Este texto pertenece a la serie La Privada moderna
Capítulo 21
Era un caso curioso en cuanto a los niños. No se podía decir que nos odiase, como la madre del general. Pero tampoco nos quería. Es decir, casi no nos prestaba atención. Nunca se paraba a hablar con nosotros ni, por lo demás, participaba en la vida de aquella pequeña comunidad. Nos resultaba un personaje singularmente extraño. Siempre con las ventanas cerradas y acechando detrás de los cristales. Lo curioso es que tampoco nos infundía miedo como la Chon. Pero no abria sus ventanas ni su sonrisa hacia nosotros, como doña Amancia y sus hijas. Estas parecían como si vieran en todos nosotros al hijo que se había ido a la guerra apretando los puños para no llorar al despedirse de los paisajes que recorriera con su padre.
¿Qué ocurría con doña Claudia? Porque lo cierto es que los padres de todos los niños les inculcaban un claro respeto. Quizá porque vieran la consideración con que la trataban Don Guzmán y Doña Margarita. Y eso pesaba. Por eso nadie se hubiera atrevido a llamar a su puerta y echar a correr.
Tendría unos cincuenta y tantos años, pero aparentaba muchos más. Era alta y morena. Estaba avejentada y en su mirada se traslucía esa angustia que queda después del mucho sufrir y de las ilusiones perdidas. No se pintaba ni se arreglaba. Vestía de oscuro y daba la sensación de pasar necesidad. Vestía batas estampadas sobre fondo negro, abotonadas por delante y de manga larga. Como casi siempre estaba en casa, calzaba zapatillas de piel o una especie de zapatos bajos.
Su marido, debía frisar los sesenta y era calvo, alto y de ojos claros. Tenía varios dientes de oro, fumaba mucho y tenía los pies bastante grandes. Siempre vestía con traje y corbata. Tampoco participaba ni andaba por el medio. Se le veía entrar y salir de su casa a horas probablemente de trabajo, pero nadie sabía dónde trabajaba.
También me parece recordar que tenían dos hijos de veintitantos años a quienes apenas veíamos. Quizá vivían fuera o estaban casados. Era la familia más misteriosa de los Gazules. Pero todos los respetaban y los niños hubiéramos querido hacerle recados a doña Claudia, no se sabe por qué, ya que nunca se paraba con nosotros para hablar o para hacernos preguntas. Pero algo nos decía que aquella señora, detrás de los cristales, no nos espiaba ni jamás nos denunciaría, aunque nos viera haciendo las mayores travesuras en el campo de atrás.
Vivían en el primer piso izquierda del número seis. Encima de la señora Escolástica la rara y enfrente de Don Guzmán. Ya sabéis que en el bajo izquierdo vivía la señora Martina la dentista.
Doña Claudia era víctima de la Revolución Francesa. Sí. Lo que pasa es que se había equivocado de siglo. Tanto ella como su marido se habían educado en el espíritu liberal de la Institución libre de Enseñanza. A eso habían añadido la más sana inquietud social que les acercara peligrosamente a la otra revolución. A la de Octubre en San Petersburgo. Pero habían reaccionado a tiempo porque, por encima de todo, veneraban y respetaban la libertad.
Los dos se habían hecho maestros antes de la dictadura del General Primo de Rivera y no se habían caracterizado por sus simpatías hacia la Institución monárquica. Aquí era donde se sentían ciudadanos franceses celosos de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Por todas las escuelas por donde habían pasado habían colgado de sus muros el texto enmarcado de la Declaración. Y aunque no hubieran votado por la ejecución de Luis XVI y de María Antonieta, sí consideraban esa forma de gobierno y el entorno que la asfixiaba como algo anacrónico y carente de sentido. La monarquía, para ellos, era obsoleta y no soportaba el menor análisis lógico.
Sus hijos habían aprendido a leer en las Actas de las Cortes de Cádiz y jamás se habían privado de criticar como algo insólito y absurdo a aquel Rey Fernando VII y a su descendencia. Para ellos, nuestra patria vivía con siglo y medio de retraso y, a veces, se querían convencer de que no había existido el siglo XIX. Y es que, en el fondo, no lo aceptaban y les parecía una lamentable regresión en el progreso de la nación y en la madurez cívica de los ciudadanos.
