“Es el artista quien cuenta las verdades y la
fotografía la que miente, pues en la vida real el
tiempo no se para”
Comentario de Auguste Rodin sobre Eadweard Muybridge
Me he sentado varias veces a escribir las crónicas del poscoronavirus, pero me era imposible. Me quedaba estancada en el “imposible” porque yo no solía hablar así ni pensar en esa palabra. Sentía como si tuviera que tragarme una bola áspera de barro sin vaso de agua, y lo último que yo quería era describir aquella sensación. Si iba a escribir algo –pensaba– mis palabras tenían que merecer ser leídas. Me resultaba estúpido describir olas a quienes iban conmigo en la misma balsa.
Descarté una tras otra las primeras líneas de todo aquello que no escribí. Quedé muda. Y ese silencio lo dice todo. Según me tomaba las uvas en fin de año, pensé: “Se me va el 2021 sin crónica. Qué me ha pasado”.
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Para superar el 2020 en Nueva York hacía falta distancia. Los medios se habían centrado en documentar, analizar, observar y reaccionar ante el coronavirus. Las familias tenían que enterrar a las víctimas del coronavirus. Los trabajos se acababan por culpa del coronavirus. Los exámenes se cancelaban. Los paseos terminaban… Cuando una llama no tiene oxígeno se apaga. Imagino que tanto respirar sobre el mismo tema me ahogó. ¿Qué podía hacer yo para procesar tantas emociones además de darle tiempo al tiempo? Cuando quedé muda para hablar por mí misma me dio por leer en Facebook El principito, de Saint-Exupéry como si fueran folletines para quienes estaban confinados.
En nuestra casa de Queens seguíamos un horario espartano que aún tengo pegado en la nevera con dos imanes, basado en la experiencia militar de mi marido estadounidense. Leía: “HORARIO CV19 FAMILIAR — 0810/0900 McRaven Wake up routine Alpha”. Nos quejábamos los niños y yo de aquella estructura, pero la seguíamos al pie de la letra porque era la brújula que nos mantenía a flote. Con el tiempo le estoy agradecida al entrenamiento que mi marido recibió en la Navy y a sus clases teóricas de la escuela de Top Gun sobre compartimentación. Consideré por aquel entonces escribir una crónica sobre las brújulas que otras personas utilizaban en sus hogares para no desesperarse.
Cada mañana, al despertarme, miraba el horario de rutina Alfa y cocinaba platos ricos para no desmoralizarnos. Un año después, según mi hijo salía por la puerta dispuesto a abandonar el nido y embarcarse en la Cornell University, dijo: “Mamá, ese calendario hay que enmarcarlo”.
Mi última crónica en fronterad se había publicado en abril del 2020 al inicio de la pandemia. La había titulado El amor y el duelo en tiempos del coronavirus y hablaba de la reciente muerte de mi hermana, las sandeces que nos contaba Donald Trump cuando era presidente y el reto que teníamos por delante.
Durante mis lecturas de El principito me había dado cuenta de que muchas personas empatizaban con la historia porque, como el personaje, también querían volar a otros mundos: abandonar hospitales, familias, noviazgos, matrimonios, hasta hijos. A mí no se me ocurrió otra cosa que apuntarme a un curso online sobre Budismo y psicología moderna de la Universidad de Princeton. Aprendí a meditar y concluí que hasta Buda y Jesucristo se habían tomado cuarenta días para procesar eventos que necesitaban cierta evasión de la realidad (y de paso obtener iluminación divina, ya fuera divagando por el desierto o debajo de un árbol de Rajayatana). Quizá los tiempos de coronavirus me iluminen, rumiaba cada noche sin perder la fe en la fuerza de la positividad.
Algo de esa positividad debió tener su efecto porque, el 7 de noviembre de 2020, el New York Times publicaba en portada que Joe Biden había ganado en las elecciones a Donald Trump. Tanto alboroto se montó que, el 6 de enero del 2021, cientos de personas tomaron el Capitolio en Washington mientras el mundo veía la hazaña en directo por las pantallas.
La imagen más televisada fue la de Jacob Chansley, un hombre de unos cuarenta años enfundado en tatuajes y pieles de castor, con un casco a lo vikingo –cuernos de toro incluidos– que aullaba a pecho descubierto en el hemiciclo americano. En noviembre de 2021, Jacob sería sentenciado a cuarenta y un meses de prisión: no por cometer actos violentos sino por convertirse en la “imagen pública del asalto al Capitolio”. Su abogado, Albert Watkins, explicaría para APA News que su cliente tenía problemas mentales que habían sido agravados por el aislamiento derivado de los protocolos del Covid 19.
Después de leer aquella noticia había considerado escribir una crónica sobre el coronavirus como chivo expiatorio, ya fuera como oportunidad para dar visibilidad a enfermedades mentales o como excusa de comportamientos inexcusables.
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2021
El 8 de enero del 2021, dos días después del asalto al Capitolio, hablé con mi amigo, y padre del movimiento de arte conceptual americano, Lawrence Weiner. Le confesé que justo antes de enviar diez crónicas a imprenta había considerado incluir otra extra sobre los comienzos de la pandemia, pero había descartado la idea convencida de que todo texto escrito a partir del coronavirus pertenecía a otra era.
Aquel día le había llamado porque habían inaugurado su pieza Todas las estrellas del cielo tienen la misma cara en el Jewish Museum de Nueva York, y un vídeo con entrevista suya se estaba haciendo viral en las redes. Sus palabras me habían dado esperanza, y se lo dije.
—Todavía no he visto el vídeo –dijo Lawrence con su voz grave y pausada.
