«Brooklyn/ Bronx/ Manhattan/Queens/Staten Island»: los cinco condados de Nueva York. Esos eran. Y él estaba ahí. Metido en ese tren que se iba de Manhattan hacia Brooklyn. Con Marina, la checa. La que tocaba el saxofón. La muchacha.
Se alinearon las estrellas ¿Bonita no?, le preguntó a Renato en un email. Y Renato había respondido que Marina se parecía a Nick Cave. Que entre ella y él había un algo, un no sé qué.
Por supuesto que no. Para qué le haces caso a Renato, pensaba él, mientras miraba la foto que se habían tomado los dos en Prospect Park, la que le mandó a su mejor amigo: Esa mañana manejaron las bicicletas desde el departamento en el que él vivía, uno con vista a una chatarrera, en la calle Dean. Dieron vueltas alrededor del lago. Marina puso la manta sobre la grama del parque; el pan, los quesos, la botella de vino que ella había traído la noche anterior.
Claro que no se parece a Cave, pensó. Odiando a Renato. Pero quién te manda peruano, a tener amigos como ese. Para eso le cuentas tu historia: la soledad, el sufrimiento, las citas, el cortejo, las dudas. Ese momento (¡por fin!) cuando esa chica y tú se besan a la salida del cine.
Estaban sentados dentro del vagón del subway, del F. Marina a su lado, recostada contra él. Él se había quedado a pasar la noche en el departamento de ella, en Harlem, y ahora estaban regresando a Brooklyn. El tren se detuvo en Bryant Park. Se abrió la puerta y entonces él lo vio.
Levy. Era Levy: estaba seguro. Muy viejo, decaído. Albert Levy: el miserable que jugaba golf los sábados por la mañana y, con terrible desgano, le entregaba un dólar cuando recibía su sedán Saab color plateado. El imbécil que lo miraba con desprecio cuando él le traía su carro hasta la entrada del club, él siempre parándose al costado de la puerta, imaginando que Levy alguna vez metería la mano más al fondo del bolsillo y se encontraría con un segundo dólar.
Era Levy con una cara de loser absoluto: muy pálido, un color blanco verdoso, de muerto. Estaba envuelto en una bufanda (¿tal vez algo sucia?¿grasienta?). Una bufanda que sobraba porque adentro del tren, con la calefacción, siempre era verano.
Va a voltear y me va a ver. Marina tenía el rostro apoyado en su pecho. Él tenía el brazo alrededor de ella. Ambos esperaban tranquilos lo que les traería la vida: juntos, sin miedos, en Nueva York. En aquel invierno tan frío. No se parece a Nick Cave, pensó, mirándola otra vez: el cabello castaño enredado. Marina abrió los ojos azules, hermosos, movió esos labios riquísimos que tenía y, cerrando los ojos, lo besó.
Fue apenas unos segundos, pero él sabe que Levy los vio. Le volteó la cara antes de que Levy supiera que lo reconoció. «Ese chico es el que estaciona los autos en el club de golf. El que parece que me desprecia.», habrá pensado. O: «Ese es el tipo del club al que yo trato de ignorar. El idiota que estaciona carros, que seguro ni tiene papeles ¿Qué hace él ahí con esa muchacha hermosa?» O: «Yo que tengo dinero, que vivo en un departamento en Manhattan, que juego golf una vez a la semana con mi hijo, que tiene la misma cara de imbécil que yo ¿Por qué él tiene a una muchacha y yo estoy solo? ¿Por qué sufro tanto esta mañana encontrándomelo?»
O al menos eso es lo que él se imaginó. Ahí, abrazado a una mujer, debajo del mapa con los cinco condados de Nueva York, en ese tren que los cruzaba a él y a Marina de norte a sur.
¡Se alinearon las estrellas, Renato!, pensó, invocando el nombre de su amigo. Volteó la cabeza, buscando a Levy entre la gente del vagón. «Se ha bajado», pensó, mientras miraba hacia un espacio vacío, al lado de la puerta.
Ese donde alguna vez estuvo Levy.