Como la mayoría de los barceloneses, vivo en un piso de esos que llaman funcionales, con los espacios de rigor, dormitorio, salón, cocina, pasillo… Soy un habitante más de la colmena y, en cuanto a la arquitectura que me ha brindado el azar, es tan cuadrada y enladrillada como la media general. Gozo, empero, de un pequeño privilegio, o así al menos me lo parece a mí. Por misteriosas circunstancias urbanísticas, el edificio al otro lado de la acera, frente a la ventana de mi salón, apenas tiene cuatro pisos de altura, y se halla custodiado a ambos lados por dos edificios más altos –los hermanos mayores, podría decirse– formando entre los tres una especie de U por donde se cuela el cielo en todo su esplendor. Por allí, como recluso que mira por la ventana, todos los días veo nacer el alba, unos días despejado, otros sombrío o cruzado por estelas de avión y nubes. Por allí también, esta mañana, me ha deslumbrado una pregunta: ¿dónde está Emma Igual?
2016, año de mi regreso a Barcelona después de residir durante cinco años en China. Lo dilatado de la estancia, así como la extrañeza de la nueva cultura, se tradujeron, por fuerza, en una progresiva desconexión de la realidad del país natal. Por entonces ignoraba que, como todo emigrante “retornado”, arrastraría mi condición de expatriado durante mucho tiempo, como forastero en el propio país.
Al círculo social de antaño le suele ocurrir como a una vieja casa de verano abandonada: los espacios, siendo iguales, ya no responden a nuestros recuerdos. Los viejos amigos prosiguen con sus vidas y no esperan, tal y como a uno le gustaría pensar, nuestro regreso; por tanto, la chispa que antes permitía compartir el tiempo con naturalidad y ánimo festivo –esa tácita comprensión mutua de la amistad– no era sino una débil lumbre, el desfalleciente recuerdo de lo que fuimos juntos. De modo que pensé en buscar o más bien reconfigurar alguna clase de raigambre social, por medio de la cual reintegrarme en una sociedad que, por supuesto, no me había recibido con los brazos abiertos (¿quién era yo? ¿Lenin?).
Aunque por entonces la onda expansiva del 15-M empezaba a diluirse, todavía inspiraba en los jóvenes cierto idealismo activista, incluso espíritu de gesta mesiánica (el asalto al cielo que terminó en martirio a manos de los medios conservadores). También seguía fresca en la memoria la crisis de la deuda griega, y el infame estrangulamiento financiero de Grecia por parte de los acreedores, hasta el punto de convertir el país heleno en un mercadillo donde se vendían a precio de saldo desde puertos marítimos (adquiridos en lote por China, precisamente) hasta hospitales.
De un referéndum, el griego (para más inri), traicionado de la forma más vil en 2015, nació un proyecto de desmedida ambición y, por ende, escasa aplicación práctica. Su fundador se llamaba Yanis Varoufakis –exministro de Finanzas griego–, y la organización DIEM25. La lógica que subyacía a la propuesta política era bastante simple: puesto que desde el ámbito nacional resultaba imposible reformar las implacables dinámicas tecnocráticas de la Unión Europea, era preciso actuar desde el ámbito supraestatal creando un partido o movimiento paneuropeo de izquierdas. Dicho de otra manera: introducirse cual caballo de Troya en el seno de las instituciones europeas.
La organización se inspiraba en el modelo norteamericano de activismo, el grassroots organizing, pequeños círculos locales de colaboradores diseminados por el territorio, formando las bases o nervaduras del grupo central. A nosotros nos unía en lo formal un ideal europeísta, pero en lo entrañable la ilusión de pertenecer a una red con un propósito grandioso, muy al gusto hispano (pero que en España fracasó –ay– justamente por su europeísmo indiscriminado, o la creencia en una única Europa española). Se me antoja que lo quimérico de la empresa, o la creencia en un espíritu europeo compartido (a lo español), me llevaron a contactar con el grupo de Barcelona, que por entonces apenas contaba con un correo electrónico, y se reunía cada dos semanas en la cafetería de la librería Laie. Allí es donde conocí a Emma.