—¿Estás de broma? –contesté–. La edición es muy buena y tus palabras tan necesarias, especialmente después de lo que ha pasado en el Capitolio. Me encanta cuando dices que un aforismo es capaz de transformar un concepto universal en una situación material, con significado. Y cuando dices que la obligación del artista es crear obra que sea comprendida dentro del contexto donde se presenta, y nada más. “No tiene que gustar ni tener utilidad, pero sí ser comprendida por si alguien quiere darle uso a esa comprensión” –dije parafraseándole–. Por eso te he llamado –concluí.
Me respondió con un: “Me alegra mucho oír eso. Ahora mismo me lo veo”, y nos despedimos. Con la emoción del momento escribí en mi muro de Facebook: “Veamos juntos el vídeo de Lawrence. Permitíos ser motivados por los artistas”. Y me quedé pensando. Mientras Jacob Chansley había tomado el Capitolio vestido de falso chamán como líder de una marabunta que había obligado a huir a un vicepresidente, Lawrence Weiner, desde su estudio, nos guiaba con mensajes plasmados en muros de calles y museos, animándonos a creer en la sabiduría ancestral del artista para así sanar consciente o inconscientemente –por instinto– las heridas de la sociedad. El arte es luz para muchos.
Vamos a ver
Voy al hospital a ver si salgo vivo. Voy al Zoom a ver si me han despedido. Voy a la habitación a ver si mi pareja me ha abandonado. Voy a ver a cuántos entierros no puedo asistir este mes. Todo era “vamos a ver”, porque todo estaba en el aire hasta que nos despedían, o nos ingresaban en urgencias en una camilla, o nos abandonaba nuestra pareja, o nos insultaba la familia porque estaban nerviosos, o alguien se moría. Podía incluso pasar todo a la vez. Mientras tanto, yo seguía concentrada en hacer comidas caseras medio exóticas.
El 1 de marzo me vacuné. Mi pasaporte de vacunada me dio libertad para subirme en aviones y retomar mis proyectos artísticos. Aquella libertad me dio un soplo de vida y me prometí que el nuevo plazo de mi crónica anual sería finales de junio. Pero el 21 de ese mes murió mi querido amigo Herman Moreno y, tras su muerte, sentí que lo que tenía escrito carecía de sentido.
Herman era una enciclopedia viviente y bailaba salsa de maravilla. Empático hasta la médula, era uno de los científicos más respetados a escala mundial por sus investigaciones sobre enfermedades neurodegenerativas. Fue uno de los primeros en reconocer el potencial de los proyectos artísticos interactivos y rompió barreras al invitarme a participar en la Asamblea Internacional de Neurólogos de Nueva York. Lloré mucho por Herman en mi cocina mientas amasaba croquetas y cortaba rebanadas finas de patata para la tortilla.
Los guisos me salían tan ricos que mi familia apenas recuerda una pena. Mi hijo se echó novia en el barrio y con la ilusión del enamoramiento rebañaba la salsa de los platos. Mi hija podía ir al colegio por internet y usar el teléfono, dos artilugios que antes estaban medio controlados. De tanto centrarme en los guisos, desgasté tres cucharas de palo.
El vellocino de oro
El dos de diciembre de 2021, con mi máscara bien puesta, decidí ir al Museo de Arte Moderno (MoMA). Al abrirse la puerta del ascensor en el cuarto piso me topé de bruces con una pieza de Lawrence que cubría la pared entera. Pensé que le llamaría a la salida para contarle el susto que me había dado. Pero, apenas unos minutos después, me daban la noticia de que Lawrence acababa de morir.
Miré la etiqueta de su obra, pegada cerca de la esquina, que indicaba que todavía estaba vivo. Le hice una foto y pensé que los artistas podemos vivir unos días más hasta que el museo imprime la próxima etiqueta.
Apoyé la espalda en la pared, releí su frase dibujada con letras azules, y me dio la sensación de que Lawrence estaba ahí de pie, enfundado en sus botas de cowboy, liando a mano un cigarrillo con sus pupilas clavadas en mis pestañas esperando pacientemente a que parpadearan.
Mi marido hizo una foto del momento en el que recibía la noticia delante de su pieza que leía: «A BIT OF MATTER AND A LITTLE BIT MORE”, traducida por: “Un poquito de materia y un poquito más”. Lawrence siempre escribía en mayúsculas ya fuera en muros, correos electrónicos o papel. Recordé un mensaje electrónico que me había enviado un buen día, que decía: “Querida Gema: todo empieza a parecerse a Jasón y el Vellocino de oro y, como tú has ido descubriendo por ti misma, cuando dicen vellocino quieren decir cáliz”.
DEAR GEMA,
EVERYTHING BEGINS TO FEEL LIKE JASON & THE GOLDEN FLEECE
& AS YOU HAVE BEEN FINDING OUT YOURSELF WHEN THEY SAY FLEECE THEY MEAN CHALICE
El héroe al que se refería Lawrence no había vivido en la época del coronavirus sino en un mito griego. Cuenta la historia que a Jasón le encargaron la hazaña imposible de arrebatarle unas pieles doradas al rey Eetes. Esas pieles no eran otras que las del famoso carnero alado cuya lana era oro puro. Tan especial era este carnero que, al ser sacrificado, se convirtió en la constelación Aries. Lo curioso es que Jasón, en lugar de decir que no a una misión suicida pidió ayuda a las diosas Hera y Medea y siguió adelante. Como Jasón además de valiente era listo se encaminó al Mar Negro a bordo del Argo y un grupo de guerreros a los que, astutamente, llamó argonautas como si fueran una extensión del navío.
