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Donde el agua se casa con la piedra

 

Venice

 

Un día de enero de este año 2013, coloqué delante de mí una foto de Thomas Mann y otra, tomada en el cementerio de la isla de San Michele en una lejana visita a Venecia. En aquel remoto viaje me iba solo por las calles y me perdía; desembarqué en el Lido y me invadió una sensación de malestar, de incomodidad húmeda, sudorosa que ni siquiera un refresco en la terraza del hotel majestuoso, sobre la playa, podía aplacar. Venecia era un estrangulamiento irresistible, hermoso y completamente abrumador. Auténtico y descarnado, una vez despojado de toda la mentira efímera de la Mostra o de la Bienal.

 

Junto a aquellas dos fotos, algo después de la Noche de Reyes, pude desempaquetar un volumen grande y aterciopelado, que venía acompañado de una cariñosa nota: «Feliz escena». Era la partitura completa, o full score, de Death in Venice, la última ópera que Benjamin Britten escribió y que remató con una tímida advertencia: «No sé si es lo mejor o lo peor que he compuesto en mi vida».

 

Dirk Bogarde había chorreado el mismo sudor sobre las playas del Lido antes de fenecer, en la histórica película basada en el relato de Thomas Mann que a Britten le prohibieron ver mientras componía. Ambas adaptaciones son casi coetáneas y, en efecto, no tienen nada que ver: pero hay una foto de Benjamin Britten, durante unos ensayos en La Fenice de The turn of the screw, en la misma Venecia que vería morir a Aschenbach, que lo dice todo. Aparece arrinconado, incómodo, ceñudo en una escalinata mientras traga un bocadillo. Mira a su alrededor, ajeno a la cámara, sembrando esa misma sensación que Mann clavó en sus páginas, que Visconti removió en nuestras entrañas, que a Britten le llevó a despedirse, hace algo más de cuarenta años y que a mí mismo, de guaje, me acongojó.

 

El cóctel de obsesiones, que había empezado a formarse un año antes cuando la realidad se alineó con Peter Grimes, el operón de Britten, en Oviedo, quedaba completo. Era el momento de sentarse con todos los materiales y empezar a pasar obsesivamente por Death in Venice hasta que encontrase el punto justo, la espoleta que habría de disparar una primera idea para una puesta en escena.

 

Página 48, cifra 47. Estaba ahí, en el recitativo de Aschenbach nada más llegar a Venecia. En el libreto de Myfanwy Piper, alrededor de Britten: «What lies in wait for me here, ambiguous Venice, what lies in wait for me where water is married to stone, water and stone, and passion confuses the senses?» [«¿Qué me aguarda aquí, ambigua Venecia, qué me aguarda donde el agua se casa con la piedra, agua y piedra, y la pasión confunde los sentidos?»].

 

Desde el momento de ese hallazgo, todo encajó de golpe. Hasta el punto de que se ha hecho imposible acercarse a cualquier otra propuesta de Death in Venice, como la que hoy mismo se repone en la English National Opera, de Deborah Warner; la que Willy Decker firmó en el Teatro Real y en el Liceu; o la que Pier Luigi Pizzi propuso en el propio teatro de La Fenice. Imposible sin soliviantarse, quiero decir: la búsqueda de la belleza, la complejidad de la obra (Aschenbach, tenor, está acompañado únicamente por un barítono que interpreta a todos los personajes con los que trata; y Tadzio es un bailarín, personaje mudo, en segundo plano), Venecia, la piedra, el agua, el Lido, la elegancia, la muerte, y el más íntimo de los desasosiegos conforman un puzzle en el que ningún obseso podrá estar de acuerdo con otro. Entonces, y solo entonces, es cuando se sospecha que estás en el camino correcto. Y tarareas: Water and stone…

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