Dora es el barrio de Beirut en el que vive toda la gente de la India, Sri Lanka, Etiopía, Filipinas o Sudán y que han llegado al Líbano para limpiar y trabajar en las casas de los libaneses más pudientes. El domingo es el único día libre de algunos de ellos por eso la calle principal está atestada de gente y de ruido. En el piso de arriba de una caótica tienda en la que se venden comestibles, plantas y vídeos de Bollywood, se sitúa un restaurante sin nombre, visitado únicamente por familias y grupos de hombres residentes en el barrio. Los dueños reciben a mi guía con un cariñoso apretón de manos. Yo soy una mera maceta con tetas que, evidentemente, no va a pagar su propia comida y que está allí por alguna razón incomprensible. Los extranjeros no suelen venir por aquí, los libaneses menos.
El amplio salón huele a especias y hace un calor sofocante. Nos sentamos junto a la ventana para no perder detalle de lo que se cuece en la calle. El camarero limpia presuroso con una balleta la mesa, a los pieles blancas y a su dinero hay que tratarlos bien, a los indios que los jodan. Deposita cubiertos y platos de plástico todavía mojados. El resto de comensales están metiendo directamente la mano en un arroz rebozado de curry y llevándoselo a la boca. Miro con atención a las mujeres, carne de cañón de los documentales sobre prostitución de la 2. En un país racista como El Líbano tampoco valen nada.
El menú se compone básicamente de dos platos: kilos de arroz con una pata de pollo o kilos de arroz con pollo troceado en curry. Me descojono en silencio al pensar en las inspecciones sanitarias por las que habrá pasado el local. Los dueños están en todo momento pendientes de nosotros. Se han dado cuenta de mis dificultades para partir un pollo abrasado con una cuchara y un tenedor, así que en seguida surge un cuchillo como por arte de magia. Doy las gracias. Inmediatamente después, se apresuran a colocar el ventilador a nuestra vera para disfrutar de la única corriente de aire que hay dentro de la habitación. Qué puta es la vida… yo soy la europea, la que no tiene el color de la suciedad, y la que se beneficia por tanto del frescor artificial.
Damos una vuelta por el barrio. Lo único interesante es la fauna. Los bocinazos de los taxis intentando captar clientes son constantes. Hay tullidos pidiendo limosna, mujeres de sari blanco recién salidas de la Iglesia, puestos de ropa ideal para trabajar en un burdel de Manila, y un montón de hombres absolutamente improductivos y ociosos sentados en las aceras, bebiendo café, fumando narguile y, casi con toda seguridad, hablando de gilipolleces. No imponen demasiado temor. Sus caras de pobres desgraciados indican que como mucho han llegado a vendedores de radiocassettes robados. En el Cáucaso de Putin se los merendarían a la primera de cambio. Las pocas mujeres que se divisan van de un lado a otro, ocupadas, cumpliendo con sus encargos. Sus maridos, novios o vecinos me estudian con la misma curiosidad que yo a ellos.