Dormido en el sillón, escuchando aquella melodía china comprada en el subterráneo de la plaza de España, soñé con un extraño viejo de afilada barba.
Giraba en el aire, mirándome con ojos muy abiertos de dragón, bajo cejas hirsutas.
Sin decir nada, se limitaba a expresar una enigmática furia ante aquel occidental en su siesta, que se había atiborrado de comida en el hoy famoso restaurante del inframundo, por entonces recién abierto junto al parking, con el que compartía entrada y servicios.
La melodía era espiral como la cola del dragón, pero envolvente y suave como cintas de seda.
La estoy escuchando ahora, quizá tiene 600 años, como el furioso anciano giratorio.
La estoy escuchando ahora, porque ayer vi a un chino dormido. Después de diez años, cuando nuestra historia ha cambiado, me tocó esta vez a mí mirarle a él, sin enfado alguno, más bien con deseo de abrazarle, en esta época en la que el trabajo es todo o nada y están envejeciendo los refranes de lo insólito.
Fue en una tienda de comestibles y frutos secos, en el mostrador, a las diez de la noche, tras una larga jornada para todos, pero aún más para ellos. Despachaba una mujer, botella de agua y pañuelos de papel para mi resfriado, mientras un hombre, con seguridad su marido, dormía profundamente en el mismo mostrador, a treinta centímetros de mí, con la frente apoyada en el filo del cristal, y salvada solo por el breve grosor de un paquete de pañuelos de papel, de la misma marca que yo estaba comprando, y que no debía bastar.
No debía ser cómodo.
Bastar.
Doler.
Dormir.
Pensé: Como la vida era sueño y el tiempo era oro, hoy el sueño es trabajo.
Y ahora creo entender la antigua melodía, que sólo es tiempo, en la que un viejo de afilada barba giraba y giraba en el aire, a una misma altura, con los ojos eternamente abiertos, furioso delante de nuestro extraño sueño.