La moraleja del mito habla sobre cómo en tiempos de desequilibrio y pérdida de coordenadas, con el respeto y la ayuda de los dioses, todo es posible. Como todos llevamos un trocito de divinidad en nuestro interior a la espera de que salte la chispa, quizá es solo cuestión de tiempo reconocer las fortalezas que encienden nuestro potencial. Nunca le pregunté a Lawrence qué quería decir el acertijo pues, como buena aprendiz, sé que los chamanes de verdad no ofrecen soluciones: dan pistas.
Hablaba a menudo Lawrence de cómo sortear las tormentas de la vida y no dejarse aplastar por las olas. En sus cartas mecanografiadas solía estampar un sello de tinta en forma de barco con dos velas. Aquel día en el MoMA me pregunté si Lawrence me había considerado su argonauta.
La coincidencia de haber recibido la noticia de su muerte delante de su pieza me había conmovido tanto que, aquella misma tarde, llamé a mi querido amigo el escritor Ted Mooney para contarle la anécdota. Antes de llamar a Ted escribí en mi muro de Facebook: “R.I.P. Lawrence Weiner. Queridos compañeros artistas, escuchemos las sabias palabras de Lawrence: Ignoremos los ‘perfiles’, como dice él. Hablemos con artistas porque conectamos con ellos y porque juntos podemos llegar a ser la mejor versión de nosotros mismos. Y hagámoslo en silencio, con el corazón. Sigamos su ejemplo: miremos hacia adentro pues es ahí donde se encuentran las grandezas”.
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Cuando por fin creí estar lista para escribir la crónica, el 24 de diciembre, Nochebuena, cogí el omicrón. Y cuando me recuperé de la infección, el 24 de febrero, Rusia entró en Ucrania. Comparé mentalmente los duelos de los ucranianos con los duelos de las víctimas de la pandemia y me quedé en blanco. Yo, que a principios del 2020 me tiraba selfies con una taza en la mano que tenía la S de Superman pintada en rojo, no podía más. Pero no quería contarlo. Como decía mi abuela: ¿Para qué hablar de la guerra si se sufrió tanto?
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2022
Empecé el nuevo año compartiendo por las redes una entrevista que me había hecho la entrepenur Bisila Bokoko para el canal televisivo Negocios TV. Bisila hace preguntas casi imposibles de responder con una sonrisa tan cálida que, sin saber cómo, te encuentras contándole vida y milagros.
—Gema: ¿cuál es tu visión como artista sobre el futuro de la humanidad? –dejó caer como quien pregunta cuántos azucarillos quieres en el té.
Contesté que si algo habíamos aprendido durante el coronavirus había sido permitirnos ser vulnerables; darnos cuenta de que todo puede colapsarse, que estábamos agotados y que no pasaba pasa nada por contarlo.
Me sorprendí a mí misma hablando con desparpajo sobre la resiliencia que tenemos los artistas ante las grandes pérdidas y los procesos de duelo, porque –decía yo moviendo las manos– el artista, a lo largo de la historia, es sinónimo de crear, de inventar lo que aún no tiene nombre.
Le dije que los artistas dedicábamos toda una vida a trabajar en un legado que considerábamos importante y dejábamos para otros; y que esa era la mentalidad que necesitaba la humanidad para salir adelante.
—No podemos perder la esperanza en el futuro aunque no tengamos solución para tanto problema. Tenemos que equilibrar la balanza para que ese alguien que viene detrás tenga ilusión y ganas de inventar ese algo que aún no tiene nombre. El futuro de la humanidad está en manos del artista –decía yo muy segura de mí misma.
El futuro de la humanidad en manos del artista
Un par de meses después de la entrevista de Bisila recibía un mensaje de texto de Ted Mooney, editor de la revista Art in América durante tres décadas. A lo largo de los últimos quince años hablábamos regularmente sobre la esencia de un buen diálogo, el abuso de los adjetivos y el estado cultural del mundo, especialmente desde que Lawrence ya no estaba en él. Ted estaba centrado en su nueva novela que llevaría por título Sombra y silueta.
En su mensaje me preguntaba si Lawrence me había dado alguna instrucción sobre cómo enfrentarse a la muerte. Yo, convencida de que estaba trabajando en uno de sus personajes, le dije que ni mi hermana, ni Herman, ni Lawrence me habían dejado instrucciones sobre tan sobrio tema.
Al rato le escribí de nuevo preguntándole sobre el porqué de la curiosidad en el más allá, pero no respondió. Me costó dormir aquella noche e intenté convencerme de que mi preocupación era producto de la presión mediática a la que estábamos siendo sometidos por las muertes en Ucrania.
Esa misma semana Ted me había contado que había dado un gran paseo por la reserva de agua de Central Park y había disfrutado mucho del paisaje. También había escrito: “Una cuestión en la que pienso a menudo es cómo crear obra que reconozca que la vida es cruel sin ser desalentador. La verdad parece ser mejor opción que la falsedad, pero… ya sabes lo que quiero decir. Es duro”. Yo le había contestado que creía entenderle porque mi proyecto artístico basado en colocar hexágonos de oro por los suelos de medio mundo –allí donde encontraba esperanza o inspiración– para dejarlos después a su suerte y fueran pisados hasta su aniquilación, hablaba sobre esa crueldad. “Aunque no hay mayor crueldad que la muerte”, tecleé con la mente aún en Ucrania.