Después de presentarnos y darle mis datos de contacto, charlamos sobre los objetivos inmediatos del grupo y su modus operandi. Lo cierto es que apenas intimamos, pero desde el principio me causó una gran impresión. Recuerdo la desbordante energía de Emma, su paciencia y tolerancia con los demás. Por su prestancia e intrepidez, enseguida me di cuenta de que jugaba en una liga superior, y que aquel proyecto no tardaría en quedársele pequeño. Como todo grupo político, el nuestro tuvo sus altibajos. Empezó con fuerza y hasta organizamos una serie de charlas y conferencias en los distintos centros de barrio donde nos cedían el espacio por unas horas. Asimismo, tuvimos la audacia de crear grupos de trabajo sobre distintos asuntos de interés europeo, como la tecnología, la democracia participativa, la contaminación medioambiental, etcétera. Todo ello con vistas a redactar una nueva y mejorada Constitución Europea.
Al principio, Emma dirigió el equipo, compuesto por gente de todas las clases (aunque, todo sea dicho de paso, más mayores que jóvenes), pero como adiviné, no tardó en ceder el mando a Daniel Cruz, el segundo de a bordo, otro intachable activista. Emma se marchó a inicios de 2017. Recuerdo que, en la Nochevieja previa a su partida, organizamos una cena de navidad en un restaurante de la Plaça Reial. A mí me tocó darle el regalo del amigo invisible, pero mi magro presupuesto solo alcanzó para una taza con la clásica furgoneta de los hippies, donde en lugar del signo de Volkswagen, aparecía el de la paz.
De haberlo querido, Emma podría haber retomado su trabajo en Naciones Unidas –puesto para el cual más de uno habría dado un brazo–, pero, sorprendentemente, decidió trabajar en uno de los lugares a la sazón más deprimentes de Europa: los campos de refugiados en la isla griega de Lesbos. ¿Qué motivos empujaban a una chica tan brillante a abandonar una prometedora carrera para ayudar a inmigrantes, no ya desde pulcros despachos de alguna fundación, sino desde el mismo centro del horror y el abandono? Supongo que ella medía la grandeza no en función del prestigio de un determinado puesto, sino de la dedicación a los más necesitados.
A este lado del Mediterráneo, nuestro grupo proseguía con sus esfuerzos europeístas. Yo, por entonces, ayudé en la conformación de una página web y algunos vídeos promocionales con cierta pátina artística. Sin embargo, el grupo fue decayendo al ritmo que lo hizo la organización madre en Bruselas, la cual, a mi juicio, en lugar de cultivar la paciencia y gestar un movimiento sólido, se enredó en la política partidista tradicional, y, naturalmente, la ilusión de los grassroots se esfumó. Además, por increíble que parezca, en el seno de nuestro minúsculo grupo –sin ningún tipo de influencia o presupuesto que tentara al instinto de poder–, surgieron disputas por el mando y hasta se produjo una escisión que acabó por enterrar del todo el proyecto barcelonés (al menos hasta donde duró mi participación).
Luego me enteré de que Emma había dado un salto cualitativo de peligrosidad y se había trasladado a Ucrania. Si su decisión de ayudar a los desplazados en Grecia me produjo confusión, ahora directamente me pareció una temeridad. Pero pensándolo bien, ¿cabía una actitud más noble que la de servir a los demás en situaciones de vida o muerte? Mi débil generación, sedienta de reconocimiento individual, pero obediente como ninguna, recelosa por no poder vivir como sus padres, suele sentirse presa del desconcierto cuando descubre que alguien ha renunciado a la seguridad occidental y su orden geriátrico. Hete aquí alguien que no buscaba el peligro por aburrimiento vital o deseo de hacer currículum, sino porque intuía que es en los límites de la civilización donde se pone a prueba el espíritu y la entereza de la persona.
Por desgracia, la siguiente vez que oí hablar de ella fue en los medios nacionales: un misil ruso había impactado en la furgoneta donde viajaba Emma. El golpe de conocer a la “cooperante española muerta” todavía me persigue. Y me pregunto por qué, si, en el fondo, no la conocía. Hay seres arrojados, con corazón de león, y otros que solo sirven para dar cuenta de los primeros y recordar en qué consiste la verdadera grandeza. Una misma guerra la llevó a Lesbos y a Ucrania. Muriendo allá, volvía aquí, pero en forma de pregunta: ¿qué buscaba Emma? No la muerte, por supuesto. Una vida auténtica, quizás, de cuerpo y no solo de palabra, como hizo don Quijote, al filo del peligro. Una vida que, en negándose a sí misma, se agrandaba.
¿Dónde está Emma Igual?, me pregunta una nube pasajera. En todos aquellos que buscan una Europa mejor.