“Come de pie (…), eructa, límpiate los dientes con un palillo, ladéate el sombrero, anda vacilante, resbala, tambaléate, silba, levántate la tapa de los sesos”.
Henry Miller, Sexus
Cuando Jack Kerouac llegó a París encendió un cigarrillo que solo apagaría días más tarde, y al salir de la ciudad con la que soñaba Europa se remangó la camisa con gesto firme y dijo: “París me ha rechazado”.
Así son las ciudades, tan caprichosas. Por eso muchas veces nos agarramos a una como si el mundo temblara, esperando con los dientes apretados por si acaso. Lo que ocurre es que cuando amaina el temporal o bien empeora (lo que sea), nos lanzamos mar adentro viento en popa seducidos por la intriga y la emoción de ver qué pasa. Pero marcharse suele ser lo más sencillo, echando un palo al hombro y un sombrero a la cabeza, ladeado. Lo complicado es que al llegar (si es que se llega) se sienta uno como en casa, con el sofá reclinado y los pies con calcetines reposando sobre el barniz de la mesa, con el ruido y los tambores, con los cojines mojados…, según lo que uno llame casa o lo que vaya buscando.
Lo mejor que puedes hacer al bajar del avión es mirarte la punta de los pies y preguntarte dónde coño estás. ¿Dónde coño estás? Pero con reposo. Y si se te atraganta la pregunta (supongo que no la respuesta) te acomodas en la barra con la mirada perdida y el resto ya vendrá solo. Se trata de ir restándole miga al asunto, de sacar tus conclusiones sin ponerte en plan tremendo. Como cuando descubres que las pajas responden al movimiento, no le das tanta importancia, dejas que siga el vaivén y fuera; o como el protagonista de Memorias del subsuelo: “Reconozco que lo de dos y dos son cuatro es excelente cosa, pero de ahí a ponerla por las nubes…”. Estés donde estés, ya está…, como con las pajas, que siga el movimiento.
Por eso no es tan complicado: si echas de menos, si vuelves, si te vas… Si al marchar notas que no hay nada que te roce entonces bien. Si al marchar se tambalean tus pestañas por largarte con tu música a otra parte entonces mal, supongo que tan mal que significa que sea lo que sea que se queda te importaba. Y a mí (por ponerme a hablar de alguien) se me queda un tintineo en la garganta. Claro que uno no se lo espera, porque normalmente uno no espera nada. Y que ¿por qué?
Porque imagina que te aparece una chica una mañana con resaca y te dice muy contenta que no le gustan los Beatles. Que te habla con los ojos entornados mientras se queda dormida y que tarda una semana en contestar a tu mensaje en el que propones verla. Que te acompaña a tomar vinos por doquier y con un cigarrillo entre los labios te escucha hasta parecer tímida. Que se describe si le preguntas quién eres como quien alza los hombros para luego soltar diez palabras y rematar la faena, como el: “Sospecho que el rasgo más inconfundible de mi personalidad es que no me gusta Cary Grant” de Uriarte en sus Diarios. Que baila contigo a solas en su cocina.
Que te pasea por Madrid sin ser de aquí mientras te sigue, tardando horas en buscar nada; que te convierte la ciudad en el Madrid de Valle-Inclán, absurdo, brillante y hambriento. Que te arrastra siempre de la cama al suelo, del suelo a la cama.
Porque imagina que se ríe y lleva los labios sin pintar, y ese lunar. Las uñas rojas (casi) siempre.
Porque tararea una canción peor que tú, porque despierta desnuda cuando no quieres verla vestida. Porque odia madrugar, porque trasnocha. Porque te mira la punta de los pies y te pregunta dónde coño estás. ¿Dónde coño estás?
Y así parece más sencillo el irse fuera. Encendiendo un cigarrillo por si acaso, por si a tu vuelta te cruzases con ella por París y os remangaseis la camisa (su falda y tus vaqueros) con descaro, pensando en si a Kerouac le llovió, si le llovió al llegar a la ciudad o es que llegó ya resfriado.
PD: Nos vemos en París, si no antes en Madrid, supongo.