Cuando M. se presenta esa lluviosa mañana de febrero en la consulta del médico no puede con la angustia. A ella, que de común es alegre y parlanchina, parece que se le hubiese comido la lengua el gato y una tormentosa bruma de incertidumbre se enrosca en su frente oscureciendo sus grandes ojos verdes. Hace rato que ha desistido del intento de controlar el movimiento nervioso de sus piernas y manos; ahora ya sólo existe una cosa en esa fría e impersonal sala de espera: el redondo reloj colgado en la pared de azulejo blanco, muy parecido al que hay en su cocina, que le tortura con su imperturbable lentitud. H., su pareja, le acompaña en este trance y parece aún más nervioso. Mudo y con la mirada fija en los charcos al otro lado de la ventana, estruja absorto los papeles con membrete del hospital que lleva en la mano. Tras muchos meses de pruebas, esperas e incertidumbre, M. se va a someter a la primera inseminación artificial con semen de donante.
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La Sociedad Española de Fertilidad decía en 2012: “En términos generales, la probabilidad media de obtener gestación por cada ciclo [de inseminación artificial] realizado es de entre un 10 y un 15 %. Si no se logra la gestación, la actitud más común es repetir el tratamiento en tres o cuatro ciclos consecutivos. (…) La mayor parte de las gestaciones se obtienen en los tres primeros ciclos de tratamiento, ya que por encima del cuarto, la probabilidad de lograr una gestación no es nula, pero sí muy baja.
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Entonces V. se da cuenta de que está desnudo y practicando sexo con una mujer que no es la suya. No sabe cómo ha llegado a ese baño espacioso y reluciente, con grandes ventanales y una enorme bañera de tipo jacuzzi. La mujer, una despampanante muñeca rubia de cara angelical, apoya las palmas de las manos en la pared mientras, de pie, V. la penetra por detrás con embestidas cada vez más vigorosas. Sus enormes pechos se balancean grávidos al compás de las acometidas mientras los gemidos de placer de ambos se mezclan, como volutas de humo, con el hilo musical que sale de unos altavoces disimulados en el techo. En ese trance, a V. le distrae una conversación apagada que escucha al otro lado de la puerta. “¿Es aquí? Sí ¿Seguro que no hemos llegado tarde? No ¿Llamo o espero que salgan a avisarme?”
En un intento de olvidarse de las voces y de sacudirse el remordimiento de estar engañando a su mujer en un lugar que no reconoce, V. se separa y se sienta al borde del jacuzzi. La mujer no tarda en montarse a horcajadas sobre él y ahora es ella la que lleva el ritmo, lento y voluptuoso al principio, para luego acelerarse con ímpetu creciente. Al poco rato, las pulsaciones se desbocan, la respiración se acelera, se nubla la vista y el placer lo inunda todo… V. piensa que seguro que los gritos ya se escuchan desde fuera. Cada vez más excitado, V. cierra los ojos e, incapaz de contenerse, eyacula ferozmente.
No transcurre mucho tiempo hasta que el aliento se calma y los latidos del corazón vuelven a la normalidad. V. abre los ojos y la mujer ha desaparecido y el baño con jacuzzi se ha convertido en un estrecho cubículo sin ventanas poco más grande que un confesionario, con un colgador en la puerta, un retrete no muy limpio y un escueto lavabo. La papelera está llena de papel higiénico y pañuelos que ya han empezado a desparramarse por el suelo. Con una sola mano detiene el video en el teléfono móvil, se quita los auriculares y cierra la tapa del bote de plástico en el que ha recogido su semen. “Cuando termine”, le ha informado antes la enfermera, “tiene que llevar el recipiente al laboratorio que está al final del pasillo. No tarde mucho en hacerlo”. V. se abrocha los pantalones, se lava las manos y con el bote oculto entre trozos de papel abre la puerta para darse de bruces con una pareja que espera nerviosa en la sala adyacente. Con jirones de vergüenza y el sofoco sonrojando sus mejillas, V. baja la cabeza para atravesar la habitación con paredes de azulejo blanco y se sumerge en el bullicioso ir y venir de la clínica.
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Según la misma fuente, los estudios epidemiológicos más amplios indican que, en los países occidentales, la esterilidad afecta al 15% de la población en edad reproductiva, es decir, a una de cada seis parejas, y experimenta una evolución creciente. Aunque las alteraciones seminales en el varón son responsables de entre el 25 y el 35% de esos casos, la edad avanzada de las mujeres con deseo reproductivo puede considerarse como la principal causa del actual incremento de la esterilidad en dichas sociedades.