niños de EGB, pero si la clase que venía a continuación era la de don Camilo se nos iba todo de las manos. A veces, de pura desesperación por no saber montar aún más jaleo, cogíamos el pupitre y lo azotábamos contra el suelo haciendo temblar las paredes. Con pistolas en las manos hubiéramos disparado al techo de purita felicidad. Hasta que de repente entraban seis o siete que estaban fuera del aula peleándose en el hall, y todos parábamos porque al final del pasillo se acercaba don Camilo cargando libros bajo el brazo y echando pestes. La escena era siempre la misma: entraba en clase, ya ordenada y con cada uno sentado en su sitio aguantando la risa, y soltaba el dedo aquí y allá con el mismo modus operandi: “Tú, tú y tú: ponte fuera”. Lo del dedo era puro azar. De hecho, él no miraba a ninguna parte, sólo al frente. Así que nadie se movía hasta que alguien, un alumno que ni se había levantado durante el follón y probablemente había aprovechado ese tiempo para repasar la lección, tenía la sensación de que uno de los dedos lo había apuntado vagamente a él. Don Camilo estaba sentado en su mesa esperando ver a algunos (ni siquiera él sabía cuáles) marcharse como pago al escándalo del cambio de clase, y este niño levantaba la mano un poco incrédulo y decía “¿Yo, profesor?”, a lo que don Camilo respondía, abriendo mucho los ojos: “¡Sí, tú, tú, y quién va a ser sino tú!”
Era un viejo refunfuñón del que podría decirse eso de que tenía un corazón que no le cogía en el pecho, con unos ataques de ira muy particulares pero profundamente inofensivos, y una manga ancha terrible. Don Camilo era pequeño, calvo y tenía la cara sembrada de arrugas. Las clases de tarde las llevaba mal que bien. Se le veía llegar con el vino trasegado en la cabeza, y se sentaba en su mesa y ordenaba leer. Cada uno iba leyendo pasajes de un libro mientras él se amodorraba con las dos manos sosteniendo su cabecita calva, y cerraba los ojos una eternidad. Una vez paramos de leer y él no reaccionó, así que Juan C., al que tenía castigado con su pupitre delante de la mesa del profesor, levantó el culo del asiento y se estiró hacia él como una serpiente: al llegar a dos centímetros de su calva abrió muchísimo la boca componiendo una cara de espanto, como si se lo fuese a tragar. Volvió a sentarse despacio, mientras la clase aguantaba la respiración, y cuando ya estaba todo en orden don Camilo abrió los ojos lentamente, como si le hubiese tocado en el hombro un fantasma, repasando la clase con el ceño fruncido, en un gesto muy característico de él: de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, mirándonos a todos a los ojos hasta que se paraba con alguno más tiempo del prudente; si éste se encogía de hombros, lo echaba fuera; si se reía, lo echaba fuera; si le apartaba la mirada, lo echaba fuera. Lo único que había que hacer era aguantar la risa durante diez segundos, y si la aguantabas te echaba fuera, por listo.
Cuando alguien le preguntaba si podía ir al baño, él decía que claro, cómo no iba a poder ir al baño. Y con el chaval ya caminando por el hall, gritaba: “¡Y no vuelvas!”, mientras preguntaba a la clase: “¿Qué número tiene éste?”. Al echar a alguien ponía un gran cero en rojo. Eran ceros difíciles, más que los ceros en lápiz, que los solía reservar para quien no se supiese la lección. Una tarde dejó descuidada la mesa e Iván T. se acercó allí y borró sus ceros en lápiz y el de la mayoría de sus compañeros. Don Camilo no los echó en falta, o no quiso echarlos en falta. Si se te quedaba mirando y tú te reías, solía preguntar antes de echarte fuera: “¿Qué tengo, cara de argentino?”. Sus sensores eran tremendos. Si se sumía en silencio la clase, él permanecía alerta, como un cazador, procurando que nadie estuviese jugándosela. Una tarde, de repente, uno desapareció de su pupitre. Segundos más tarde, otro. Y así hasta que don Camilo empezó a notar que le faltaban por lo menos diez alumnos, como si se los hubiese tragado la tierra. Yo no participé en aquello y recuerdo que los que estábamos seguíamos leyendo en alto con naturalidad, soportando a duras penas la risa. Los compañeros desaparecidos habían hecho una conga de rodillas, cada uno agarrado a las piernas del otro, como un gusano feliz, e iban paseándose en silencio entre las filas de clase. En un error de dirección, quién sabe si premeditado, no cogieron la curva correcta y desembocaron junto al encerado. Don Camilo solía abrir mucho los ojos cuando algo le impresionaba, pero aquella vez le ocuparon toda la cara. Los echó a todos a gritos, poniendo en algunos más de cinco ceros en rojo consecutivos, y mientras salían por la puerta dijo su frase favorita: “¡Estos ceros no los quita ni el señor ministro!”.