Me desperté por la mañana con dolor de cabeza. Le escribí de nuevo y tampoco obtuve respuesta. Esperé hasta el mediodía para llamar a una amiga mutua:
—Hola Betsy, perdona que te moleste –dije–. Quizá Ted esté enfurruñado y no le apetezca coger el teléfono, ya sabes cómo es, pero es que normalmente contesta. No es que sea hipocondríaca, pero…
Entonces escuché al otro lado de la línea:
—Gema, Ted está muerto. Murió en su casa por paro cardiaco sobre las cinco de la tarde. Nos preocupamos esta mañana cuando vimos que no había respondido los mensajes del trabajo.
Busqué en mi teléfono el texto que me había enviado. Era de las 6:10 P.M. Yo, con mi actitud positiva, le había contestado sin prisa alguna, como si tuviéramos cien años por delante para debatir cómo enfrentarnos a la muerte cuando llegara el momento. Me sentí mal. Su texto de las seis y diez daba vueltas y vueltas en mi cabeza, como la frase de Lawrence sobre el vellocino de oro.
Quizá Ted había escrito aquel mensaje a modo de adiós sin querer asustarme. Quizá me preguntaba sobre Lawrence como Picasso había mencionado a Matisse en su último aliento. “Solo hay Matisse”, había dicho el malagueño. Quizá Ted me indicaba que, en los momentos más oscuros de nuestra existencia, los artistas somos un faro.
Consejos de titanes
Tras la muerte de Ted, la publicación digital Snap Editions me invitó a escribir un ensayo sobre los recientes fallecimientos de mis dos mentores. El New York Times había publicado el artículo Ted Mooney, escritor de novelas imaginativas, muere a los 70 años y, nada más leer aquello, supe que Ted tendría un cabreo descomunal en el afterlife por haberle endosado ese adjetivo a su carrera literaria. “Interesante e imaginativo no aportan nada, están huecos”, decía él. Fue por culpa de ese adjetivo que accedí a escribir para Snap.
Me pidieron que enumerara los consejos que me habían dado estos dos titanes de la cultura norteamericana, y cómo los había aplicado en mi escritura y en mi obra plástica. Recordé las conversaciones que había mantenido con ellos sobre la sabiduría del artista que se mantiene fuera del sistema económico y corporativo del arte, y escribí fiel a sus filosofías. El texto gustó y me preguntaron si podía hablar también sobre mi tercer mentor, el pintor Robert Ryman, fallecido hacía dos años.
Añadí unos párrafos más subida en el avión que me llevaba a Colombia, camino de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, que se había inaugurado el 19 de abril. Consciente de que a la vuelta ya no podría contarle a mis mentores mis andanzas por los Andes me esmeré, antes de enviar el texto final al editor. Al aterrizar en Nueva York, una semana más tarde, recibía un correo electrónico que me daba la enhorabuena por estar mi artículo en el aire. Pero, a las dos horas, recibía otro titulado: “Tu texto será borrado de la página web de inmediato”.
Me explicaban que mi ensayo se había convertido en algo que no encajaba con la línea de la revista. No era error mío, decían. Y me pedían disculpas por no haberse dado cuenta antes.
Al leer aquello no sentí nada. Entonces me di cuenta de que algo había cambiado dentro de mí. La única consistencia que había tenido durante dos años había sido una absoluta inconsistencia: ahora sí, ahora no, ahora te lo quito, ahora te lo doy. La realidad como la conocía parecía haber desaparecido, pues cambiaba de blanco a negro sin darme tiempo para adaptarme a ella. Concluí que, para aceptar las incongruencias de este mundo terrenal, tenía que estar presente en el ahora, vivir en el instante. Y creí sentir que Mooney, Weiner y Ryman estaban orgullosos de mi texto porque había escrito desde la grandeza de su sabiduría en lugar de la grandeza de sus apellidos. Sin una pizca de pena y con la certeza de estar haciendo lo correcto, les pedí permiso mentalmente para colgar su homenaje en mi blog y dijeron que sí al unísono. Acompañé su tributo rechazado con una foto de un hexágono de oro pisado que había colocado en la Plaza Bolívar hacía apenas un par de días.
Desayuno en Bogotá
Durante mi semana en Bogotá coincidí en el hotel con un matrimonio de São Paulo. Se hospedaban en la habitación de abajo. (Nos dimos cuenta al intercambiar por error nuestros llaveros que mostraban un 204 y un 304 grabados, respectivamente, en la madera). A primera vista había pensado que eran estadounidenses, pero al intercambiarnos unos good morning reconocí que su inglés tenía acento, como el mío. Lo que empezó con una conversación sobre dejes castizos, colombianos, portugueses y brasileiros desembocó en un análisis sobre los puntos magnéticos de la tierra, la energía de los Andes, la península del Yucatán y las civilizaciones precolombinas.
Yo estaba encantada con la improvisada tertulia y les hablaba de mi proyecto hexágonos cada vez que nombraban un lugar que habían visitado. ¡Ahí he dejado un hexágono, al lado del volcán! ¡Ahí he dejado otro! Decía yo como si fuera Grettel y me estuvieran devolviendo una a una las piedrecitas que había ido tirando por el camino.
Sheila Senczuck y Gabriel dos Anjos se dedicaban a estudiar culturas ancestrales. Ella, además, era cantante de música “parecida a la ópera”, dijeron. Antes de pinchar con mi tenedor un trozo de mango me preguntaron que con quién había estudiado yo sabiduría ancestral. Contesté divertida que con nadie.
—¿Pero quién te dice dónde colocar los hexágonos? –me preguntaron sorprendidos—. Porque los colocas en puntos energéticos de la tierra que cambian con el tiempo, y te los conoces todos.