Por ello, habían saludado con contenida esperanza los sucesos de Rusia y todos los movimientos revolucionarios y libertarios. En alguna ocasión, habían bordeado la utopía anarquista y se entregaron con dedicación plena a la formación de los hombres del mañana.
Revolucionaron los sistemas de enseñanza. Sacaron a los niños al campo para que vivieran en contacto con la naturaleza. Le daban clases al aire libre, les explicaban los momentos estelares de la humanidad como hitos de un proceso grandioso en la conquista de la justicia, de la libertad y de la cultura. Les contaban la historia como una peripecia personal que les acuciaba a todos en el presente. Los hacían sentirse responsables del mundo y de la humanidad en marcha. Su palabra clave era solidaridad. «Todos somos ciudadanos del mundo, les decían, somos parte del cosmos. Lo que sucede es que todo cambia, nosotros somos cambio, sin cesar. Por eso, “nuestro destino es universal». Y se atrevían a explicarles que universo provenía unus-vertere, regresar a la unidad. «Vivid, vivid apasionadamente el instante presente. Eso es lo que cuenta. Nada permanece». «Las clases sociales son un invento del egoísmo humano.» «La propiedad privada es germen de discordia, de desigualdad y de explotación de unos hombres por otros». «Nada es de nadie. Sólo somos administradores». «Todos los seres son iguales por naturaleza, es la sociedad la que nos corrompe. Nadie nace esclavo ni siervo ni proletario. Nos hacen». Y así seguían con las más hermosas frases de Sócrates a Epicuro, de Zenón a Milton y a Stuart Mili o a Rousseau, de Weitling y de Proudhon o al más grande de los poetas, según ellos, Walt Withman. Les leían poemas de Neruda y páginas de Tagore. Se olvidaban de la edad de sus alumnos y dejaban que de sus corazones brotase el ansia de libertad, de justicia y de verdad. «Ah, solían terminar, si hubieran seguido las enseñanzas de aquel hombre…» Pero no decían más porque se sentían profundamente anticlericales. Toda esta burocracia, como ellos le llamaban, son el mayor mentís a aquellas palabras de amor entre todos los hombres y entre todos los seres. Eran unos santos laicos.
Y no vacilaban en volver los ojos a Inglaterra y ensalzar el espíritu de comprensión y de respeto que habían sabido llevar a América. Así, en sus escuelas, habían organizado a los chicos como «boy- scouts» y cantaban las canciones de Mowgli, el niño de la selva. Cualquier niño, después de haber estudiado con ellos, se sabía de memoria el poema «If», de Kipling.
Todo era una mezcla de liberalismo, socialismo, anarquismo, naturalismo y alegría. Sobre todo, alegría. La primera obligación de los educadores era formar niños felices supliendo las eventuales limitaciones en sus hogares, de niños de escuelas estatales que no podían acceder a los colegios privados donde les hablaban de un cielo, de un infierno y de una felicidad para ultratumba. Doña Claudia y su marido querían formar generaciones de hombres y mujeres felices aquí en la tierra con su trabajo, con sus familias, con su parte de responsabilidad en esta formidable aventura de la creación en la cual se hallaban insertos y de la que, en cierta medida, les hacía sentirse responsables. El pájaro, la estrella, el trigo, la sonrisa. Todos eran dones del ser Supremo. En su estilo eran un matrimonio de una sensibilidad cósmica, profundamente religioso.
Pero no se habían integrado en el sistema tradicional de este país y tuvieron que pagar siempre el tributo a la incomprensión de los detentadores de la verdad y de la luz y nada menos, que de la salvación eterna. Para ellos la luz era la del conocimiento, la de la ciencia, la de la razón y la del corazón. Amaban todo lo creado y habían hecho de sus vidas una consagración por medio de la enseñanza. A uno de sus hijos le habían puesto Juan Jacobo y al otro Emilio, aunque bien sabían lo alejada que estaba la literatura de la realidad «Pero hacen falta ideales, utopías y sueños, para poder vivir una existencia que tenga sentido».
La curiosidad del marido los llevó a indagar en toda suerte de movimientos humanos y filantrópicos. Ella, por su parte, siguió muy de cerca la peripecia de la Revolución Rusa sin decidirse a militar nunca en las filas de sus epígonos porque, desde muy pronto, intuyó que se amenazaba la libertad que, para ellos, estaba por encima de todos los demás valores. Era un bien no pactable, un derecho indiscutible. Habían renunciado a muchas cosas para poder seguir difundiendo ese mensaje de fraternidad universal, de comprensión y de respeto.