Podía estar uno en clase de don Camilo riéndose la hora entera. Mi compañero Anxo y yo tratábamos de disimularlo agachándonos para hacer que nos atábamos los cordones. Un día que me tocó leer vi que en el tercer párrafo se avecinaba la palabra ‘Camilo’. Al darse cuenta primero, Anxo tuvo que agacharse con urgencia. Se corrió la voz por clase de que en breves momentos se pronunciaría en alto la palabra ‘Camilo’, y cuando por fin yo había llegado a la frase, no me vi capaz de estar a la altura del momento. Aguanté unos segundos atándome los cordones, subí de nuevo y volví otra vez a mis zapatos. La clase ya era un despiporre cuando don Camilo dijo: “¿Qué pasa, tengo que seguir yo con la lectura?”. Sabíamos que no iba a haber nada más gracioso en nuestra vida que escuchar a don Camilo diciendo ‘Camilo’, así que estalló una especie de revolución que nuestro profesor renunció a atajar, desplomándose en su sillón a la espera de que acabásemos. Era otro gesto irrenunciable de él: cuando se le iba todo de las manos, dejaba que muriese por su propio peso. Luego echaba a cinco al azar, dependiendo de como tuviera aquel día el dedo, y seguía la clase. Cuando se acercaba junio, no fallaba: eliminaba los ceros, perdonaba las expulsiones y aprobaba a todo el mundo. “Tabla rasa”, decía. Y de ahí no había señor ministro que lo moviese.
La última vez que lo vi salía de la zona vieja por la calle San Román en pose eterna, con la cabeza gacha y las manos cruzadas en la espalda, hará cosa de diez años. Llevaba el jersey azul con el que se inmortalizó en la foto de octavo de EGB, todos subidos a aquellas escaleras de la fachada de Campolongo y su amable calva asomando entre dos. “El Camilo”, pensé. Y en aquellas dos palabras se concentraban horas felices y un rosario de historias que todavía desgranamos en las cena sentimentales, entre botellas vacías, siempre los mismos cuentos y las mismas inflexiones en la voz, recitándolas de memoria y riéndonos en el mismo punto de la narración, como si todavía estuviésemos allí y el tiempo se hubiese detenido a través de las cristaleras del colegio, y en breve sonase la bocina del final de la clase.
Es curioso que yo siempre lo recuerde como nunca lo vi, sino como me lo imagino. Fue después de la mayor juerga que tuvo que soportar don Camilo en el grupo de A, nuestra clase de al lado. Allí la turba alcanzó cotas violentas: se hicieron bolas de papel y se lanzaron al encerado a decenas entre saltos, gritos y tambores. Don Camilo echó a la clase entera. Fue un “ponte fuera” general. Uno a uno fueron desfilando todos mientras él, general al mando, los iba colocando en cada esquina no del hall, porque no cabían, sino del colegio entero. Una treintena de tíos repartidos por las dos plantas del centro, cada uno separado al menos diez metros del otro. Esa tarde entró la jefa de estudios por la puerta del colegio y se fue encontrando a alumnos donde quiera que mirase. Y así, como Pulgarcito, empezó a seguir el rastro de niños hasta llegar a Séptimo A y encontrarse la clase vacía con don Camilo de pie delante del encerado, rodeado de bolas de papel y capuchas de bolígrafo, paseando la mirada de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, imperial, como si de entre todas aquellas ausencias fuese a emerger de un momento a otro un último alumno que intentase burlar su autoridad.