Al oír aquello me dio un ataque de risa y casi me atraganto. Les dije que yo era sencillamente una artista; que Hexágonos era un proyecto de arte; que los colocaba a golpe de estómago donde sentía esperanza o inspiración, ya fuera en una montaña, una pirámide o en el estudio de un pintor; que mi marido era piloto y por eso viajaba tanto; que no había estudiado puntos energéticos ni había ido al Tíbet; que las coincidencias eran mi pan de cada día y que por eso llevaba siempre a mano en mi bolso un sobre con laminitas de oro de 24 quilates. Rebusqué en la cartera y planté el oro encima de la mesa.
—Entonces, ¿cómo has acabado aquí en Bogotá? ¿Y por qué vas a poner un hexágono mañana en Monserrate? –me preguntó Gabriel.
—Estoy aquí porque mi amigo, el escritor Juan Fernando Merino, me contactó para presentar mis crónicas en la Feria Internacional de Libro. La montaña la vi al abrir la ventana de mi habitación esta mañana. Hay un teleférico para subir y un monorraíl que al bajar se mete por dentro de la roca. Uno no puede decir que no a eso —respondí con una sonrisa de oreja a oreja.
Me preguntaron que de qué iban mis crónicas, y les dije que de las carambolas que me sucedían pues, a menudo, me dejaba guiar por los encuentros fortuitos y con esa mentalidad escribía.
—Pero en estos momentos tengo entre manos un texto sobre mis tres mentores: unos sabios, conocidos artistas y escritores norteamericanos que recientemente han fallecido. Lo van a publicar en una revista importante y estoy algo nerviosa —dije.
Gabriel comentó que el texto iluminaría a muchos. Y le respondí que lo irónico del asunto era que me habían pedido que escribiera sobre sus consejos, pero la única lección recibida había sido que mirara en mi interior y me dejara de consejos. “Yo no puedo decirle a nadie qué es lo que debe buscar”, decía Lawrence Weiner en su vídeo un par de meses antes de fallecer.
—Y estoy de acuerdo con ellos –añadí–. Creo que así es como se avanza en la vida, moviendo los pies y los brazos por uno mismo, aceptando las caídas. Si creemos en nuestro potencial, cada callejón sin salida puede convertirse en una celda como la de Santa Teresa donde poder escribir Las moradas –solté de golpe.
Después de contarles aquello, concluyeron: “Tu trabajo es trabajo de chamán”. Y Gabriel empezó a explicarme:
—La humanidad tiene que recuperar la esperanza en ella misma, y los seres humanos descubrir su potencial individual. Tus hexágonos avivan esa llama, y eso no es tarea fácil. Nosotros nos dedicamos a lo mismo: a sanar. Sheila con la voz y yo con las manos en comunión con el corazón. Estudiamos con chamanes de todo el mundo para que no se pierda su conocimiento. Viajamos, y en el viajar nos encontramos con las personas adecuadas. Mira qué bonita coincidencia que estemos durmiendo alineados, tú en el piso de arriba y nosotros en el de abajo, del mismo modo que conectas tus hexágonos del suelo aquí en la tierra con las constelaciones de tus pinturas azules, a modo de universo.
Nunca había pensado que el concepto de “elevar mis hexágonos del suelo al cielo” conllevara un mensaje tan espiritual, pero visto así lo que decía Gabriel tenía mucho sentido. Recordé mi conversación con Lawrence, cuando había dicho: “El arte es probablemente lo único que existe sin tener motivo, razón o excusa. El arte es aquello que hacen los artistas. Nada más”. Sheila asentía con ligeros movimientos de cabeza y Gabriel seguía explicando:
—La capacidad creadora del ser humano, lo que haces tú como artista, es nuestra cualidad divina: la imaginación y la inventiva son parte de la energía superior. Antes de hacer algo, el ser humano tiene que haberlo pensado, imaginado o deseado. Somos generadores de cambio. Los niños saben esto y tú también –concluyó.
Pensé en decirle que eso era justo lo que le había contado a Bisila mientras movía tanto las manos. Pero acabé confesándoles que uno de mis mentores había dicho que me dejara guiar por mi intuición, porque era buena; y aquello me había dado seguridad. Por eso regalaba hexágonos a artistas que me inspiraban, para que ellos también creyeran en su propio potencial, porque el mundo del arte estaba muy desequilibrado, especialmente después del coronavirus, y el aspecto corporativo de la cultura estaba tan centrado en los comisarios, los museos, los galeristas y los NFT [tokens, o unidades de valor, no fungibles], que se corría el peligro de alinear esa chispa que mencionaban ellos, la que tienen los verdaderos artistas.
—A eso me dedico, a que no dejemos de creer en esa chispa –dije mientras metía de nuevo el oro en el bolso. Y añadí con el último sorbo de café: “Quizá es cierto que los buenos artistas hacen la función de chamán”.
Antes de despedirnos les conté que, tres años atrás, en un evento sobre la concienciación de la Madre Tierra en Naciones Unidas había conocido a dos chamanes que parecían sacados de una película. Eran bajitos, me llegaban por la cintura; tenían el pelo largo alborotado; y llevaban unos atuendos blancos, entre lino y algodón, con dos bolsos-sacos colgados de medio lado. Eran líderes espirituales de las montañas de Santa Marta, también en Colombia. Aquella noche, al darle la mano al chief para saludarle, me la había retenido con una especie de cariño, y me había contado unas cosas extrañas sobre mi “energía superior”. Yo le había contestado que probablemente hacía falta ese tipo de energía para no volverse loco en Manhattan, y él se había reído. Después se había dado media vuelta, había regresado al minuto con otro chamán que parecía su clon y –para sorpresa de todos– me abrazaron como si fuera un tronco de árbol mientras repetían por lo bajo: “tiene energía superior”.