Y llegó la ansiada República. Pareció que el amanecer se hacía realidad. Llenaron de flores la escuela y, felices por no haber sido necesario ningún derramamiento de sangre, cantaron con los niños canciones de primavera. Y redoblaron su esfuerzo pues, al fin, entreveían el fruto de sus anhelos.
Ya comenzaron a sufrir cuando comenzaron las persecuciones religiosas y la quema de iglesias. No lo entendían. No les cabía en la cabeza semejantes actitudes de intolerancia en nombre de la libertad. Se dolieron de la cerrazón de las clases poderosas, anquilosadas en su letargo secular. Era precisa la transformación agraria, la revolución social, pero sin derramamiento de sangre, como querían Condorcet y Holbach: «La razón no derrama sangre».
La locura de la intransigencia y de la persecución, el totalitarismo extremista y los maximalismos que agostaban la vida y abortaban las esperanzas les sumieron en un profundo abatimiento. Sobre Doña Claudia y sobre su marido cayó un velo de tristeza. Sentían como una losa por la incomprensión y la barbarie. Ellos eran castellanos y pronto fueron «liberados» pero no comprendían muy bien de qué.
Allí comenzó su personal calvario. Cárcel, interrogatorios, depuración. Fueron «depurados». Y no sabían de qué ni por qué ni por quienes. Ella nunca supo lo que su marido tuvo que ceder a cambio de conservar la vida. Lo que sí sabía era que ya nunca más podrían enseñar en las escuelas estatales ni en ningún sito. Para ellos no había lugar en el nuevo orden. Y comenzaron a arrugarse, a encerrarse en sí mismos, a no comprender nada. Se les acababa el sentido de sus vidas y comenzaba a carecer de sentido el mero vivir. Pero había que hacerlo por los chicos. «Por los chicos». Habían sido educados para otro mundo, para otras coordenadas y se veían de hoz y coz sumidos en el sistema que, desde casi dos siglos antes de nacer, habían repudiado.
No se sabe cómo vinieron a parar a la Privada moderna. Ni tampoco pudo nunca saber Doña Claudia en qué se ocupaba su marido, en ese diario salir para traer un poco de dinero con el que sobrevivir. Salía blanco y regresaba gris.
«No me hagas preguntas, Claudia, por favor, no me preguntes. Por los chicos».
La puerta cerrada, las contras echadas, el silencio se adueñó de aquella casa. El miedo a cualquier ruido, a toda persona, a los pasos de cualquier mendigo. Siempre podía volver a comenzar el torvo juego del amanecer, el dejar de ser. ¿Más todavía? «Los chicos, por los chicos. Sí. Por los chicos». Qué estafa, que frustración, haber estado cosiendo sin hilo. Condenados a dar vueltas a una muela sin trigo, a una noria sin cangilones. Y cuando nadie la veía, se asomaba detrás de las contras entreabiertas y contemplaba a los niños mientras jugaban. A sus labios afloraban mudos los viejos poemas, se marchitaban en sus lágrimas secas las viejas canciones.
Por eso, quizá, los niños jugábamos bajo su ventana y cantábamos canciones y romances al coro o a la comba o sentados en el suelo. Ella nunca nos hablaba, pero ahora comprendo que de aquella ventana bajaba un efluvio, había un aura que nos encantaba y nos cautivaba.
Doña Claudia no se mezclaba, no participaba. Pero todas las personas la respetaban. Y la mujer de don Guzmán la ayudaba con una gran delicadeza y la visitaba a menudo. Ahora comprendo. Sí, su inmenso corazón y su insondable tristeza. «Por los niños, Claudia, lo he tenido que hacer por los niños…» «Pero si ya son hombres». » … «. «Habrá un mañana…» » … «. «De nuevo…» «…». «Tal vez, Claudia…» «…». «Tal vez». Por eso, desde la calle, veíamos empañados los cristales de aquellas semiocultas ventanas. Y en ellos, cuando llovía, rebotaba el agua. Era como si estuvieran encerados. Esto nos daba mucha tristeza. ¡No podían mojarse! ¡No podían mojarse!
Menos mal que, cuando llegaban los vientos, sacaban las hopalandas.
José Carlos Gª Fajardo. Emérito U.C.M.