Cuando me enfadaba con mis hijos durante el confinamiento, les decía para que me hicieran caso: “¡Recordad que tengo energía superior!”. Pero no funcionaba.
Al colapsar se nos abren los ojos
Durante el coronavirus algunas parejas aprendieron a nombrar emociones que les desequilibraba y –creían– les provocaba la persona con la que convivían. Los que sabían de psicología se dieron cuenta de que si culpaban a sus parejas por la montaña de emociones (que no les quedaba más remedio que procesar por ellos mismos) se quedarían sin pareja y con un par de emociones más. Los que eran co-dependientes al intentar rumiar emociones propias y ajenas colapsaron.
Al colapsar se nos abren los ojos y descubrimos que el enfado, la ira y la rabia no se culpan sino que se confrontan. Durante el coronavirus tuvimos que revisitar heridas que creíamos cerradas, taponadas, y eso no es culpa de nadie. Si las palabras o las acciones de alguien te hacen daño es que hay una herida sin cicatrizar. Casi hay que darle gracias a quien te irrita, pues te ayuda a crecer, a evolucionar.
Cuando los niños quieren algo y no lo consiguen dan patadas en el suelo. A veces los adultos sonreímos al verlos porque somos conscientes de haber aprendido esa lección: una pataleta no va a cambiar las cosas. Es mejor enfocar la adrenalina en algo productivo, como lavar platos.
El Covid dio clases de comportamiento en los mejores hogares. Cuando me sentía bloqueada pensaba en los hombrecitos de la energía superior. Qué importa si es verdad o no, me decía. Lo bonito es que alguien nos diga que tenemos esa fuerza que todo lo puede. Es el pensamiento lo que cuenta.
Sabiduría de chamán
Antes del coronavirus mi conocimiento sobre chamanes se remontaba a las clases de arte del bachillerato. La primera vez que reflexioné sobre ellos fue al estudiar las pinturas de Altamira, con bisontes, ciervos y líneas trazadas con tal maestría que Picasso (otra vez Picasso) concluiría: “En el fondo no hemos inventado nada”. El chamán de aquel entonces atrapaba la caza con imágenes donde proyectar sus pensamientos: dibujos mezclados con las llamaradas que iluminaban la roca y daban al animal la ilusión de correr por las cavernas, casi como predecesores de los caballos de Eadweard Muybridge del París de 1877.
Desde hacía un par de años me topaba con chamanes en cada esquina, pero me resistía a escribir sobre ellos, probablemente por los estereotipos y miedos inculcados desde los rescoldos de la Santa Inquisición. De pequeña, en mi colegio de monjas, leía libros de santos que eran crucificados boca abajo y santas como Águeda, que ofrecía sus pechos en una bandeja. Luego hacía resúmenes y opiniones personales sobre lo leído y me daban buena nota. Entonces, ¿por qué temerle a un chamán?
La Wikipedia informa a todo adolescente que quiere entrar en materia: “El chamán es un intermediario entre el mundo natural y el espiritual”. Las revistas del corazón informan a sus lectores después de haber saciado la necesidad de escuchar historias sobre vidas ajenas para evadirse de la propia: “Un chamán se encarga de restaurar el equilibrio mediante técnicas de sanación, y considera que los problemas que sufre una persona están relacionados con un desequilibrio espiritual”. José Vicente Rodríguez Cuenca, del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia explica que la palabra chamán proviene de la lengua evenk de Siberia, significa “el que sabe” y es un personaje dotado de una vocación involuntaria, heredada, o aparecida según el capricho de los espíritus, casi como Jasón.
Está claro que muchos de nuestros problemas durante el coronavirus eran puros desequilibrios emocionales y espirituales. Como artista sentía que mi deber era equilibrar el mundo en lo que pudiera, pero, tras las muertes de mis mentores y el parón del confinamiento, me sentía a la deriva.
La balsa de la ofrenda
Fue en mi visita al Museo del Oro de Bogotá donde me cuestioné realmente si el secreto para localizar los puntos energéticos de la tierra –sin querer– era tener una fe ciega en nuestra intuición.
Las salas estaban repletas de artefactos dorados. Las paredes explicaban que, para los indígenas, el oro es la energía de vida del padre sol, y las lagunas son el vientre de la madre tierra. A través de unos pasillos oscuros se llegaba a una sala pintada de negro que explicaba el ritual milenario: “la balsa de la ofrenda”. Juan Rodríguez Freyle lo describía en 1636 de este modo: “En aquella laguna se hacía una gran balsa de juncos. Desnudaban al heredero en carnes vivas, lo espolvoreaban con oro en polvo y molido. Hacía el indio dorado su ofrecimiento, echando todo el oro y esmeraldas que llevaba en medio de la laguna, y los demás que iban en la balsa hacían lo mismo. De esta ceremonia se tomó aquel nombre tan celebrado de El Dorado”.
Lo releí un par de veces. En mi afán por encontrar esperanza en mitad de la pandemia, había ido tirando hexágonos de oro por el mundo al estilo El Dorado sin yo saberlo. Tampoco era una novedad lo de ir en una balsa metafórica en momentos de desequilibrio, pues la balsa de juncos de El Dorado era real. Como también lo había sido la que se le aparecía en sueños al artista Anthony Ptak durante las horas de máximo desequilibrio físico y existencial al sobrevivir un cáncer cerebral. Su balsa flotaba precariamente ante olas aterradoras y tormentas, como las que mencionaba Lawrence Weiner. (Durante las cuarentenas Anthony y yo hablábamos sobre cómo la inestabilidad se podía superar desde el conocimiento de las personas con discapacidad: expertos en transformar situaciones adversas).
Mi intuición me decía que después del caos llegaría la calma, pero al pensar en la balsa de oro, en la mía propia, en la de Anthony, en el barco de los argonautas, y en el velero de Lawrence, me mareé.
Los kogui
La Sierra Nevada de Santa Marta es considerada culturalmente el corazón del mundo donde converge la sabiduría ancestral de los pueblos indígenas del norte de Colombia: los kogui, los wiwa, los arhuaco y los kankuamo. A cuarenta kilómetros de distancia de la playa y 5.700 metros de altura se eleva en forma de pirámide el pico más alto. Hoy en día ya no hay aztecas, mayas ni incas, pero sí hay koguis porque, con la llegada de los españoles, huyeron a las montañas llevándose con ellos su sabiduría intacta. Allí habían permanecido escondidos como civilización extinguida hasta los años noventa, desde que el chamanismo penetrara en esos lares antes del 8.000 a. C., al bajar las aguas del estrecho de Bering.
La primera persona que mencionó la palabra kogui fue mi amiga la naturalista Adalgiza del Rosario Pérez de Painchault. Los reconoció nada más ver la foto que me había hecho con ellos en Nueva York después de transformarme en árbol. Con tres años, Adalgiza recolectaba barro, raíces y plantas de su tierra natal colombiana. Jugaba a hacer comiditas con propiedades beneficiosas utilizando ingredientes que encontramos en nuestras cocinas: orégano, hierbabuena, sésamo, jengibre, laurel, romero, menta o canela. Durante la pandemia –con residencia en Estados Unidos y siete precioso nietos– mi amiga no daba abasto preparando tés para medio mundo que la contactaba desde Londres, Madrid, Berlín, Japón, Dubái, Italia, Egipto, Rusia, Indonesia o toda América, para evitar ir al hospital y ser enchufado a un ventilador. Le pedí consejo un par de veces para que mi familia tuviera más defensas contra el Covid, y aprendí que el té de clavo, hervido durante diez minutos, es buen antídoto para cualquier catarro. El profundo conocimiento herbolario de Adalgiza incluye las características propias de cada ingrediente, los gramos a medir, así como los minutos de hervor de estas mezclas y el nombre de muchas otras plantas medicinales que crecen en las montañas de los kogui.
Al regresar de Bogotá, con mi balsa haciendo agua al ser censurado el artículo de mis mentores, recordé la conversación con Sheila y Gabriel, y busqué información sobre los chamanes kogui. Aprendí que eran elegidos de bebés y, al cumplir los ocho años, criados en la oscuridad de una cueva con la ayuda de su madre biológica. Durante la década que dura su formación aprenden a conectarse con su consciencia cósmica y, al salir de la cueva, el mundo es todo blanco hasta que sus pupilas se adaptan a la nueva luz. Entonces el kogui transformado en Máma regresa montaña abajo al poblado, listo para ser maestro, guía espiritual y doctor.
Los Mámas son iniciados siguiendo los mismos pasos descritos en las paredes del Museo del Oro. Para mantener el planeta en equilibrio, a día de hoy, hacen ofrendas en lugares sagrados. Después, el espíritu de la Sierra se encarga de encontrar a personas que les ayudan a que su conocimiento se expanda para que “despertemos de la ignorancia”. Los kogui creen que sin pensamientos nada existiría. Dicen que comunicarnos con la mente cósmica es el trabajo del ser humano porque así es como se mantiene el mundo equilibrado. “La mente humana está dentro del cuerpo físico y es importante cuidar nuestros pensamientos. Los pensamientos llenos de esperanza tienen la habilidad de protegernos”, cuenta un Máma en el vídeo titulado Aluna que, desde 2012, puede verse en Youtube.
Las civilizaciones milenarias parecen conservar todo el sentido común que ha perdido el mundo civilizado. Los meses de confinamiento nos obligaron a enfrentarnos a nuestra conciencia desde la oscuridad de nuestras cuevas particulares: en pisos, apartamentos o bungalós. Quizá el aislamiento del coronavirus, con todos sus altibajos, limitaciones, adversidades, angustias y miedos nos ha obligado a educarnos en el campo de las emociones; a procesarlas y, en el camino, conectarnos con esa energía superior que todos llevamos dentro, probablemente sin saberlo.
La consciencia cósmica del Arco de Cuchilleros
Antes de empezar el nuevo curso escolar viajé a Madrid con mi hija. Al aterrizar en Barajas tenía un mensaje de Gabriel dos Anjos. Decía que había tenido un sueño la noche anterior donde un águila sobrevolaba mi cabeza y se posaba encima de ella. “Tenía el pico amarelo y un plumaje blanco alrededor del cuello”, contaba en portugués. Agotada por el jetlag no le presté mucha atención.
De turistas por la ciudad que me vio nacer, mi hija y yo nos plantamos en la Plaza Mayor. Al bajar por el Arco de Cuchilleros, Sara me preguntó si podíamos comprar un huevo Kinder en una tienda de frutos secos.
—Lo divertido no es el chocolate sino la sorpresa que viene dentro, mamá –dijo Sara.
—Pues como la vida misma –respondí yo.
—Venga, cómprate tú otro, que no los venden en Nueva York –me animó–. Y me lo compré.
Como en la película de Willy Wonka, abrí el envoltorio metálico muy despacio, partí el molde de chocolate por la mitad con un clac, saqué la cápsula de plástico que contenía mi figurita y allí estaba el águila con pico amarillo y plumaje blanco alrededor del cuello. Le hice una foto y se la envié a Gabriel con la frase: “Como ves, lo de las carambolas es verdad”.
Las montañas de Ithaca
Nada más regresar a Nueva York hice una visita a mi hijo en su universidad, a cuatro horas en coche desde casa. Me levanté a las cinco de la mañana y, a eso de las seis, me encontraba en una carretera desierta rodeada de árboles y colinas por donde despuntaba el amanecer. Respiré hondo, observé cómo mis pupilas se adaptaban fácilmente de la oscuridad de la noche a la claridad del alba, apagué los faros, y di gracias a la vida por el espectáculo.
En ese estado de plenitud vi algo en el cielo que se movía. Eran dos pájaros. Sobrevolaban en círculos con las alas extendidas. “No pueden ser águilas”, pensé. Pero mi curiosidad pudo más que el sentido de la responsabilidad y despegué el pie del acelerador. Según el coche aminoraba la velocidad, miré hacia arriba y observé cómo planeaban. “¡Son águilas!”, grité ante tanta casualidad.
Una de ellas se acercaba en dirección al parabrisas, o eso me parecía a mí. Bajaba en picado. Como no había curvas ni tráfico, el animal se había tomado la autovía como pista de aterrizaje. Aquello no era normal. Puse el pie en el pedal del freno y, poco a poco, el coche quedó inmóvil. A unos tres metros de distancia y en cuestión de segundos, el águila abrió sus alas en toda su magnitud y se quedó congelada en el aire, flotando, justo detrás del cristal.
Su plumaje expandido como brazos abiertos cubría ambos espejos retrovisores. Tenía el pico amarelo y un cuello tan blanco que sería imposible pintarlo. Si no hubiera sido por la luna que nos separaba podría haberla tocado. Me miró de frente con unos ojos de sabiduría infinita y me sentí minúscula allí debajo. Era inmensa, casi humana. Entonces sacó sus dos patas hacia adelante y, con un delicado giro, se posó en el carril de la izquierda.
Con las cuatro ruedas ancladas al asfalto miré a través de la ventana. Se había posado encima de una liebre que yacía inmóvil en la carretera. Me quedé unos segundos intentando digerir lo que acababa de suceder.
Todo había sido una coincidencia.
El resto del camino fue diferente. La coordenada donde nos habíamos juntado la liebre, el águila y mis ansias de encontrar soluciones a tanto problema me había iluminado. Ya no necesitaba brújula, mapa ni calendario. Me permití disfrutar el instante, se me empañaron los ojos, y creí entender la conexión con esa energía superior.
El nuevo programa de las escuelas de Nueva York
Hay quien dice que con el coronavirus hemos perdido tiempo. Me pregunto si es una pérdida de tiempo los años que los chamanes kogui pasan en la cueva mientras entrenan su mente a pensar en positivo.
Como consecuencia de la presión psicológica a la que hemos sido sometidos durante la pandemia el programa académico escolar de Nueva York incluye una asignatura obligatoria: Aprendizaje Social-Emocional. Los alumnos de los colegios públicos estudian Mindfulness: aprenden a estar conectados con su interior en el momento presente; practican técnicas de meditación, de escucha, de relajación; y procesan emociones después de identificarlas. Hay que educar en estos campos pues existe el rechazo ante la salud mental, no sólo ante la sabiduría del chamán.
En septiembre, en el contexto de la semana de la Asamblea General de las Naciones Unidas, la reina Letizia de España compartía en Nueva York un escalofriante dato: cada 24 horas, 126 niños y adolescentes de todo el mundo se quitan la vida. Me pregunto si existen los suicidios entre la población kogui y cómo podemos aportar mejor comprensión y ayuda a quienes se sienten desesperados.
Ese mismo mes, al preparar un webinar dirigido al profesorado del Estado de Nueva York –encargado de suministrar ese aprendizaje emocional a las generaciones futuras– pensé en mi balsa estancada en los imposibles y la comparé con la balsa de la ofrenda. ¿Y si en lugar de dejarnos llevar por los pensamientos negativos nos dejáramos llevar por las posibilidades? ¿Cambian las cosas cuando nos centramos en los logros en lugar de nuestros fallos? Y para que la intención se transformara en acción, le puse de título al taller: Cómo descubrir tus fortalezas mirando una pintura.
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Hoy, cuatro de noviembre, el New York Times nos informa sobre las nuevas variantes del omicrón: BQ.1 y BQ.1.1., pero yo me encuentro en paz, dispuesta a fluir con las alternativas que me traiga la vida.
Cuidar de nuestros pensamientos es nuestro legado y con esta mentalidad se equilibra el mundo, cuentan los kogui desde hace siglos. Quizá todos llevamos un artista o un chamán dentro a punto de despertar, y energía superior de sobra para conectarnos a esa conciencia cósmica, del mismo modo que es posible conectarse al metaverso, pero sin bitcoins.
Estos dos años hemos cambiado. Y mucho. Personalmente, 2022 terminó con una gran lección aprendida: la de mantener un compromiso conmigo misma basado en la responsabilidad de reconocer mis puntos fuertes y trabajar en mi propio potencial. Para dar fe de este compromiso, y en honor a los que ya se han ido, he escrito esta crónica.
El 31 de diciembre, mientras me tomé las uvas, di las gracias por todo lo vivido.